Los desterrados de Poker Flat (1869)
(“The Outcasts of Poker Flat”)
Francis Bret Harte
Cuando
Mr. John Oakhurst, jugador de oficio, puso el pie en la calle Mayor de
Poker-Flat, en la mañana del día 22 de noviembre de 1850, presintió ya que,
desde la noche anterior, se efectuaba un cambio en la atmósfera moral. Dos o
tres hombres que conversaban juntos, gravemente, callaron cuando se acercó y
cambiaron miradas significativas. Reinaba en el aire una tranquilidad
dominguera; lo cual, en un campamento poco acostumbrado a la influencia del domingo,
parecía de mal agüero, y, sin embargo, la cara tranquila y hermosa de Oakhurst
no revelé el menor interés por estos síntomas. ¿Tenía conciencia acaso de
alguna causa predisponente? Esa ya era otra cuestión.
“Colijo que van tras de alguno”, pensó.
“Tal vez tras de mí”.
Metió en su bolsillo el pañuelo con que sacudiera de sus botas el encarnado
polvo de Poker-Flat, y con entera calma desechó de su mente toda conjetura
ulterior.
Y es cierto que Poker-Flat andaba tras de alguno. Recientemente había sufrido
la pérdida de algunos miles de pesos, de dos caballos de valor y de un
ciudadano preeminente, y en la actualidad pasaba por una crisis de virtuosa
reacción, tan ilegal y violenta como cualquiera de los actos que la provocaron.
El comité secreto había resuelto librar a la ciudad de todas las personas
perniciosas. Esto se hizo, de un modo permanente, respecto a dos hombres que
colgaban ya de las ramas de un sicomoro, en la hondonada, y de un modo temporal
con el destierro de otras varias personas perjudiciales. Siento tener que decir
que algunas de éstas eran señoras; pero, en descargo del sexo, debo advertir
que su inmoralidad era profesional y que sólo ante un vicio tal y tan patente
se atrevía Poker-Flat a constituirse en juez.
Razón tenía Oakhurst al suponer que estaba él incluido en la sentencia. Algunos
miembros del comité habían insinuado la idea de ahorcarlo, como ejemplo
tangible y medio seguro de reembolsarse, a costa de su bolsillo, de las sumas
que les ganara.
—Es contra toda justicia —decía Sim Wheeler,— dejar que ese joven de Roaring
Camp, extranjero por sus cuatro costados, se lleve nuestro dinero.
Pero un imperfecto sentimiento de equidad, emanado de los que habían tenido la
buena suerte de limpiar en el juego a Oakhurst, acalló las mezquinas
preocupaciones locales.
Mr. Oakhurst recibió el fallo con filosófica calma, tanto mayor en cuanto
sospechaba ya las vacilaciones de sus jueces. Era muy buen jugador para no
someterse a la fatalidad. Para él la vida era un juego de azar y reconocía el
tanto por ciento usual en favor del que daba las cartas.
Un piquete de hombres armados acompañó a
esa escoria social de Poker-Flat hasta las afueras del campamento. Además de
Mr. Oakhurst reconocido como hombre decididamente resuelto, y para intimidar al
cual se había tenido cuidado de armar la escolta, formábase la partida de
expulsados de una joven conocida familiarmente por la Duquesa, otra mujer que
se había ganado el título de madre Shipton, y el tío Billy, sospechoso de robar
filones y convicto borracho. La cabalgada no excitó comentario alguno de los
espectadores, ni la escolta dijo la menor palabra. Sólo cuando alcanzaron la
hondonada que marcaba el último límite de Poker-Flat, el jefe habló brevemente en
relación con el caso: quedaba prohibido el regreso a los expulsados, bajo pena
de la vida.
Después, cuando se alejaba la escolta, los sentimientos comprimidos se exhalaron en algunas lágrimas históricas por parte de la Duquesa, en injurias por la de la madre Shipton y en blasfemias que, como flechas envenenadas, lanzaba el tío Billy. Sólo el filosófico Oakhurst permanecía silencioso. Oyó tranquilamente los deseos de, la madre Shipton de sacar el corazón a alguien, las repetidas afirmaciones de la Duquesa de que se moriría en el camino, y también las alarmantes blasfemias que al tío Billy parecían arrancarle las sacudidas de su cabalgadura. Con la franca galantería de, los de su clase, insistió en trocar su propio caballo llamado El Cinco, por la mala mula que montaba la Duquesa; pero ni aun esta acción despertó simpatía alguna entre, los de la partida. La joven arregló sus ajadas plumas con cansada coquetería; la madre Shipton miró de reojo con malevolencia a la posesora de El Cinco, y el tío Billy incluyó a la partida toda en un anatema general.
El camino de Sandy-Bar, campamento que en
razón de no haber experimentado aún la regeneradora influencia de Poker-Flat,
parecía ofrecer algún aliciente a los emigrantes, iba por encima de una
escarpada cadena de montañas, y ofrecía a los viajeros una larga jornada. En
aquella avanzada estación, la partida pronto salió de las regiones húmedas y
templadas de las colinas, al aire seco, frío y vigoroso de las sierras. La
senda era estrecha y dificultosa; hacia el mediodía, la Duquesa dejándose caer
de la silla de su caballo al suelo, manifestó su resolución de no continuar
adelante, y la partida hizo alto.
El lugar era singularmente salvaje é, imponente. Un anfiteatro poblado de bosque, cerrado en tres de sus lados por rocas cortadas a pico en el desnudo granito, se inclinaba suavemente sobre la cresta de otro precipicio que dominaba el valle. Era sin duda el punto más a propósito para un campamento, si hubiera sido prudente el acampar. Pero Mr. Oakhurst sabía que apenas habían hecho la mitad del viaje, a Sandy-Bar, y la partida no estaba equipada ni provista para detenerse. Lacónicamente hizo observar esta circunstancia a sus compañeros, acompañándola de un comentario filosófico sobre la locura de tirar las cartas antes de acabar el juego. Pero estaban provistos de licores, que en esta contingencia suplieron la comida y todo lo que les faltaba. A pesar de su protesta no tardaron en caer bajo la influencia de la bebida en mayor o menor grado.
El tío Billy pasó rápidamente del estado
belicoso al de estupor; aletargóse la Duquesa Y la madre Shipton se echó a
roncar. Sólo Mr. Oakhurst permaneció en pie, apoyado contra una roca,
contemplándolos tranquilamente. Mr. Oakhurst no bebía; esto hubiera perjudicado
a una profesión que requiere calculo, impasibilidad y sangre fría; en fin, para
valernos de su propia frase, no «podía permitirse este lujo» Mientras
contemplaba a sus compañeros de destierro, el aislamiento nacido de su oficio,
de las costumbres de su vida y de sus mismos vicios le oprimió profundamente
por vez primera. Apresuróse a quitar el polvo de su traje negro, a lavarse las
manos y cara y a practicar otros actos característicos de sus hábitos de
extremada limpieza, y por un momento olvidó su situación. Ni por una vez sola
se le ocurrió la idea de, abandonar a sus compañeros, más débiles y dignos de
lastima; pero, sin embargo, echaba de menos aquella excitación que, extraño es
decirlo, era el mayor factor de la tranquila impasibilidad por la cual era
conocido. Contemplaba las tristes murallas que se elevaban a mil pies de
altura, cortadas a pico, por encima de los pino que lo rodeaban; el cielo
cubierto de amenazadoras nubes, y más abajo el valle que se hundía ya en la
sombra, cuando oyó de repente que lo llamaban por su propio nombre.
Un jinete ascendía poco a poco por la senda. En la franca y animada cara del
recién venido reconoció Mr. Oakhurst a Tom Simson, llamado el Inocente de
Sandy-Bar. Habíale encontrado hacía algunos meses en una partidilla, donde con
la mayor legalidad ganara al cándido joven toda su fortuna, que ascendía a unos
cuarenta pesos. Luego que terminó la partida, Mr. Oakhurst se retiró con el
joven especulador detrás de, la puerta, y allí le dirigió la palabra.
—Tom, sois un buen muchacho, pero no sabéis jugar ni por valor de un centavo;
no lo probéis otra vez.
Devolvióle su dinero, lo empujó suavemente fuera de la sala de juego y así hizo
de Tom un esclavo desinteresado.
El saludo juvenil y entusiasta que Tom dirigió a Mr. Oakhurst recordaba esta
acción. Iba, según dijo, a tentar fortuna en Poker-Flat.
—¿Solo?
—Completamente solo, no: a decir verdad (aquí se rió) se había escapado con
Piney Woods. ¿No recordaba ya Mr. Oakhurst a Piney Woods, la que servía la mesa
en el Hotel de la Templanza? Seguía relaciones con ella hacía tiempo ya, pero
el padre, Jake Woods, se opuso; de manera que se escaparon e iban a Poker-Flat
a casarse y ¡hételos aquí! ¡Qué fortuna la suya en encontrar un sitio donde
acampar en tan grata compañía!
Todo esto lo dijo rápidamente el Inocente mientras que Piney, muchacha de
quince años, rolliza y de buena presencia, salía de entre los pinos, donde, se
ocultara ruborizándose y se adelantaba a caballo hasta ponerse al lado de su
novio.
Poco solía preocuparse Mr. Oakhurst de las cuestiones de sentimiento y aún
menos de las de conveniencia social, pero instintivamente comprendió las
dificultades de la situación. Sin embargo, tuvo suficiente aplomo para largar
un puntapié al tío Billy que ya iba a soltar una de las suyas, y el tío Billy
estaba bastante sereno para reconocer en el puntapié de Mr. Oakhurst un poder
superior que no toleraría bromas. Después esforzóse en disuadir a Tom de que
acampara allí, pero fue en vano. Objetóle que no tenía provisiones ni medios
para establecer un campamento; pero por desgracia el Inocente desechó estas
razones asegurando a la partida que iba provisto de un mulo, cargado de víveres
y descubriendo, además, una como tosca imitación de choza cercana a la senda.
—Piney podrá ocuparla con Mrs. Oakhurst
—dijo el Inocente, señalando a la Duquesa.— Yo ya me arreglaré.
Fue preciso un segundo puntapié de Mr. Oakhurst para impedir que estallase la
risa del tío Billy, que aun así hubo de retirarse a la hondonada para recobrar
la seriedad. Allí confió el chiste a los altos pinos, golpeándose repetidas
veces los muslos con las manos, entre las muecas, contorsiones y blasfemias que
le eran propias. A su regreso halló a sus compañeros sentados en amistosa
conversación alrededor del fuego, pues el aire había refrescado en extremo y el
cielo se encapotaba. Piney estaba hablando de una manera expansiva con la
Duquesa, que la escuchaba con interés y animación que no demostrara desde hacía
tiempo. El Inocente discurría con igual éxito junto a Oakhurst y a la madre
Shipton, que hasta se mostraba amable.
—¿Acaso es esto una tonta partida de campo? —dijo el tío Billy para sus
adentros con desprecio, contemplando el silvestre grupo, las oscilaciones de la
llama y los animales atados, en primer término.
De repente una idea se mezcló con los
vapores alcohólicos que enturbiaban su cerebro. Y al parecer la idea era
chistosa, pues se golpeó otra vez los muslos y se metió un puño en la boca para
contenerse.
Poco a poco las sombras se deslizaron por
la montaña arriba, una ligera brisa cimbró las copas de los pinos y aulló a
través de sus largas y tristes avenidas. La cabaña en ruinas, toscamente
reparada y cubierta con ramas de pino, fue cedida a las señoras. Al separarse
los novios, cambiaron un beso tan puro y apasionado, que el eco pudo repetirlo
por encima de los oscilantes pinos. La frágil Duquesa y la cínica madre Shipton
estaban, probablemente, demasiado asombradas para burlarse de esta última
prueba de candor, y se dirigieron sin decir palabra hacia la choza. Atizaron
otra vez el fuego; los hombres se tendieron delante de la puerta, y pocos
momentos después dormían todos ya.
Mr. Oakhurst tenía el sueño ligero: antes de apuntar el día despertó aterido de
frío. Mientras removía el moribundo fuego, el viento que soplaba entonces con
fuerza llevó a sus mejillas algo que le heló la sangre: la nieve. Levantóse
sobresaltado con intención de despertar a los que dormían, pues no había tiempo
que perder; pero, al volverse hacia donde debía estar tendido el tío Billy, vio
que éste había desaparecido. Una sospecha acudió a su mente y una maldición
salió de sus labios. Corrió hacia donde habían atado los mulos: ya no estaban
allí.
Las sendas desaparecían rápidamente bajo la nieve.
Por un momento quedó aterrado Mr. Oakhurst, pero pronto volvióse hacia el
fuego, con su serenidad habitual. No despertó a los dormidos. El Inocente
descansaba tranquilamente, con una apacible sonrisa en su rostro cubierto de
pecas, y la virgen Piney dormía entre sus frágiles hermanas, como si le
custodiaran guardianes celestes. Mr. Oakhurst, echándose la manta sobre los
hombros, se atusó el bigote y esperó la mañana. Vino ésta poco a poco envuelta
en neblina y en un torbellino de copos de nieve que cegaba y confundía. Lo poco
que podía ver del paisaje parecía transformado como por encanto. Tendió la
vista por el valle y resumió el presente y el porvenir en cuatro
palabras: bloqueados por la nieve.
Un escrupuloso inventario de las provisiones, que, afortunadamente para la
partida, estaban almacenadas en la choza, por lo que escaparon a la rapacidad
del tío Billy, les dio a conocer que, con cuidado y prudencia, podían
sostenerse aún otros diez días.
—Se entiendo —dijo Mr. Oakhurst sotto voce al Inocente,— si
queréis tomarnos a pupilaje; sí no (y tal vez haréis mejor en ello),
esperaremos que el tío Billy regrese con provisiones.
Por algún motivo desconocido, Mr. Oakhurst
no dio a conocer la infamia del tío Billy, y expuso la hipótesis de que éste se
había extraviado del campamento en busca de los animales que se hablan escapado
sin duda alguna. Echó una indirecta acerca de lo mismo a la Duquesa y a la
madre Shipton, que, como es natural, comprendieron la defección de su asociado.
—Dándoles el más pequeño indicio descubrirán también la verdad respecto de
todos nosotros añadió con intención, —y es por demás asustarlos por ahora.
Tom Simson no sólo puso a disposición de Mr. Oakhurst todo lo que llevaba, sino
que parecía disfrutar ante la perspectiva de una reclusión forzosa.
—Haremos un buen campamento para una semana; después se derretirá la nieve y
partiremos cada cual por su camino.
La franca alegría del joven y la serenidad de Mr. Oakhurst se comunicaron a los
demás. El Inocente, por medio de ramas de pino, improvisó un techo para la
choza, que no lo tenía, y la Duquesa contribuyó al arreglo del interior con un
gusto y tacto que hicieron abrir grandes ojos de asombro a la joven
provinciana.
—Ya se conoce que estáis acostumbrada a casas hermosas en Poker-Flat —dijo
Piney.
La Duquesa volvióse rápidamente para ocultar el rubor que teñía sus mejillas,
aun a través del colorido postizo de las de su profesión, y la madre Shipton
rogó a Piney que no charlase. Pero, cuando Mr. Oakhurst regresó de su penosa o
inútil exploración en busca del camino, oyó el sonido de una alegre risa que el
eco repetía en las rocas. Algún tanto alarmado paróse pensando en el
aguardiente, que con prudencia había escondido.
—Sin embargo, esto no suena a aguardiente dijo el jugador.
Pero hasta que a través del temporal vio la fogata y en torno de ella el grupo, no se convenció de que todo ello era una broma de buena ley. Yo no sé si Mr. Oakhurst había ocultado su baraja con el aguardiente como objeto prohibido a la comunidad, lo cierto es que, valiéndome de las propias palabras de la madre Shipton, no habló una sola vez de cartas durante aquella velada. Casualmente pudo matarse el tiempo con un acordeón que Tom Simson sacó con aparato de su equipaje.
A pesar de algunas dificultades en el
manejo de este instrumento, Piney logró arrancarle una melodía recalcitrante,
acompañándola el Inocente con un par de castañuelas. Pero la pieza que coronó
la velada fue un rudo himno de misa campestre que los novios, entrelazadas las
manos, cantaron con gran vehemencia y a voz en grito. Temo que el tono de
desafío, del coro y aire del Covenanter, y no las cualidades
religiosas que pudiera encerrar, fue motivo de que acabaran todos por tomar
parte en el estribillo:
Estoy orgulloso de
servir al Señor,
y me obligo a morir
en su ejército.
Los
pinos oscilaban, la tempestad se desencadenaba sobre el miserable grupo y las
llamas del ara se lanzaban hacia el cielo como un testimonio del voto.
A media noche calmó la tempestad; los grandes nubarrones se corrieron y las
estrellas brillaron centelleando sobre el dormido campamento. Mr. Oakhurst, a
quien sus costumbres profesionales permitían vivir durmiendo lo menos posible,
compartió la guardia con Tom Simson de modo tan desigual, que cumplió casi por
sí solo este deber. Excusóse con el inocente diciendo que muy a menudo se había
pasado sin dormir una semana entera.
—¿Pero haciendo qué? —preguntó Tom.
—El póker —contestó Mr. Oakhurst sentenciosamente. — Cuando un hombre llega a
tener una suerte borracha, antes se cansa la suerte que uno. La suerte
—continuó el jugador pensativo, — es cosa extraña. Todo lo que se sabe de ella
es que forzosamente debe variar. Y el descubrir cuando va a cambiar, es lo que
os forma. Desde que salimos de Poker-Flat hemos dado con una vena de mala suerte.
Os reunís con nosotros y os pilla de medio a medio. Si tenéis ánimo para
conservar los naipes hasta el fin, estáis salvado.
Y el jugador añadió con alegre irreverencia:
Estoy orgulloso de
servir al Señor,
y me obligo a morir
en su ejército.
Llegó
el tercer día y el sol, a través de las blancas colgaduras del valle, vio a los
desterrados repartirse las reducidas provisiones para el desayuno. Por una
singularidad de aquel montañoso clima, los rayos del sol difundían benigno
calor sobre el paisaje de invierno, como compadeciéndose arrepentidos de lo
pasado; pero al mismo tiempo descubrían la nieve apilada en grandes montones
alrededor de la choza. Un mar de blancura sin esperanza de término,
desconocido, sin senda, tendíase al pie del peñusco en que se acogían estos
náufragos de nueva especie. A través del aire maravillosamente claro, el humo
de la pastoril aldea de Poker-Flat se elevaba a muchas millas de distancia. La
madre Shipton lo vio, y desde la más alta torre de su fortaleza de granito
lanzó hacia aquélla una maldición final. Fue su última blasfemia y tal vez por
aquel motivo revestía cierto carácter de sublimidad.
—Me siento mejor —dijo confidencialmente a la Duquesa. — Haz la prueba de salir
allí y maldecirlos, y lo veras.
Después se impuso la tarea de distraer a la criatura, como ella y la Duquesa
tuvieron a bien llamar a Piney; Piney no era una polluela, pero las dos mujeres
se explicaban de esta manera consoladora y original que no blasfemara ni fuese
indecorosa.
Volvió la noche a cubrir el valle con sus sombras.
Junto a la vacilante fogata del campamento se elevaban y descendían las notas
quejumbrosas del acordeón con prolongados gemidos e intermitentes sacudidas.
Pero, como la música no alcanzaba a llenar el penoso vacío que dejaba la
insuficiencia de alimento, Piney propuso una nueva diversión: contar cuentos.
No deseaban Mr. Oakhurst y sus compañeras relatar las aventuras personales, y
el plan hubiera fracasado también a no ser por el Inocente. Algunos meses antes
había hallado por casualidad un tomo desparejado de la ingeniosa traducción de
la Ilíada, por Mr. Pope. Propuso, pues, relatar en el lenguaje
corriente de Sandy-Bar, los principales incidentes de aquel poema cuyo
argumento dominaba, aunque con olvido de las frases. Aquella noche los
semidioses de Homero volvieron a pisar la tierra. El pendenciero troyano y el
astuto griego lucharon entre el viento, y los inmensos pinos del cañón parecían
inclinarse ante la cólera del hijo de Peleo. Mr. Oakhurst escuchaba con
apacible fruición; pero se interesó especialmente por la suerte de Asquiles,
como el inocente persistía en denominar a Aquiles, el de los pies
rápidos.
Así con poca comida, mucho Homero y el acordeón transcurrió una semana sobre
las cabezas de los desterrados. Otra vez los abandonó el sol y otra vez los
copos de nieve de un cielo plomizo cubrieron la tierra. Día tras día los
estrechó cada vez más el círculo de nieves hasta que los muros deslumbrantes de
blancura se levantaron a veinte pies por encima de sus cabezas. Hízose más y
más difícil alimentar el fuego; los árboles caídos a su alcance, estaban
sepultados ya por la nieve. Y, sin embargo, nadie se lamentaba. Los novios,
olvidando tan triste perspectiva, se miraban en los ojos uno de otro y eran
felices. Mr. Oakhurst se resignó tranquilamente al mal juego que se le
presentaba ya como perdido. La Duquesa, más alegre que de costumbre, se dedicó
a cuidar a Piney; sólo la madre Shipton, antes la más fuerte de la caravana,
parecía enfermar y acabarse. A media noche del décimo día llamó a Oakhurst a su
lado:
—Me voy —dijo con voz de quejumbrosa debilidad—. Pero no digáis nada; no
despertéis a los corderitos; tomad el lío que está bajo mi cabeza y abridlo.
Mr. Oakhurst lo hizo así. Contenía intactas las raciones recibidas por la madre
Shipton durante la última semana.
—Dadlas a la criatura —dijo señalando a la dormida Piney.
—¿Os habéis dejado morir de hambre? —exclamó el jugador.
—Así se llama esto —repuso la mujer con voz expirante.
Acostóse de nuevo y volviendo la cara hacia la pared se fue tranquilamente.
Aquel día enmudecieron el acordeón y las
castañuelas, y se olvidó a Homero.
Cuando el cuerpo de la madre Shipton fue entregado a la nieve, Mr. Oakhurst
llamó aparte al Inocente y le mostró un par de zuecos para nieve que había
fabricado con los fragmentos de una albarda vieja.
Hay todavía una probabilidad contra ciento de salvarla, pero es hacia allí
—añadió señalando a Poker-Flat—. Si podéis llegar en dos días, esta salvada.
—¿Y vos? —preguntó Tom Simson.
—Yo me quedara.
Los novios se despidieron con un largo abrazo.
—¿También os vais vos? —preguntó la Duquesa cuando vio a Mr. Oakhurst que
parecía aguardar a Tom para acompañarle.
—Hasta el cañón —contestó.
Volvióse repentinamente y besó a la Duquesa, dejando encendida su blanca cara y
rígidos de asombro sus temblorosos miembros.
Volvió la noche, pero no Mr. Oakhurst. Trajo otra vez la tempestad y la nieve
arremolinada. Entonces la Duquesa, avivando el fuego, vio que alguien había
apilado a la callada contra la choza, leña para algunos días más. Las lágrimas
acudieron a sus ojos, pero las ocultó a Piney.
Las mujeres durmieron poco. Al amanecer, al contemplarse cara a cara
comprendieron su común destino. No hablaron; pero Piney, haciéndose la más
fuerte, se acercó a la Duquesa y la enlazó con su brazo. En esta disposición
mantuviéronse todo el resto del día. La tempestad llegó aquella noche a su
mayor furia, destrozó los pinos protectores o invadió la misma choza.
Hacia el amanecer no pudieron ya avivar el
fuego, que se extinguió lentamente.
A medida que las cenizas se amortiguaban
la Duquesa se acurrucaba junto a Piney y por fin rompió aquel silencio de
tantas horas.
—Piney, ¿podéis rezar aún?
—No, hermana —respondió Piney dulcemente.
La Duquesa, sin saber por qué, sintióse más libre. Apoyó su cabeza sobre el
hombro de Piney y no dijo más. Y así, reclinadas, prestando la más joven y pura
su pecho como apoyo a su pecadora hermana, se durmieron. El viento, como si
temiera despertarlas, cesó. Copos de nieve arrancados a las largas ramas de los
pinos, volaron como pájaros de blancas alas y se posaron sobre ellas mientras
dormían. La luna, al través de las desgarradas nubes, contempló lo que fue
antes campamento. Pero toda impureza humana, todo rastro de dolor terreno
habían desaparecido bajo el inmaculado manto tendido misericordiosamente desde
lo alto.
Durmieron todo aquel día, y al siguiente no despertaron cuando voces y pasos
humanos rompieron el silencio de aquella soledad. Y cuando una mano piadosa
separó la nieve de sus marchitas caras, apenas podía decirse, por la paz igual
que ambas respiraban, cual fuera la que había pecado. La misma ley de
Poker-Flat lo reconoció así y se retiró dejándolas todavía enlazadas una en
brazos de otra.
A la entrada de la garganta, sobre uno de los mayores pinos, hallóse un dos de
bastos clavado en la corteza, con un cuchillo de caza. Contenía la siguiente
inscripción, trazada con lápiz con mano firme:
AL PIE DE ESTE ÁRBOL
YACE EL CUERPO
DE
JOHN OAKHURST,
QUE DIO CON UNA VENA DE MALA SUERTE
EL 23 DE NOVIEMBRE 1850
Y
ENTREGÓ SUS PUESTAS
EL 7 DE DICIEMBRE DE 1850.
Y
sin pulso y frío, con un revólver a su lado y una bala en el corazón, todavía
tranquilo como en vida, yacía bajo la nieve el que a la vez había sido el más
fuerte y el más débil de los expulsados de Poker-Flat.
Originalmente
publicado en la revista Overland
Monthly, Vol. 2, Núm. 1 (enero de 1869), págs. 41-47; The Luck of Roaring
Camp, and Other Sketches (Boston: Fields, Osgood, & Co., 1870, 240 págs.), págs. 19-36
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