LA NARRATIVA MODERNA
Virginia
Woolf
Cuando se hace cualquier revisión, no
importa cuán suelta e informal, de la narrativa moderna, es difícil no llegar a
la conclusión de que la práctica moderna de este arte es, de alguna manera, una
mejora respecto a la anterior. Podría decirse que, dadas sus herramientas
sencillas y sus materiales primitivos, Fielding se defendió bien y Jane Austen
incluso mejor, pero ¡compárense sus oportunidades con las nuestras! De cierto
que sus obras maestras tienen un aire de simplicidad extraño. Sin embargo, la
analogía entre la literatura y el proceso de, por dar un ejemplo, fabricar un
auto, apenas se sostiene más allá de un primer vistazo. Es de dudar que en el
transcurso de los siglos, aunque hayamos aprendido mucho sobre cómo fabricar
máquinas, hayamos aprendido algo sobre cómo hacer literatura.
No escribimos mejor. Lo que puede
afirmarse que hacemos es seguir moviéndonos, si ahora un poco en esa dirección,
luego en esa otra, pero con una tendencia a lo circular si se examina el trazo
de la pista desde una cima suficientemente elevada. Apenas merece decirse que
ninguna presunción tenemos, ni siquiera momentánea, de estar en ese punto de
vista ventajoso. En la parte llana, entre la multitud, cegados a medias por el
polvo, miramos hacia atrás y con envidia a esos guerreros más afortunados, cuya
batalla ha sido ganada ya y cuyos logros muestran un aire de realización
sereno, de modo tal que apenas podemos frenarnos de murmurar que la lucha no
fue tan dura para ellos como para nosotros. La decisión queda al historiador de
la literatura; a él corresponde informar si nos encontramos al principio, al
final o en medio de un gran periodo de narrativa en prosa, porque desde la
llanura poco es visible. Tan sólo sabemos que nos inspiran ciertas gratitudes y
hostilidades; que algunas sendas parecen conducir a tierra fértil y otras al
polvo y al desierto. Acaso valga la pena alguna exploración de esto último.
Así, nuestra disputa no es con los
clásicos, y si hablamos de disputar con los señores Wells, Bennett y
Galsworthy, en parte se debe al mero hecho de que al existir ellos en carne y
hueso, su obra tiene una imperfección viva, cotidiana, activa que nos lleva a
tomarnos con ella cualquier libertad que nos plazca. Pero cierto es también
que, mientras les agradecemos mil dones que nos han dado, reservamos nuestra
gratitud incondicional para Hardy, Conrad y en grado mucho menor el Hudson
de The Purple Land (La tierra púrpura), Green
Mansions (Mansiones verdes) y Far Away and Long Ago (Muy
lejos y hace mucho tiempo). Los señores Wells, Bennett y Galsworthy han
despertado tantas esperanzas y las han decepcionado con tanta persistencia, que
nuestra gratitud adopta mayormente como forma el agradecerles habernos mostrado
lo que pudieron haber hecho pero no hicieron; lo que ciertamente seríamos
incapaces de hacer pero, con igual certeza quizás, no deseamos hacer.
Ninguna oración por sí misma
resumiría la acusación o la queja que fue necesario expresar contra una masa de
obras tan abundante en volumen y que representa tantas cualidades, sean
admirables o lo contrario. Si intentamos formular nuestro sentir en una palabra
única, diremos que estos tres escritores son materialistas. A causa de que se
interesan por el cuerpo y no por el espíritu, nos han decepcionado, dejándonos
con la sensación de que cuanto antes les dé la espalda la narrativa inglesa,
tan cortésmente como se quiera, y se encamine aunque sea al desierto, mejor
para su alma. Pero, claro, ninguna palabra alcanza de golpe el centro de tres
blancos diferentes. En el caso del señor Wells, se aparta notablemente del
hito. Pero incluso en él muestra a nuestro pensamiento la amalgama fatal de su
genio, el enorme grumo de yeso que consiguió mezclarse con la pureza de su
inspiración. Pero tal vez el señor Bennett sea el peor culpable de los tres, en
tanto que es con mucho el mejor obrero. Puede fabricar un libro tan bien
construido y tan sólido en su artesanía, que es difícil incluso al más exigente
de los críticos deducir por qué rajadura o grieta puede filtrarse la decadencia.
No pasa ni la menor corriente de aire por los marcos de las ventanas, ni hay la
menor fractura en las duelas. Sin embargo ¿qué si la vida se rehúsa a vivir
aquí? Es un riesgo que bien pueden presumir de haber superado el creador
de The Old Wives’ Tale (Cuento de viejas), George
Cannon, Edwin Clayhanger y multitud de otras figuras; sus personajes tienen
vida en abundancia e, incluso, inesperada, pero queda por preguntar ¿cómo viven
y para qué viven? Termina pareciéndonos cada vez más, incluso cuando desertan
de la bien construida villa de Five Towns, que pasan su tiempo en algún vagón
de ferrocarril de primera clase y suavemente acojinado, pulsando innumerables
campanillas y botones; y el destino hacia el cual viajan de modo tan lujoso se
vuelve, cada vez menos indudablemente, una eternidad de bienaventuranza pasada
en el mejor de los hoteles de Brighton. Difícilmente puede afirmarse del señor
Wells que sea un materialista en el sentido de que se deleita en exceso en la
solidez de su fábrica. Es de mente demasiado generosa en compasiones para
permitirse dedicar mucho tiempo a dejar las cosas en perfecto orden y
substanciales. Es materialista dada la mera bondad de su corazón, que lo hace
echarse a las espaldas el trabajo que debieron cumplir los funcionarios
gubernamentales; en medio de la plétora de sus ideas y de sus hechos, apenas
tiene un respiro para darse cuenta de, o ha olvidado considerar que tiene
importancia, la crudeza y la tosquedad de sus seres humanos. Y aun así, ¿qué
crítica más dañina puede haber a su tierra y a su cielo que el que deban ser
habitados ahora y en el futuro por sus Joans y sus Peters? La inferioridad de
sus naturalezas ¿no empaña cualquier institución e ideal que la generosidad de
su creador les haya proporcionado? Tampoco, por profundo que sea nuestro
respeto por la integridad y el humanismo del señor Galsworthy, encontraremos en
sus páginas lo que buscamos.
Entonces, si pegamos una etiqueta en
todos esos libros, en la cual esté la palabra única materialistas, queremos
decir con ello que escriben de cosas sin importancia; que emplean una habilidad
y una laboriosidad inmensas haciendo que lo trivial y lo transitorio parezcan
lo real y lo perdurable.
Hemos de admitir que estamos siendo
exigentes y, además, que nos resulta difícil justificar nuestro descontento
explicando qué es lo que exigimos. Planteamos la cuestión de modo diferente en
distintos momentos. Pero reaparece del modo más persistente cuando nos
apartamos de la novela concluida en la cresta de un suspiro: ¿Vale la pena?
¿Cuál es su propósito? ¿Sucede acaso que, debido a una de esas desviaciones
menores que el espíritu humano sufre de vez en cuando, el señor Bennett aplicó
su magnífico aparato de captar vida, cinco o diez centímetros fuera de foco? La
vida escapa y, tal vez, sin vida nada vale la pena. Tener que recurrir a una
imagen como ésta es una confesión de vaguedad, pero difícilmente mejoramos la
situación hablando, como son proclives a hacer los críticos, de realidad.
Tras admitir la vaguedad que aflige a
toda crítica de novelas, arriesguemos la opinión de que para nosotros, en este
momento, la forma de narrativa más en boga falla más a menudo de lo que asegura
el objeto que buscamos. Lo llamemos vida o espíritu, verdad o realidad, esto,
el objeto esencial, se ha desplazado o avanzado y se rehúsa a verse contenido
en las vestimentas mal cortadas que le proporcionamos. No obstante, con
perseverancia, conscientemente, seguimos construyendo nuestros treinta y dos
capítulos de acuerdo con un diseño que cada vez falla más en parecerse a la
visión que tenemos en la mente. Demasiada de esa enorme labor de explorar la
solidez, la imitación de vida, de la historia es no sólo trabajo desperdiciado
sino mal colocado, al grado de que oscurece y hace borrosa la luz de la concepción.
El escritor no parece constreñido por su propio libre albedrío, sino por algún
tirano poderoso y sin escrúpulos que lo tiene en servidumbre para que
proporcione una trama, para que aporte comedia, tragedia, amor, interés y un
cierto aire de probabilidad, que embalsame el todo de modo tan impecable que si
todas las figuras adquirieran vida, se encontrarían vestidas hasta el detalle
último con sus sacos a la moda. Se obedece al tirano, se fabrica la novela
hasta el menor detalle. Pero a veces, y más a menudo según pasa el tiempo,
sospechamos que hay una duda momentánea, un espasmo de rebelión, según se van
llenando hojas del modo acostumbrado. ¿Es así la vida? ¿Deben ser así las
novelas?
Mírese al interior y la vida, al
parecer, se aleja mucho de ser “así”. Examínese por un momento una mente
ordinaria en un día ordinario. Esa mente recibe miríadas de impresiones:
triviales, fantásticas, evanescentes o grabadas con el filo del acero. Esas
miríadas vienen de todos sitios, una lluvia incesante de átomos innumerables; y
según descienden, según se transforman en la vida del lunes o del martes, el
acento cae en un lugar diferente al del viejo estilo; el momento importante no
viene aquí sino allí; de modo que si un escritor fuera libre y no esclavo, si
pudiera escribir de acuerdo con sus elecciones y no sus obligaciones, si
pudiera basar su trabajo sobre sus sentimientos y no las convenciones, no
habría trama, ni comedia, ni tragedia, ni intereses amorosos o catástrofes al
estilo aceptado y, tal vez, ni un sólo botón cosido al modo que quisieran los
sastres de Bond Street. La vida no es una serie de farolas ordenadas
simétricamente, sino un halo luminoso, una envoltura semitransparente que nos
rodea desde el inicio de nuestra conciencia hasta su final. ¿No es tarea del
novelista transmitir este espíritu variado, desconocido y sin circunscribir, no
importa qué aberraciones o complejidades manifieste, con tan poca mezcla de lo
ajeno y lo externo como sea posible?
No estamos solicitando tan sólo valor
y sinceridad, sino sugiriendo que la materia adecuada de la narrativa es un
tanto diferente a lo que quiere hacernos creer la costumbre. En cualquier caso,
es de alguna manera parecida a ésta que buscamos definir la cualidad que
distingue a la obra de varios escritores jóvenes, el señor James Joyce el más
notable entre ellos, de aquella de sus predecesores. Intentan acercarse más a
la vida, preservar con mayor sinceridad y exactitud lo que les interesa y
conmueve, incluso si para lograrlo hayan de descartar la mayoría de las
convenciones que suele observar el novelista. Registremos los átomos según caen
sobre la mente en el orden en el cual caen, establezcamos el patrón, no importa
cuán desconectado e incoherente en apariencia, que cada visión o incidente
imprima en la conciencia. No demos por sentado que la vida existe con mayor
plenitud en aquello comúnmente pensado grande que en lo comúnmente pensado
pequeño. Cualquiera que haya leído Portrait of the Artist as a Young
Man (Retrato del artista adolescente) o lo que promete ser una
obra mucho más interesante, el Ulysses(Ulises), que en este
momento aparece en la Little Review, arriesgará una teoría de tal
naturaleza respecto a la intención del señor Joyce. Por nuestra parte, con sólo
un fragmento así frente a nosotros, antes lo suponemos que lo afirmamos. Pero
no importa cuál sea la intención del todo, no hay duda que muestra una
sinceridad máxima y que el resultado, por difícil o desagradable que lo
juzguemos, es innegablemente importante.
En contraste con quienes hemos llamado
materialistas, el señor Joyce es espiritual; se preocupa a cualquier precio por
revelar los titubeos de esa llama interna que destella sus mensajes a través
del cerebro, y para conservarla hace de lado con valor absoluto todo aquello
que parezca adventicio, se trate de la probabilidad, de la coherencia o de
cualquier otra señal caminera que por generaciones haya servido para dar apoyo
a la imaginación del lector, cuando se le pide que imagine lo que le es
imposible tocar o ver. La escena en el cementerio, por ejemplo, con su
brillantez, su sordidez, su incoherencia, sus relámpagos súbitos de
significado, sin duda se aproxima tanto a las honduras de la mente que, al
menos en una primera lectura, es difícil no suponer una obra maestra. Si lo que
deseamos es la vida misma, aquí la tenemos sin duda.
De hecho, nos encontramos andando a
tientas con bastante torpeza cuando intentamos decir qué más deseamos, y por
qué razón una obra así de original no se compara, pues debemos ir a ejemplos
elevados, con Youth (Juventud) o The Mayor of’
Casterbridge (El alcalde de Casterbridge). Fracasa debido a la
pobreza relativa de la mente del escritor, pudiéramos conformarnos con decir
para acabar con el asunto. Pero cabe el presionar un poco más y preguntarse si
no nos estamos refiriendo a nuestra sensación de estar en una habitación
brillante pero estrecha, confinados y ahogados, antes que enriquecidos y
liberados; a cierta limitación impuesta por el método a la vez que con la
mente. ¿Será el método el que inhiba el poder creador? ¿Se deberá al método que
no nos sentimos joviales ni magnánimos y sí centrados en un yo que, a pesar de
sus temblores de susceptibilidad, nunca abarca o crea lo que está fuera de él y
a la distancia? El subrayado puesto, acaso didácticamente, a la indecencia
¿contribuye a dar el efecto de algo, angular y aislado? ¿Se tratará simplemente
de que ante cualquier esfuerzo así de original sea más fácil, sobre todo a los
contemporáneos, percibir lo que falta y no precisar lo que ofrece? En cualquier
caso, es un error mantenerse fuera examinando “métodos”. Cualquier método
sirve, sirve cualquier método que exprese lo que deseemos expresar sí somos
escritores, que nos acerque más a la intención del escritor si somos lectores.
Este método tiene el mérito de acercarnos más a lo que estamos dispuestos a
llamar la vida misma. ¿No sugirió la lectura de Ulysses cuánto
de la vida queda excluido o ignorado? ¿No vino tal idea con un sacudimiento al
abrir el Tristram Shandy y el Pendennis y
vernos convencidos no sólo de que hay otros aspectos de la vida, sino que
encima de todo son más importantes?
Sea como fuere, el problema al que
hoy día se enfrenta el novelista, como suponemos que ocurrió en el pasado, es
ingeniar medios para ser libre de asentar lo que elija. Debe tener el valor de
decir que su interés no está ya en “esto” sino en “aquello”, y sólo de ese
“aquello” debe construir su obra. Es muy probable que para los modernos
“aquello”, el punto de interés, se encuentre en las partes oscuras de la
psicología. Por tanto y de inmediato, el acento cae en un punto un tanto
diferente; el subrayado va a algo hasta el momento ignorado; de inmediato es
necesaria una forma de bosquejo distinto, difícil de asir por nosotros,
incomprensible para nuestros predecesores. Nadie sino un moderno, tal vez nadie
sino un ruso, habría sentido el interés de la situación que Chéjov transformó
en el cuento llamado “Gusev”. Algunos soldados rusos yacen enfermos, a bordo de
un barco que los regresa a su patria. Se nos dan unos cuantos fragmentos de su
charla y algunos de sus pensamientos; la plática continúa entre los otros por
un tiempo, hasta que Gusev muere y, parecido “a una zanahoria o un rábano”, es
lanzado al mar. El subrayado aparece en lugares tan inesperados, que de
principio se diría que no hubiera ningún subrayado; pero entonces, según los
ojos se acostumbran a la penumbra y comienzan a discernir las formas de los
objetos en el cuarto, vemos cuán completa está la historia, con cuánta
profundidad y cuánta verdad, en obediencia a su visión, ha elegido Chéjov esto,
aquello y lo de más allá, uniéndolos para que compongan algo nuevo. Es
imposible decir “esto es cómico” o “esto es trágico”, y tampoco estamos
seguros, pues se nos ha enseñado que los cuentos deben ser breves y
concluyentes, si esto, vago e inconcluyente, debe ser llamado un cuento.
Los comentarios más elementales sobre
la narrativa inglesa moderna difícilmente pueden evitar el hacer alguna mención
de la influencia rusa, y si se menciona a los rusos se corre el riesgo de
pensar que es una pérdida de tiempo escribir sobre cualquier narrativa que no
sea la suya. Si queremos comprender el alma y el corazón ¿dónde más conseguirlo
con profundidad comparable? Si estamos hartos de nuestro propio materialismo,
el menos destacable de sus novelistas tiene, por derecho de nacimiento, una
reverencia natural por el espíritu humano. “Aprende a convertirte en el igual
de la gente… Pero que esta simpatía no sea aquella de la mente -pues con la
mente es fácil- sino aquella del corazón, con amor hacia ella.” En todo gran
escritor ruso parecemos discernir los rasgos de un santo, si es que constituye
santidad la simpatía por el sufrimiento de los otros, el amor por ellos, el
empeño por alcanzar alguna meta digna de las demandas más exigentes del espíritu.
Es el santo que habita en ellos lo que nos deja confundidos con la sensación de
nuestra propia irreligiosidad trivial, transformando a tantas de nuestras
novelas famosas en faramalla y trucos.
Las conclusiones a que llega la mente
rusa, tan abarcadora y compasiva como es, son inevitables tal vez en toda
tristeza extrema. De hecho, sería más exacto hablar de que la mente rusa está
inconclusa. Es la sensación de que no hay respuesta, que si se examina con
honestidad la vida, ésta presenta una pregunta tras otra, a las que debe
permitirse que resuenen una y otra vez ya concluida la historia en un
interrogatorio sin esperanza, que nos llena con una desesperación profunda y a
fin de cuentas resentida.
Tal vez tengan razón;
incuestionablemente, ven más lejos que nosotros y sin nuestros crudos
impedimentos de visión. Pero quizá vemos algo que a ellos se les escapa, pues
si no ¿por qué habría de mezclarse a nuestra melancolía esa voz de protesta?
Esa voz de protesta es aquella de una civilización distinta y antigua, que
parece haber insuflado en nosotros el instinto de gozar y luchar antes que el
de sufrir y comprender. La narrativa inglesa, desde Sterne a Meredith, es
testimonio de nuestro deleite natural en el buen humor y la comedia, en la
belleza de la tierra, en las actividades del intelecto y en el esplendor del
cuerpo. Pero cualesquiera deducciones que extraigamos de comparar dos
narrativas tan inconmensurablemente apartadas son fútiles, excepto en cuanto
nos imbuyan con la visión de las posibilidades infinitas del arte y nos
recuerden que el horizonte no tiene límites, y que nada -ningún “método”,
ningún experimento, incluso los más desbocados- está prohibido como sí lo están
la falsedad y la simulación. No existe “material adecuado para la narrativa”,
pues todo es material adecuado para la narrativa, todo sentimiento, todo
pensamiento; toda cualidad del cerebro y del espíritu de la que se eche mano;
ninguna percepción está fuera de lugar. Y si podemos imaginar al arte de la
narrativa adquirir vida y ponerse de pie en nuestro medio, sin duda nos pediría
que lo rompiéramos y lo hostigáramos, así como que lo honráramos y lo amáramos,
porque de esa manera se renueva su juventud y se asegura su soberanía.