ASPECTOS DEL CUENTO
Julio Cortázar
Puesto
que voy a ocuparme de algunos aspectos del cuento como género literario, y es
posible que algunas de mis ideas sorprendan o choquen a quienes las lean, me
parece de una elemental honradez definir el tipo de narración que me interesa,
señalando mi especial manera de entender el mundo.
Casi
todos los cuentos que he escrito pertenecen al género llamado fantástico por
falta de mejor nombre, y se oponen a ese falso realismo que consiste en creer
que todas las cosas pueden describirse y explicarse como lo daba por sentado el
optimismo filosófico y científico del siglo XVIII, es decir, dentro de un mundo
regido más o menos armoniosamente por un sistema de leyes, de principios, de
relaciones de causa y efecto, de psicologías definidas, de geografía bien
cartografiadas. En mi caso, la sospecha de otro orden más secreto y menos
comunicable, y el fecundo descubrimiento de Alfred Jarry, para quien el
verdadero estudio de la realidad no residía en las leyes sino en las excepciones
a esas leyes, han sido algunos de los principios orientadores de mi búsqueda
personal de una literatura al margen de todo realismo demasiado ingenuo. Por
eso, si en las ideas que siguen encuentran ustedes una predilección por todo lo
que en el cuento es excepcional, trátese de los temas o incluso de las formas
expresivas, creo que esta presentación de mi propia manera de entender el mundo
explicará mi toma de posesión y mi enfoque del problema. En último extremo
podrá decirse que solo he hablado del cuento tal y como yo lo practico. Y sin
embargo, no creo que sea así. Tengo la certidumbre de que existen ciertas
constantes, ciertos valores que se aplican a todos los cuentos, fantásticos o
realistas, dramáticos o humorísticos. Y pienso que tal vez sea posible mostrar
aquí esos elementos invariables que dan a un buen cuento su atmósfera peculiar
y su calidad de obra de arte.
La
oportunidad de cambiar ideas acerca del cuento me interesa por diversas
razones. Vivo en un país -Francia- donde este género tiene poca vigencia,
aunque en los últimos años se nota entre escritores y lectores un interés
creciente por esa forma de expresión. De todos modos, mientras los críticos
siguen acumulando teorías y manteniendo enconadas polémicas acerca de la
novela, casi nadie se interesa por la problemática del cuento. Vivir como
cuentista en un país donde esta forma expresiva es un producto casi exótico,
obliga forzosamente a buscar en otras literaturas el alimento que allí falta.
Poco a poco, en sus textos originales o mediante traducciones, uno va
acumulando casi rencorosamente una enorme cantidad de cuentos del pasado y del
presente, y llega el día en que puede hacer un balance, intentar una
aproximación valorativa a ese género de tan difícil definición, tan huidizo en
sus múltiples y antagónicos aspectos, y en última instancia tan secreto y
replegado en sí mismo, caracol del lenguaje, hermano misterioso de la poesía en
otra dimensión del tiempo literario.
Pero
además de ese alto en el camino que todo escritor debe hacer en algún momento
de su labor, hablar del cuento tiene un interés especial para nosotros, puesto
que casi todos los países americanos de lengua española le están dando al
cuento una importancia excepcional, que jamás había tenido en otros países
latinos como Francia o España. Entre nosotros, como es natural en las
literaturas jóvenes, la creación espontánea precede casi siempre al examen
crítico, y está bien que así sea. Nadie puede pretender que los cuentos sólo
deban escribirse luego de conocer sus leyes. En primer lugar, no hay tales
leyes; a lo sumo cabe hablar de puntos de vista, de ciertas constantes que dan
una estructura a ese género tan poco incasillable; en segundo lugar los
teóricos y los críticos no tienen por qué ser los cuentistas mismos, y es natural
que aquellos sólo entren en escena cuando exista ya un acervo, un acopio de
literatura que permita indagar y esclarecer su desarrollo y sus cualidades.
En
América, tanto en Cuba como en México o Chile o Argentina, una gran cantidad de
cuentistas trabaja desde comienzos de siglo, sin conocerse entre sí,
descubriéndose a veces de manera casi póstuma. Frente a ese panorama sin
coherencia suficiente, en el que pocos conocen a fondo la labor de los demás,
creo que es útil hablar del cuento por encima de las particularidades
nacionales e internacionales, porque es un género que entre nosotros tiene una
importancia y una vitalidad que crecen de día en día. Alguna vez se harán las
antologías definitivas -como las hacen los países anglosajones, por ejemplo- y se
sabrá hasta dónde hemos sido capaces de llegar. Por el momento no me parece
inútil hablar del cuento en abstracto, como género literario. Si nos hacemos
una idea convincente de esa forma de expresión literaria, ella podrá contribuir
a establecer una escala de valores para esa antología ideal que está por
hacerse. Hay demasiada confusión, demasiados malentendidos en este terreno.
Mientras los cuentistas siguen adelante su tarea, ya es tiempo de hablar de esa
tarea en sí misma, al margen de las personas y de las nacionalidades. Es
preciso llegar a tener una idea viva de lo que es el cuento, y eso es siempre
difícil en la medida en que las ideas tienden a lo abstracto, a desvitalizar su
contenido, mientras que a su vez la vida rechaza angustiada ese lazo que quiere
echarle la conceptualización para fijarla y categorizarla. Pero si no tenemos
una idea viva de lo que es el cuento habremos perdido el tiempo, porque un
cuento, en última instancia, se mueve en ese plano del hombre donde la vida y
la expresión escrita de esa vida libran una batalla fraternal, si se me permite
el término; y el resultado de esa batalla es el cuento mismo, una síntesis
viviente a la vez que una vida sintetizada, algo así como un temblor de agua
dentro de un cristal, una fugacidad en una permanencia. Sólo con imágenes se
puede trasmitir esa alquimia secreta que explica la profunda resonancia que un
gran cuento tiene entre nosotros, y que explica también por qué hay muchos
cuentos verdaderamente grandes.
Para
entender el carácter peculiar del cuento se le suele comparar con la novela,
género mucho más popular y sobre el cual abundan las preceptivas. Se señala,
por ejemplo, que la novela se desarrolla en el papel, y por lo tanto en el
tiempo de la lectura, sin otro límite que el agotamiento de la materia
novelada; por su parte, el cuento parte de la noción de límite, y en primer
término de límite físico, al punto que en Francia, cuando un cuento excede las
veinte páginas, toma ya el nombre de nouvelle, género a caballo
entre el cuento y la novela propiamente dicha. En ese sentido, la novela y el
cuento se dejan comparar analógicamente con el cine y la fotografía, en la
medida en que una película es en principio un “orden abierto”, novelesco,
mientras que una fotografía lograda presupone una ceñida limitación previa,
impuesta en parte por el reducido campo que abarca la cámara y por la forma en
que el fotógrafo utiliza estéticamente esa limitación. No sé si ustedes han
oído hablar de su arte a un fotógrafo profesional; a mí siempre me ha sorprendido
el que se exprese tal como podría hacerlo un cuentista en muchos aspectos.
Fotógrafos de la calidad de un Cartier-Bresson o de un Brasai definen su arte
como una aparente paradoja: la de recortar un fragmento de la realidad,
fijándole determinados límites, pero de manera tal que ese recorte actúe como
una explosión que abre de par en par una realidad mucho más amplia, como una
visión dinámica que trasciende espiritualmente el campo abarcado por la cámara.
Mientras en el cine, como en la novela, la captación de esa realidad más amplia
y multiforme se logra mediante el desarrollo de elementos parciales,
acumulativos, que no excluyen, por supuesto, una síntesis que dé el “clímax” de
la obra, en una fotografía o en un cuento de gran calidad se procede inversamente,
es decir que el fotógrafo o el cuentista se ven precisados a escoger y limitar
una imagen o un acaecimiento que sean significativos, que no
solamente valgan por sí mismos, sino que sean capaces de actuar en el
espectador o en el lector como una especie de apertura, de fermento
que proyecta la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va mucha más allá
de la anécdota visual o literaria contenidas en la foto o en el cuento. Un
escritor argentino, muy amigo del boxeo, me decía que en ese combate que se
entabla entre un texto apasionante y su lector, la novela gana siempre por
puntos, mientras que el cuento debe ganar por knock-out. Es cierto,
en la medida en que la novela acumula progresivamente sus efectos en el lector,
mientras que un buen cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las
primeras frases. No se entienda esto demasiado literalmente, porque el buen
cuentista es un boxeador muy astuto, y muchos de sus golpes iniciales pueden
parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando ya las resistencias
más sólidas del adversario. Tomen ustedes cualquier gran cuento que prefieran,
y analicen su primera página. Me sorprendería que encontraran elementos
gratuitos, meramente decorativos. El cuentista sabe que no puede proceder
acumulativamente, que no tiene por aliado al tiempo; su único recurso es
trabajar en profundidad, verticalmente, sea hacia arriba o hacia abajo del
espacio literario. Y esto, que así expresado parece una metáfora, expresa sin
embargo lo esencial del método. El tiempo del cuento y el espacio del cuento
tienen que estar como condenados, sometidos a una alta presión espiritual y
formal para provocar esa “apertura” a que me refería antes. Basta preguntarse
por qué un determinado cuento es malo. No es malo por el tema, porque en
literatura no hay temas buenos ni temas malos, solamente hay un buen o un mal
tratamiento del tema. Tampoco es malo porque los personajes carecen de interés,
ya que hasta una piedra es interesante cuando de ella se ocupan un Henry James
o un Franz Kafka. Un cuento es malo cuando se lo escribe sin esa tensión que
debe manifestarse desde las primeras palabras o las primeras escenas. Y así
podemos adelantar ya que las nociones de significación, de intensidad y de
tensión han de permitirnos, como se verá, acercarnos mejor a la estructura
misma del cuento.
Decíamos
que el cuentista trabaja con un material que calificamos de significativo. El
elemento significativo del cuento parecería residir principalmente en su tema,
en el hecho de escoger un acaecimiento real o fingido que posea esa misteriosa
propiedad de irradiar algo más allá de sí mismo, al punto que un vulgar
episodio doméstico, como ocurre en tantos admirables relatos de una Katherine
Mansfield o un Sherwood Anderson, se convierta en el resumen implacable de una
cierta condición humana, o en el símbolo quemante de un orden social o
histórico. Un cuento es significativo cuando quiebra sus propios límites con
esa explosión de energía espiritual que ilumina bruscamente algo que va mucho
más allá de la pequeña y a veces miserable anécdota que cuenta. Pienso, por
ejemplo, en el tema de la mayoría de los admirables relatos de Antón Chejov. ¿Qué hay allí que no sea
tristemente cotidiano, mediocre, muchas veces conformista o inútilmente
rebelde? Lo que se cuenta en esos relatos es casi lo que de niños, en las
aburridas tertulias que debíamos compartir con los mayores, escuchábamos contar
a los abuelos o a las tías; la pequeña, insignificante crónica familiar de
ambiciones frustradas, de modestos dramas locales, de angustias a la medida de
una sala, de un piano, de un té con dulces. Y, sin embargo, los cuentos de
Katherine Mansfield, de Chéjov, son significativos, algo estalla en ellos mientras
los leemos y nos proponen una especie de ruptura de lo cotidiano que va mucho
más allá de la anécdota reseñada.
Ustedes
se han dado ya cuenta de que esa significación misteriosa no reside solamente
en el tema del cuento, porque en verdad la mayoría de los malos cuentos que
todos hemos leído contienen episodios similares a los que tratan los autores
nombrados. La idea de significación no puede tener sentido si no la
relacionamos con las de intensidad y de tensión, que ya no se refieren
solamente al tema sino al tratamiento literario de ese tema, a la técnica
empleada para desarrollar el tema. Y es aquí donde, bruscamente, se produce el
deslinde entre el buen y el mal cuentista. Por eso habremos de detenernos con
todo el cuidado posible en esta encrucijada, para tratar de entender un poco
más esa extraña forma de vida que es un cuento logrado, y ver por qué está vivo
mientras otros, que aparentemente se le parecen, no son más que tinta sobre
papel, alimento para el olvido.
Miremos
la cosa desde el ángulo del cuentista y en este caso, obligadamente, desde mi
propia versión del asunto. Un cuentista es un hombre que de pronto, rodeado de
la inmensa algarabía del mundo, comprometido en mayor o en menor grado con la
realidad histórica que lo contiene, escoge un determinado tema y hace con él un
cuento. Este escoger un tema no es tan sencillo. A veces el cuentista escoge, y
otras veces siente como si el tema se le impusiera irresistiblemente, lo
empujara a escribirlo. En mi caso, la gran mayoría de mis cuentos fueron
escritos -cómo decirlo- al margen de mi voluntad, por encima o por debajo de mi
consciencia razonante, como si yo no fuera más que un médium por el cual pasaba
y se manifestaba una fuerza ajena. Pero eso, que puede depender del
temperamento de cada uno, no altera el hecho esencial, y es que en un momento
dado hay tema, ya sea inventado o escogido voluntariamente, o
extrañamente impuesto desde un plano donde nada es definible. Hay tema, repito,
y ese tema va a volverse cuento. Antes que ello ocurra, ¿qué podemos decir del
tema en sí? ¿Por qué ese tema y no otro? ¿Qué razones mueven consciente o
inconscientemente al cuentista a escoger un determinado tema?
A
mí me parece que el tema del que saldrá un buen cuento es siempre excepcional,
pero no quiero decir con esto que un tema deba de ser extraordinario, fuera de
lo común, misterioso o insólito. Muy al contrario, puede tratarse de una
anécdota perfectamente trivial y cotidiana. Lo excepcional reside en una
cualidad parecida a la del imán; un buen tema atrae todo un sistema de
relaciones conexas, coagula en el autor, y más tarde en el lector, una inmensa
cantidad de nociones, entrevisiones, sentimientos y hasta ideas que flotan
virtualmente en su memoria o su sensibilidad; un buen tema es como un sol, un astro
en torno al cual gira un sistema planetario del que muchas veces no se tenía
consciencia hasta que el cuentista, astrónomo de palabras, nos revela su
existencia. O bien, para ser más modestos y más actuales a la vez, un buen tema
tiene algo de sistema atómico, de núcleo en torno al cual giran los electrones;
y todo eso, al fin y al cabo, ¿no es ya como una proposición de vida, una
dinámica que nos insta a salir de nosotros mismos y a entrar en un sistema de
relaciones más complejo y hermosos? Muchas veces me he preguntado cuál es la
virtud de ciertos cuentos inolvidables. En el momento los leímos junto con
muchos otros, que incluso podían ser de los mismos autores. Y he aquí que los
años han pasado, y hemos vivido y olvidado tanto. Pero esos pequeños, insignificantes
cuentos, esos granos de arena en el inmenso mar de la literatura, siguen ahí,
latiendo en nosotros. ¿No es verdad que cada uno tiene su colección de cuentos?
Yo tengo la mía, y podría dar algunos nombres. Tengo William Wilson de
Edgar A. Poe; tengo Bola de sebo de Guy
de Maupassant. Los pequeños
planetas giran y giran: ahí está Un recuerdo de Navidad de
Truman Capote; Tlön, Uqbar, Orbis Tertius de Jorge Luis Borges; Un sueño
realizado de Juan Carlos Onetti; La muerte de Iván Ilich,
de Tolstoi; Cincuenta de los grandes, de
Hemingway; Los soñadores, de Izak Dinesen, y así podría seguir y
seguir… Ya habrán advertido ustedes que no todos esos cuentos son
obligatoriamente de antología. ¿Por qué perduran en la memoria?
Piensen en los cuentos que no han podido olvidar y verán que todos ellos tienen
la misma característica: son aglutinantes de una realidad infinitamente más
vasta que la de su mera anécdota, y por eso han influido en nosotros con una
fuerza que no haría sospechar la modestia de su contenido aparente, la brevedad
de su texto. Y ese hombre que en un determinado momento elige un tema y hace
con él un cuento será un gran cuentista si su elección contiene -a veces sin
que él lo sepa conscientemente- esa fabulosa apertura de lo pequeño hacia lo
grande, de lo individual y circunscrito a la esencia misma de la condición
humana. Todo cuento perdurable es como la semilla donde está durmiendo el árbol
gigantesco. Ese árbol crecerá en nosotros, dará su sombra en nuestra memoria.
Sin
embargo, hay que aclarar mejor esta noción de temas significativos. Un mismo
tema puede ser profundamente significativo para un escritor, y anodino para
otro; un mismo tema despertará enormes resonancias en un lector, y dejará
indiferente a otro. En suma, puede decirse que no hay temas absolutamente
significativos o absolutamente insignificantes. Lo que hay es una alianza
misteriosa y compleja entre cierto escritor y cierto tema en un momento dado,
así como la misma alianza podrá darse luego entre ciertos cuentos y ciertos
lectores. Por eso, cuando decimos que un tema es significativo, como en el caso
de los cuentos de Chejov, esa significación se ve determinada en cierta medida
por algo que está fuera del tema en sí, por algo que está antes y después del
tema. Lo que está antes es el escritor, con su carga de valores humanos y
literarios, con su voluntad de hacer una obra que tenga un sentido; lo que está
después es el tratamiento literario del tema, la forma en que el cuentista,
frente a su tema, lo ataca y sitúa verbal y estilísticamente, lo estructura en
forma de cuento, y lo proyecta en último término hacia algo que excede el
cuento mismo. Aquí me parece oportuno mencionar un hecho que me ocurre con
frecuencia, y que otros cuentistas amigos conocen tan bien como yo. Es habitual
que en el curso de una conversación, alguien cuente un episodio divertido o
conmovedor o extraño, y que dirigiéndose luego al cuentista presente le diga:
“Ahí tienes un tema formidable para un cuento; te lo regalo.” A mí me han
reglado en esa forma montones de temas, y siempre he contestado amablemente:
“Muchas gracias”, y jamás he escrito un cuento con ninguno de ellos. Sin
embargo, cierta vez una amiga me contó distraídamente las aventuras de una
criada suya en París. Mientras escuchaba su relato, sentí que eso podía llegar
a ser un cuento. Para ella esos episodios no eran más que anécdotas curiosas;
para mí, bruscamente, se cargaban de un sentido que iba mucho más allá de su
simple y hasta vulgar contenido. Por eso, toda vez que me he preguntado: ¿Cómo
distinguir entre un tema insignificante, por más divertido o emocionante que
pueda ser, y otro significativo?, he respondido que el escritor es el primero
en sufrir ese efecto indefinible pero avasallador de ciertos temas, y que
precisamente por eso es un escritor. Así como para Marcel Proust el sabor de
una magdalena mojada en el té abría bruscamente un inmenso abanico de recuerdos
aparentemente olvidados, de manera análoga el escritor reacciona ante ciertos
temas en la misma forma en que su cuento, más tarde, hará reaccionar al lector.
Todo cuento está así predeterminado por el aura, por la fascinación
irresistible que el tema crea en su creador.
Llegamos
así al fin de esta primera etapa del nacimiento de un cuento, y tocamos el
umbral de su creación propiamente dicha. He aquí al cuentista, que ha escogido
un tema valiéndose de esas sutiles antenas que le permiten reconocer los
elementos que luego habrán de convertirse en obra de arte. El cuentista está
frente a su tema, frente a ese embrión que ya es vida, pero que no ha adquirido
todavía su forma definitiva. Para él ese tema tiene sentido, tiene
significación. Pero si todo se redujera a eso, de poco serviría; ahora, como último
término del proceso, como juez implacable, está esperando al lector, el eslabón
final del proceso creador, el cumplimiento o fracaso del ciclo. Y es entonces
que el cuento tiene que nacer puente, tiene que nacer pasaje, tiene que dar el
salto que proyecte la significación inicial, descubierta por el autor, a ese
extremo más pasivo y menos vigilante y muchas veces hasta indiferente que se
llama lector. Los cuentistas inexpertos suelen caer en la ilusión de imaginar
que les basta escribir lisa y llanamente un tema que los ha conmovido, para
conmover a su turno a los lectores. Incurren en la ingenuidad de aquel que
encuentra bellísimo a su hijo, y da por supuesto que todos los demás lo ven
igualmente bello. Con el tiempo, con los fracasos, el cuentista capaz de
superar esa primera etapa ingenua, aprende que en la literatura no bastan las
buenas intenciones. Descubre que para volver a crear en el lector esa conmoción
que lo llevó a él a escribir el cuento, es necesario un oficio de escritor, y
que ese oficio consiste, entre muchas otras cosas, en lograr ese clima propio
de todo gran cuento, que obliga a seguir leyendo, que atrapa la atención, que
aísla al lector de todo lo que lo rodea para después, terminado el cuento,
volver a conectarlo con sus circunstancias de una manera nueva, enriquecida,
más honda o más hermosa. Y la única forma en que puede conseguirse este
secuestro momentáneo del lector es mediante un estilo basado en la intensidad y
en la tensión, un estilo en el que los elementos formales y expresivos se
ajusten, sin la menor concesión, a la índole del tema, le den su forma visual y
auditiva más penetrante y original, lo vuelvan único, inolvidable, lo fijen
para siempre en su tiempo y en su ambiente y en su sentido más primordial. Lo
que llamo intensidad en un cuento consiste en la eliminación de todas las ideas
o situaciones intermedias, de todos los rellenos o fases de transición que la
novela permite e incluso exige. Ninguno de ustedes habrá olvidado El
barril de amontillado, de Edgar A. Poe. Lo extraordinario de este cuento es
la brusca prescindencia de toda descripción de ambiente. A la tercera o cuarta
frase estamos en el corazón del drama, asistiendo al cumplimiento implacable de
una venganza. Los asesinos, de Hemingway, es otro ejemplo de intensidad obtenida mediante
la eliminación de todo lo que no converja esencialmente al drama. Pero pensemos
ahora en los cuentos de Joseph Conrad, de D. H. Lawrence, de Kafka. En ellos, con modalidades típicas
de cada uno, la intensidad es de otro orden, y yo prefiero darle el nombre de
tensión. Es una intensidad que se ejerce en la manera con que el autor nos va
acercando lentamente a lo contado. Todavía estamos muy lejos de saber lo que va
a ocurrir en el cuento, y sin embargo no podemos sustraernos a su atmósfera. En
el caso de El barril de amontillado y de Los asesinos,
los hechos despojados de toda preparación saltan sobre nosotros y nos atrapan;
en cambio, en un relato demorado y caudaloso de Henry James -La lección del
maestro, por ejemplo- se siente de inmediato que los hechos en sí carecen de
importancia, que todo está en las fuerzas que los desencadenaron, en la malla
sutil que los precedió y los acompaña. Pero tanto la intensidad de la acción
como la tensión interna del relato son el producto de lo que antes llamé el
oficio de escritor, y es aquí donde nos vamos acercando al final de este paseo
por el cuento.
En
mi país, y ahora en Cuba, he podido leer cuentos de los autores más variados:
maduros o jóvenes, de la ciudad o del campo, entregados a la literatura por
razones estéticas o por imperativos sociales del momento, comprometidos o no
comprometidos. Pues bien, y aunque suene a perogrullada, tanto en la Argentina
como aquí los buenos cuentos los están escribiendo quienes dominen el oficio en
el sentido ya indicado. Un ejemplo argentino aclarará mejor esto. En nuestras
provincias centrales y norteñas existe una larga tradición de cuentos orales,
que los gauchos se transmiten de noche en torno al fogón, que los padres siguen
contando a sus hijos, y que de golpe pasan por la pluma de un escritor
regionalista y, en una abrumadora mayoría de casos, se convierten en pésimos
cuentos. ¿Qué ha sucedido? Los relatos en sí son sabrosos, traducen y resumen
la experiencia, el sentido del humor y el fatalismo del hombre de campo;
algunos incluso se elevan a la dimensión trágica o poética. Cuando uno los
escucha de boca de un viejo criollo, entre mate y mate, siente como una
anulación del tiempo, y piensa que también los aedos griegos contaban así las
hazañas de Aquiles para maravilla de pastores y viajeros. Pero en ese momento,
cuando debería surgir un Homero que hiciese una Iliada o una Odisea de esa suma
de tradiciones orales, en mi país surge un señor para quien la cultura de las
ciudades es un signo de decadencia, para quien los cuentistas que todos amamos
son estetas que escribieron para el mero deleite de clases sociales liquidadas,
y ese señor entiende en cambio que para escribir un cuento lo único que hace
falta es poner por escrito un relato tradicional, conservando todo lo posible
el tono hablado, los giros campesinos, las incorrecciones gramaticales, eso que
llaman el color local. No sé si esa manera de escribir cuentos populares se
cultiva en Cuba; ojalá que no…