EL
OFICIO DE ESCRITOR
Gabriel García Márquez
"Es
imposible prever el curso que va a tomar la creación y programar algo en ese
terreno."
El
destacado novelista colombiano, uno de los maestros de la literatura moderna,
Premio Nobel de Literatura 1982, define para “El Correo de la Unesco” (1996) su
relación con la creación y la concepción que tiene del oficio de escritor. Es
entrevistado aquí por Bahgat EInadi, Adel Rifaat y Miguel Labarca.
¿Es posible proteger la cultura?
Gabriel
García Márquez: La gran pregunta que los gobiernos y la gente de cultura
deberían hacerse es qué tipo de protección, sin interferiría ni manipularla y sobre
todo sin someterla al pensamiento político del gobierno de turno, tendría que
ofrecer el Estado a la cultura. El problema del Ministerio de Cultura en
América Latina es su subordinación a todos los avatares de la política nacional.
Una crisis de gabinete repercute en la acción cultural, pues el resultado de
las contiendas ambiciosas entre distintas corrientes de un gobierno es un Ministro
de Cultura que no tiene nada que ver con la cultura o que está totalmente en
desacuerdo con el Ministro anterior. Por consiguiente, la cultura depende de
una serie de vaivenes que no son culturales sino políticos y, lo que es peor,
partidistas.
Habría
que ayudar a la cultura creando condiciones para que se desarrolle libremente.
Pero esto, en la práctica, plantea grandes problemas. Es totalmente imposible
prever el curso que va a tomar la creación y programar algo en ese terreno.
Además, cuando se habla de cultura, la dificultad principal reside en que ésta
carece de definición.
Para
la UNESCO, la cultura es lo que el
hombre agrega a la naturaleza. Todo lo que es producto del ser humano. Para mí,
la cultura es el aprovechamiento social de la inteligencia humana. En el fondo,
todos sabemos qué abarca el término cultura, pero no podemos expresarlo en dos
palabras. Creo que fue Jack Lang, el ex Ministro de Cultura francés, al
recapacitar sobre el sentido de esa palabra, quien dijo que la cultura es todo:
la cocina, el modo de hacer el amor, de vivir, y las artes dentro de todo eso.
La cultura es todo y todo tiene un condicionamiento cultural. Pero hay que
tener cuidado: cuanto más ampliemos ese concepto, más arduo será saber de qué manera
hay que proteger la cultura.
¿Es posible enseñar la cultura?
G. G. M.: En
este momento me interesa enormemente la enseñanza de las artes, de las letras,
del periodismo (que considero un género literario) y del cine (que sin duda es
un arte). Esta enseñanza debe ser completamente atípica, sui géneris, informal.
En
la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños, en Cuba, tengo un taller
llamado "Cómo se cuenta un cuento", donde, alrededor de una mesa, reúno
diez muchachos, y no más, que ya tienen experiencia en guiones de cine.
Se
trata de saber si es posible crear historias colectivas, de ver si alrededor de
esa mesa se puede producir el milagro de la creación. Algunas veces lo hemos logrado.
Surge una idea, poco a poco, que se va desarrollando entre todos. El punto de
partida es interesante. El primer contacto consiste en preguntarle a alguno:
¿Qué película has visto últimamente? Tal película. Cuéntamela, le digo. Hay los
que la saben contar y los que no. Hay quien dice: esa película presenta el
problema de una chica del campo enfrentada a las contradicciones de la ciudad
moderna. Otro la cuenta así: es una chica del campo que un día, aburrida con su
familia, se sube al primer autobús que pasa, se fuga con el chófer y luego se
encuentra... Y comienza a relatar, episodio por episodio, la vida de la
muchacha.
El
primero puede tener talento y ser un genio para muchas cosas, pero nunca aprenderá
a contar un cuento. Porque no ha nacido con el don de contar un cuento. Al
otro, que lo sabe contar, le falta aún mucho para ser un escritor para adquirir
la técnica y la base cultural, que son sumamente importantes.
No
me explico cómo alguien se atreve a escribir una novela sin tener una vaga idea
sobre los diez mil años de literatura que tiene atrás y saber por lo menos en qué
punto se encuentra él mismo. Le falta, por último, el trabajo diario. Saber que
eso no baja del cielo, que hay que trabajarlo letra por letra, todos los días.
Escribir
es un oficio, y un oficio difícil, que exige disciplina y mucha concentración.
Lo mismo es para el pintor o para el músico. Siempre que aprenda el oficio, el
que sabe contar un cuento será escritor y el otro, aunque haga un gran
esfuerzo, no lo será nunca.
Sucede
igual con la música. Se le da al niño una nota y hay el que repite exactamente
la nota y el que nunca lo logrará.
¿Se considera usted un intelectual?
G. G. M.: No me
considero un intelectual completo, porque entiendo que un intelectual es una
persona que tiene ideas preconcebidas que trata de adaptar a la realidad. A
toda costa quiere interpretar la realidad a través de esas ideas.
En
cambio, yo no. Vivo de la anécdota, de los acontecimientos de la vida cotidiana.
Trato de interpretar el mundo y de crear un arte a través de la experiencia de
la vida de cada día y del conocimiento que voy teniendo del mundo, sin ideas
preconcebidas de ninguna clase. Por ello, me cuestan mucho trabajo las
entrevistas cuyas preguntas me obligan a dar respuestas abstractas.
Siempre
tengo que partir de un hecho concreto. Allí es donde me encuentro como
escritor. Creo poder demostrar que no hay una sola línea en mis libros que no
surja de un hecho verdadero que conocí o que me contaron, o que he vivido.
Es cierto que para usted el conocimiento
abarca muchas cosas...
G. G. M.: Es
cierto. Me han dicho: "En Cien años de soledad” suceden cosas increíbles
que no pueden haber pasado." Pero esas cosas corresponden para mí a
experiencias reales. Y hay lecturas que fueron decisivas para mí. Por ejemplo,
el primer libro que leí lo encontré dentro de un baúl y ni conocía su nombre.
Era Las mil y una noches.
Pasé
los primeros años de mi infancia obnubilado con la idea de las alfombras que
volaban, de los genios que salían de las botellas. Era maravilloso y, para mí, totalmente
cierto.
Además,
uno de los episodios que más me atrajo y que más fantástico me pareció, era
perfectamente posible: la historia del pescador que le pide prestado a la
vecina un plomo para su red, y que le promete en cambio traerle el primer
pescado que saque del agua.
Ella
le presta el plomo y él le trae el pescado, como prometido. Luego, cuando ella
abre el pescado, éste tiene un diamante adentro. La vida está llena de cosas
naturales que se le pasan por alto al común de los mortales. La inteligencia de
los poetas consiste en identificar esa maravilla contenida en la vida real.
Entonces,
me hago la pregunta: ¿los que creyeron que las alfombras volaban en Los mil y
una noches, por qué no han de creer que vuelan en mi pueblo?
En
mi pueblo no hay alfombras, pero hay esteras. Entonces hay que hacer volar las
esteras y demás cosas maravillosas entre las cuales nos criamos y vivimos todos.
Pienso que tomé la determinación, no de inventar una realidad nueva ni de
crearla, sino de encontrar una realidad con la cual me identificaba y que, por
consiguiente, conocía bien. Esa es la clase de escritor que soy.
¿Después de Cien años de
soledad?
G.
G. M.: He tenido que empezar a cuidarme de mí mismo. Hago un esfuerzo por no
repetirme. Por no saquearme a mí mismo. Procuro profundizar y explorar cada vez
más la realidad, cuidándome de las palabras. Sin darme cuenta, tiendo a decir
las mismas cosas. Vuelven los mismos adjetivos para los mismos sustantivos.
Se
habla mucho de la influencia que ejercen ciertos autores sobre los escritores.
Pero yo nunca he tratado de imitar a un escritor que admiro. Por el contrario,
mi problema ha sido cómo defenderme de ellos para no imitarlos. Por querer ser
personal, se termina cayendo en otra cosa equivalente: ¿cómo defenderse de uno
mismo? ¿Cómo no imitarse a sí mismo?
En
mi último libro, titulado “Del amor y otros demonios” una historia que ocurre
en Cartagena de Indias en el siglo XVIII, he hecho lo posible por reconstituir
la cultura, la mentalidad y las intolerancias de la época. Pero lo que me ha
costado más trabajo es que esa novela no se asemeje a mis libros anteriores.
Los primeros lectores dicen que es de una sobriedad que no parece mío. Cuando
lo oigo, me alegro mucho, porque he trabajado en ese sentido, no para que no
parezca mío, sino para que no se parezca a mis libros anteriores. Mío tiene que
parecer, porque los libros no pueden sino parecerse a su autor. Todo libro de
alguna manera es autobiográfico y todo personaje es un "collage" de
parte de uno mismo y de alguna persona conocida. Creo que la progresión de una
obra consiste justamente en continuar excavando dentro de uno para ver dónde se
llega, dónde se encuentra el botón que se busca y que es el misterio de la
muerte. El de la vida, ya se sabe, no se descifrará jamás.
¿Es ésa una preocupación propia de
la literatura latinoamericana?
G. G. M.: Es
cierto que América Latina nació con las novelas de caballería. Aquello no fue
casual puesto que esas novelas fueron prohibidas en las colonias españolas:
hacían volar la fantasía. Los cronistas de la conquista, a causa de esas
novelas, estaban preparados para creer todo lo que veían, pero se encontraron
con más de lo que eran capaces de imaginar. Así nació ese mundo fantástico, que
luego fue llamado "realismo mágico", y que es un signo característico
de la cultura de América Latina.
Ahora, cuando usted piensa en su
público, ¿piensa en América Latina, en el mundo ibérico o en el mundo entero?
G. G. M.: Lo
primero que tenemos que conquistar es nuestro público. Cuando eso sucede,
significa que se está expresando algo valedero y que, por consiguiente,
interesará también al resto del mundo. No se conquista a un público por casualidad.
Hay primero una identificación con la realidad que le interesa a ese público y,
cuando la identificación se amplifica, interesa al mundo entero.
Tenemos
que seguir haciendo lo que creemos que debemos hacer. Ya veremos lo que sucede
después. Cuando empecé a escribir, jamás se me ocurrió que iba a tener
lectores, ni muchos ni pocos. “Cien años de soledad” fue mi quinto libro. Mi
primer libro tardó cinco años en ser publicado. Iba de editor en editor, de
imprenta en imprenta. Luego se publicó pero durante mucho tiempo no se
vendieron los ejemplares. Uno tiene que hacer su obra y después esperar. La
suerte es tener la posibilidad de vivir de ella. Pero ése no puede ser un
objetivo.
En su oficio de escritor, ¿ha conocido
rupturas, momentos de duda, cambios de orientación?
G. G. M.:
Recuerdo los dos saltos más importantes. El primero es haber dejado el
cigarrillo. O creo más bien que fue el cigarrillo el que me dejó a mí. Estaba
totalmente intoxicado, fumando cuatro paquetes por día. Y sin enfermarme de
bronquitis, ni que el médico me dijera nada, apagué el cigarrillo y no fumé
más. Cuando me puse a escribir, me di cuenta de que no había escrito una letra
sin fumar. Pensé: bueno, ¿qué hago? ¿Espero estar acostumbrado a no fumar, o me
siento de una vez a escribir sin fumar? La vocación fue mucho más fuerte y me
senté frente a la máquina. Luego surgió otra dificultad: la de las manos. Me
sobraban las manos porque ahora no tenían el cigarrillo, pero la mente siguió
igual y prosiguió su trabajo como antes.
El
segundo salto fue el día en que desperté y descubrí que ya no tenía otra cosa
que hacer que escribir. Porque antes hacía dos cosas: escribía, o trabajaba
para la publicidad, la televisión, la radio. Mercedes, mi mujer, me hizo un día
una pregunta: "¿Hoy vas a trabajar o a escribir?" Habíamos separado el
trabajo, que tenía un objetivo pecuniario, del placer de escribir que era improductivo.
Y ese día, al despertar, me dije: ahora no necesito "trabajar", puedo
escribir o no escribir, si lo quiero.
Pronto
comprendí el peligro que esa libertad significaba, porque si no escribía hoy,
no lo haría mañana y probablemente nunca. Seguí escribiendo. Aun se me planteó
otro problema. Siempre fui un periodista, y en aquella época, los periódicos se
hacían de noche. Era la bohemia; terminar a la una de la madrugada en el
periódico, luego escribir un poema, una novela hasta las tres, y después salir
a jugar a los bolos o a tomar una cerveza. Cuando regresábamos, al amanecer,
las señoras que iban a misa cruzaban a la acera de enfrente pensando que éramos
unos borrachos que las iban a asaltar o a violar. Pasar de la noche al día,
para escribir, no fue fácil.
Con
la libertad, tuve que imponerme un horario de banquero, o más bien de empleado
de banco, como si tuviera que marcar tarjeta todos los días. Comenzar a una hora
y terminar a otra. Es importante. Si uno se deja llevar y no se detiene a
tiempo, las últimas páginas las escribe un hombre cansado. El gran problema de
la mayoría de los escritores es que, cuando las condiciones no les permiten dedicarse
solamente a eso, consagran a la literatura las horas que les sobran y son horas
de cansancio. Igualmente, si yo me entusiasmo, termino escribiendo cansado. Se
necesita ese rigor: a una hora se comienza y a otra se termina. Mis hijos iban
a la escuela a las ocho de la mañana y yo los llevaba. Luego me ponía a
escribir y los iba a buscar a las dos de la tarde. Este sigue siendo mi horario:
comienzo a trabajar a las nueve y termino a las dos o dos y media. Considero
con mi conciencia que me he ganado el día y el almuerzo. Por la tarde, en
general voy al cine, veo a mis amigos o cumplo otros compromisos. Quedo sin
remordimiento de conciencia. Ese remordimiento lo he sentido entre dos libros.
Cuando terminaba un libro pasaba un tiempo sin escribir y tenía que volver a
aprender a hacerlo. El brazo se enfría. Hay un proceso de reaprendizaje para
volver a lograr ese calor que se produce al escribir. Comprendí que tenía que
inventar algo que me hiciera escribir entre dos libros. Lo he resuelto gracias
a la redacción de mis memorias. Desde entonces no he dejado ningún día la
máquina. Cuando estoy viajando tengo menos rigor, pero tomo notas de mañana.
Todo ello indica que el 99 por ciento de transpiración del escritor, del cual
se ha hablado tanto, es cierto. Uno por ciento de inspiración y 99 por ciento
de transpiración. Aunque también defiendo la inspiración. No en el sentido que
le daban los románticos para los cuales era una especie de iluminación divina.
Lo que sucede es que cuando se empieza a trabajar seriamente un tema y a
cercarlo, a acosarlo, a atizarlo, llega un
momento en que uno se identifica con él de tal modo y lo domina tanto,
que se tiene la impresión de que un soplo divino se lo está dictando. Ese
estado de inspiración existe, sí, y cuando se logra, aunque no
dure mucho, es la mayor felicidad que se puede tener en el mundo.
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