La
mujer de la habitación
Stephen King
El interrogante es:
¿Puede hacerlo?
No lo sabe. Sabe que
a veces las masca, frunciendo el rostro al sentir el horrible sabor de naranja,
y de su boca brota un ruido semejante al que producen las barras de regaliz al
romperse. Pero éstas son otras píldoras…, cápsulas de gelatina. El rótulo de la
caja dice COMPLEJO DARVON. Las encontró en su botiquín y las hizo girar entre
las manos, cavilando. Algo que el médico le recetó antes de que tuviera que
volver al hospital. Algo para las noches que pasaban tan lentamente. El
botiquín está lleno de medicamentos, pulcramente alineados como las pociones de
un hechicero vudú. Filtros mágicos del mundo occidental. SUPOSITORIOS FLEET.
Nunca en su vida ha usado un supositorio y la sola idea de introducirse un
objeto céreo en el recto para que lo disuelva el calor del cuerpo, lo
descompone. Es indecoroso meterse elementos extraños en el culo. LECHE DE
MAGNESIA PHILIPS. FÓRMULA ANALGÉSICA ANACIN. PEPTO-BISMOL. Otros. Puede
rastrear el curso de la enfermedad a través de los medicamentos.
Pero estas píldoras
son distintas. Son iguales a las Darvon comunes aunque en forma de cápsulas
gelatinosas grises. Y son más grandes, como las que su padre acostumbraba a
llamar píldoras para caballos. La caja dice Asp. 350 gr, Darvon 100 gr, ¿y ella
podría mascarlas si él se las diera? ¿Lo haría? La casa continúa funcionando:
el motor de la nevera marcha y se detiene, la caldera arranca y se apaga, de
vez en cuando el cuclillo se asoma quejosamente por la puertecita del reloj
para anunciar la hora o la media. Supone que después de que ella muera les
tocará a Kevin y a él detener los mecanismos de la casa. Sí, ella se ha ido.
Toda la casa lo dice. Ella está en el Central Maine Hospital, en Lewiston.
Habitación 312. Se internó cuando el dolor se hizo tan intenso que ya no podía
ir a la cocina y prepararse su propio café. A veces, cuando él la visitaba,
ella se quejaba sin darse cuenta.
El ascensor sube
chirriando y a él se le ocurre examinar el certificado azul de la cabina. Éste
especifica que el ascensor es seguro, con o sin chirridos. Ahora hace casi tres
semanas que ella está aquí y hoy le han practicado una operación llamada
«cortotomía». No está seguro de que se escriba así, pero así es como suena. El
médico le explicó a ella que durante la «cortotomía» se inserta una aguja en el
cuello y después en el cerebro. Le explicó también que es como clavar un
alfiler en una naranja y pinchar una pepita. Cuando la aguja se ha introducido
en el centro del dolor, transmiten una señal de radio a la punta del
instrumento y dicho centro se desintegra. Como si desenchufaran un televisor.
Así el cáncer que le devora el vientre dejará de fastidiarla.
La imagen de esta
operación lo altera más que la de los supositorios que se derriten cálidamente
en el ano. Le hace pensar en un libro de Michael Crichton titulado El hombre
terminal, donde se habla de seres humanos a los que les implantan cables en la
cabeza. Según Crichton, ésta puede ser una situación muy chocante. Quién lo
duda.
La puerta del
ascensor se abre en el tercer piso y sale de la cabina. Ésta es el ala antigua
del hospital y huele al serrín dulzón que espolvorean sobre el vómito en los
parques de atracciones. Ha dejado las píldoras en la guantera del coche. No ha
bebido nada antes de esta visita.
Aquí las paredes
están pintadas de dos colores: marrón abajo y blanco arriba. Piensa que en el
mundo hay una sola combinación de dos colores que podría ser más deprimente que
la del marrón y el blanco: la del rosa y el negro. Corredores de hospitales
como gigantescos envoltorios de golosinas. La idea lo hace sonreír y al mismo
tiempo le produce náuseas.
Frente al ascensor,
dos corredores se cruzan en T, y allí hay una fuente de agua donde siempre se
detiene para distraerse un poco. También hay equipos hospitalarios dispersos
por todas partes, como extraños juguetes de un parque infantil. Una camilla con
bordes cromados y ruedas de goma, como las que utilizan para transportarte al
quirófano cuando llega la hora de practicar la «cortotomía». Hay un gran objeto
circular cuya función desconoce. Se parece a las ruedas que a veces se ven en
las jaulas de las ardillas. Hay una bandeja rodante para alimentación
endovenosa, de la que cuelgan dos frascos como tetas oníricas de Salvador Dalí.
En el final de uno de los corredores está la sala de enfermeras, y a él le llegan
risas estimuladas por el café.
Bebe agua y después
se encamina lentamente hacia la habitación. Lo asusta pensar en lo que
encontrará allí y desea que esté durmiendo. En ese caso no la despertará.
Sobre la puerta de
cada habitación hay una lucecita cuadrangular. Cuando un paciente pulsa su
botón de llamada la lucecita se enciende, con un resplandor rojo. Los pacientes
se pasean despacio de un extremo al otro del corredor, vestidos con batas
económicas que suministra el hospital para cubrir la ropa interior del mismo
origen. Las batas son a rayas azules y blancas y tienen cuellos redondos. La
ropa interior es tolerable en las mujeres pero tiene un aspecto francamente
extraño cuando la usan los hombres, porque se parece a vestidos o enaguas que
caen hasta la rodilla. Los hombres siempre parecen calzar pantuflas de
imitación cuero. Las mujeres prefieren las pantuflas tejidas con borlas
peludas. Su madre tiene un par de éstas.
Los pacientes le
hacen evocar la película de terror La noche de los muertos vivientes. Caminan
lentamente, como si alguien hubiera desatornillado las tapas de sus órganos a
la manera de los frascos de mayonesa y los líquidos estuvieran agitándose
dentro de ellos y a punto de derramarse. Algunos usan bastones. La parsimonia
con que se desplazan a lo largo de los corredores es alarmante pero también
majestuosa. Marchan pausadamente, sin rumbo, como cuando los graduados
universitarios desfilan con sus birretes y togas hacia la sala de ceremonias.
Las radios de
transistores difunden por todas partes una música ectoplásmica. Oye a Black Oak
Arkansas cantando Jim Dandy (Go Jim Dandy, go Jim Dandy!, les grita alegremente
una voz en falsete a los lerdos caminantes). Oye a un invitado a un coloquio
que despotrica contra Nixon en un tono tan impregnado de ácido como una pluma
humeante. Oye una polca cantada en francés: Lewiston es todavía una ciudad
francófona y las polcas y jigas gustan casi tanto como los intercambios de
navajazos en los bares de la zona baja de Lisbon Street.
Se detiene frente a la
habitación de su madre. Durante un tiempo había estado tan desequilibrado que
iba a visitarla borracho. Se avergonzaba de presentarse ebrio delante de su
madre a pesar de que ella no se daba cuenta porque estaba completamente drogada
y saturada de Elavil. El Elavil es un sedante que les dan a los enfermos de
cáncer para que no los angustie demasiado la idea de que están agonizando.
Lo que hacía era
comprar dos cajas de seis latas de cerveza Black Label en el Sonny’s Market,
por la tarde. Se sentaba con los niños y contemplaba los programas infantiles
de televisión. Tres cervezas con Barrio Sésamo, dos durante Mister Rogers, una
durante Electric Company. Después otra con la cena.
Se llevaba las cinco
latas restantes en el coche. El trayecto desde Raymond hasta Lewiston era de
treinta y tres kilómetros, por las carreteras 302 y 202, y podía llegar al
hospital con una buena curda, y una o dos latas de reserva. Dejaba en el coche
lo que le había traído a su madre, y así tenía un pretexto para salir a
buscarlo y beber también otra media cerveza, salvaguardando su embriaguez.
Eso también le daba
una excusa para orinar fuera, y curiosamente esto era lo mejor de la sórdida
empresa. Siempre aparcaba en la explanada lateral, llena de baches, con la
tierra congelada por el frío de noviembre, y el aire glacial aseguraba una
total contracción de la vejiga. Mear en uno de los servicios interiores se
parecía excesivamente a una apoteosis de toda la experiencia hospitalaria: el
timbre para llamar a la enfermera instalado junto a la taza, la manija cromada
inmovilizada en un ángulo de 45 grados, el frasco de desinfectante rosado sobre
el lavabo. Malas noticias. Te aconsejo que lo creas.
Durante el viaje de
regreso no experimentaba ningún deseo de volver. De modo que las cervezas
sobrantes se acumulaban en la nevera de su casa.
Ahora, entra en la
habitación y la ve. No habría ido si hubiera imaginado que sería tan tremendo.
Lo primero que se le ocurre pensar es Ella no es una naranjay lo segundo es
Ahora sí que se muere a toda velocidad, como si tuviera que coger un tren allí
en la nada. Su madre se tensa en la cama, sin mover nada más que los ojos, pero
tensándose en el interior del cuerpo, donde sí se mueve algo. Le han teñido el
cuello de anaranjado con una sustancia que parece mercurocromo, y tiene un
vendaje debajo de la oreja izquierda donde un médico le hincó la aguja radial,
mientras canturreaba, para destruirle el sesenta por ciento de los controles
del sistema motriz junto con el centro del dolor. Sus ojos lo siguen como los
de un Jesús fabricado en serie.
—Creo que será mejor
que esta noche no me veas, Johnny. No me encuentro muy bien. Quizá será mejor
mañana.
—¿Qué te sucede?
—Es una comezón. Una
comezón en todo el cuerpo. ¿Tengo las piernas juntas?
Él no ve si las tiene
juntas. No son más que una V alzada bajo la sábana a rayas del hospital. En la
habitación hace mucho calor. Ahora la cama vecina está desocupada. Él piensa:
Los pacientes vienen y se van, pero mi madre se queda siempre. ¡Jesús!
—Están juntas.
—Estíralas hacia
abajo, ¿puedes, Johnny? Y después será mejor que te vayas. Nunca he estado tan
mal como ahora. No puedo mover nada. Me pica la nariz. ¿No es una situación
deplorable? Que te pique la nariz y no puedas rascártela.
Él le rasca la nariz
y después le coge las pantorrillas a través de la sábana y las estira hacia
abajo. A pesar de que sus manos no son excesivamente grandes, una sola le basta
para rodearle ambas pantorrillas. Ella se queja. Las lágrimas le ruedan por las
mejillas hasta las orejas.
—¿Mamá?
—¿Puedes estirarme
las piernas hacia abajo?
—Acabo de hacerlo.
—Oh, entonces está
bien. Creo que estoy llorando. No quiero hacerlo delante de ti. Me gustaría
librarme de esto. Haría cualquier cosa para librarme de esto.
—¿Quieres un
cigarrillo?
—¿Puedes traerme un
vaso de agua antes, Johnny? Estoy seca como una vieja viruta.
—Claro que sí.
Se lleva su vaso
equipado con una pajita flexible y dobla por el recodo del pasillo en dirección
a la fuente de agua. Un individuo gordo con la pierna ceñida por un vendaje
elástico navega lentamente por el corredor. No usa la bata a rayas y lleva la
mano atrás para mantener cerrada su ropa interior.
Llena el vaso en la
fuente y vuelve con él a la habitación 312. Ella ha dejado de llorar. Cuando
sus labios aprietan la pajita, algo le hace pensar en los camellos que ha visto
en películas de viajes. Su cara está demacrada. El recuerdo más nítido que
conserva de la vida que ha vivido como hijo suyo se remonta a cuando tenía doce
años. Él y su hermano Kevin y esta mujer se habían mudado a Maine para que ella
pudiera cuidar a sus padres. Su madre era anciana y estaba postrada en cama. La
alta tensión sanguínea la había vuelto senil, y para colmo la había dejado
ciega. Feliz cumpleaños, a los ochenta y seis. He aquí algo para pensar. Pasaba
todo el día tumbada en la cama, ciega y senil, con grandes pañales y calzones
de goma, incapaz de recordar qué había tomado para desayunar, pero en
condiciones de recitar de memoria los nombres de todos los presidentes hasta
Eisenhower. Y así las tres generaciones habían vivido juntas en esa casa donde
él había encontrado las píldoras tan recientemente (aunque ya hacía mucho que
sus dos abuelos habían fallecido) y a los doce años él había estado parloteando
petulantemente sobre algo, no recuerda qué, pero sobre algo era, y su madre
había estado lavando los pañales meados de la abuela y pasándolos después por
los rodillos de la antigua lavadora, y había dado media vuelta y lo había
azotado con uno de ellos, y el primer restallido del pañal húmedo y pesado
había volcado su plato de cereales y lo había disparado girando sobre la mesa
como si fuera una gran peonza azul, y el segundo azote había caído sobre su
espalda, sin lastimarlo pero cortándole la palabra, y la mujer que ahora yacía
consumida en el lecho lo había azotado una y otra vez, mientras le decía: Ahora
cierra esa bocaza, porque lo único grande que tienes es la boca, de modo que
ciérrala hasta crecer todo tú, y cada palabra en bastardillas era acompañada
por un zurriagazo dado con el pañal húmedo de su abuela —¡PLAF!— y todos los
otros comentarios ingeniosos que él podría haber hecho se habían esfumado. No
le había quedado ni la más remota posibilidad de hacer comentarios ingeniosos.
Ese día había descubierto, definitivamente, que el mejor sistema del mundo para
hacerle entender correctamente a un muchacho de doce años cuál es el lugar que
ocupa en el ordenamiento de las cosas, consiste en azotarle la espalda con el
pañal húmedo de su abuela. A partir de ese día había necesitado cuatro años
para volver a aprender el arte de la petulancia.
Se atraganta un poco
con el agua y esto lo asusta a pesar de que pensaba darle las cápsulas. Vuelve
a preguntarle si quiere un cigarrillo y ella responde:
—Si no te incomoda. Y
prefiero que después te vayas. Quizá mañana estaré mejor.
Él extrae un Kool de
uno de los paquetes desparramados sobre la mesita vecina a la cama y lo
enciende. Lo sostiene entre el pulgar y el índice de la mano derecha y ella da
una calada, estirando los labios para coger el filtro. Su inhalación es débil.
El humo se le escapa de la boca.
—He tenido que vivir
sesenta años para que mi hijo tuviera que sostenerme los cigarrillos.
—No me molesta.
Da otra calada y
retiene el filtro entre los labios durante tanto tiempo que él desvía la mirada
y ve que tiene los ojos cerrados.
—¿Mamá?
Ella entreabre los
ojos, vagamente.
—¿Johnny?
—Sí.
—¿Cuánto hace que
estás aquí?
—No mucho. Creo que
será mejor que me vaya. Para que puedas dormir.
—Hummm.
Él aplasta la colilla
en el cenicero y sale silenciosamente de la habitación, pensando: Quiero hablar
con ese médico. Maldición, quiero hablar con el médico que le ha hecho esto.
Al entrar en el
ascensor piensa que la palabra «médico» se convierte en sinónimo de «hombre» al
alcanzar cierto grado de idoneidad en la profesión, como si estuviera previsto
y estipulado que los médicos deben ser crueles y adquirir así un determinado
nivel de humanidad.
—No creo que pueda
resistir realmente mucho más —le informa esa noche a su hermano. Éste vive en
Andover, cien kilómetros al Oeste. Sólo va al hospital una o dos veces por
semana.
—¿Pero se le ha
aliviado el dolor? —pregunta Kev.
—Dice que siente una
comezón. —Tiene las píldoras en el bolsillo de su chaqueta de punto. Su esposa
duerme tranquilamente. Las extrae: el botín robado de la casa de su madre,
donde antaño todos vivieron con los abuelos. Mientras habla hace girar sin
cesar la caja en su mano, como si fuera un amuleto.
—Pues entonces está
mejor. —Para Kev todo está siempre mejor, como si la vida marchara hacia un
sublime apogeo. Es un criterio que el hermano menor no comparte.
—Está paralítica.
—¿Eso importa, en
estas circunstancias?
—¡Claro que importa!
—estalla, recordando sus piernas ocultas bajo la sábana blanca a rayas.
—Está agonizando,
John.
—Aún no ha muerto.
—En verdad esto es lo que lo espanta. A partir de ese momento la conversación
entrará en un círculo vicioso, y la que saldrá beneficiada será la compañía
telefónica, pero éste es el meollo de la cuestión. Aún no ha muerto. Está
sencillamente postrada en esa habitación con la placa de identificación del
hospital colgada de la muñeca, escuchando las radios fantasmas que van y vienen
por el corredor.
—Tendrá que
reacomodar la noción del tiempo —dice el médico. Es un hombre corpulento, de
barba roja, arenosa. Mide quizás un metro noventa, y tiene unas espaldas
heroicas. El médico lo acompaña prudentemente hasta el pasillo cuando ella
empieza a dar cabezadas.
El médico continúa:
—Verá, en una
operación de «cortotomía» es casi inevitable que se produzca un deterioro del
sistema motriz. Ahora su madre conserva un poco de movimiento en la mano
izquierda. Es razonable suponer que recuperará el uso de la mano derecha en un
lapso de dos a cuatro semanas.
—¿Podrá caminar?
El médico mira en
forma circunspecta el techo de corcho perforado del corredor. Su barba se
arrastra hasta el cuello de la camisa a cuadros y por alguna razón absurda
Johnny piensa en Algernon Swinburne. No sabe por qué. Este hombre es la
antítesis del pobre Swinburne, desde todos los puntos de vista.
—Yo diría que no. La
regresión ha sido demasiado grande.
—Quedará postrada en
cama durante el resto de su vida.
—Sí, me parece que
ésa es una hipótesis razonable.
Empieza a
experimentar un poco de admiración por este hombre al que había supuesto que
podría odiar sin problemas. A este sentimiento lo sigue otro de repulsión. ¿Es
obligatorio admirar la pura verdad?
—¿Cuánto tiempo podrá
vivir así?
—Es difícil preverlo.
(Así está mejor).
—Ahora el tumor le
bloquea uno de los riñones —prosiguió—. El otro funciona bien. Cuando el tumor
bloquee también el segundo riñón, se dormirá.
—¿Un coma urémico?
—Sí —responde el
médico, pero con más cautela. «Uremia» es un término técnico— patológico,
generalmente de patrimonio exclusivo de los médicos y los forenses. Pero Johnny
lo conoce porque su abuela murió del mismo mal, aunque sin la intervención de
un cáncer. Sus riñones sencillamente se declararon en huelga y murió flotando
en su propia orina hasta la caja torácica. Murió en cama, en su casa, a la hora
de la comida. Johnny fue el primero que sospechó que estaba realmente muerta en
ese momento, y no sólo durmiendo con la boca abierta, sumida en ese sueño
comatoso que es típico de los ancianos. Dos pequeñas lágrimas se habían
filtrado entre sus párpados. Su vieja boca desdentada estaba chupada, y le
recordó un tomate que ha sido ahuecado, quizá para rellenarlo con huevo, y que
ha quedado olvidado durante días sobre el aparador de la cocina. Le acercó un
pequeño espejo redondo a la boca durante un minuto, y cuando el cristal no se
empañó ni ocultó la imagen de la boca de tomate, llamó a su madre. Todo eso le
había parecido tan correcto como errado.
—Dice que aún siente
dolores. Y comezón.
El médico se da unos
golpecitos solemnes en la cabeza, como Victor DeGroot en las antiguas
caricaturas de psiquiatras.
—Se imagina el dolor.
Pero es igualmente auténtico. Auténtico para ella. Por eso el tiempo es tan
importante. Su madre ya no puede encontrar el tiempo en segundos, minutos y
horas. Deberá reestructurar esas unidades en días, semanas y meses.
Comprende lo que le
dice este coloso barbudo, y se siente alelado. Una campanilla repica
suavemente. No puede seguir conversando con este hombre. Es un técnico. Siempre
habla plácidamente y parece haber asido el concepto con tanta facilidad como si
se tratara de una caña de pescar. Y quizás es en verdad así.
—¿Puede hacer algo
más por ella?
—Muy poco.
Pero su tono es
sereno, como si eso fuera lo justo. Al fin y al cabo, «no da falsas
esperanzas».
—¿Puede ser peor que
un coma?
—Claro que sí. No
podemos prever estas reacciones con mucha precisión. Es como tener un tiburón
suelto dentro del cuerpo. Es posible que se hinche.
—¿Que se hinche?
—Es posible que su
abdomen se dilate y después se comprima para luego volver a dilatarse. ¿Pero
por qué insistir ahora en estos detalles?
Creo que podemos
decir con bastante certeza que surtirán efecto, ¿pero y si no es así? ¿O
supongamos que me pillan? No quiero que me hagan comparecer ante la justicia
con una inculpación de eutanasia.
Aunque después me
absuelvan. No tengo rencores ocultos. Piensa en los titulares de los periódicos
proclamando MATRICIDIO y hace una mueca.
Sentado en el
aparcamiento, hace girar la caja una y otra vez entre los dedos. COMPLEJO
DARVON. El interrogante sigue siendo: ¿Puede hacerlo?¿Debe hacerlo? Ella ha
dicho: Me gustaría librarme de esto. Haría cualquier cosa para librarme de
esto. Kevin habla de prepararle una habitación en su casa, la de Kevin, para
que no muera en el hospital. El hospital quiere librarse de ella. Le dieron
unas píldoras nuevas y cayó en una depresión tremenda. Eso fue cuatro días
después de la «cortotomía». Preferirían que estuviera en otra parte porque aún
nadie ha perfeccionado una «cancerectomía» realmente impecable. Y si en ese
momento se lo extirparan por completo sólo le quedarían las piernas y la
cabeza.
Ha estado pensando en
lo que el tiempo debe ser para ella, como algo que ha escapado a todo control,
como un costurero lleno de ovillos que se ha volcado sobre el suelo y ha
quedado a merced de los juegos de un gato. Los días en la habitación 312. La
noche en la habitación 312. Han tendido un hilo desde el timbre de llamada y se
lo han anudado al índice derecho porque ya no puede desplazar la mano para
pulsar el botón cuando cree que le hace falta la chata.
Eso no importa
demasiado, de todos modos, porque tampoco siente la presión ahí abajo: su
abdomen podría ser una pila de serrín. Mueve el vientre y se orina en la cama y
sólo se entera cuando lo huele. Ha bajado de setenta y cinco kilos a cuarenta y
siete y los músculos de su cuerpo están tan fláccidos que éste no es más que un
saco vacío atado a su cerebro como la marioneta de arpillera de un crío. ¿Sería
distinto en casa de Kev? ¿Se atrevería a cometer un asesinato? Sabe que sería
un asesinato. De la peor índole, un matricidio, como si fuera el feto sensible
de uno de los primeros cuentos de terror de Ray Bradbury, resuelto a invertir
los términos y a abortar al animal que le ha dado vida. Quizás él tiene la
culpa, de todos modos. Es el único hijo que se nutrió en su matriz, un hijo de
la nueva vida. A su hermano lo adoptó cuando otro médico sonriente le anunció
que nunca tendría hijos propios. Y por supuesto el cáncer que ahora la corroe
se gestó en la matriz como un segundo hijo, su propio gemelo aberrante. La vida
de él y la muerte de ella germinaron en el mismo lugar. ¿No debería completar
él lo que el otro ya está haciendo, con tanta lentitud y torpeza?
Le ha dado aspirinas
a hurtadillas para combatir el dolor que ella imagina tener. Ella las guarda en
una caja de «Sucrets» en el cajón de su mesita de noche, junto con las tarjetas
que le desean una pronta mejoría y las gafas ya inservibles. Le han quitado la
dentadura postiza porque temen que se la trague, de modo que ahora chupa la
aspirina hasta que le queda la lengua blanca.
Seguramente podría
darle las cápsulas. Tres o cuatro bastarían. Ochenta y cuatro gramos de
aspirina y veinticuatro gramos de Darvon administrados a una mujer que ha
perdido el treinta y tres por ciento de su peso en cinco meses.
Nadie sabe que tiene
las cápsulas en su poder. Ni siquiera Kevin. Ni siquiera su esposa. Piensa que
quizás han puesto a otro paciente en la segunda cama de la habitación 312 y
entonces no tendrá que preocuparse. Podrá zafarse sin problemas. Se pregunta si
en verdad eso no sería lo mejor. Si hubiera otra mujer en la habitación a él no
le quedarían opciones y podría interpretar el hecho como un mensaje de la
Providencia. Piensa.
—Esta noche tienes
mejor aspecto.
—¿De veras?
—Claro que sí. ¿Cómo
te sientes?
—Oh, no muy bien.
Esta noche no me siento muy bien.
—Veamos si puedes
mover la mano derecha.
Ella la levanta de la
colcha. Flota un momento delante de sus ojos, con los dedos separados, y luego
cae. Plaf. Él sonríe y ella le devuelve la sonrisa. Le pregunta:
—¿Hoy has visto al
médico?
—Sí, ha venido a
visitarme. Tiene la gentileza de visitarme todos los días. ¿Quieres darme un
poco de agua, John?
Llora nuevamente. La
otra cama está vacía, acusadoramente vacía. De vez en cuando una de las batas
de rayas azules y blancas se desliza por el corredor, frente a ellos. La puerta
está entreabierta. Le retira con delicadeza el vaso de agua, mientras piensa
estúpidamente: ¿está semivacío o semilleno?
—¿Cómo funciona tu
mano izquierda?
—Oh, muy bien.
—Veamos.
La levanta. Siempre
ha sido su mano preferida, y quizá por ello se ha recuperado tan bien de los
efectos devastadores de la «cortotomía». La cierra. La flexiona. Hace chasquear
débilmente los dedos. Después vuelve a caer sobre la colcha. Plaf. Se queja:
—Pero no tiene
sensibilidad.
—Déjame ver algo.
Se acerca al armario,
lo abre, y mete la mano detrás del abrigo con el que llegó al hospital, para
coger su bolso. Lo guarda allí porque es paranoide respecto de los ladrones: ha
oído decir que algunos de los bedeles son artistas del hurto que se apoderan de
todo lo que cae en sus manos. Le ha oído decir a una de sus compañeras de
habitación, a quien han dado de alta, que a una mujer internada en el ala nueva
le desaparecieron quinientos dólares que guardaba en su zapato. Últimamente su
madre es paranoide respecto de muchas cosas, a altas horas de la noche. En
parte, ése es el efecto de la combinación de drogas que experimentan en ella.
Comparados con esas drogas, los estimulantes que él tomaba ocasionalmente en la
Universidad son tan inofensivos como el «Excedrin». En el armario que está
cerrado con llave en el extremo del corredor, después de la sala de las
enfermeras, las hay para todos los gustos: excitantes y depresoras. La muerte,
quizá, la muerte misericordiosa como un amoroso manto negro. Las maravillas de
la ciencia moderna.
Lleva el bolso hasta
la cama y lo abre.
—¿Puedes sacar algo
de aquí?
—Oh, Johnny, no sé…
Él insiste con tono
persuasivo:
—Inténtalo. Hazlo por
mí.
La mano izquierda se
levanta de la colcha como un helicóptero averiado. Recorre un tramo. Cae en
picado. Sale del bolso con un solo «Kleenex» arrugado. Él aplaude.
—¡Muy bien! ¡Muy
bien!
Pero ella vuelve la
cara.
—El año pasado podía
arrastrar con estas manos dos mesitas rodantes cargadas de platos.
Si hay un momento
indicado, es ése. En la habitación hace mucho calor, pero el sudor de su frente
está frío. Piensa: Si no me pide aspirina, no lo haré. No esta noche. Y sabe
que si no lo hace esa noche no lo hará nunca. De acuerdo.
Ella mira astutamente
la puerta entreabierta.
—¿Puedes pasarme un
par de píldoras, Johnny?
Siempre las pide así.
Teóricamente no debería ingerir más píldoras que las que componen su medicación
regular, porque ha perdido demasiado peso y porque ha adquirido lo que sus amigos
drogadictos de la Universidad habrían llamado «un hábito duro». La inmunidad
del cuerpo se estira hasta un pelo de la dosis letal. Una píldora de más y te
pasas al otro lado. Dicen que eso es lo que le ocurrió a Marilyn Monroe.
—Te he traído unas
cápsulas de casa.
—¿De veras?
—Son buenas para el
dolor.
Le tiende la caja.
Ella sólo puede leer desde muy cerca. Frunce el ceño al ver las grandes letras
y después dice:
—Ya he tomado Darvon.
No me sirvió.
—Éste es más potente.
Ella levanta los ojos
de la caja para fijarlos en los de él. Murmura cansadamente:
—¿De veras?
Él sólo atina a
sonreír tontamente. No puede hablar. Se siente como después de su primera
experiencia sexual. Ocurrió en el asiento posterior del coche de un amigo y
cuando volvió a casa su madre le preguntó si se había divertido y él sólo pudo
forzar esa misma sonrisa estúpida.
—¿Puedo masticarlas?
—No lo sé. Prueba
una, si quieres.
—Muy bien. Cuida que
no me vean.
Abre la caja y
desprende la tapa de plástico del frasco. Quita el algodón de la boca del
frasco. ¿Ella podría hacer todo esto con el helicóptero averiado de su mano
izquierda? ¿Lo creerán? No lo sabe. Quizás ellos tampoco. Quizá ni les
importará.
Vuelca seis cápsulas
sobre su mano. Observa cómo ella lo mira. Incluso ella debe darse cuenta de que
son muchas, demasiadas. Si hace algún comentario al respecto, volverá a
guardarlas y le ofrecerá un solo comprimido analgésico para la artritis.
Una enfermera pasa por
el corredor y su mano respinga, haciendo entrechocar las cápsulas grises, pero
la enfermera no mira para controlar cómo está la «cortotomizada».
Su madre no dice
nada. Se limita a mirar las cápsulas como si fueran medicamentos perfectamente
normales (si es que semejante cosa existe). Pero por otro lado a su madre nunca
le han gustado demasiado las ceremonias. No estrellaría una botella de champán
contra su propio barco.
—Allá va —dice con
absoluta naturalidad, y se introduce la primera en la boca.
La mastica
pensativamente hasta que se disuelve la gelatina, y entonces hace una mueca de
disgusto.
—¿Sabe mal? No te…
—No, no demasiado
mal.
Le da otra. Y otra.
Las mastica con la misma expresión pensativa. Le da la cuarta. Ella le sonríe y
él ve con horror que tiene la lengua amarilla. Quizá si le golpea en el
estómago las devolverá. Pero no puede. Jamás podría pegarle a su madre.
—¿Quieres ver si
tengo las piernas juntas?
—Antes toma éstas.
Le da la quinta. Y la
sexta. Después comprueba si tiene las piernas juntas. Sí, las tiene. Ella dice:
—Creo que ahora voy a
dormir un poco.
—Está bien. Iré a
beber un poco de agua.
—Siempre has sido un
buen hijo, Johnny.
Mete el frasco en la
caja y guarda la caja en el bolso, dejando la tapa de plástico sobre la sábana,
junto a ella. También deja junto a ella el bolso abierto y piensa: Me pidió el
bolso. Se lo alcancé y lo abrí antes de irme. Dijo que sacaría de adentro lo
que necesitaba. Agregó que le pediría a la enfermera que lo guardase en el
armario.
Sale y bebe su trago
de agua. Sobre la fuente hay un espejo y saca la lengua y se la mira.
Cuando vuelve a la
habitación su madre está durmiendo con las manos juntas. Las venas que las
surcan son grandes, sinuosas. La besa y ella vuelve los ojos detrás de los
párpados, pero no los abre.
Sí.
Se siente igual, ni
bueno ni malo.
Se dispone a salir de
la habitación y recuerda algo más. Vuelve junto a ella, saca el frasco de la
caja y se lo frota contra la camisa. Después aprieta contra el vidrio las
puntas fláccidas de los dedos de la mano izquierda, dormida, de su madre. A
continuación guarda nuevamente el frasco y sale aprisa de la habitación, sin
mirar atrás.
Vuelve a su casa y
espera que suene el teléfono y lamenta no haberle dado otro beso. Mientras
aguarda, mira la televisión y bebe mucha agua.
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