lunes, 21 de marzo de 2022

PUNTO FINAL, Cristina Peri Rossi

 

PUNTO FINAL

Cristina Peri Rossi



Cuando nos conocimos, ella me dijo: «Te doy el punto final. Es un punto muy valioso, no lo pierdas. Consérvalo, para usarlo en el momento oportuno. Es lo mejor que puedo darte y lo hago porque me mereces confianza. Espero que no me defraudes». Durante mucho tiempo, tuve el punto final en el bolsillo. Mezclado con las monedas, las briznas de tabaco y los fósforos, se ensuciaba un poco; además, éramos tan felices que pensé que nunca habría de usarlo. Entonces compré un estuche seguro y allí lo guardé. Los días transcurrían venturosos, al abrigo de la desilusión y del tedio. Por la mañana nos despertábamos alegres, dichosos de estar juntos; cada jornada se abría como un vasto mundo desconocido, lleno de sorpresas a descubrir. Las cosas familiares dejaron de serlo, recobraron la perdida frescura, y otras, como los parques y los lagos, se volvieron acogedoras, maternales. Recorríamos las calles observando cosas que los demás no veían y los aromas, los colores, las luces, el tiempo y el espacio eran más intensos. Nuestra percepción se había agudizado, como bajo los efectos de una poderosa droga. Pero no estábamos ebrios, sino sutiles y serenos, dotados de una rara capacidad para armonizar con el mundo. Teníamos con nuestros sentidos una singular melodía que respetaba el orden del exterior, sin sujetarse a él.

Con la felicidad, olvidé el estuche, o lo perdí, inadvertidamente. No puedo saberlo. Ahora que la dicha terminó, no encuentro el punto final por ningún lado. Esto crea conflictos y rencores suplementarios. «¿Dónde lo guardaste? —me pregunta ella, indignada—. ¿Qué esperas para usarlo? No demores más, de lo contrario, todo lo anterior perderá belleza y sentido». Busco en los armarios, en los abrigos, en los cajones, en el forro de los sillones, debajo de la mesa y de la cama. Pero el punto no está; tampoco el estuche. Mi búsqueda se ha vuelto tensa, obsesiva. Es posible que lo haya extraviado en alguno de nuestros momentos felices. No está en la sala, ni en el dormitorio, ni en la chimenea. ¿El gato se lo habrá comido?

Su ausencia aumenta nuestra desdicha de manera dolorosa. En tanto el punto no aparezca, estamos encadenados el uno al otro, y esos eslabones están hechos de rencor, apatía, vergüenza y odio. Debemos conformarnos con seguir así, desechando la posibilidad de una nueva vida. Nuestras noches son penosas, compartiendo la misma habitación, donde el resquemor tiene la estatura de una pared y asfixia, como un vapor malsano. Tiñe los muebles, los armarios, los libros dispersos por el suelo. Discutimos por cualquier cosa, aunque los dos sabemos que, en el fondo, se trata de la desaparición del punto, de la cual ella me responsabiliza. Creo que a veces sospecha que en realidad lo tengo, escondido, para vengarme de ella. «No debí confiar en ti —se reprocha—. Debí imaginar que me traicionarías». Era un estuche de plata, largo, de los que antiguamente se usaban para guardar rapé. Lo compré en un mercado de artículos viejos. Me pareció el lugar más adecuado para guardarlo. El punto estaba allí, redondo, minúsculo, bien acomodado. Pero pasaron tantos años. Es posible que se extraviara durante una mudanza, o quizás alguien lo robó, pensando que era valioso.

Luego de buscarlo en vano casi todo el día, me voy de casa, para no encontrar su mirada de reproche, su voz de odio. Toda nuestra felicidad anterior ha desaparecido, y sería inútil pensar que volverá. Pero tampoco podemos separarnos. Ese punto huidizo nos liga, nos ata, nos llena de rencor y de fastidio, va devorando uno a uno los días anteriores, los que fueron hermosos.

Sólo espero que en algún momento aparezca, por azar, extraviado en un bolsillo, confundido con otros objetos. Entonces será un gordo, enlutado, sucio y polvoriento punto final, a destiempo, como el que colocan los escritores noveles.


Publicado en: El museo de los esfuerzos inútiles, 1983

viernes, 11 de marzo de 2022

USTED SE TENDIÓ A SU LADO, Julio Cortázar

 

Usted se tendió a tu lado

Julio Cortázar

 


A G. H., que me contó esto con una gracia que no encontrará aquí.

 

¿Cuándo lo había visto desnudo por última vez? Casi no era una pregunta, usted estaba saliendo de la cabina, ajustándose el sostén del bikini mientras buscaba la silueta de su hijo que la esperaba al borde del mar, y entonces eso en plena distracción, la pregunta pero una pregunta sin verdadera voluntad de respuesta, más bien una carencia bruscamente asumida: el cuerpo infantil de Roberto en la ducha, un masaje en la rodilla lastimada, imágenes que no habían vuelto desde vaya a saber cuándo, en todo caso meses y meses desde la última vez que lo había visto desnudo; más de un año, el tiempo para que Roberto luchara contra el rubor cada vez que al hablar le salía un gallo, el final de la confianza, del refugio fácil entre sus brazos cuando algo dolía o apenaba; otro cumpleaños, los quince, ya siete meses atrás, y entonces la llave en la puerta del baño, las buenas noches con el piyama puesto a solas en el dormitorio, apenas si cediendo de tanto en tanto a una costumbre de salto al pescuezo, de violento cariño y besos húmedos, mamá, mamá querida, Denise querida, mamá o Denise según el humor y la hora, vos el cachorro, vos Roberto el cachorrito de Denise, tendido en la playa mirando las algas que dibujaban el límite de la marea, levantando un poco la cabeza para mirarla a usted que venía desde las cabinas, apretando el cigarrillo entre los labios como una afirmación mientras la mirabas.

Usted se tendió a tu lado y vos te enderezaste para buscar el paquete de cigarrillos y el encendedor.

No, gracias, todavía no dijo usted sacando los anteojos de sol del bolso que le habías cuidado mientras Denise se cambiaba. ¿Querés que te vaya a buscar un whisky? le preguntaste. Mejor después de nadar. ¿Vamos ya? Sí, claro dijiste.

Te da igual, ¿verdad? A vos todo te da igual en estos días, Roberto.

No seas pajarona, Denise.

No es un reproche, comprendo que estés distraído.

Ufa dijiste, desviando la cara.

¿Por qué no vino a la playa?

¿Quién, Luían? Qué sé yo, anoche no se sentía bien, me lo dijo.

Tampoco veo a los padres dijo usted barriendo el horizonte con una lenta mirada un poco miope. Habrá que averiguar en el hotel si hay alguien enfermo.

Yo voy después -dijiste hosco, cortando el tema.

Usted se levantó y la seguiste a unos pasos, esperaste que se tirara al agua para entrar lentamente, nadar lejos de ella que levantó los brazos y te hizo un saludo, entonces soltaste el estilo mariposa y cuando fingiste chocar contra ella usted lo abrazó riendo, manoteándolo, siempre el mismo mocoso bruto, hasta en el mar me pisas los pies. Jugando, escabulléndose, terminaron por nadar con lentas brazadas mar afuera; en la playa empequeñecida la silueta repentina de Lilian era una pulguita roja un poco perdida.

Que se embrome dijiste antes de que usted alzara un brazo llamándola, si llega tarde peor para ella, nosotros seguimos aquí, el agua está rebuena.

Anoche la llevaste a caminar hasta el farallón y volviste tarde. ¿No se enojó Úrsula con Lilian?

¿Por qué se va a enojar? No era tan tarde, che, Lilian no es una nena.

Para vos, no para Úrsula que todavía la ve con un babero, y no hablemos de José Luis porque ése no se convencerá nunca de que la nenita tiene sus reglas en la fecha justa.

Oh, vos con tus groserías dijiste halagado y confuso. Te corro hasta el espigón, Denise, te doy cinco metros.

Quedémonos aquí, ya le correrás a Lilian que seguro te gana. ¿Te acostaste con ella anoche?

¿Qué? ¿Pero vos...?

Tragaste agua, tontolín dijo usted agarrándolo por la barbilla y jugando a echarlo de espaldas-. Hubiera sido lógico, ¿no? Te la llevaste de noche por la playa, volvieron tarde, ahora Lilian aparece a última hora, cuidado, burro, otra vez me diste en un tobillo, ni mar afuera se está seguro con vos.

Volcándose en una plancha que usted imitó sin apuro, te quedaste callado, como esperando, pero usted esperaba también y el sol les ardía en los ojos.

Yo quise, mamá dijiste, pero ella no, ella...

-¿Quisiste de veras, o solamente de palabra?

Ella me parece que también quería, estábamos cerca del farallón y ahí era fácil porque yo conozco una gruta que... Pero después no quiso, se asustó... ¿Qué vas a hacer?

Usted pensó que quince años y medio eran muy pocos años. le atrapó la cabeza y lo besó en el pelo, mientras vos protestabas riendo y ahora sí, ahora realmente esperabas que Denise te siguiera hablando de eso, que increíblemente fuera ella la que te estaba hablando de eso.

Si te pareció que Lilian quería, lo que no hicieron anoche lo harán hoy o mañana. Ustedes dos son un par de chiquilines y no se quieren de veras, pero eso no tiene nada que ver, por supuesto.

Yo la quiero, mamá, y ella también, estoy seguro.

Un par de chiquilines repitió usted, y precisamente por eso te estoy hablando, porque si te acostás con Lilian esta noche o mañana es seguro que van a hacer las cosas como chambones que son.

La miraste entre dos olas blanditas, usted casi se le rio en la cara porque era evidente que Roberto no entendía, que ahora estabas como escandalizado, casi temiendo que Denise pretendiera explicarte el abecé, madre mía, nada menos que eso.

Quiero decir que ni vos ni ella van a tener el menor cuidado, bobeta, y que el resultado de este final de veraneo es que en una de ésas Úrsula y José Luis se van a encontrar con la nena embarazada, ¿Entendés ahora?

No dijiste nada, pero claro que entendiste, lo habías estado entendiendo desde los primeros besos con Lilian, te habías hecho la pregunta y después habías pensado en la farmacia y punto, de eso no pasabas.

A lo mejor me equivoco, pero por la cara de Lilian se me hace que no sabe nada de nada, salvo en teoría que viene a ser lo mismo. Me alegro por vos, si querés, pero ya que sos un poco más grande tendrías que ocuparte de eso.

Te vio meter la cara en el agua, frotártela fuerte, quedarte mirándola como quien acata con bronca. Nadando despacio de espaldas, usted esperó que te acercaras de nuevo para hablarte de eso mismo que vos habías estado pensando todo el tiempo como si estuvieras en el mostrador de la farmacia.

No es lo ideal, ya sé, pero si ella no lo hizo nunca me parece difícil hablarle de la píldora, sin contar que aquí...

Yo también había pensado en eso dijiste con tu voz más gruesa.

¿Y entonces qué estás esperando? Las compras y las tenés en el bolsillo, y sobre todo no perdés del todo la cabeza y las usás.

Vos te sumergiste de golpe, la empujaste de abajo hasta hacerla gritar y reír, la envolviste en un colchón de espuma y de manotazos de donde las palabras te salían a jirones, rotas por estornudos y golpes de agua, no te animabas, nunca habías comprado eso y no te animabas, no ibas a saber hacerlo, en la farmacia estaba la vieja Delcasse, no había vendedores hombres, vos te das cuenta, Denise, cómo le voy a pedir eso, no voy a poder, me da calor.

A los siete años habías llegado una tarde de la escuela con un aire avergonzado, y usted que nunca lo apuraba en esos casos había esperado hasta que a la hora de dormir te enroscaste en sus brazos, la anaconda mortal como le llamaban al juego de abrazarse antes del sueño, y había bastado una simple pregunta para saber que en uno de los recreos te había empezado a picar la entrepierna y el culito, que te habías rascado hasta sacarte sangre y que tenías miedo y vergüenza porque pensabas que a lo mejor era sarna, que te habías contagiado con los caballos de don Melchor. Y usted, besándolo entre las lágrimas de miedo y confusión que te llenaban la cara, lo había tendido boca abajo, le había separado las piernas y después de mirarlo mucho había visto las picaduras de chinche o de pulga, gajes de la escuela, pero si no es sarna, pavote, solamente que te has rascado hasta hacerte sangre. Todo tan sencillo, alcohol y pomada con esos dedos que acariciaban y calmaban, sentirte del otro lado de la confesión, feliz y confiado, claro que no es nada, tonto, dormite y mañana por la mañana vamos a mirar de nuevo. Tiempos en que las cosas eran así, imágenes volviendo desde un pasado tan próximo, entre dos olas y dos risas y la brusca distancia decidida por el cambio de la voz, la nuez de Adán, el bozo, los ridículos ángeles expulsores del paraíso. Era para burlarse y usted sonrió debajo del agua, tapada por una ola como una sábana, era para burlarse porque en el fondo no había ninguna diferencia entre la vergüenza de confesar una picazón sospechosa y la de no sentirse lo bastante crecido como para hacerle frente a la vieja Delcasse. Cuando de nuevo te acercaste sin mirarla, nadando como un perrito alrededor de su cuerpo flotando boca arriba, usted ya sabía lo que estabas esperando entre ansioso y humillado, como antes cuando tenías que entregarte a sus ojos y a sus manos que te harían las cosas necesarias y era vergonzoso y dulce, era Denise sacándote una vez más de un dolor de barriga o de un calambre en la pantorrilla.

Si es así iré yo misma dijo usted. Parece mentira que puedas ser tan tilingo, m'hijito.

¿Vos? ¿Vos vas a ir?

Claro, yo, la mamá del nene. No la vas a mandar a Lilian, supongo.

Denise, carajo...

Tengo frío dijo usted casi duramente, ahora sí te acepto el whisky y antes te corro hasta el espigón. Sin ventaja, lo mismo te voy a ganar.

Era como levantar despacio un papel carbónico y ver debajo la copia exacta del día siguiente, el almuerzo con los padres de Lilian y el señor Guzzi experto en caracoles, la siesta larga y caliente, el té con vos que no te hacías ver demasiado, pero a esa hora era el ritual, las tostadas en la terraza, la noche poco a poco, a usted le daba casi lástima verte tanto con la cola entre las piernas, pero tampoco quería quebrar el ritual, ese encuentro vespertino en cualquier lugar donde estuvieran, el té antes de irse a sus cosas. Era obvio y patético que no supieras defenderte, pobre Roberto, que estuvieras perrito pasando la manteca y la miel, buscándote la cola perrito torbellino tragando tostadas entre frases también tragadas a medias, de nuevo té, de nuevo cigarrillo.

Raqueta de tenis, mejillas tomate, bronce por todos lados, Lilian buscándote para ir a ver esa película antes de la cena. Usted se alegró cuando se fueron, vos estabas realmente perdido y no encontrabas tu rincón, había que dejarte salir a flote del lado de Lilian, lanzados a ese para usted casi incomprensible intercambio de monosílabos, risotadas y empujones de la nueva ola que ninguna gramática pondría en claro y que era la vida misma riéndose una vez más de la gramática. Usted se sentía bien así sola, pero de golpe algo como tristeza, ese silencio civilizado, esa película que solamente ellos iban a ver. Se puso unos pantalones y una blusa que siempre le hacía bien ponerse, y bajó por el malecón parándose en las tiendas y en el kiosko, comprando una revista y cigarrillos. La farmacia del pueblo tenía un anuncio de neón que recordaba a una pagoda tartamuda, y debajo de esa increíble cofia verde y roja el saloncito con olor a hierbas medicinales, la vieja Delcasse y la empleada jovencita, la que de verdad te daba miedo, aunque solamente hubieras hablado de la vieja Delcasse. Había dos clientes arrugados y charlatanes que necesitaban aspirinas y pastillas para el estómago, que pagaban sin irse del todo, mirando las vitrinas y haciendo durar un minuto un poco menos aburrido que los otros en sus casas.

Usted les dio la espalda sabiendo que el local era tan chico que nadie perdería palabra, y después de coincidir con la vieja Delcasse en que el tiempo era una maravilla, le pidió un frasco de alcohol como quien oncede un último plazo a los dos clientes que ya no tenían nada que hacer ahí, y cuando llegó el frasco y los viejos seguían contemplando las vitrinas con alimentos para niños, usted bajó lo más posible la voz, necesito algo para mi hijo que él no se anima a comprar, sí, exactamente, no sé si vienen en cajas pero en todo caso déme unos cuantos, ya después él se arreglará por su cuenta. Cómico, ¿verdad?

Ahora que lo había dicho, usted misma podía contestar que sí, que era cómico y casi soltar la risa en la cara de la vieja Delcasse, su voz de loro seco explicando desde el diploma amarillo entre las vitrinas, vienen en sobrecitos individuales y también en cajas de doce y veinticuatro. Uno de los clientes se había quedado mirando como si no creyera y el otro, una vieja metida en una miopía y una pollera hasta el suelo, retrocedía paso a paso diciendo buenas noches, buenas noches, y la dependienta más joven divertidísima, buenas noches señora de Pardo, la vieja Delcasse tragando por fin saliva y antes de darse vuelta murmurando, en fin, es violento para usted, por qué no me dijo de pasar a la trastienda, y usted imaginándote a vos en la misma situación y teniéndote lástima porque seguro no te habrías animado a pedirle a la vieja Delcasse que te llevara a la trastienda, un hombre y esas cosas. No, dijo o pensó (nunca lo supo bien y daba igual), no veo por qué tenía que hacer un secreto o un drama por una caja de preservativos, si se la hubiera pedido en la trastienda me hubiera traicionado, hubiera sido tu cómplice, acaso dentro de unas semanas hubiera tenido que repetirlo y eso no, Roberto, una vez está bien, ahora cada uno por su lado, realmente no volveré a verte nunca más desnudo, m'hijito, esta vez ha sido la última, sí, la caja de doce, señora.

Usted los dejó completamente helados dijo la empleada joven que se moría de risa pensando en los clientes.

Me di cuenta dijo usted sacando dinero, no son cosas de hacer, realmente.

Antes de vestirse para la cena puso el paquete sobre tu cama, y cuando volviste del cine corriendo porque se hacía tarde viste el bulto blanco contra la almohada y te pusiste de todos colores y lo abriste, entonces Denise, mamá, déjame entrar, mamá, encontré lo que vos. Escotada, muy joven en su traje blanco, te recibió mirándote desde el espejo, desde algo lejano y diferente.

Sí, y ahora arréglate solo, nene, más no puedo hacer por ustedes.

Estaba convenido desde hacía mucho que no te llamaría nunca más nene, comprendiste que se cobraba, que te hacía devolver la plata. No supiste en qué pie pararte, fuiste hasta la ventana, después te acercaste a Denise y la Sujetaste por los hombros, te pegaste a su espalda besándola en el cuello, muchas veces y húmedo y nene, mientras usted terminaba de arreglarse el pelo y buscaba el perfume. Cuando sintió el calor de la lágrima en la piel, giró en redondo y te empujó blandamente hacia atrás, riendo sin que se oyera su voz, una lenta risa de cine mudo.

Se va a hacer tarde, bobo, ya sabes que a Úrsula no le gusta esperar en la mesa.

¿Era buena la película?

Rechazar la idea, aunque cada vez más difícil en la duermevela, medianoche y un mosquito aliado al súcubo para no dejarla resbalar al sueño. Encendiendo el velador, bebió un largo trago de agua, volvió a tenderse de espaldas; el calor era insoportable pero en la gruta haría fresco, casi al borde del sueño usted la imaginaba con su arena blanca, ahora de veras súcubo inclinado sobre Lilian boca arriba con los ojos muy abiertos y húmedos mientras vos le besabas los senos y balbuceabas palabras sin sentido, pero naturalmente no habías sido capaz de hacer bien las cosas y cuando te dieras cuenta sería tarde, el súcubo hubiera querido intervenir sin molestarlos, simplemente ayudar a que no hicieran la bobada, una vez más la vieja costumbre, conocer tan bien tu cuerpo boca abajo que buscaba acceso entre quejas y besos, volver a mirarte de cerca los muslos y la espalda, repetir las fórmulas frente a los porrazos o la gripe, afloja el cuerpo, no te va a hacer daño, un chico grande no llora por una inyección de nada, vamos. Y otra vez el velador, el agua, seguir leyendo la revista estúpida, ya se dormiría más tarde, después que vos volvieras en puntas de pie y usted te oyera en el baño, el elástico crujiendo apenas, el murmullo de alguien que habla en sueños o que se habla buscando dormirse.

El agua estaba más fría, pero a usted le gustó su chicotazo amargo, nadó hasta el espigón sin detenerse, desde allá vio a los que chapoteaban en la orilla, a vos que fumabas al sol sin muchas ganas de tirarte. Descansó en la planchada, y ya de vuelta se cruzó con Lilian que nadaba despacio, concentrada en el estilo, y que le dijo el «hola» que parecía su máxima concesión a los grandes. Vos en cambio te levantaste de un salto y envolviste a Denise en la toalla, le hiciste un lugar del buen lado del viento.

No te va a gustar, está helada.

Me lo imaginé, tenés la piel de gallina. Espera, este encendedor no anda, tengo otro aquí. ¿Te traigo un Nescafé calentito?

Boca abajo, las abejas del sol empezando a zumbar sobre la piel, el guante sedoso de la arena, una especie de interregno. Vos trajiste el café y le preguntaste si siempre volvían el domingo o si prefería quedarse más. No, para qué, ya empezaba a refrescar.

Mejor dijiste, mirando lejos. Volvemos y se acabó, la playa está bien quince días, después te secas.

Esperaste, claro, pero no fue así, solamente su mano vino a acariciarte el pelo, apenas.

Decime algo, Denise, no te quedes así, me... Sh, si alguien tiene algo que decir sos vos, no me conviertas en la madre araña.

No, mamá, es que...

No tenemos más nada que decirnos, sabes que lo hice por Lilian y no por vos. Ya que te sentís un hombre, aprende a manejarte solo ahora. Si al nene le duele la garganta, ya sabe dónde están las pastillas.

La mano que te había acariciado el pelo resbaló por tu hombro y cayó en la arena. Usted había marcado duramente cada palabra pero la mano había sido la invariable mano de Denise, la paloma que ahuyentaba los dolores, dispensadora de cosquillas y caricias entre algodones y agua oxigenada. También eso tenía que cesar antes o después, lo supiste como un golpe sordo, el filo del límite tenía que caer en una noche o una mañana cualquiera. Vos habías hecho los primeros gestos de la distancia, encerrarte en el baño, cambiarte a solas, perderte largas horas en la calle, pero era usted quien haría caer el filo del límite en un momento que acaso era ahora, esa última caricia en tu espalda. Si al nene le dolía la garganta, ya sabía dónde estaban las pastillas.

No te preocupes, Denise dijiste oscuramente, la boca tapada a medias por la arena, no te preocupes por Lilian. No quiso, sabes, al final no quiso. Es sonsa esa chica, qué querés.

Usted se enderezó, llenándose los ojos de arena con su brusca sacudida. Viste entre lágrimas que le temblaba la boca.

Te he dicho que basta, ¿me oís? ¡Basta, basta!

Mamá...

Pero te volvió la espalda y se tapó la cara con el sombrero de paja. El íncubo, el insomnio, la vieja Delcasse, era para reírse. El filo del límite, ¿qué filo, qué límite?

Todavía era posible que uno de esos días la puerta del baño no estuviera cerrada con llave y que usted entrara y te sorprendiera desnudo y enjabonado y de golpe confuso. O al revés, que vos te quedaras mirándola desde la puerta cuando usted saliera de la ducha, como tantos años se habían mirado y jugado mientras se secaban y se vestían. ¿Cuál era el límite, cuál era realmente el límite?

Hola dijo Lilian, sentándose entre los dos.

NUNCA HUBO ALGUNA VEZ, Carmen Naranjo

 

Nunca hubo alguna vez

Carmen Naranjo

 


Nunca hubo alguna vez, me dijiste aquella tarde casi a las seis, y yo te conteste: sos un puro mentiroso, siempre hay alguna vez, hoy, ayer, mañana, porque el tiempo juega constantemente a alguna vez.

Entonces pensé: una vez es como crear el mundo. Es decir, no había nada, ni ciudad, ni casa, ni familia, ni amigos, ni la dirección de tu casa, ni esa maldita de tu bici que tanto te importa. Es inventar todo de nuevo, así tanto, con la audacia de quien se siente inventor de lo que existe. Vaya atrevimiento.

Hay siempre alguna vez en que se abre una puerta y aparece alguien con cara de conejo. Apareciste vos aquella vez, que fue una vez, aunque te dé la gana negarlo ahora porque estas furioso y tenés cara de conejo bravo, bravísimo, tanto, que olés a mono.

Mamá, cuando esta tan furiosa como vos, me dice que soy atrasada mental, harta de que la llamen para decirle que no me entra la escritura porque escribo maamamasa, en lugar de esa estupidez de mamá amasa la masa. Lo único que ella amasa es a mí a punta de golpes y regañadas, también pellizcos para decir la verdad completa.

No te enojes tanto, no hay derecho, todos metemos las de andar alguna vez y te aseguro que lo hice sin querer. Si te digo cara de conejo, no es que me burle, me encantan los conejos y la forma en que mueven la nariz, igual a vos, igualito. Está bien, hace como que no conoces porque sabes muy bien que todo fue cierto y una vez en que fue diferente y hasta me querías.

Sabes el cambio de barrio me cayó bien. En el que vivía antes tenía fama de tortera y mamá de mala madre. Yo no tuve la culpa de los vidrios que se quebraron en la iglesia, que de por sí ya estaban viejos y eran tan oscuros que adentro no se podía ver nada. Mamá dijo que ella no podía pagar los daños por falta de plata, lo que era cierto, en ese tiempo pagaba a plazos el televisor y dos veces vinieron con amenazas de quitárselo. Y para sacárselos de encima, les dijo: si esta mocosa fue la culpable, pues que ella responda y descuente en la cárcel su culpa, yo no tengo nada que ver con sus andanzas en la calle. Y se enojó tanto que hasta palabrotas les dijo, vos sabes esas que decimos a diario y de repente, así no más porque se nos antoja, resultan como insultos y te apodan malhablada con marca de flechazo, que pendejada y vos sin saber cómo defenderte.

Y aquí nos vinimos y yo me sentí como recién nacida y cuando me preguntaron cómo me llamaban de veras que quería responder Katia, como se llamaban dos compañeras machas del otro barrio, pero no me atreví porque aquí la mayoría se llamaba Karen, y yo con el simple y ridículo nombre de Josefina, que se hace tan fácil Chepafina, Chepabarata, Chepachapa y Chepalina, como decías cuando me cargabas en la barra de la bici con esa insistencia de que aprendiera a manejarla porque estabas dispuesto a prestármela cuando no la ocuparas. Puras mentiras de fachento, ahora lo descubrí bien adentro, porque en el fondo estoy resentida con el resentimiento de quien se siente víctima de tus fachentadas.

Pero, a pesar de que digas que no hubo alguna vez y yo me imaginara todo, sé de cierto que no era jabón para tus manos de jabonero porque me dolió con dolor que no comprendieras que hay cosas que se hacen sin intención, por pura mala suerte y que sucede lo peor ante la esperanza de lo mejor, como cuando te matas por dibujar un triángulo y la maestra con cara de ogro te acusa de que es un rectángulo y vos no podés determinar cuándo y cómo se metió la cuarta raya. Así me pasó. Que bruta de optimista soy yo. Pensé que te preocuparías por mi blusa rota y el chichón que me sangraba en la mente. Nada, solo hiciste el gesto de mejor no haberte conocido nunca.

Y me  habías conocido  antes,  cara de conejo  egoísta, ; piensa y piensa en lechugas solo para él y a los demás que los parta un rayo, ese rayo exclusivo, fulminante, como dice mi abuela, la exageración en  persona y afirma que es mejor morirse de un patatús cuando es bien bonito morirse poco a poco y ver las lágrimas de los demás mientras en una cama bien   arreglada te despedís con discurso de último momento en que recalcas que te vas en un viaje largo para nunca volver. Mi abuela cada navidad hace el discurso de que nunca más estaremos juntas en otra navidad igual, porque ella achacosa y con esa asma de pitos cuando llueve o hace calor o se enfría del pecho, apenas si llegara al próximo julio en que llueve cundido desde temprano. Algún día se cumplirá lo de la abuela, pero este año no, ya estamos en octubre y ahí va con su asma a cuestas.

Sé que no te interesa, pero había pensado en que regalarte para mi cumpleaños, porque yo hago las cosas al revés, cuando deben darme doy, un foco para atrás, grande para que todos vieran donde ibas con toda tu pretensión que no cabe en un puño entero.  Ahora no te voy a dar nada, de por si decís que nunca hubo una vez y me tratas como si no me conocieras, cuando muy bien sé que me querés y hasta un beso me hubieras dado si no quito a tiempo la cara por puro miedo a tu nariz de conejo y a su cosquilleo. También de por si no hubiera servido el tal foco trasero.

Y para que sepas lo que pasó, según mi versión, que es la versión de la víctima, voy a contarte los detalles y hacer mi propia defensa. Las cosas que sucedieron fueron parte del destino, porque uno nace tortero y muere tortero. Yo no quería andar en bici, me bastaba seguirte en mis patines, inventar mi propia bocina y creer que iba a una velocidad de superestrella. Vos fuiste el que me rogo que lo hiciera. Maldita hora en que me deje embaucar. Aprendí mal manejar porque vos me decías que lo hacía perfecto y te daban risa mis luchas con el equilibrio y aquel malmatarme con los frenos que tocaba de repente y me dejaban en el suelo con raspaduras que no hubiera deseado ni a mi maestra. Cuando te dije: ahora sí, ya no tengo miedo, hasta me diste un empujón, sin saber que yo había decidido no usar esos malditos frenos que siempre me desmontaban como si la bici fuera un potro a punto de domar. Evadí, con habilidad de manivela, dos autos con aires de pantera, pero al camión sí que no pude, ocupaba toda la calle. Vi al chofer con cara de espanto, diciendo que me apartara, pero no pude, te lo juro que no pude, porque hasta ganas de vomitar me dieron. Entonces frené, frente a frente, separados por milímetros, y entonces, casi por milagro y porque mi ángel de la guarda es un tipo ejecutivo y eficiente, me clavé por encima de las enormes ruedas y caí como se caen las guayabas maduras en la tapa del motor que hervía. Te acordás, era un día de mucho sol, pero ya vos no te acordás de nada, cara de conejo ingrato, porque solo viste, como cualquier egoísta graduado en altanería tu pobre bici diferentísima, con las manivelas bizcas y las dos ruedas tan planas como si no hubieran sido nunca ruedas. Los focos y el espejo eran un puño de cristales que cualquier escoba podía barrer en un montoncito. El asiento parecía comido de ratones con los resortes que aun temblaban, los únicos chunches que podían servir de lo que fue en tu historia personal la bici que te trajo el niño, después de mucho pedir y de mucho sonar.

Y cuando llegaste, mientras la gente, la buena gente me daba espíritu de azahar, me tranquilizaba y me consolaba conque era un milagro que estuviera viva, vos, cara de conejo con lágrimas en los ojos, recogías pedazo a pedazo lo inservible, y te volviste con furia de ganso impertinente a decirme no te quiero ver más en mi vida y olvídate de que hubo alguna vez, porque nunca hubo alguna vez. Y cuando dijiste lo último, a manera de escupida, sentí hasta tu saliva salpicar mi cara.

Sigo insistiendo en verte cara a cara, conejo de mi esperanza, aunque cruces la acera, aunque me desconozcas en el parque, aunque me trates como si no nos conociéramos, aunque te empeñes en demostrarme que nunca hubo alguna vez.

Por eso te escribo esta carta, cara de conejo disfrazado, porque de conejo no tenés cosa que se parezca, salvo ese aleteo de tu nariz grandota huele que huele lo que no te importa, para decirte, confesarte si se quiere que me dolieron las raspaduras, los chichones, la sangre que me salió por la nariz, el diente que perdí, el de adelante que mi mamá dice que costará miles de pesos reemplazármelo para que no me vea la gente como de pura raza en la más penuria pobreza. Pues sí, lo que más me dolió fue la bici, la verdad, más desgraciada era que yo, también estaba orgullosa de ella y de que, entre su dueño y yo, hubiera algo así, como hubo alguna vez.

lunes, 7 de marzo de 2022

ENTRE LA ESPADA Y LA PARED, Cristina Peri Rossi

 

ENTRE LA ESPADA Y LA PARED

 Cristina Peri Rossi



El espacio que queda entre la espada y la pared es exiguo. Si huyendo de la espada, retrocedo hasta la pared, el frío del muro me congela; si huyendo de la pared, trato de avanzar en sentido contrario, la espada se clava en mi garganta. Cualquier alternativa, pues, que pretenda establecerse entre ellas, es falsa, y como tal, la denuncio. Tanto el muro como la espada sólo pretenden mi aniquilación, mi muerte, por lo cual me resisto a elegir. Si la espada fuera más benigna que el muro, o la pared, menos lacerante que el filo de aquella, cabría la posibilidad de decidirse, pero cualquiera que las observe –la espada, la pared– comprenderán enseguida que sus diferencias son sólo superficiales. Sé que tampoco es posible dilatar mi muerte tratando de vivir en el corto espacio que media entre la pared y la espada. No sólo el aire se ha enrarecido, está lleno de gases y de partículas venenosas: además, la espada me produce pequeños cortes (que yo disimulo por pudor) y el frío de la pared congestiona mis pulmones, aunque yo toso con discreción. Si consiguiera escurrirme (imposible salvación), la espada y el muro quedarían enfrentados, pero su poder, faltando yo entre ambos, habría disminuido tanto que posiblemente el muro se derrumbara y la espada enmoheciera.

Pero no existe ningún resquicio por el cual pueda huir, y cuando consigo engañar a la espada, la pared se agiganta, y si me separo de la pared, la espada avanza.

He procurado distraer la atención de la espada proponiéndole juegos, pero es muy astuta, y cuando deja de apuntar a mi garganta, es porque dirige su filo hacia mi corazón. En cuanto al muro, es verdad que a veces me olvido que se trata de una pared de hielo, y, cansado, busco apoyo en él: no bien lo hago, un escalofrío mortal me recuerda su naturaleza.

He vivido así los últimos meses. No sé por cuánto tiempo aún podré evitar el muro, la espada. El espacio es cada vez más estrecho y mis fuerzas se agotan. Me es indiferente mi destino: si moriré de una congestión pulmonar o me desangraré a causa de una herida; esto no me preocupa. 

Pero denuncio definitivamente que entre la espada y la pared no existe un lugar donde vivir.

 

domingo, 6 de marzo de 2022

TU MÁS PROFUNDA PIEL, Julio Cortázar

 

Tu más profunda piel

Julio Cortázar




Cada memoria enamorada guarda sus magdalenas y la mía -sábelo, allí donde estés- es el perfume del tabaco rubio que me devuelve a tu espigada noche, a la ráfaga de tu más profunda piel. No el tabaco que se aspira, el humo que tapiza las gargantas, sino esa vaga equívoca fragancia que deja la pipa, en los dedos y que, en algún momento, en algún gesto inadvertido, asciende con su látigo de delicia para encabritar tu recuerdo, la sombra de tu espalda contra el blanco velamen de las sábanas.

No me mires desde la ausencia con esa gravedad un poco infantil que hacía de tu rostro una máscara de joven faraón nubio. Creo que siempre estuvo entendido que sólo nos daríamos el placer y las fiestas livianas del alcohol y las calles vacías de la medianoche. De ti tengo más que eso, pero en el recuerdo me vuelves desnuda y volcada, nuestro planeta más preciso fue esa cama donde lentas, imperiosas geografías iban naciendo de nuestros viajes, de tanto desembarco amable o resistido de embajadas con cestos de frutas o agazapados flecheros, y cada pozo, cada río, cada colina y cada llano los hallamos en noches extenuantes, entre oscuros parlamentos de aliados o enemigos. ¡Oh viajera de ti misma, máquina de olvido! Y entonces me paso la mano por la cara con un gesto distraído y el perfume del tabaco en mis dedos te trae otra vez para arrancarme a este presente acostumbrado, te proyecta antílope en la pantalla de ese lecho donde vivimos las interminables rutas de un efímero encuentro.

Yo aprendía contigo lenguajes paralelos: el de esa geometría de tu cuerpo que me llenaba la boca y las manos de teoremas temblorosos, el de tu hablar diferente, tu lengua insular que tantas veces me confundía. Con el perfume del tabaco vuelve ahora un recuerdo preciso que lo abarca todo en un instante que es como un vórtice, sé que dijiste “Me da pena, y yo no comprendí porque nada creía que pudiera apenarte en esa maraña de caricias que nos volvía ovillo blanco y negro, lenta danza en que el uno pesaba sobre el otro para luego dejarse invadir por la presión liviana de unos muslos, de unos brazos, rotando blandamente y desligándose hasta otra vez ovillarse y repetir las caída desde lo alto o lo hondo, jinete o potro arquero o gacela, hipogrifos afrontados, delfines en mitad del salto. Entonces aprendí que la pena en tu boca era otro nombre del pudor y la vergüenza, y que no te decidías a mi nueva sed que ya tanto habías saciado, que me rechazabas suplicando con esa manera de esconder los ojos, de apoyar el mentón en la garganta para no dejarme en la boca más que el negro nido de tu pelo.

Dijiste “Me da pena, sabes”, y volcada de espaldas me miraste con ojos y senos, con labios que trazaban una flor de lentos pétalos. Tuve que doblarte los brazos, murmurar un último deseo con el correr de las manos por las más dulces colinas, sintiendo como poco a poco cedías y te echabas de lado hasta rendir el sedoso muro de tu espalda donde un menudo omóplato tenía algo de ala de ángel mancillado. Te daba pena, y de esa pena iba a nacer el perfume que ahora me devuelve a tu vergüenza antes de que otro acorde, el último, nos alzara en una misma estremecida réplica. Sé que cerré los ojos, que lamí la sal de tu piel, que descendí volcándote hasta sentir tus riñones como el estrechamiento de la jarra donde se apoyan las manos con el ritmo de la ofrenda; en algún momento llegué a perderme en el pasaje hurtado y prieto que se llegaba al goce de mis labios mientras desde tan allá, desde tu país de arriba y lejos, murmuraba tu pena una última defensa abandonada.

Con el perfume del tabaco rubio en los dedos asciende otra vez el balbuceo, el temblor de ese oscuro encuentro, sé que una boca buscó la oculta boca estremecida, el labio único ciñéndose a su miedo, el ardiente contorno rosa y bronce que te libraba a mi más extremo viaje. Y como ocurre siempre, no sentí en ese delirio lo que ahora me trae el recuerdo desde un vago aroma de tabaco, pero esa musgosa fragancia, esa canela de sombra hizo su camino secreto a partir del olvido necesario e instantáneo, indecible juego de la carne oculta a la conciencia lo que mueve las más densas, implacables máquinas del fuego. No eras sabor ni olor, tu más escondido país se daba como imagen y contacto, y sólo hoy unos dedos casualmente manchados de tabaco me devuelven el instante en que me enderecé sobre ti para lentamente reclamar las llaves de pasaje, forzar el dulce trecho donde tu pena tejía las últimas defensas ahora que con la boca hundida en la almohada sollozabas una súplica de oscura aquiescencia, de derramado pelo. Más tarde comprendiste y no hubo pena, me cediste la ciudad de tu más profunda piel desde tanto horizonte diferente, después de fabulosas máquinas de sitio y parlamentos y batallas. En esta vaga vainilla de tabaco que hoy me mancha los dedos se despierta la noche en que tuviste tu primera, tu última pena. Cierro los ojos y aspiro en el pasado ese perfume de tu carne más secreta, quisiera no abrirlos a este ahora donde leo y fumo y todavía creo estar viviendo.

 

ANA MARÍA, José Donoso

 

Ana María (1960)

José Donoso




1

       “¡Qué raro que dejen a una niñita tan chica sola en un jardín tan grande!”, pensó el viejo, enjugándose el sudor del rostro con un pañuelo que después repuso en el bolsillo de su raída chaqueta.

       La niña era, en realidad, pequeñísima, llegaría apenas a los tres años, y era como una molécula que flotara un instante, desapareciendo luego, entre los troncos de los castaños y los nogales, allá en el fondo de la perspectiva azul vertida por el follaje. Los ojos del viejo buscaron a la niñita: parecía que el desorden vegetal la hubiera devorado, ese silencio cuyos únicos pobladores eran el zumbido de los insectos y el filo de una acequia extraviada entre las champas de maleza y las zarzas. El hombre se inquietó un momento al no divisarla. Pronto, sin embargo, sus ojos encontraron a la pequeña figura agazapada en un charco de flores amarillas que en lo más espeso de las sombras falsificaba un trozo de sol. Entonces el viejo suspiró con alivio, murmurando:

       —¡Pobrecita...!

       Se sentó bajo el sauce que desde una esquina de la propiedad sombreaba la acera. Con ramas secas fue haciendo un fuego minúsculo, donde puso a calentar su té en un tarrico. Sacó un pedazo de pan, tomates, una cebolla y comió, pensando que era raro no haber visto antes a la niñita. Siempre había creído desierto ese predio cercado por alambres de púas, aunque a veces le pareciera descubrir entre los árboles del fondo una casa construida como para mientras, pequeña e indigna de su emplazamiento. Había escudriñado el jardín en más de una ocasión extrañándose de no ver jamás a nadie. Después dejó de extrañarse.

       Todos los días acudía a almorzar bajo el sauce y a dormitar un poco junto a esa isla de verdor, lo único vegetado del barrio. Y a las dos de la tarde volvía a la construcción donde trabajaba, dos cuadras más allá por la calle en que casi todos los sitios permanecían sin casas aún y secos.

       El hombre se tendió boca abajo junto al alambrado. Protegido del calor brutal del mediodía, escuchaba el correr de la acequia, y atento al levísimo agitarse de las hojas, vigilaba el jardín. A lo lejos, quizá brotaba espontáneamente como parte de la vegetación, vio a la niña: diminuta y casi desnuda, se hallaba de pie cerca de un tronco voluminoso que una enredadera de rosas rojas trepaba con una urgencia casi animal. Estuvo observándola un rato: cómo en sus juegos se escabullía entre los matorrales, cómo se alejaba de pronto, cómo una sombra especialmente densa diluía el pequeño cuerpo blanco. Más tarde el hombre limpió su tarrito, y después de pisotear lo que quedaba de fuego, regresó al trabajo.

       Al terminar la faena del día, el viejo no partió con el grupo de obreros que se adelantaron riendo y cimbrando sus bolsones llenos de ropa. Se rezagó con el fin de detenerse ante el jardín por si veía a la niñita. Pero no la vio.

       Al anochecer se sentó a fumar a la puerta de la choza donde vivía, en el confín opuesto de la ciudad. Su mujer, en cuclillas a la entrada, soplaba sobre un brasero en el que iba a poner una cacerola en cuanto los carbones enrojecieran. El viejo no sabía si decírselo o no. En treinta o más años de casado, nunca llegó a comprender qué cosas era posible decirle a su mujer sin enojarla..., aunque en realidad hacía largo tiempo que era indiferente a los enojos de su mujer. Entonces le dijo que había visto a una niñita muy chica, sola en un jardín muy grande.

       —¿Sola? —por un instante algunos surcos suavizaron el rostro de la mujer.

       —Y era rubiecita... —agregó el hombre en voz baja.

       Al oír el tono de su marido la dureza volvió a encerrar el rostro de la mujer, y sopló con fuerza sobre el brasero, de modo que una cola de chispas estalló en la noche miserable. Después entró a buscar la cacerola, segura, ahora más que nunca, del desprecio del hombre. Esta era, sin duda, la hora aguardada desde siempre, cuando el hombre, fatigado de odiar en silencio su fracaso como mujer, la llamaría “mula”. “La Mula”, como le decían orgullosas las comadres de la población, que agobiadas bajo la necesidad de alimentar innumerables hijos esquivaron siempre todo trato con la mujer, por agria y silenciosa. A lo largo de los años se había ocultado en una nube de malhumor y desolación en espera del momento de retirarse para ceder su sitio a otra que lo mereciera más. En un comienzo, cuando siquiera algo de juventud les quedaba, el hombre le tuvo un poco de lástima. Pero después ya era demasiado difícil llegar a ella. Y al envejecer se había acumulado tanta distancia entre ambos, que quedó una acritud casi muda como única relación tangible y positiva.

       Esa noche la mujer sirvió de mal modo el plato de sopa a su marido. Él cuchareó sin pensar esta vez que era la misma sopa de siempre, la que nunca en todos sus años de casado llegó a gustarle. Luego se acostaron. La mujer solía moverse y hablar tanto mientras dormía, que a menudo al hombre le era difícil conciliar el sueño. Pero a veces se quedaba tensa, despierta largas horas, y entonces no se movía. la noche en que el hombre le dijo que había visto a una niñita muy chica, sola en un jardín muy grande, la mujer permaneció muda, tranquila, como si aguardara.

       Todos los días, a la hora del almuerzo, el hombre se tendía en la acera sombreada por el sauce, cerca del alambrado, mirando el jardín. A veces divisaba a la niñita, lejos, casi desnuda, siempre sola, flotando en esa isla de luz vegetal. Pero otras veces no lograba verla porque se dormía, tan endeble era su vejez bajo el calor y el trabajo de la jornada. Como no tenía a nadie con quien comentarlo, sucedió que varias veces dijo alguna cosa sobre la niñita a su mujer, cuyo espíritu se fue encogiendo más y más, hasta que ya no hubo ni siquiera acritud entre ellos.

       Un día el hombre despertó sobresaltado bajo el sauce. Escudriñó la espesura del jardín sin ver a nadie. Pero de pronto, detrás del alambrado, donde la sombra de un arbusto pesaba más, vio dos ojos inmensos, hondos, claros, mirándolo fijamente desde la oscuridad. El temor lo despabiló.
       Eran los ojos de la niñita. Su cuerpo se fue desprendiendo de los reflejos verdes de las hojas. El hombre, avergonzado, como si hiciera algo malo al dormir bajo un sauce de propiedad ajena, comenzó a ponerse de pie para marcharse. Pero antes que lograra hacerlo, la niñita se había acercado al alambrado, exclamando:

       —¡Mi amó...!

       Todo el asombro que yacía inutilizado en el viejo, sonrió.

       —¡Dindo...!

       Los ojos de la niñita eran tan grandes y claros que parecían fosforecer en el pequeño rostro cercado por una chasquilla rubia. Ambos quedaron mirándose inmóviles. Luego el hombre preguntó:

       —¿Cómo se llama, señorita?

       Ella no comprendió inmediatamente y el hombre tuvo que repetir la pregunta. Esta vez la niña respondió, sonriéndole:

       —Ana María...

       No pudiendo resistir, el anciano introdujo una mano entre los alambres para acariciar el cabello de Ana María. Ella se puso seria, como si meditara. Después, riendo, lo miró derecho a los ojos borroneados por el asombro y le mostró una bolsa que llevaba colgada al brazo. Exclamó:

       —¡Cateda..., catedita!

       —¡Qué linda la cartera de la señorita!

       —¡Dinda! ¡Dinda tú, mi amó! —exclamó Ana María.

       Y, alejándose de los alambres, casi disuelta por las sombras de las hojas, agitó una mano despidiéndose del viejo. Entonces se perdió entre los matorrales del jardín.

       “¡Pobrecita!”, se dijo el hombre.

       Esa noche le contó a su mujer que la niñita se llamaba Ana María. No le dijo nada más. Pero el cuerpo de la mujer se encorvó salvajemente humillado sobre el fuego donde hervía la ropa. Más tarde dijo a su marido que esa noche no había nada para comer. Pero esto era cosa corriente para el viejo, y se acostó temprano, porque durmiendo el hambre no se siente. La mujer se acostó en silencio y muy quieta a su lado.

2

       En la casa del fondo del jardín el padre y la madre de Ana María se hallaban tendidos uno junto al otro en el angosto lecho revuelto. La ficción de luz subacuática que atravesaba los postigos verdes cerrados caía sobre los cuerpos brillantes de transpiración, inundando la pequeña alcoba. Un runruneo persistente de moscas, moscardones, mantenía el aire palpitante, el aire húmedo con olor a cuerpos exhaustos y a cigarrillos y a sábanas usadas.

       El hombre se movió apenas. Pasó una mano por su pecho y su vientre para secar la transpiración, y al limpiarse la palma en la almohada sucia, hizo una mueca de asco sin abrir los ojos. Después los entreabrió lentamente, como si el sudor pesara demasiado sobre sus párpados, y se puso de costado, observando el cuerpo de su mujer. Era bello, bello y blanco. Demasiado grande y carnoso quizá, pero bello, y al tocar la sábana el contorno de ese cuerpo era subrayado por un pliegue de carne pesada y abundante. El hombre sabía que ella dormía sólo a medias. En su carne alba, donde el cuello se unía al pecho, vio estampado uno de sus propios cabellos, negro, potente, rizado. Lo extrajo lentamente, dejando un ligero surco rojizo en el cutis, que fue palideciendo. Después, con gestos muy livianos, mató varios insectos levísimos y verdes, que, viniendo de la espesura del jardín, donde todo se propagaba, todo crecía, se hallaban instalados en la piel de su mujer. Había uno casi invisible en su axila, descubierta porque dormía con los brazos cruzados detrás de la cabeza: lo aplastó con una presión intencionada. La mujer sonrió. Él le acarició el vello de la axila, el revés del brazo, más blanco aún que el resto del cuerpo. La mujer se volvió hacia el hombre y quedaron abrazados.

       Después dormitaron otro poco. Hasta que, abriendo los ojos completamente, el hombre exclamó:

       —¡Son las dos de la tarde! ¡Tengo hambre!

       La mujer se estiró, murmurando en medio de un bostezo:

       —Creo que no tengo nada que comer...

       Los dos bostezaron juntos.

       —Vi huevos...

       —Es que a la chiquilla ya le di huevos en la mañana.

       —¡Bah! ¿Qué importa? —dijo el hombre, dándose una vuelta en la cama y durmiéndose con una pierna pesada sobre el muslo de su mujer.

       Ella se liberó de ese peso, incorporándose un poco. Dejó una mancha de transpiración en la sábana. Se apoyó en la espalda amplia y dura de su marido y sus dedos jugaron en los músculos de sus hombros. Pero no. Recapacitando, hizo un esfuerzo. Tomó una peineta que halló en el suelo junto a la cama, al lado de la concha llena de cigarrillos a medio fumar, y con un movimiento perito reunió en lo alto de su nuca sus cabellos húmedos. Luego metió los pies en los zapatos blancos y sucios de tacones altos, y desnuda se dirigió a la cocina.

       En efecto, no había más que huevos en la heladera. Al ver los platos sucios del desayuno de esa mañana y de la cena de la noche anterior, hizo con los hombros un gesto de indiferencia y sacó platos limpios para no tener que lavar los otros. Mientras cocinaba puso la radio, un programa de bailables ruidosos. Iba llevando el compás de la música con el alto tacón de su zapato. Cimbraba su cuerpo desnudo a medida que revolvía los huevos.

       —Ya me despertaste con tu música —gritó el hombre desde el dormitorio.

       —¡Bah! ¡Ya has dormido bastante!

       El hombre se levantó. Comenzó a hacer gimnasia frente a un espejo largo. Entre flexión y flexión, preguntó:

       —Oye. ¿Y la chiquilla dónde andará?

       —Por ahí... —respondió la mujer— Es domingo, así es que sabe que no puede molestar...

       —Es muy chica para saber que es domingo.

       —Pero sabe que no puede molestar cuando tú estás aquí.

       La mujer sirvió el plato de su marido y el de su hija. Echó su propia ración en una taza porque no pudo encontrar otro plato limpio y no se decidió a lavar los otros. Se puso un peinador, su marido unos calzoncillos, y después de llamar a Ana María a gritos desde la puerta de la casa, los tres se sentaron a la pequeña mesa de la sala, donde generalmente comían.

       Cuando Ana María vio los huevos, dijo:

       —No quielo.

       Pero ellos no la escucharon, porque se estaban riendo de los chistes de una revista ilustrada. Más tarde la mujer vio que Ana María no había comido y que la estaba mirando fijo con sus enormes ojos claros, tan transparentes. Se sintió incómoda y le dijo secamente:

       —¡Come...!

       Ana María miró los huevos y dijo otra vez:

       —No quielo...

       —Toma pan entonces, y ándate...

       Ana María se fue.

       —¿Comió esta mañana? —preguntó el hombre.

       —Sí, creo que sí. Yo estaba medio atontada, así es que no me di cuenta...

       —¿Atontada? ¿Y por qué?

       —¿Me preguntas por qué después de todo lo de anoche? ¡Bruto!

       Rieron.

       —Lava los platos, ligero...

       —No pienso. ¿Crees que me casé contigo para ser sirvienta tuya y de la chiquilla?
       Dejando todo revuelto tal como estaba, volvieron al dormitorio. Después de unos instantes de juegos ambiguos y de dormitar, el hombre propuso:

       —Oye. ¿Vamos al biógrafo esta noche?

       —Bueno, pero tenemos que dejar a la chiquilla dormida primero, y con llave.

       —Bueno..., como siempre.

       —Sí. Pero está tan rara, yo no sé qué le pasará. ¿No te has fijado? A veces la encuentro..., no sé..., es como si me diera, bueno..., miedo. Fíjate que el otro día cuando volvimos del biógrafo estaba despierta, se estaba haciendo la dormida no más, y eso que era como la una de la mañana...

       —¿Y? ¿Qué hay con eso?

       —No sé, es tan chica.

       —No seas tonta. ¿Qué importa? Tiene todo el día para dormir si quiere.
       —Siempre ha sido medio rara. Hasta atrasada para hablar, la encuentro. Fíjate que lo único que le gusta para jugar es esa bolsa donde le guardo los zapatos..., qué sé yo, qué gracia le encontrará... Cateda, le dice.

       —Mm.., es rara...

       —Y hasta un poco pesada a veces cuando me mira fijo con esos ojos como de animal que tiene. Fíjate que el otro día, no más, estaba durmiendo en la silla de lona del jardín, tú sabes que el calor me da tanto sueño...

       Riendo, la mujer acarició el vello húmedo del pecho de su marido.

       —...bueno, y me había quedado dormida. De repente desperté. Lo primero que vi, no muy cerca, en la sombra del tilo ese que hay, fue a la chiquilla, más bien los ojos de la chiquilla mirándome como lela desde la sombra. Cuando se dio cuenta de que yo había despertado, salió corriendo.
       —¡Bah! ¡Qué idiota eres! ¿Y eso, qué tiene?

       —No sé, pero es raro. Y el otro día. Fíjate que me había andado rondando toda la mañana para que la tomara o qué sé yo qué, pero sin decirme nada y sin acercarse mucho. Pero yo no tenía ganas de hacer nada, estaba como cansada, no sé...

       —¡Cuándo no, la floja!

       — ...hasta que por fin la tomé. Entonces comenzó a abrazarme y reírse y a hacerme tanto cariño, en una forma tan empalagosa, que me dio, no sé..., algo así como miedo o asco. Pero a veces también es una monada, ah. Y me estaba diciendo “mi amó” y “dinda”, tú sabes, las primeras cosas que aprendió a decir, quién sabe dónde, porque tú nunca me las dices...

       —¿Nunca? ¿Cómo?

       —No. Nunca...

       —Pero te digo cosas mejores.

       —Bueno, pero no ésas. Bueno, estaba haciéndome cariño en lo mejor y yo de lo más asustada, cuando, ¿sabes lo que hizo?

       —No...

       —Me mordió la oreja.

       El hombre rio.

       —¿Te mordió la oreja? ¿Y cómo sabrá esta diabla que te gusta?
       —No seas tonto, no así. No te rías, mira que no me la mordió nada de despacio. Me la mordió muy fuerte, como si quisiera rebanármela con esos dientes chiquititos y filudos que tiene. Me dolió tanto que di un chillido y la solté. Y salió arrancando a toda carrera como si supiera que había hecho una cosa mala. [...}

3

       El viejo continuó yendo a almorzar todos los días bajo el sauce. Ya no era necesario escudriñar el jardín porque la niñita siempre lo aguardaba junto a los alambres. De alguna manera parecía adivinar la hora, y si el hombre venía atrasado, lo miraba con cierta dureza. Pero pronto le sonreía murmurando:

       —Mi amó. Dindo...

       El viejo, esforzándose, levantaba a Ana María por encima del cerco para sentarla a su lado. Le permitía encender el fuego para calentar el té. Entonces comía pan, rara vez un trozo de carne, cebollas y tomates, compartiendo sus menestras con ella, que siempre parecía hambrienta. [...]
       La niña se había sentado junto a él en la sombra, abriendo de pronto su eterna bolsa, para mostrarle un par de zapatos.

       —¡Tatos! ¿Dindo patita?

       También traía dentro de la bolsa una cinta chafada, pero reluciente. Con manos torpes el viejo la ató al cabello rubio de la niña, y ella, ufana, palpó la rosa de cinta celeste. La niña le mostró también otras cosas, un dado, una caja de remedios, otra de fósforos, la cabeza trizada de una muñeca. Eso fue lo último que sacó de la bolsa, como si no quisiera que su amigo la viera, como si ella misma no quisiera verla. Era una cabeza rubia, mofletuda, de rostro sensual y complacido.

       —¿Y esto? ¿Qué es, señorita?

       Los ojos de Ana María de pronto se colmaron de lágrimas, que quedaron suspendidas en ellos sin caer, magnificándolos prodigiosamente.

       —Mala... —murmuró la niña.

       —¿Por qué?

       Entonces agitó con vehemencia el juguete roto, exclamando:

       —Mala, mala, mala...

       Y lo lanzó a la espesura del jardín. En ese momento se desbordaron sus ojos y quedó inmóvil, mirando al viejo, las mejillas anegadas y las pestañas húmedas.
       El viejo tomó a Ana María en brazos, acunando la cabeza sobre su hombro, hasta que amainó el llanto silencioso. Le limpió las lágrimas con su propio pañuelo. Entonces la niña le dijo, acariciando con su mano diminuta su rostro surcado sin afeitar:

       —Dindo..., dindo, mi amó...

       Y después el hombre se marchó contento. [...]

       Pasó un tiempo y la construcción donde el viejo trabajaba quedó completa. Despacharon a los obreros, que pronto encontraron nuevas ocupaciones, pero nadie quiso dar trabajo a un ser tan endeble como él y viejo. Él comprendió sin zozobra su situación. En cambio, lo inquietaba pensar en Ana María, aguardándolo junto al alambrado en el extremo opuesto de la ciudad, para hablar un rato con él y para que le diera pan y cebolla.

       La mujer era lavandera y con eso se mantenían. El viejo estaba seguro de que ella jamás le iba a echar en cara su ociosidad, a pesar de que su silencio llegó a adquirir una consistencia casi sólida. Pero la mujer no decía nada porque no tenía derecho a nada. Sólo lo observaba sentado a la puerta de la choza, en la mañana, al mediodía, al atardecer, meditando. [...]

       Sin embargo, dos o tres veces el hombre fue a ver a la niñita. Le robaba un pedazo de pan a su mujer y, murmurando entre dientes que iba a buscar trabajo, salía muy de mañana. La mujer sabía que no era verdad.

       El viejo caminaba lentamente, descansando de vez en cuando al lado de algún árbol en un parque, tomando del suelo alguna hoja de diario para leerla mientras reposaba. Y cuando se sentía descansado, seguía caminando, lentamente, hasta atravesar la ciudad entera y llegar al jardín donde Ana Maria lo aguardaba, a la misma hora de los antiguos almuerzos bajo el sauce. [...]

       La mujer no pudo soportar la situación más tiempo. Lo poco que le quedaba de un mundo que nunca fue abundante y que con los años había mermado más y más, terminó por derrumbarse. Pasaba los días trabajando duramente, con fiereza, para matar en sí todo lo que se atreviera a sentir. Pero antes de entregarse por completo a lo inevitable, algún rescoldo escondido de energía la impulsó a una determinación.

       Un buen día compró un cucurucho de caramelos, y, tomando un autobús, se dirigió al jardín vecino a la construcción, donde la niñita vivía. Se instaló bajo el sauce. [...]

       De pronto divisó a lo lejos a la niñita chapoteando en la acequia, su cuerpo blanco herido por los reflejos del agua. Al descubrirla, en el corazón de la mujer se anudaron el asombro, la mudez, el odio. Se puso de pie junto a los alambres de púa para que, viéndola desde lejos, Ana María acudiera.

       Pero Ana María no la miró. Sin embargo, sacó los pies del agua, y poco a poco, sin que la mujer supiera cómo, circundando matorrales y zarzas, se fue acercando al sauce. Pero se mantuvo emboscada a cierta distancia.

       Entonces la mujer divisó los ojos hondos, azules, mirándola con dureza desde la sombra, atrapándola en su claridad hostil. [...]

       La mujer comenzó a flaquear. Todo había sido en vano. Todo, siempre, fue en vano. Como último recurso, le mostró los dulces, diciéndole:

       —¿Se sirve un dulce, señorita?

       La niña movió la cabeza negativamente. La mujer insistió:

       —Están ricos...

       —No quielo... —respondió Ana María.

       Finalmente, toda la máscara de desolación y del fracaso se desplomó sobre el rostro de la mujer. Se disponía a partir. En ese momento la niñita avanzó unos pasos:

       ¡Mala! ¡Mala! ¡Mala! -exclamó, mirándola fijo. Y la mujer escapó derrotada.
       Cuando llegó a su casa le dijo al viejo que una familia para la que lavaba le había pedido que se empleara con ellos puertas adentro, para que no le faltaran casa ni comida. Además, una vecina deseaba arrendar la mejora en que vivían. Ella iba a partir a la mañana siguiente. Se quedaron en silencio. Luego, al hombre le pareció que la mujer le preguntaba desde un rincón del cuarto:

       —¿Y tú qué vas a hacer?

       —No sé —respondió él, en voz alta.

       Y la mujer lo miró extrañada.

       Hacía un mes que el hombre no veía a la niñita. Estaba tan viejo, más fatigado cada hora, que caminar hasta el extremo opuesto de la ciudad le resultaba casi imposible.

       Pero mañana, cuando su mujer ya no existiera, iría a despedirse de la niñita. Después nada importaba. Quizás lo mejor fuera irse a algún sitio desierto, a un cerro, por ejemplo, y esperar la noche para morir. Estaba seguro de que con solo encorvarse en el suelo y desearlo, la muerte vendría.
       A la mañana siguiente tomó el último pedazo de pan y caminó más lentamente que nunca hasta el jardín de Ana María. Era domingo. La gente que en los parques se refugiaba a la sombra de los árboles no lo miraba, porque era como si ya no existiera... La niñita lo aguardaba como de costumbre junto al alambrado. Y tal como la primera vez, lo agobió el asombro de ver a una niñita tan chica, sola en un jardín tan grande.

       «¡Pobrecita!», se dijo, acercándose.

       —¡Mi amó! —murmuró la niña al verlo.

       La levantó por encima de los alambres, y Ana María lo abrazó y lo besó riendo.

       —¡Mi señorita linda! —exclamó el viejo una y otra vez, acariciándola con sus manos oscuras—. ¿Y su carterita? —murmuró unos momentos más tarde.

       El rostro de Ana María se ensombreció repentinamente. Levantó los hombros y dijo:

       —No..., na...

       Permanecieron juntos largo rato a la sombra del sauce, hasta que el viejo pensó que era el momento de irse. La colocó al otro lado de la cerca. Y, acariciándole la cabeza rubia por entre los alambres, murmuró:

       —Adiós, señorita...

       Ella lo miró sobresaltada, como si comprendiera todo.

       —No, no, mi amó, no... —dijo con los ojos agrandados por las lágrimas.

       —Adiós... —repitió él.

       Ana María retuvo con fuerza la mano del viejo. Pero de pronto, como si hubiera ideado un plan, sonrió. Sus lágrimas se secaron y dijo:

       —Esperra, esperra..., catedita...

       El hombre vio perderse a su amiga entre la vegetación, como si fuera la última vez que viera a la niñita tan chica, sola, huyendo entre los troncos y los matorrales del jardín tan grande.

       Ana María abrió la puerta de su casa y entró a la sala, murmurando:

       —Cateda..., cateda... —buscando por la cocina, en el cuarto, en la alacena.
       Pero no la encontró.

       Antes de entrar al cuarto de sus padres titubeó un segundo. Pero empujó la puerta. En la luz verde poblada de zumbidos, la pareja deshizo brutalmente su nudo, y al ver a la niña, avergonzados y furiosos, se cubrieron a medias con la sábana. Los ojos de la mujer clavaron a su hija en la puerta.

       —¡Chiquilla estúpida! —chilló, incorporándose a medias. [...]

       La niña se apoderó de la bolsa y salió corriendo sin mirar a sus padres, que volvieron a hundirse en el lecho, aliviados, pero incómodos.

       Ana María corrió a través del jardín, saltó, voló más bien por encima de la acequia, exponiéndose a los medallones de luz flotante que caían a través del boscaje diluyéndolo todo.

El viejo, la aguardaba junto al alambrado. La niña le dijo:

       Upa, upa...

       El viejo la levantó, depositándola a su lado. Temblaba un poco porque era muy viejo y sabía lo que iba a suceder, y no sabía tantas cosas. Ana María se sentó en el suelo a su lado y sacó los zapatos de la bolsa. Rogó al hombre:

     —Tatos. Pon patitas...

       El viejo se arrodilló para calzarla con manos torpes. Luego se pusieron de pie bajo el sauce, el anciano encorvado y oscuro junto a la niñita con la bolsa al brazo. Él la miró como si esperara algo. Entonces Ana María le sonrió como en los mejores tiempos, desde lo hondo de sus ojos fosforescentes y azules:

       —Mi amó —le dijo.

       Y tomando al viejo de la mano lo hizo caminar fuera de la sombra del sauce, al calor brutal del mediodía del verano. Lo iba guiando, llevándoselo, y le decía:

      —Mamos..., mamos...

       El viejo la siguió.

LA CERILLA SUECA, Antón Chejov

  LA CERILLA SUECA Antón Chejov   I       En la mañana del 6 de octubre de 1885, un joven correctamente vestido se presentó en la of...