martes, 3 de enero de 2023

MUCHACHOS, Humberto valverde

 

Muchachos

Umberto Valverde

 


La escasa luz pálida que se escurría desde la parte alta del poste de concreto iluminaba el ruido de las monedas al caer sobre los cinco hoyos hechos sobre el barro seco, el mismo barro seco que formaba la calle, sin huellas de vehículos, calle en tinieblas, no precisamente en absoluta oscuridad, sino una luz tenue, gris, rompiendo la noche, fragmentando el tiempo incrustado en el viento.

Dos hoyos adelante, uno al medio y los otros dos más atrás; y los cuerpos de los muchachos balanceándose, sobre un solo pie a cierta distancia, y el cuerpo echado adelante, y las monedas reunidas en un montoncito perpendicularmente entre los intersticios del aire para calcular la colocación de las monedas. Pa cuántas. Las voces delgadas llenando la noche, porque la noche estaba allí, donde el viento era sofocado por los gritos y discusiones de los muchachos, pero el viento cambiaba, por ratos se venía un ventarrón desde el sur alzando el polvo de verano, polvo reseco, sucio. Pero la noche también venía con el viento, porque también ella estaba donde el viento estaba.

Y los rostros cubiertos de ansias, esos mismos rostros que usan todas las noches, sin la hostigante preocupación de vivir, con la suerte de que las viejas murmuradoras las desnuden, las critiquen. Pa once. El tirador de turno se coloca, mientras el aire de agosto lo baña de impaciencia, posee con su mirada los gestos de los otros, sin importarle otra cosa, ni ese gran mundo que queda a sus espaldas.

Y sobre el peso había quedado en silencio el ruido iluminado de las monedas, quemando las miradas, bajo el bombillo semiapagado. Me las hice con frotadora. Las monedas habían retornado a su mano y estaban quietas, relucientes para él, llenas de polvo para la noche. No juego más. Me pelaron. La risa llenaba su cuerpo, nerviosa, y las monedas sonando sobre otras monedas en su bolsillo. Me pelaron la plata del desayuno, ¿y ahora qué haré? Y su rostro descompuesto sonsacando un rasgo de piedad del ganador, y el llanto presto a nacer, listo a resbalar sobre las mejillas. ¿Quién te metió a jugar? Acaso no decías que eras el putas. Juguemos otra. Y todos contestaron sin palabras, poniéndose a cierta distancia y lanzando su moneda de cinco. Voy de primeras. Lanzaban palabras sucias, palabras prohibidas por sus padres, palabras ofensivas, pero las olvidaban después de sonar. Juan Luis ha convertido su rabia en llanto, y tiritando de miedo ha marchado hacia su casa donde su madre lo espera, y mientras camina va creando la gran disculpa, la disculpa que lo deberá salvar de la paliza, y ha sacado de sus recónditos y confusos recuerdos las interminables frases incomprensibles de su maestro, y los demás: el Cabra, el Negro, Lagañas y Gelatina, se han burlado, y han visto iluminar el gesto de sus labios por una luz blanca de la luna que se cuela entre los viejos árboles sin nombre, y luego la risa fue convirtiéndose en murmullo hasta dejar los rostros en su antigua actitud. Tapón al cinco. La voz quebrada de Gelatina ha creado un rumor de palabras y Lagañas ha tomado las monedas y las ha lanzado para romper el equilibrio de una noche de agosto con sus gritos y bufidos. Está ligada. Planto en mínimas. Pero el Negro ha continuado protestando, alzando sus manos escupiendo muy cerca de los hoyos. Le toca a Cabra. Y mientras el Cabra ha tomado posición, balanceando su cuerpo, calculando con su mirada los hoyos, un grito ha crecido desde la esquina y se ha estrellado en sus oídos. ¡Ahí viene un tombo! Y el hombre del gorro, de uniforme verde, acercándose cuidadosamente para sorprenderlos, pero ellos impulsados por el grito se han metido entre la oscuridad de la distancia. Y más allá sus voces chocaban en ofensas. ¿Quién cogió la plata? El último que corrió fue el Negro. El Negro alegando, sacando sus bolsillos vacíos ante la furiosa mirada del Cabra y éste llenando el vaho de las miradas intrusas de malas palabras, y en el momento que se acerca al Negro, éste, con miedo de la fuerza del Cabra, señala a Lagañas; y el golpe se viene contra la noche, contra el rostro expectante de Lagañas y de inmediato siente algo húmedo que lo recorre. Ya lo reventó. Vamos Cabra, dale, dale. Lagañas lanzando golpes sin dirección y Cabra colocándole uno por uno en el rostro, en el estómago y Lagañas sangrando, llorando, y desfalleciente cae para saborear con su boca el barro seco. Por malparido, dizque tumbarme a mí, a mí, yo que les había ganado limpiamente. Se van disolviendo, risas y comentario, viento y frío, y mezclado entre la gente y el tiempo: la noche, husmeando las palabras y las calles

 …ellos se reirán cuando sepan lo de la paliza porque a ellos casi no les pegan pero se pegan entre ellos porque me contaron que Cabra le dio duro a Lagañas porque Lagañas se las tiró de vivo y le salió el tiro por la culata; mamá me había dicho que si jugaba a los cinco hoyos me pegaba y si aprendo palabras feas y lo mismo dice el profesor el que Antología 24 dice palabras feas se va al infierno, claro que me da miedo pero yo quería saber dónde estaba el infierno y si el diablo es como el que sale en diciembre en navidad de vestido rojo y con cuernos pero a ese no le tengo miedo pero yo estimo a los muchachos, a Cabra, al Negro menos a Gelatina porque fue por casualidad cuando lo vi el día que veníamos de jugar fútbol comprando su yerba y fumándosela sentado en la carrilera y proponiéndole al Negro que la cogiera pero éste no quiso y yo estaba con miedo porque si nos cogía un policía decía que éramos marihuaneros pero no somos todos porque estábamos a la espera y regresamos y Gelatina hablaba locadas y todo era: mano mañana saldré con ellos aunque a mamá no le guste para eso estamos en vacaciones y para eso paso a tercero…

—¿Vamos a ir a robar chatarra?

—Claro, pero por la tarde.

—¿Qué le has hecho a tu prima, Lagañas? Yo con ese chico hacía tiempo me la había comido.

—Yo también, pero Lagañas es como pendejo.

—Y ustedes creen que es muy fácil, mi tío se mantiene en la casa y mi abuelito, y si me cogen hasta me echan de la casa.

—¡Qué va!

—Y Juan Luis ¿qué dice? Vos también sos como tonto, la inquilina se desviste frente a ti y tú no le haces nada, yo no sé para qué le sirve el estudiar, yo tengo que trabajar, pero soy vivo.

—Ella no me dice nada, yo qué le puedo hacer si yo no sé hacer nada malo y si mi mamá se diera cuenta y el profesor y el día de confesarme ¿qué digo?

—Y para qué te confiesas, esos curas también son dañados.

—Dejemos eso, Sí han visto cómo los grandes de la gallada llegan borrachos los domingos por la mañana y las peladas de por aquí se mueren por ellos.

—Nosotros debiéramos ser como ellos, cuando crezca me volveré como ellos, así, así mismo.

La tarde llegaba poseída de calor. Porque el calor ya estaba, hacía mucho rato se había extendido por la ciudad, por el sur, por el oeste. En los alrededores de las fábricas, de las calles céntricas colmadas de gente, en las pocas y hermosas avenidas de los barrios residenciales, en las casa de bahareque y de aluminio.

El calor se pegaba a los cuerpos como un traje más. Metidos entre el calor y la tarde, apretujados en un bus viajaban ellos, hablando, riéndose, con el miedo y la impaciencia entre sus cuerpos, pero cada palabra, cada gesto tomaba un nombre: Cabra, el Negro, Lagañas, Gelatina, Juan Luis.

 Ninguno se explicaba la compañía de Juan Luis, era la primera vez que iban a sustraer cobre o chatarra de un viejo local situado en las afueras de la ciudad donde almacenaban estos metales. Ninguno se explicaba, ni necesitaba de ello, sabían que era uno de ellos, uno más, un amigo de confianza.

Para llegar al almacenamiento recorrían más de un kilómetro después de la carretera. Marchaban en silencio, deteniendo en su garganta todo sonido que fuera a convertirse en palabra. Gelatina encendía un cigarrillo y lo aspiraba, después lo pasaba a todos; cuando llegó a manos de Juan Luis no lo rehusó, lo colocó entre sus labios y chupó, pero se atoró, tosió durante un rato y en el rostro de los otros se dibujó una sonrisa. Muy cerca de ellos aparecieron las paredes y las mallas que conformaban el local. Gelatina y el Cabra penetraron, afuera el sol penetraba el temor de los otros. Un silbido corto y armónico atrajo a Lagañas, largos barrotes de cobre llegaron a sus manos, el Negro y Juan Luis los tomaron, los acomodaron en sus hombros y un gesto de Lagañas los hizo marchar. Lagañas y el Cabra partieron con otros, Gelatina apareció arrastrando más barrotes, pero el rumor de gritos y conversaciones rompió el equilibrio de la tarde y Gelatina corrió con unos pocos, la misma palabra de siempre chocó contra su espalda.

El calor los abandonaba mientras el tiempo los reunía junto a la carretera. La noche pronosticaba su llegada, la luz se había hecho grisosa y brillante, no había crepúsculo. Guardaron los diez barrotes en un costal y luego el aire encontró sus palabras y sus risas en una camioneta que viajaba a alta velocidad.

La noche los descubrió bajo la escasa luz del poste de alumbrado, ignorando los cinco hoyos situados en el barro seco. Nos toca quince pesos pa cada uno, aquí nadie se tumba, nosotros somos legales, decía Cabra al repartir el fajo de billetes con satisfacción y complacencia; nunca había tenido tanta plata. Gelatina llamó aparte al Negro y al Cabra. Compremos un cacho de a peso y nos lo fumamos ahora que estamos contentos. Un deseo copó sus cuerpos, habían escuchado de boca de los grandes que no era malo, pero que enviciaba, y se sentían raros, en esta vida hay que probar de todo, era el dicho de los grandes; después vino un airecito frío y con el frío venía un temor, un miedo de algo, y en sus rostros y sus palabras se produjo la negativa. Ustedes son barro, lo compraré yo solo. Y Gelatina los abandonó por esa noche. Cabra aún dudaba con la propuesta de Gelatina, Juan Luis recordaba las peripecias del día y sorprendido aún por haber iniciado una nueva vida miraba las estrellas vestidas de luna blanca, el Negro con varias monedas de cinco ensayaba a quedar más cerca de la pared, Lagañas elaboraba con una tapa de gaseosa sobre el barro seco otros cinco hoyos. Vamos a elevar cometa mañana y les quitamos a los pelados unas cuantas, el Cabra llamó la atención de todos. La calle estaba sola, en la otra esquina quedaban los grandes. Ellos se separaron.

El Negro entró a su casa. No precisamente su casa, a la casa donde su madre —una negra alta— alquilaba una pieza para dormir con un negro fornido que no era el padre del Negro, y éste dormía en una camita pequeña, mirando no sólo cómo su madre se acostaba con ese negro, sino con otros, con un penetrante olor a borrachera. Eran muchas noches y muchos extraños los que él conocía. Mi madre es una puta. Se acuesta con muchos y todos lo saben, pero se ríen de mí cuando no estoy. Los extraños venían por ratos, por turnos y luego sacaban billetes, billetes que sonaban, cric-crac, y ella los guardaba en su pecho y salía al baño, y si lo encontraba mirándola se le venía encima. Negro inmundo qué me ves, acaso no lo hago por mantenerte. Y las piernas altas, macizas de ella quedaban desnudas frente a sus ojos blancos, los pechos negros también, y llegaba el de turno y la apretaba, y él tenía que hacerse el dormido, pero miraba de reojo, y el extraño se desvestía y se apretaban en la cama, gemían, sudaban, hasta bien tarde, y él se acostumbraba tanto que muchas veces se dormía. Yo quiero irme, me iré, me dicen que en la marina me reciben, así como a mi hermano, pero tengo que viajar hasta Barranquilla, ya estoy aburrido de todo esto, toda la gente me mira cuando paso. La vez que llegó el negro fornido ebrio, y encontró a la negra acostada con otro y el Negro dormía en su camita, entre la noche relució la hoja larga de una navaja y el blanco que gemía sobre el cuerpo de la negra salió despavorido con la ropa en la mano y el Negro se despertó y fue a meterse pero la voz de su madre lo retuvo. Mijo, no juegues con eso, no juegues, que el diablo empuja la mano, vos no habías vuelto y necesitaba la plata, comprende mijo, le recé a la Virgen para que volvieras. Y el negro fornido ebrio la acostó de espaldas y con la navaja le escribió sobre la piel la palabra con la cual había bautizado a la negra, y los hilitos de sangre fueron saliendo, y el Negro sólo miraba, aterrado, y ella murmuraba con dolor es puro juego, ¿cierto mijo? Y después guardó la navaja y se desvistió y se acostaron a revolcarse, a gemir como siempre lo hacían, con un penetrante olor a sudor y sangre. Entonces el Negro salió de la casa sin ser visto, caminó llorando de ira y recorrió calles llenas de minutos para amanecer tirado en una banca de parque.

…ayer nos dimos cuenta que la mamá del Negro formó un escándalo por toda la calle, estaba ebria y decía que todas estas viejas bochincheras tenían la culpa de que su hijo se le hubiera ido, porque eso sí lo sabía desde antes, que el Negro se volaría ya que estaba aburrido con la vida que llevaba, claro, el Negro es el mayor de todos nosotros, tenía los trece pasados y sabía más que todos, el Negro nos ha hecho falta con sus cuentos y lo mismo que Gelatina, sin embargo Gelatina sí volverá porque lo tienen preso, según me contaron lo cogieron fumando esa yerba, y yo siempre le decía que dejara eso, y ahora sólo quedamos tres: Lagañas, el Cabra y yo, mamá dice que nos cambiaremos de casa porque es el único medio de salvarme, sacándome de aquí, a mí me gusta esto y yo volveré por estos lados, aunque no quieran, porque yo era un tonto y no sabía nada y ahora sí soy vivo, claro que ya me matricularon para el tercero y va a ser lo bueno, con esa parranda de tontos del salón me volveré el más jodón, y al que me moleste, le pego, y vacilaré a los maestros, y robaré los útiles de los demás, y cuando sea grande seré como los grandes de por aquí, con muchachas y todo eso, a mí por eso me gusta sentarme junto a ellos a oír qué conversan, aunque muchas veces me echan.

Ahí estaba la tarde, desnuda y escueta, nuevamente detenida sobre los deseos de Lagañas, como una presencia —las palabras de sus amigos convertidas en ofensa—, que enardecía sus maliciosas intenciones. No había por qué preocuparse, sabía que su abuelito estaría deshilvanando los enredos de sus remembranzas, ya confusas por el tiempo, mientras su tío demoraría hasta el atardecer para llegar. Recordaba, ahora con una extraña sensación, la lejana cercanía de su prima, Camila, con la cual habitaba el mismo cuarto y la misma cama vieja, cubiertos con las mismas cobijas, y todo esto expuesto ante la gallada grande de la cuadra con una sincera ingenuidad fue transformándose en un excitante recuerdo que lo intranquilizaba.

Entonces, cuando Camila caminaba por la cuadra con sus falditas de niña mostrando la precoz formación de sus piernas, y esa deliciosa manera de acompasar el ritmo de sus movimientos, tratando de alcanzar la adolescencia, paseándose con los jóvenes de la cuadra, tras las esquinas, frente a las puertas, en las tiendas, Lagañas sentía una picazón en la piel y se ruborizaba nada más que de rabia.

Lagañas trataba de alcanzar la copa del naranjo; lento pero seguro se colocó entre las ramas, oculto, mientras abajo, Camila en el baño y desnuda, recibía el agua con una jubilosa expresión. Su mirada, brillosa y satisfecha, bajaba por sus cabellos largos, se detenía en sus senos pequeños, atravesaba la clara región del vientre, se aproximaba inquieta hacia las inglés, circulaba entre sus muslos, caía hasta la piel tostada de sus pies, y volvía a ascender; así estuvo hasta que Camila salió del baño y luego se puso a alargar ese momento, abandonado a la noche y al recuerdo.

Esa noche, Lagañas trataría de no evitarlo, se acercaría a la cama de Camila y se acostaría a su lado, temería despertarla, sin ruido, se uniría a su cuerpo, bajaría con su mano silenciosa, levemente, sus calzoncitos, y se encontraría, de nuevo, en la oscuridad, con la figura ansiada de la tarde, y ella dormida se colocaría boca arriba, facilitando su labor, y llegaría el momento, cuando sobre la noche no se perciba nada, sólo el ronquido de su abuelito, y se colocaría sobre ella, entraría con fuerza, y la besaría despertándola, sorprendida, pero tomaría sus labios con los suyos sin dejarla hablar, y ella abriría los ojos inmensamente y Lagañas sofocado, alcanzando una pronta adolescencia, la mantendría en esa posición hasta convertirla en caricia. Es posible que soportara esa actitud durante algún tiempo, para descubrir algo sugerido por las palabras de los muchachos pero desconocido, y complaciente lo abrazaría y alcanzarían una unánime vehemencia.

O tal vez se despertaría sorprendida al hallarlo en esa posición, y lo echaría a un lado, sin decir nada, callaría para no comprometerlo, o puede suceder (lo que Juan Luis le profetizaba), que despertaría con el ruido, y levantaría a su padre, al tío de Lagañas, y al abuelo, y le contaría lo ocurrido, y se encontraría con su cuerpo golpeado, quedaría apenado, avergonzado, y sólo tendría un camino: el del Negro.

Hoy me he dado cuenta que hemos crecido, estamos dejando de ser niños, pero también he sabido que sólo quedamos dos: el Cabra y yo; aunque siempre seremos cinco: en nuestros recuerdos, en nuestra manera de ser, en cada palabra pronunciada estaremos presentes los cinco, porque fuimos —somos— como hermanos y lo que le pasó a Lagañas tenía que suceder, todos lo tiramos al abismo, aunque siempre lo previne; el tiempo nos va cambiando, ayer nos cambió de trajes, luego de palabras, después nos cambió de rostros, la piel misma; nos separó, y mañana no Cuentistas Vallecaucanos 31 seremos dos, será uno: el Cabra. Mamá decidió marcharnos a otro barrio, pero no por esto olvidaré lo que soy, yo soy así y seré siempre el mismo, siento que el calor también cambia, tal vez el tiempo lo haga más calor, más hostigante.

La escaza luz se escurre desde la parte alta del poste de alumbrado e ilumina el sonido de las monedas junto a la pared lanzadas por el Cabra; un muchacho nuevo se acerca y lanza poniendo más cerca que el Cabra; éste lo mira y sonríe, el nuevo muchacho deja traslucir su voz, ¿por qué estás solo, y los otros?

 —Ya no doy la talla, te ha llegado la hora de ganarme, chau.

***

Umberto Valverde Cali, 1947. Editor fundador del periódico La Palabra, la revista Trailer y la Revista del América. Autor de los libros: Bomba Camará, 1972. En busca de tu nombre, 1976. Celia Cruz: Reina Rumba, 1981. Quítate de la vía perico, 2001. Escribió también los libros periodísticos: Tres vías a la revolución, 1973. La máquina, 1992. Reportaje crítico al cine colombiano, 1978. Como investigación musical: Abran paso, 1995. Memoria de la Sonora Matancera, 1997. Con la música adentro, 2007. Jairo Varela, que todo el mundo te cante, 2013. Cofundador del evento Mundial de Salsa. Director artístico del Museo de la salsa Jairo Varela.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

LA CERILLA SUECA, Antón Chejov

  LA CERILLA SUECA Antón Chejov   I       En la mañana del 6 de octubre de 1885, un joven correctamente vestido se presentó en la of...