Segundo paseo al acantilado rojo
Su
Che
El día quince del décimo mes salí a pie de mi casa
para encaminarme al pabellón Lin-kao.
Me acompañaban dos amigos. El rocío se había convertido ya en escarcha y los árboles estaban desnudos. Se percibía
en el suelo la sombra de los hombres y, alzando
la cabeza, se veía la luna brillante. Mirábamos a nuestro alrededor gozando del paisaje, mientras
avanzábamos cantando y llamándonos unos a otros.
Por fin dije con un suspiro:
—Tengo amigos que me acompañan, mas no tenemos vino. Y
aun cuando lo tuviésemos, carecemos
de viandas para acompañarlo. La luna es blanca, la brisa es suave. ¿Qué haremos
en una noche tan bella?
Uno de mis amigos dijo:
—Hoy, al atardecer, levanté la red y cogí peces de grandes bocas
y finas escamas.
Parecen percas. ¿Mas dónde hallaremos vino?
Volvimos a la casa para consultar a mi esposa quien dijo:
—Tengo un celemín de vino que hace mucho tiempo puse
aparte, por si me lo pedías de
improviso—. Entonces llevamos el vino y los peces, y fuimos a pasearnos nuevamente bajo el acantilado rojo.
El río se deslizaba tumultuoso; sus orillas escarpadas
ascendían a mil pies de altura. Las
montañas eran altas y la luna parecía muy pequeña; el río había bajado, asomaban las rocas de su lecho. Pero,
¿cuántos días y meses habían transcurrido desde que visité por última vez el río y las montañas?
Recogiéndome la túnica,
comencé a trepar
la rocosa orilla.
Avancé sobre abruptos
peñascos, apartando a mi paso los matorrales; me senté sobre piedras con
forma de tigres; atravesé
montecillos de plantas
semejantes a dragones
con cuernos. Encaramándome, intenté alcanzar las
inestables guaridas de los buitres, posados para pasar la noche; descendiendo, traté de vislumbrar el palacio
solitario del dios de las aguas.
Mis dos amigos no pudieron seguirme. Entonces lancé un
grito prolongado y penetrante. Las
hierbas y los árboles se conmovieron y temblaron; resonó la montaña y el valle
devolvió el eco. Levantóse el viento, haciendo
ondular el agua. Me asaltó
la inquietud, me sentí triste
y temeroso. Me estremecí, no atreviéndome a permanecer en la orilla.
Volví sobre mis pasos, subí a nuestra barca y la dejé
seguir el centro de la corriente, para que se detuviese donde ella quisiera.
Era casi medianoche. Todo estaba silencioso y calmo.
Una grulla solitaria, que venía del este, rayó el cielo sobrevolando el río. Sus alas eran anchas como las ruedas
de un carro. Blanca por arriba, negra por debajo, lanzaba largos gritos
discordantes. Pasó sobre la barca, casi rozándola, y se dirigió
al oeste.
Poco más tarde se marcharon mis amigos, y en seguida
me quedé dormido. Soñé que un monje
taoísta, vestido con una ondulante túnica de plumas, pasaba bajo el pabellón.
Me saludó y me dijo:
—¿Ha sido agradable
tu paseo al Acantilado Rojo?
Le pregunté cómo se llamaba.
Tornó a saludarme, sin responder.
—¡Ah! —exclamé—. ¡Ahora te reconozco! ¿No eres tú
quien sobrevoló anoche mi barca?
El monje me miró riendo. Tuve miedo y me desperté. Al
abrir la puerta miré hacia afuera,
pero ya el paisaje era otro.
SU CHE, literato chino de la dinastía de los Song
(siglo XI), pertenece a los llamados «ocho grandes autores» de la época clásica.
Como la mayoría de los letrados de su tiempo, prestó servicios en la administración
del imperio, pero sin complicarse demasiado en las intrigas políticas. Espíritu
despreocupado y contemplativo, lo mejor de su obra está en su poesía y sus
descripciones de la naturaleza. También cultivó la pintura.
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