jueves, 13 de agosto de 2020

LA MUJER EN LA HABITACIÓN, Stephen King

 

La mujer de la habitación

Stephen King

 

El interrogante es: ¿Puede hacerlo?

No lo sabe. Sabe que a veces las masca, frunciendo el rostro al sentir el horrible sabor de naranja, y de su boca brota un ruido semejante al que producen las barras de regaliz al romperse. Pero éstas son otras píldoras…, cápsulas de gelatina. El rótulo de la caja dice COMPLEJO DARVON. Las encontró en su botiquín y las hizo girar entre las manos, cavilando. Algo que el médico le recetó antes de que tuviera que volver al hospital. Algo para las noches que pasaban tan lentamente. El botiquín está lleno de medicamentos, pulcramente alineados como las pociones de un hechicero vudú. Filtros mágicos del mundo occidental. SUPOSITORIOS FLEET. Nunca en su vida ha usado un supositorio y la sola idea de introducirse un objeto céreo en el recto para que lo disuelva el calor del cuerpo, lo descompone. Es indecoroso meterse elementos extraños en el culo. LECHE DE MAGNESIA PHILIPS. FÓRMULA ANALGÉSICA ANACIN. PEPTO-BISMOL. Otros. Puede rastrear el curso de la enfermedad a través de los medicamentos.

Pero estas píldoras son distintas. Son iguales a las Darvon comunes aunque en forma de cápsulas gelatinosas grises. Y son más grandes, como las que su padre acostumbraba a llamar píldoras para caballos. La caja dice Asp. 350 gr, Darvon 100 gr, ¿y ella podría mascarlas si él se las diera? ¿Lo haría? La casa continúa funcionando: el motor de la nevera marcha y se detiene, la caldera arranca y se apaga, de vez en cuando el cuclillo se asoma quejosamente por la puertecita del reloj para anunciar la hora o la media. Supone que después de que ella muera les tocará a Kevin y a él detener los mecanismos de la casa. Sí, ella se ha ido. Toda la casa lo dice. Ella está en el Central Maine Hospital, en Lewiston. Habitación 312. Se internó cuando el dolor se hizo tan intenso que ya no podía ir a la cocina y prepararse su propio café. A veces, cuando él la visitaba, ella se quejaba sin darse cuenta.

El ascensor sube chirriando y a él se le ocurre examinar el certificado azul de la cabina. Éste especifica que el ascensor es seguro, con o sin chirridos. Ahora hace casi tres semanas que ella está aquí y hoy le han practicado una operación llamada «cortotomía». No está seguro de que se escriba así, pero así es como suena. El médico le explicó a ella que durante la «cortotomía» se inserta una aguja en el cuello y después en el cerebro. Le explicó también que es como clavar un alfiler en una naranja y pinchar una pepita. Cuando la aguja se ha introducido en el centro del dolor, transmiten una señal de radio a la punta del instrumento y dicho centro se desintegra. Como si desenchufaran un televisor. Así el cáncer que le devora el vientre dejará de fastidiarla.

La imagen de esta operación lo altera más que la de los supositorios que se derriten cálidamente en el ano. Le hace pensar en un libro de Michael Crichton titulado El hombre terminal, donde se habla de seres humanos a los que les implantan cables en la cabeza. Según Crichton, ésta puede ser una situación muy chocante. Quién lo duda.

La puerta del ascensor se abre en el tercer piso y sale de la cabina. Ésta es el ala antigua del hospital y huele al serrín dulzón que espolvorean sobre el vómito en los parques de atracciones. Ha dejado las píldoras en la guantera del coche. No ha bebido nada antes de esta visita.

Aquí las paredes están pintadas de dos colores: marrón abajo y blanco arriba. Piensa que en el mundo hay una sola combinación de dos colores que podría ser más deprimente que la del marrón y el blanco: la del rosa y el negro. Corredores de hospitales como gigantescos envoltorios de golosinas. La idea lo hace sonreír y al mismo tiempo le produce náuseas.

Frente al ascensor, dos corredores se cruzan en T, y allí hay una fuente de agua donde siempre se detiene para distraerse un poco. También hay equipos hospitalarios dispersos por todas partes, como extraños juguetes de un parque infantil. Una camilla con bordes cromados y ruedas de goma, como las que utilizan para transportarte al quirófano cuando llega la hora de practicar la «cortotomía». Hay un gran objeto circular cuya función desconoce. Se parece a las ruedas que a veces se ven en las jaulas de las ardillas. Hay una bandeja rodante para alimentación endovenosa, de la que cuelgan dos frascos como tetas oníricas de Salvador Dalí. En el final de uno de los corredores está la sala de enfermeras, y a él le llegan risas estimuladas por el café.

Bebe agua y después se encamina lentamente hacia la habitación. Lo asusta pensar en lo que encontrará allí y desea que esté durmiendo. En ese caso no la despertará.

Sobre la puerta de cada habitación hay una lucecita cuadrangular. Cuando un paciente pulsa su botón de llamada la lucecita se enciende, con un resplandor rojo. Los pacientes se pasean despacio de un extremo al otro del corredor, vestidos con batas económicas que suministra el hospital para cubrir la ropa interior del mismo origen. Las batas son a rayas azules y blancas y tienen cuellos redondos. La ropa interior es tolerable en las mujeres pero tiene un aspecto francamente extraño cuando la usan los hombres, porque se parece a vestidos o enaguas que caen hasta la rodilla. Los hombres siempre parecen calzar pantuflas de imitación cuero. Las mujeres prefieren las pantuflas tejidas con borlas peludas. Su madre tiene un par de éstas.

Los pacientes le hacen evocar la película de terror La noche de los muertos vivientes. Caminan lentamente, como si alguien hubiera desatornillado las tapas de sus órganos a la manera de los frascos de mayonesa y los líquidos estuvieran agitándose dentro de ellos y a punto de derramarse. Algunos usan bastones. La parsimonia con que se desplazan a lo largo de los corredores es alarmante pero también majestuosa. Marchan pausadamente, sin rumbo, como cuando los graduados universitarios desfilan con sus birretes y togas hacia la sala de ceremonias.

Las radios de transistores difunden por todas partes una música ectoplásmica. Oye a Black Oak Arkansas cantando Jim Dandy (Go Jim Dandy, go Jim Dandy!, les grita alegremente una voz en falsete a los lerdos caminantes). Oye a un invitado a un coloquio que despotrica contra Nixon en un tono tan impregnado de ácido como una pluma humeante. Oye una polca cantada en francés: Lewiston es todavía una ciudad francófona y las polcas y jigas gustan casi tanto como los intercambios de navajazos en los bares de la zona baja de Lisbon Street.

Se detiene frente a la habitación de su madre. Durante un tiempo había estado tan desequilibrado que iba a visitarla borracho. Se avergonzaba de presentarse ebrio delante de su madre a pesar de que ella no se daba cuenta porque estaba completamente drogada y saturada de Elavil. El Elavil es un sedante que les dan a los enfermos de cáncer para que no los angustie demasiado la idea de que están agonizando.

Lo que hacía era comprar dos cajas de seis latas de cerveza Black Label en el Sonny’s Market, por la tarde. Se sentaba con los niños y contemplaba los programas infantiles de televisión. Tres cervezas con Barrio Sésamo, dos durante Mister Rogers, una durante Electric Company. Después otra con la cena.

Se llevaba las cinco latas restantes en el coche. El trayecto desde Raymond hasta Lewiston era de treinta y tres kilómetros, por las carreteras 302 y 202, y podía llegar al hospital con una buena curda, y una o dos latas de reserva. Dejaba en el coche lo que le había traído a su madre, y así tenía un pretexto para salir a buscarlo y beber también otra media cerveza, salvaguardando su embriaguez.

Eso también le daba una excusa para orinar fuera, y curiosamente esto era lo mejor de la sórdida empresa. Siempre aparcaba en la explanada lateral, llena de baches, con la tierra congelada por el frío de noviembre, y el aire glacial aseguraba una total contracción de la vejiga. Mear en uno de los servicios interiores se parecía excesivamente a una apoteosis de toda la experiencia hospitalaria: el timbre para llamar a la enfermera instalado junto a la taza, la manija cromada inmovilizada en un ángulo de 45 grados, el frasco de desinfectante rosado sobre el lavabo. Malas noticias. Te aconsejo que lo creas.

Durante el viaje de regreso no experimentaba ningún deseo de volver. De modo que las cervezas sobrantes se acumulaban en la nevera de su casa.

Ahora, entra en la habitación y la ve. No habría ido si hubiera imaginado que sería tan tremendo. Lo primero que se le ocurre pensar es Ella no es una naranjay lo segundo es Ahora sí que se muere a toda velocidad, como si tuviera que coger un tren allí en la nada. Su madre se tensa en la cama, sin mover nada más que los ojos, pero tensándose en el interior del cuerpo, donde sí se mueve algo. Le han teñido el cuello de anaranjado con una sustancia que parece mercurocromo, y tiene un vendaje debajo de la oreja izquierda donde un médico le hincó la aguja radial, mientras canturreaba, para destruirle el sesenta por ciento de los controles del sistema motriz junto con el centro del dolor. Sus ojos lo siguen como los de un Jesús fabricado en serie.

—Creo que será mejor que esta noche no me veas, Johnny. No me encuentro muy bien. Quizá será mejor mañana.

—¿Qué te sucede?

—Es una comezón. Una comezón en todo el cuerpo. ¿Tengo las piernas juntas?

Él no ve si las tiene juntas. No son más que una V alzada bajo la sábana a rayas del hospital. En la habitación hace mucho calor. Ahora la cama vecina está desocupada. Él piensa: Los pacientes vienen y se van, pero mi madre se queda siempre. ¡Jesús!

—Están juntas.

—Estíralas hacia abajo, ¿puedes, Johnny? Y después será mejor que te vayas. Nunca he estado tan mal como ahora. No puedo mover nada. Me pica la nariz. ¿No es una situación deplorable? Que te pique la nariz y no puedas rascártela.

Él le rasca la nariz y después le coge las pantorrillas a través de la sábana y las estira hacia abajo. A pesar de que sus manos no son excesivamente grandes, una sola le basta para rodearle ambas pantorrillas. Ella se queja. Las lágrimas le ruedan por las mejillas hasta las orejas.

—¿Mamá?

—¿Puedes estirarme las piernas hacia abajo?

—Acabo de hacerlo.

—Oh, entonces está bien. Creo que estoy llorando. No quiero hacerlo delante de ti. Me gustaría librarme de esto. Haría cualquier cosa para librarme de esto.

—¿Quieres un cigarrillo?

—¿Puedes traerme un vaso de agua antes, Johnny? Estoy seca como una vieja viruta.

—Claro que sí.

Se lleva su vaso equipado con una pajita flexible y dobla por el recodo del pasillo en dirección a la fuente de agua. Un individuo gordo con la pierna ceñida por un vendaje elástico navega lentamente por el corredor. No usa la bata a rayas y lleva la mano atrás para mantener cerrada su ropa interior.

Llena el vaso en la fuente y vuelve con él a la habitación 312. Ella ha dejado de llorar. Cuando sus labios aprietan la pajita, algo le hace pensar en los camellos que ha visto en películas de viajes. Su cara está demacrada. El recuerdo más nítido que conserva de la vida que ha vivido como hijo suyo se remonta a cuando tenía doce años. Él y su hermano Kevin y esta mujer se habían mudado a Maine para que ella pudiera cuidar a sus padres. Su madre era anciana y estaba postrada en cama. La alta tensión sanguínea la había vuelto senil, y para colmo la había dejado ciega. Feliz cumpleaños, a los ochenta y seis. He aquí algo para pensar. Pasaba todo el día tumbada en la cama, ciega y senil, con grandes pañales y calzones de goma, incapaz de recordar qué había tomado para desayunar, pero en condiciones de recitar de memoria los nombres de todos los presidentes hasta Eisenhower. Y así las tres generaciones habían vivido juntas en esa casa donde él había encontrado las píldoras tan recientemente (aunque ya hacía mucho que sus dos abuelos habían fallecido) y a los doce años él había estado parloteando petulantemente sobre algo, no recuerda qué, pero sobre algo era, y su madre había estado lavando los pañales meados de la abuela y pasándolos después por los rodillos de la antigua lavadora, y había dado media vuelta y lo había azotado con uno de ellos, y el primer restallido del pañal húmedo y pesado había volcado su plato de cereales y lo había disparado girando sobre la mesa como si fuera una gran peonza azul, y el segundo azote había caído sobre su espalda, sin lastimarlo pero cortándole la palabra, y la mujer que ahora yacía consumida en el lecho lo había azotado una y otra vez, mientras le decía: Ahora cierra esa bocaza, porque lo único grande que tienes es la boca, de modo que ciérrala hasta crecer todo tú, y cada palabra en bastardillas era acompañada por un zurriagazo dado con el pañal húmedo de su abuela —¡PLAF!— y todos los otros comentarios ingeniosos que él podría haber hecho se habían esfumado. No le había quedado ni la más remota posibilidad de hacer comentarios ingeniosos. Ese día había descubierto, definitivamente, que el mejor sistema del mundo para hacerle entender correctamente a un muchacho de doce años cuál es el lugar que ocupa en el ordenamiento de las cosas, consiste en azotarle la espalda con el pañal húmedo de su abuela. A partir de ese día había necesitado cuatro años para volver a aprender el arte de la petulancia.

Se atraganta un poco con el agua y esto lo asusta a pesar de que pensaba darle las cápsulas. Vuelve a preguntarle si quiere un cigarrillo y ella responde:

—Si no te incomoda. Y prefiero que después te vayas. Quizá mañana estaré mejor.

Él extrae un Kool de uno de los paquetes desparramados sobre la mesita vecina a la cama y lo enciende. Lo sostiene entre el pulgar y el índice de la mano derecha y ella da una calada, estirando los labios para coger el filtro. Su inhalación es débil. El humo se le escapa de la boca.

—He tenido que vivir sesenta años para que mi hijo tuviera que sostenerme los cigarrillos.

—No me molesta.

Da otra calada y retiene el filtro entre los labios durante tanto tiempo que él desvía la mirada y ve que tiene los ojos cerrados.

—¿Mamá?

Ella entreabre los ojos, vagamente.

—¿Johnny?

—Sí.

—¿Cuánto hace que estás aquí?

—No mucho. Creo que será mejor que me vaya. Para que puedas dormir.

—Hummm.

Él aplasta la colilla en el cenicero y sale silenciosamente de la habitación, pensando: Quiero hablar con ese médico. Maldición, quiero hablar con el médico que le ha hecho esto.

Al entrar en el ascensor piensa que la palabra «médico» se convierte en sinónimo de «hombre» al alcanzar cierto grado de idoneidad en la profesión, como si estuviera previsto y estipulado que los médicos deben ser crueles y adquirir así un determinado nivel de humanidad.

—No creo que pueda resistir realmente mucho más —le informa esa noche a su hermano. Éste vive en Andover, cien kilómetros al Oeste. Sólo va al hospital una o dos veces por semana.

—¿Pero se le ha aliviado el dolor? —pregunta Kev.

—Dice que siente una comezón. —Tiene las píldoras en el bolsillo de su chaqueta de punto. Su esposa duerme tranquilamente. Las extrae: el botín robado de la casa de su madre, donde antaño todos vivieron con los abuelos. Mientras habla hace girar sin cesar la caja en su mano, como si fuera un amuleto.

—Pues entonces está mejor. —Para Kev todo está siempre mejor, como si la vida marchara hacia un sublime apogeo. Es un criterio que el hermano menor no comparte.

—Está paralítica.

—¿Eso importa, en estas circunstancias?

—¡Claro que importa! —estalla, recordando sus piernas ocultas bajo la sábana blanca a rayas.

—Está agonizando, John.

—Aún no ha muerto. —En verdad esto es lo que lo espanta. A partir de ese momento la conversación entrará en un círculo vicioso, y la que saldrá beneficiada será la compañía telefónica, pero éste es el meollo de la cuestión. Aún no ha muerto. Está sencillamente postrada en esa habitación con la placa de identificación del hospital colgada de la muñeca, escuchando las radios fantasmas que van y vienen por el corredor.

—Tendrá que reacomodar la noción del tiempo —dice el médico. Es un hombre corpulento, de barba roja, arenosa. Mide quizás un metro noventa, y tiene unas espaldas heroicas. El médico lo acompaña prudentemente hasta el pasillo cuando ella empieza a dar cabezadas.

El médico continúa:

—Verá, en una operación de «cortotomía» es casi inevitable que se produzca un deterioro del sistema motriz. Ahora su madre conserva un poco de movimiento en la mano izquierda. Es razonable suponer que recuperará el uso de la mano derecha en un lapso de dos a cuatro semanas.

—¿Podrá caminar?

El médico mira en forma circunspecta el techo de corcho perforado del corredor. Su barba se arrastra hasta el cuello de la camisa a cuadros y por alguna razón absurda Johnny piensa en Algernon Swinburne. No sabe por qué. Este hombre es la antítesis del pobre Swinburne, desde todos los puntos de vista.

—Yo diría que no. La regresión ha sido demasiado grande.

—Quedará postrada en cama durante el resto de su vida.

—Sí, me parece que ésa es una hipótesis razonable.

Empieza a experimentar un poco de admiración por este hombre al que había supuesto que podría odiar sin problemas. A este sentimiento lo sigue otro de repulsión. ¿Es obligatorio admirar la pura verdad?

—¿Cuánto tiempo podrá vivir así?

—Es difícil preverlo. (Así está mejor).

—Ahora el tumor le bloquea uno de los riñones —prosiguió—. El otro funciona bien. Cuando el tumor bloquee también el segundo riñón, se dormirá.

—¿Un coma urémico?

—Sí —responde el médico, pero con más cautela. «Uremia» es un término técnico— patológico, generalmente de patrimonio exclusivo de los médicos y los forenses. Pero Johnny lo conoce porque su abuela murió del mismo mal, aunque sin la intervención de un cáncer. Sus riñones sencillamente se declararon en huelga y murió flotando en su propia orina hasta la caja torácica. Murió en cama, en su casa, a la hora de la comida. Johnny fue el primero que sospechó que estaba realmente muerta en ese momento, y no sólo durmiendo con la boca abierta, sumida en ese sueño comatoso que es típico de los ancianos. Dos pequeñas lágrimas se habían filtrado entre sus párpados. Su vieja boca desdentada estaba chupada, y le recordó un tomate que ha sido ahuecado, quizá para rellenarlo con huevo, y que ha quedado olvidado durante días sobre el aparador de la cocina. Le acercó un pequeño espejo redondo a la boca durante un minuto, y cuando el cristal no se empañó ni ocultó la imagen de la boca de tomate, llamó a su madre. Todo eso le había parecido tan correcto como errado.

—Dice que aún siente dolores. Y comezón.

El médico se da unos golpecitos solemnes en la cabeza, como Victor DeGroot en las antiguas caricaturas de psiquiatras.

—Se imagina el dolor. Pero es igualmente auténtico. Auténtico para ella. Por eso el tiempo es tan importante. Su madre ya no puede encontrar el tiempo en segundos, minutos y horas. Deberá reestructurar esas unidades en días, semanas y meses.

Comprende lo que le dice este coloso barbudo, y se siente alelado. Una campanilla repica suavemente. No puede seguir conversando con este hombre. Es un técnico. Siempre habla plácidamente y parece haber asido el concepto con tanta facilidad como si se tratara de una caña de pescar. Y quizás es en verdad así.

—¿Puede hacer algo más por ella?

—Muy poco.

Pero su tono es sereno, como si eso fuera lo justo. Al fin y al cabo, «no da falsas esperanzas».

—¿Puede ser peor que un coma?

—Claro que sí. No podemos prever estas reacciones con mucha precisión. Es como tener un tiburón suelto dentro del cuerpo. Es posible que se hinche.

—¿Que se hinche?

—Es posible que su abdomen se dilate y después se comprima para luego volver a dilatarse. ¿Pero por qué insistir ahora en estos detalles?

Creo que podemos decir con bastante certeza que surtirán efecto, ¿pero y si no es así? ¿O supongamos que me pillan? No quiero que me hagan comparecer ante la justicia con una inculpación de eutanasia.

Aunque después me absuelvan. No tengo rencores ocultos. Piensa en los titulares de los periódicos proclamando MATRICIDIO y hace una mueca.

Sentado en el aparcamiento, hace girar la caja una y otra vez entre los dedos. COMPLEJO DARVON. El interrogante sigue siendo: ¿Puede hacerlo?¿Debe hacerlo? Ella ha dicho: Me gustaría librarme de esto. Haría cualquier cosa para librarme de esto. Kevin habla de prepararle una habitación en su casa, la de Kevin, para que no muera en el hospital. El hospital quiere librarse de ella. Le dieron unas píldoras nuevas y cayó en una depresión tremenda. Eso fue cuatro días después de la «cortotomía». Preferirían que estuviera en otra parte porque aún nadie ha perfeccionado una «cancerectomía» realmente impecable. Y si en ese momento se lo extirparan por completo sólo le quedarían las piernas y la cabeza.

Ha estado pensando en lo que el tiempo debe ser para ella, como algo que ha escapado a todo control, como un costurero lleno de ovillos que se ha volcado sobre el suelo y ha quedado a merced de los juegos de un gato. Los días en la habitación 312. La noche en la habitación 312. Han tendido un hilo desde el timbre de llamada y se lo han anudado al índice derecho porque ya no puede desplazar la mano para pulsar el botón cuando cree que le hace falta la chata.

Eso no importa demasiado, de todos modos, porque tampoco siente la presión ahí abajo: su abdomen podría ser una pila de serrín. Mueve el vientre y se orina en la cama y sólo se entera cuando lo huele. Ha bajado de setenta y cinco kilos a cuarenta y siete y los músculos de su cuerpo están tan fláccidos que éste no es más que un saco vacío atado a su cerebro como la marioneta de arpillera de un crío. ¿Sería distinto en casa de Kev? ¿Se atrevería a cometer un asesinato? Sabe que sería un asesinato. De la peor índole, un matricidio, como si fuera el feto sensible de uno de los primeros cuentos de terror de Ray Bradbury, resuelto a invertir los términos y a abortar al animal que le ha dado vida. Quizás él tiene la culpa, de todos modos. Es el único hijo que se nutrió en su matriz, un hijo de la nueva vida. A su hermano lo adoptó cuando otro médico sonriente le anunció que nunca tendría hijos propios. Y por supuesto el cáncer que ahora la corroe se gestó en la matriz como un segundo hijo, su propio gemelo aberrante. La vida de él y la muerte de ella germinaron en el mismo lugar. ¿No debería completar él lo que el otro ya está haciendo, con tanta lentitud y torpeza?

Le ha dado aspirinas a hurtadillas para combatir el dolor que ella imagina tener. Ella las guarda en una caja de «Sucrets» en el cajón de su mesita de noche, junto con las tarjetas que le desean una pronta mejoría y las gafas ya inservibles. Le han quitado la dentadura postiza porque temen que se la trague, de modo que ahora chupa la aspirina hasta que le queda la lengua blanca.

Seguramente podría darle las cápsulas. Tres o cuatro bastarían. Ochenta y cuatro gramos de aspirina y veinticuatro gramos de Darvon administrados a una mujer que ha perdido el treinta y tres por ciento de su peso en cinco meses.

Nadie sabe que tiene las cápsulas en su poder. Ni siquiera Kevin. Ni siquiera su esposa. Piensa que quizás han puesto a otro paciente en la segunda cama de la habitación 312 y entonces no tendrá que preocuparse. Podrá zafarse sin problemas. Se pregunta si en verdad eso no sería lo mejor. Si hubiera otra mujer en la habitación a él no le quedarían opciones y podría interpretar el hecho como un mensaje de la Providencia. Piensa.

—Esta noche tienes mejor aspecto.

—¿De veras?

—Claro que sí. ¿Cómo te sientes?

—Oh, no muy bien. Esta noche no me siento muy bien.

—Veamos si puedes mover la mano derecha.

Ella la levanta de la colcha. Flota un momento delante de sus ojos, con los dedos separados, y luego cae. Plaf. Él sonríe y ella le devuelve la sonrisa. Le pregunta:

—¿Hoy has visto al médico?

—Sí, ha venido a visitarme. Tiene la gentileza de visitarme todos los días. ¿Quieres darme un poco de agua, John?

Llora nuevamente. La otra cama está vacía, acusadoramente vacía. De vez en cuando una de las batas de rayas azules y blancas se desliza por el corredor, frente a ellos. La puerta está entreabierta. Le retira con delicadeza el vaso de agua, mientras piensa estúpidamente: ¿está semivacío o semilleno?

—¿Cómo funciona tu mano izquierda?

—Oh, muy bien.

—Veamos.

La levanta. Siempre ha sido su mano preferida, y quizá por ello se ha recuperado tan bien de los efectos devastadores de la «cortotomía». La cierra. La flexiona. Hace chasquear débilmente los dedos. Después vuelve a caer sobre la colcha. Plaf. Se queja:

—Pero no tiene sensibilidad.

—Déjame ver algo.

Se acerca al armario, lo abre, y mete la mano detrás del abrigo con el que llegó al hospital, para coger su bolso. Lo guarda allí porque es paranoide respecto de los ladrones: ha oído decir que algunos de los bedeles son artistas del hurto que se apoderan de todo lo que cae en sus manos. Le ha oído decir a una de sus compañeras de habitación, a quien han dado de alta, que a una mujer internada en el ala nueva le desaparecieron quinientos dólares que guardaba en su zapato. Últimamente su madre es paranoide respecto de muchas cosas, a altas horas de la noche. En parte, ése es el efecto de la combinación de drogas que experimentan en ella. Comparados con esas drogas, los estimulantes que él tomaba ocasionalmente en la Universidad son tan inofensivos como el «Excedrin». En el armario que está cerrado con llave en el extremo del corredor, después de la sala de las enfermeras, las hay para todos los gustos: excitantes y depresoras. La muerte, quizá, la muerte misericordiosa como un amoroso manto negro. Las maravillas de la ciencia moderna.

Lleva el bolso hasta la cama y lo abre.

—¿Puedes sacar algo de aquí?

—Oh, Johnny, no sé…

Él insiste con tono persuasivo:

—Inténtalo. Hazlo por mí.

La mano izquierda se levanta de la colcha como un helicóptero averiado. Recorre un tramo. Cae en picado. Sale del bolso con un solo «Kleenex» arrugado. Él aplaude.

—¡Muy bien! ¡Muy bien!

Pero ella vuelve la cara.

—El año pasado podía arrastrar con estas manos dos mesitas rodantes cargadas de platos.

Si hay un momento indicado, es ése. En la habitación hace mucho calor, pero el sudor de su frente está frío. Piensa: Si no me pide aspirina, no lo haré. No esta noche. Y sabe que si no lo hace esa noche no lo hará nunca. De acuerdo.

Ella mira astutamente la puerta entreabierta.

—¿Puedes pasarme un par de píldoras, Johnny?

Siempre las pide así. Teóricamente no debería ingerir más píldoras que las que componen su medicación regular, porque ha perdido demasiado peso y porque ha adquirido lo que sus amigos drogadictos de la Universidad habrían llamado «un hábito duro». La inmunidad del cuerpo se estira hasta un pelo de la dosis letal. Una píldora de más y te pasas al otro lado. Dicen que eso es lo que le ocurrió a Marilyn Monroe.

—Te he traído unas cápsulas de casa.

—¿De veras?

—Son buenas para el dolor.

Le tiende la caja. Ella sólo puede leer desde muy cerca. Frunce el ceño al ver las grandes letras y después dice:

—Ya he tomado Darvon. No me sirvió.

—Éste es más potente.

Ella levanta los ojos de la caja para fijarlos en los de él. Murmura cansadamente:

—¿De veras?

Él sólo atina a sonreír tontamente. No puede hablar. Se siente como después de su primera experiencia sexual. Ocurrió en el asiento posterior del coche de un amigo y cuando volvió a casa su madre le preguntó si se había divertido y él sólo pudo forzar esa misma sonrisa estúpida.

—¿Puedo masticarlas?

—No lo sé. Prueba una, si quieres.

—Muy bien. Cuida que no me vean.

Abre la caja y desprende la tapa de plástico del frasco. Quita el algodón de la boca del frasco. ¿Ella podría hacer todo esto con el helicóptero averiado de su mano izquierda? ¿Lo creerán? No lo sabe. Quizás ellos tampoco. Quizá ni les importará.

Vuelca seis cápsulas sobre su mano. Observa cómo ella lo mira. Incluso ella debe darse cuenta de que son muchas, demasiadas. Si hace algún comentario al respecto, volverá a guardarlas y le ofrecerá un solo comprimido analgésico para la artritis.

Una enfermera pasa por el corredor y su mano respinga, haciendo entrechocar las cápsulas grises, pero la enfermera no mira para controlar cómo está la «cortotomizada».

Su madre no dice nada. Se limita a mirar las cápsulas como si fueran medicamentos perfectamente normales (si es que semejante cosa existe). Pero por otro lado a su madre nunca le han gustado demasiado las ceremonias. No estrellaría una botella de champán contra su propio barco.

—Allá va —dice con absoluta naturalidad, y se introduce la primera en la boca.

La mastica pensativamente hasta que se disuelve la gelatina, y entonces hace una mueca de disgusto.

—¿Sabe mal? No te…

—No, no demasiado mal.

Le da otra. Y otra. Las mastica con la misma expresión pensativa. Le da la cuarta. Ella le sonríe y él ve con horror que tiene la lengua amarilla. Quizá si le golpea en el estómago las devolverá. Pero no puede. Jamás podría pegarle a su madre.

—¿Quieres ver si tengo las piernas juntas?

—Antes toma éstas.

Le da la quinta. Y la sexta. Después comprueba si tiene las piernas juntas. Sí, las tiene. Ella dice:

—Creo que ahora voy a dormir un poco.

—Está bien. Iré a beber un poco de agua.

—Siempre has sido un buen hijo, Johnny.

Mete el frasco en la caja y guarda la caja en el bolso, dejando la tapa de plástico sobre la sábana, junto a ella. También deja junto a ella el bolso abierto y piensa: Me pidió el bolso. Se lo alcancé y lo abrí antes de irme. Dijo que sacaría de adentro lo que necesitaba. Agregó que le pediría a la enfermera que lo guardase en el armario.

Sale y bebe su trago de agua. Sobre la fuente hay un espejo y saca la lengua y se la mira.

Cuando vuelve a la habitación su madre está durmiendo con las manos juntas. Las venas que las surcan son grandes, sinuosas. La besa y ella vuelve los ojos detrás de los párpados, pero no los abre.

Sí.

Se siente igual, ni bueno ni malo.

Se dispone a salir de la habitación y recuerda algo más. Vuelve junto a ella, saca el frasco de la caja y se lo frota contra la camisa. Después aprieta contra el vidrio las puntas fláccidas de los dedos de la mano izquierda, dormida, de su madre. A continuación guarda nuevamente el frasco y sale aprisa de la habitación, sin mirar atrás.

Vuelve a su casa y espera que suene el teléfono y lamenta no haberle dado otro beso. Mientras aguarda, mira la televisión y bebe mucha agua.

 

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