La ganga
Truman Capote
Varias cosas de su
marido irritaban a Mrs. Chase. Su voz, por ejemplo: era como si siempre
estuviera pujando en una partida de póquer. Era exasperante escuchar la apatía
con que arrastraba las palabras, sobre todo cuando hablaba con él por teléfono,
como ahora, estentórea de emoción ella misma.
—Pues claro que ya
tengo uno, ya lo sé. Pero no lo entiendes, querido..., es una ganga —dijo ella,
recalcando la última palabra, y luego haciendo una pausa para que su magia
obrase efecto. Por toda respuesta obtuvo silencio—. Oye, podrías decir algo.
No, no estoy en una tienda, estoy en casa. Viene a comer Alice Severn. Es de su
abrigo de lo que intento hablarte. Seguro que te acuerdas de Alice Severn.
Su memoria porosa era
otro rasgo irritante, y aunque ella le recordó que en Greenwich habían visto
muchas veces a Arthur y a Alice Severn y que, de hecho, les habían invitado a
casa, él fingió que el nombre no le decía nada.
—Da igual —suspiró
ella—. De todos modos, sólo voy a ver el abrigo. Que comas bien, querido.
Más tarde, cuando
estaba enredando con las ondas exactas del pelo ya retocado, Mrs. Chase
reconoció que en realidad no había ninguna razón para que su marido guardase un
recuerdo perfectamente claro de los Severn. Lo comprendió cuando trató de
evocar una imagen de Alice y sólo vio una borrosa. Ahora casi la tenía: una
mujer sonrosada, larguirucha, que aún no había cumplido los treinta años y
siempre iba en una ranchera, acompañada de un setter irlandés y de dos niños
preciosos, pelirrojos tirando a rubios. Decían que su marido bebía; ¿o era ella
la bebedora? También se les consideraba un riesgo a la hora de concederles un
préstamo; al menos, Mrs. Chase recordaba que una vez había oído hablar de
deudas increíbles, y alguien, ¿no fue ella misma?, había descrito a Alice
Severn como un poco demasiado bohemia.
Antes de trasladarse al centro, los Chase tenían una casa en Greenwich, lo cual
era una lata para ella, pues del barrio le disgustaba el atisbo de naturaleza y
prefería el pasatiempo de los escaparates de Nueva York. En Greenwich, una y
otra vez encontraban a los Severn en un cóctel, en la estación de tren, y ahí
quedaba la cosa. Llegó a la conclusión, no sin sorpresa, de que ni siquiera
eran amigos. Como ocurre tantas veces cuando oyes hablar de repente de una
persona del pasado, y de alguien conocido en un contexto distinto, le había
sobresaltado una sensación de intimidad.
Al pensarlo mejor,
sin embargo, parecía extraordinario que Alice Severn, a quien no había visto
desde hacía más de un año, la llamase para ofrecerle un abrigo de visón.
Mrs. Chase pasó por la cocina para ordenar un almuerzo de sopa y ensalada:
nunca se paraba a pensar que no todo el mundo estaba a dieta. Llenó de jerez
una licorera y se la llevó al salón. Era una habitación de un vivo color verde
cristal, algo parecido al de su gusto demasiado juvenil para la ropa. El viento
azotaba las ventanas, porque el apartamento, en un piso muy alto, tenía una
vista aérea del centro de Manhattan. Puso en el tocadiscos un disco de un
método de idiomas y se sentó en una postura nada relajada a escuchar la voz
forzada que pronunciaba cosas en francés. Los Chase proyectaban celebrar su
vigésimo aniversario de casados con un viaje a París en abril; por eso ella
había empezado las clases grabadas, y por eso también se había interesado por
el abrigo de Alice: le parecía más práctico viajar con un visón de segunda
mano; más adelante podría encargar que lo trasformasen en una estola.
Alice Severn llegó unos minutos más temprano, una casualidad, sin duda, porque
no era una persona ansiosa, a juzgar, en todo caso, por su modo de andar
despacioso y apocado. Calzaba unos zapatos cómodos y un traje de tweed que
había conocido tiempos mejores, y llevaba una caja atada con una cuerda
deshilachada.
—Me ha alegrado tanto
tu llamada esta mañana... Cielo santo, hace siglos, pero claro, ya nunca vamos
a Greenwich.
Aunque sonriente, su
invitada guardó silencio y Mrs. Chase, que había adoptado un estilo efusivo, se
quedó algo cortada. Cuando se sentaron, fijó la mirada en la mujer más joven y
se le pasó por la cabeza que si se hubieran encontrado por azar quizás no la
habría reconocido, no porque tuviese un aspecto muy distinto, sino porque cayó
en la cuenta de que nunca había mirado a Alice de cerca, lo cual se le hacía
raro, porque no era una mujer que pasara inadvertida. Si hubiera sido menos
alargada, más compacta, se la podría pasar por alto, comentando quizás que era
atractiva. Aun así, con su cabeza pelirroja, la sensación de lejanía en los
ojos, su cara pecosa y otoñal y sus manos fuertes y descarnadas, emanaba una
distinción que no dejaba indiferente.
—¿Un jerez?
Alice asintió y su
cabeza, en precario equilibrio sobre su cuello delgado, era como un crisantemo
demasiado pesado para su tallo.
—¿Una galleta? —le
ofreció Mrs. Chase, observando que una persona tan flaca y estirada debía de
comer como una lima. La cicatería de la sopa y ensalada le produjo un escrúpulo
súbito, y dijo la siguiente mentira—: No sé qué estará preparando Martha para
el almuerzo. Ya sabes lo difícil que es cuando no te avisan con tiempo. Pero
dime, querida, ¿qué tal por Greenwich?
—¿Greenwich? —dijo
Alice, parpadeando, como si una luz imprevista hubiera destellado en el
cuarto—. Ni idea. Hace tiempo que no vivimos allí, unos seis meses o más.
—¿Ah? —dijo Mrs.
Chase—. Ya ves lo atrasada que estoy. ¿Dónde vives entonces, querida?
Alice Severn levantó una de sus manos huesudas y patosas y la agitó en
dirección a las ventanas.
—Por ahí —dijo,
singularmente. Su voz era clara, pero tenía un deje exhausto, como si estuviese
pescando un resfriado—. En el centro, me refiero. No nos gusta mucho, sobre
todo a Fred.
Con una entonación
muy suave, Mrs. Chase dijo: «¿Fred?», porque recordaba perfectamente que el
marido de Alice se llamaba Arthur.
—Sí, Fred, mi perro,
un setter irlandés, debes de haberlo visto. Está acostumbrado al espacio y el
apartamento es muy pequeño, una sola habitación, en realidad.
Malos tiempos estaban viviendo los Severn si vivían todos en un cuarto. Curiosa
como era, Mrs. Chase se contuvo y no hizo preguntas al respecto. Probó el jerez
y dijo:
—Claro que me acuerdo
de tu perro; y de los niños: de las tres cabezas pelirrojas asomando por la
ranchera.
—Los niños no son
pelirrojos. Son rubios, como Arthur.
Dictó esta corrección
con tanta seriedad que Mrs. Chase se vio impelida a soltar un risita perpleja.
—Y Arthur, ¿cómo
está? —dijo, aprestándose a ponerse de pie para el almuerzo. Pero la respuesta
de Alice la obligó a sentarse de nuevo. La formuló sin alterar su expresión de
plácida sencillez, y consistió solamente en: «Más gordo.»
—Más gordo —repitió,
al cabo de un momento—. La última vez que le vi, hará como una semana, cruzando
una calle, andaba casi como un pato. Si me hubiera visto, seguro que me habría
reído: siempre ha sido muy tiquismiquis con su facha.
Mrs. Chase se tocó las caderas.
—Tú y Arthur.
¿Separados? Es algo sorprendente.
—No nos hemos
separado —Movió la mano en el aire como si estuviera rasgando una telaraña—. Le
conozco desde que era una niña, desde que éramos niños: ¿tú crees —dijo en voz
baja—que alguna vez podríamos separarnos, Mrs. Chase?
Que la llamase por su
apellido pareció marcarle las distancias; por un instante se sintió acordonada,
y cuando se dirigieron hacia el comedor imaginó que se infiltraba entre ellas
cierta hostilidad. Posiblemente fue ver las manos torpes de Alice deshaciendo a
tientas una servilleta lo que la convenció de que no existía tal cosa.
Exceptuando las frases educadas, comieron en silencio y ella empezó a temer que
no le contase la historia. Por fin:
—En realidad, nos
divorciamos el pasado agosto —soltó Alice Severn.
Mrs. Chase aguardó;
luego, entre el ascenso y descenso de su cuchara sopera, dijo:
—Qué horror. Por la
bebida, supongo.
—Arthur no bebía
—respondió Alice con una sonrisa agradable, aunque asombrada—. Es decir,
bebíamos los dos. Por divertirnos, no por vicio. Era muy bonito en verano.
Bajábamos al arroyo, recogíamos menta y hacíamos cócteles, cócteles enormes en
fruteros. A veces, las noches de calor en que no podíamos dormir, llenábamos el
termo de cerveza fría, despertábamos a los niños y nos íbamos en coche hasta la
orilla: es estupendo beber cerveza, nadar y dormir en la arena. Eran tiempos
deliciosos; recuerdo que una vez nos quedamos hasta el amanecer. No —dijo, y
una idea seria le tensó la cara—, te diré. A Arthur le saco casi la cabeza, y
creo que esto le fastidiaba. Cuando éramos niños él pensaba que crecería más
que yo, pero no lo hizo. Detestaba bailar conmigo, y eso que le encanta
bailar. Y le gustaba estar rodeado de un montón de gente, pequeñajos con voces
agudas. Yo no soy así, yo prefería estar los dos solos. En estas cosas yo no le
satisfacía. Pues bueno, ¿te acuerdas de Jeannie Bjorkman? Aquella de rizos y
cara redonda, más o menos de tu altura.
—Creo que si —dijo
Mrs. Chase—. Estaba en el comité de la Cruz Roja. Un espanto.
—No —dijo Alice,
pensativa—. Jeannie no es un espanto. Éramos muy buenas amigas. Lo raro es que
Arthur siempre decía que la detestaba, pero entonces yo intuí que siempre había
estado loco por ella, desde luego ahora lo está, y también los críos. En cierto
modo no quiero que ella les guste a los niños, aunque debería alegrarme de que
sea así, puesto que tienen que vivir con ella.
—¡No me digas que tu
marido se ha casado con esa chica espantosa!
—En agosto.
Mrs. Chase, tras
hacer una pausa para proponer que tomaran el café en el salón, dijo:
—Es vergonzoso que
vivas sola en Nueva York. Por lo menos deberías tener a los niños.
—Arthur quería quedárselos —dijo Alice, con sencillez—. Pero no estoy sola.
Fred es uno de mis mejores amigos.
Mrs. Chase hizo un
gesto de impaciencia: no le gustaban las fantasías.
—Un perro. Es un
disparate. Sólo te puedo decir que eres una insensata: si un hombre intentara
pisotearme, saldría con los pies despedazados. Supongo que ni siquiera habéis
acordado que él debe —vaciló—... que él debería contribuir.
—No lo entiendes,
Arthur no tiene dinero —dijo Alice, con la consternación de un niño que ha
descubierto que los mayores, a fin de cuentas, no son muy lógicos—. Hasta ha
tenido que vender el coche y va y vuelve de la estación andando. Pero verás,
creo que es feliz.
—Lo que tú necesitas
es un buen pellizco —dijo Mrs. Chase, como si se dispusiera a ponerlo en práctica.
—El que me preocupa
es Fred. Está acostumbrado a tener espacio, y una sola persona deja pocos
huesos. ¿Crees que cuando termine mi curso encontraré un trabajo en California?
Estoy estudiando en una academia, pero no soy un relámpago, sobre todo en mecanografía,
es como si mis dedos la odiaran. Supongo que es como tocar el piano, que hay
que aprender de pequeño —Se miró inquisitivamente las manos, suspirando—. Tengo
una clase a las tres; ¿te importa que te enseñe el abrigo?
Era de esperar que el
aire festivo de unas cosas saliendo de una caja alegrase a Mrs. Chase, pero
cuando vio la tapa retirada la invadió una desazón melancólica.
—Era de mi madre.
Que debió de usarlo
sesenta años, pensó Mrs. Chase, mirándose al espejo. El abrigo le llegaba a los
tobillos. Frotó con la mano su piel deslustrada, raída, y la notó mohosa,
rancia, como si hubiese estado en un desván a la orilla del mar. Hacía frío
dentro del abrigo, estaba tiritando, y al mismo tiempo un arrebol le calentó la
cara, porque en aquel mismo momento advirtió que Alice estaba mirando por
encima de su hombro y en su cara había una expectación demacrada, indecorosa,
que no tenía antes. En materia de compasión, Mrs. Chase hacía economías: antes
de darla tomaba la precaución de atarle una cuerda, por si acaso necesitaba
recuperarla.
Al mirar a Alice
Severn, sin embargo, fue como si le hubieran cortado la cuerda, y por una vez
se topó de lleno con las obligaciones de la compasión. Así y todo se resistió,
en busca de una escapatoria, pero entonces sus ojos chocaron con los de la otra
y vio que no había ninguna. Rememorar una palabra del curso de idiomas la ayudó
a formular una determinada pregunta:
—Combien? —dijo.
—No vale nada,
¿verdad?
Había confusión en
este interrogante, no franqueza.
—No, nada —dijo la
otra en tono cansino, casi socarrón—. Pero puede que le encuentre alguna
utilidad.
No volvió a
preguntar; era obvio que parte de su obligación consistía en fijar el precio
ella misma.
Todavía arrastrando
el burdo abrigo, fue hasta un rincón del cuarto donde había un escritorio y,
escribiendo a tirones rencorosos, rellenó un cheque contra su cuenta corriente:
no tenía intención de que su marido se enterase. Lo que más despreciaba Mrs.
Chase era el sentimiento de pérdida; una llave fuera de su sitio, una moneda
cayendo al suelo aceleraban su conciencia del robo y de las estafas de la vida.
Una sensación similar la embargó cuando entregó el cheque a Alice Severn, que
lo dobló y lo guardó sin mirarlo en el bolsillo del traje. Era por un importe de
cincuenta dólares.
—Querida —dijo Mrs. Chase, abatida por una falsa inquietud—, tienes que
llamarme por teléfono para decirme cómo van las cosas. No debes sentirte sola.
Alice Severn no le
dio las gracias y en la puerta no le dijo adiós. En cambio, cogió una mano de
Mrs. Chase y le dio unas palmadas, como si estuviera premiando con suavidad a
un animal, a un perro. Al cerrar la puerta, Mrs. Chase se miró la mano y se la
acercó a los labios. El tacto de la otra mano perduraba en ella, y se quedó
esperando a que se disipara: poco después, la mano se le volvió a enfriar.
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