Papelitos *
Hernán Casciari
Pepe pensó que si
montaba un bar podría ser feliz y hacer felices a otros dándoles de beber. Y
además, ganar dinero.
Durante dos noches Pepe
hizo un listado de lo necesario para montar el primer bar del pueblo: primero
necesitaría diez mil monedas para comprar mesas, sillas, copas, bebidas y un
palenque para que los parroquianos dejaran sus caballos; después le harían
falta dos semanas para convertir su casa en un bar; y más tarde otras dos
semanas para tener las mesas repletas de vecinos sedientos.
Su amigo Moncho, que
esa tarde pasaba por allí, le dio un excelente nombre para el bar.
Por supuesto, Pepe no
tenía diez mil monedas, pero durante la noche se le ocurrió una buena forma de
conseguirlas. La tarde del sábado recortó mil papelitos y escribió en cada uno
de ellos «Próximamente, bar de Pepe». El domingo, después de misa, se fue a la
plaza del pueblo vestido con su mejor traje:
—Queridos vecinos, voy
a montar un bar a las afueras del pueblo —dijo, y todo el mundo dejó de
conversar para mirarlo.
—¡Qué gran idea!
—exclamó Ramón, con su cigarro en la boca.
Pepe se sintió cómodo
con la atención de todo el mundo y mostró en abanico los papeles recortados.
—Cada uno de estos mil
papelitos cuesta diez monedas —les dijo Pepe a sus vecinos—. Quien me compre un
papelito deberá guardarlo y no perderlo, porque de aquí a un mes, cuando mi bar
tenga clientes, entregaré doce monedas por cada papelito que vuelva a mis
manos.
—¿Pero no costaba diez
monedas cada papelito? —preguntó Moncho, al que todos tenían por el tonto del
pueblo—. ¿Por qué vas a regalar dos monedas?
—No es regalar, Moncho,
es compensar. Compensaré a los que me ayuden a cumplir mi sueño, que es el de
tener un bar en las afueras del pueblo.
—Tiene sentido —dijo el
Alcalde—, mucho sentido.
—Me parece muy bien
—sopesó Ernesto, que era rico y entendía de negocios.
—¡Qué gran idea! —dijo
el cura Francisco, y rebuscó en sus bolsillos.
De ese modo tan simple,
y en una sola mañana de domingo, Pepe consiguió el dinero para montar un bar:
entre todos le entregaron diez mil monedas exactas por la venta de mil
papelitos.
—Yo le compré dos
papelitos —dijo Sabino, que era pobre y optimista.
—¡Yo treinta y seis!
—exclamó Quique, que era codicioso y altanero.
—Yo le compré cinco
papelitos, y pienso emborracharme en ese bar para celebrar el negocio más fácil
de mi vida —dijo Luis.
Y todos rieron.
Pepe se fue a su casa
ese domingo con las diez mil monedas en la mochila y se durmió pensando en su
bar.
El lunes por la mañana
viajó a la gran ciudad y compró madera para construir un mostrador robusto.
Volvió a su casa y se puso a trabajar. No pasó por la plaza del pueblo en toda
la semana. Es decir: no se enteró de que había encendido, entre sus vecinos, un
extraño furor por los papelitos.
La primera semana
La plaza del pueblo
estaba llena de gente, y eso era muy raro para un lunes. Varios vecinos habían
pasado la noche entera recortando y escribiendo sus propios papelitos, porque
habían descubierto que también ellos tenían proyectos para ofrecer.
Unos papelitos decían
«En breve Heladería de Horacio». Otros decían «Muy pronto Peluquería de
Carmen». Incluso algunos decían «A fin de mes Moncho hará viajes a la Luna».
De pronto, la plaza se
convirtió en un lugar atestado: los vecinos se subían a las farolas, o se
trepaban a la fuente, para comprar o vender porciones de nuevos proyectos.
Esto ocurrió el lunes y
el martes fue todavía peor. El miércoles ya no se podía caminar por la plaza.
El Alcalde tuvo que poner orden y habilitó un lugar cerrado para que los
vecinos pudieran reunirse sin destrozar los espacios públicos. Este pequeño
local se inauguró el jueves por la mañana y fue bautizado con el nombre de
Salón de los Papelitos.
Y así ocurrió que el
viernes todos los que tenían un proyecto ya habían conseguido las monedas
necesarias y se habían puesto a trabajar. Horacio buscaba los mejores sabores
para su heladería, Pepe serruchaba la madera para el mostrador de su bar,
Carmen afilaba tijeras para su flamante peluquería y Moncho compraba dos
caballos para hacer viajes a la Luna.
Solamente quedaban, en
el Salón de los Papelitos, un puñado de vecinos a los que nunca se les había
ocurrido ningún proyecto interesante para llevar a cabo. Lo único que tenían
estos vecinos eran papelitos.
—Necesito dinero para
cigarros —se quejó Ramón en voz alta—. Hace unos días le cambié este papelito a
Pepe por mis únicas diez monedas, pero la tabaquería de Raúl no me acepta
papelitos, y necesito fumar.
—¡A mí me pasa lo
mismo! —dijo Luis— ¡Quiero ir al cine y tengo los bolsillos vacíos!
Los murmullos fueron
cada vez mayores.
—En tres semanas Pepe
le dará doce monedas a quien le devuelva este papelito —dijo Sabino, con los
ojos brillosos—. ¡Vendo mi papelito, ahora mismo, por nueve monedas!
—Trato hecho —exclamó
Ernesto, que era rico pero quería serlo todavía más, y le arrancó el papelito
de las manos a Sabino.
Ramón y Luis también
vendieron su papelito por menos de diez monedas y, mientras uno corría a
comprar cigarros y el otro al cine, los demás vecinos vieron que aquella era
una nueva forma de hacer negocios, aunque ya no hubiera proyectos que vender.
Algunos se subieron a
las sillas, otros a las mesas, y empezaron a ofrecer lo que tenían.
—¡Cambio cuatro
papelitos de Horacio por dos papelitos de Carmen!
—¡Entrego ocho papelitos
de Moncho y mi caballo por cincuenta monedas!
Cuando entró al Salón
el cura Francisco, todos hicieron silencio.
—El día que Moncho puso
a la venta sus papelitos —dijo el cura—, yo le compré algunos porque Moncho es
tonto: los vende a siete monedas y devolverá quince. Pero ahora necesito
monedas para arreglar la campana de la iglesia. Pongo a la venta mis papelitos
de Moncho a seis monedas cada uno.
—¿Cuál es el proyecto
de Moncho, padre? —preguntó Quique.
—Está construyendo un
carro muy largo, tirado por dos caballos —dijo el cura—, el pobre quiere hacer
viajes a la Luna.
Quique hizo un gesto
negativo.
—¿Y si te los dejo a
cinco? —regateó el cura Francisco.
—Los compro por cuatro,
padre —dijo Quique, con gesto de limosna dominical.
—¡Ah, Dios te bendiga,
hijo mío!
Querido niño: en el
mundo real el Salón de los Papelitos se llama Bolsa de Valores. Mientras que
los papelitos pueden tener dos nombres: Bonos u Obligaciones. Las doce monedas
que pagará Pepe cuando el bar se llene de parroquianos (o las quince monedas
que pagará Moncho cuando logre ir a la Luna) se llaman Valor Nominal del Bono.
La segunda semana
Habían pasado solo
siete días y el hogar de Pepe ya no parecía una casa. En el comedor había una
barra de madera lustrada, el baño se había convertido en dos baños (uno para
las damas, otro para los caballeros) y las paredes estaban a medio pintar de un
azul marino intenso. Pepe estaba feliz con el progreso de su proyecto, y ya
estaba colocando en la fachada el cartel luminoso de su flamante bar.
Como aún no había
bajado al pueblo, seguía sin saber que la vida de sus vecinos se había
convertido en un ir y venir de papelitos que cambiaban de precio y de dueño.
Incluso el Alcalde,
después de conversarlo una noche con su edecán, decidió sumarse a la nueva
moda.
La mañana del segundo
lunes salió al balcón con un megáfono y dijo:
—Vecinos, la plaza
quedó estropeada después del furor de los papelitos.
Y era verdad. La
primera semana de compra y venta de proyectos los jardines habían quedado
deshechos y los espacios públicos parecían aplastados por una inundación.
—Necesito recaudar
fondos para reparar la fuente, renovar las farolas y, por qué no, para
comprarme una diligencia —dijo el Alcalde—. Desde este momento saco a la venta
mil papelitos oficiales, cada uno cuesta un caballo. Cuando la fuente eche
agua, las farolas den luz y mi diligencia me lleve lejos, devolveré dos
caballos por cada papelito. Los papelitos oficiales están a la venta. ¡Corran,
corran que se acaban!
Los papelitos del
Alcalde se esfumaron en tiempo récord en el Salón de los Papelitos: todos en el
pueblo entregaron sus caballos y las tareas cotidianas empezaron a hacerse de a
pie.
La compraventa de
papelitos siguió en aumento y ya no alcanzaban los lápices para apuntar quién
era el dueño de qué. Algunos papelitos eran muy deseados: por ejemplo los de
Pepe, que trabajaba día y noche en su proyecto del bar en las afueras. Pero a
otros papelitos no los quería nadie: por ejemplo a los de Moncho, puesto que su
artefacto para hacer viajes a la Luna, por el momento, solo constaba de dos
caballos flacos unidos a un carro, y a otro carro, y a un tercero. Nadie creía
que Moncho pudiera remontar el vuelo.
Ernesto, el vecino
rico, había comprado papelitos sin ton ni son durante la primera semana, y
ahora los papelitos de Moncho le quemaban en las manos. Pero como también tenía
papelitos de Pepe, inventó algo que bautizó los Fajos de Ernesto.
Eran paquetes cerrados
con cien papelitos de proyectos variopintos; por ejemplo, diez papelitos de
Pepe y su bar, veinte de Horacio y su heladería, y setenta de Moncho y su
extraño vehículo para hacer viajes a la Luna.
Durante todo el jueves
los Fajos de Ernesto tuvieron gran éxito entre los vecinos del pueblo que
buscaban como locos papelitos de Pepe o papelitos del Alcalde, pero el viernes
Quique descubrió el truco y lo dijo públicamente en el Salón de los Papelitos:
—¡Cuidado, vecinos! Los
Fajos de Ernesto a veces vienen con papelitos de Pepe o del Alcalde en la parte
de arriba, y eso está muy bien, pero al fondo del fajo hay un montón de
papelitos de Moncho, que jamás hará viajes a la Luna. Les propongo que, antes de
comprar Fajos de Ernesto, pasen por mi casa para que los aconseje. Mi tarifa
por cada consejo son seis monedas, o dos papelitos de Pepe.
Durante el resto de esa
semana, y la siguiente, los compradores de papelitos consultaron siempre a
Quique antes de comprarle fajos a Ernesto.
Ernesto y Quique, que
habían jugado al mus durante años en el centro recreativo, dejaron de hablarse
para siempre.
Querido niño: en el
mundo real, los papelitos oficiales del Alcalde se llaman Títulos de Deuda
Pública. Los fajos de Ernesto reciben el nombre de Obligaciones de Deuda
Colateralizada. Mientras que la casa de Quique, el sitio a donde acuden los
vecinos para saber si confían o no en los Fajos de Ernesto, se denomina Banca
de Inversión.
La tercera semana
Ya habían pasado más de
veinte días desde el inicio de las actividades cuando los vecinos del pueblo
descubrieron que algunos proyectos ya estaban casi terminados, y en cambio
otros seguían en pañales.
A Pepe solo le faltaba
montar el palenque para que los caballos de los clientes pastaran fuera del
bar.
Horacio había
conseguido, con éxito, batir leche y frutas para su heladería, y solo le
quedaba traer barras de hielo desde la gran ciudad.
Pero Carmen todavía no
había encontrado un buen local para instalar su peluquería, aunque ya tenía
docenas de tijeras afiladas.
Y qué decir de Moncho:
sus caballos estaban cada vez más lustrosos, porque los cepillaba día y noche,
y había conseguido atarlos a cuatro carros, pero no parecía que su artefacto
pudiera volar en el plazo de una semana.
Los vecinos que tenían
papelitos de Moncho, o de carmen, estaban inquietos y ya no lograban
vendérselos a nadie. Hasta que apareció Quique con una gran idea:
—¡Oigan! —dijo Quique—.
Aquellos que todavía tengan papelitos de Moncho, yo les puedo vender
Tranquilidad de Quique para esos papelitos...
—¿De qué hablas?
—preguntó Raúl, que tenía varios papelitos de Moncho.
—Muy fácil. Tú me pagas
dos monedas cada noche, de aquí a fin de mes, y si Moncho no consigue hacer
viajes a la Luna y no puede devolverte las quince monedas que prometió, yo te
daré esas quince monedas. Justo lo que él debía pagarte.
—¿Aunque el viaje a la
Luna fracase?
—Aunque fracase.
—¡Tremenda idea! —dijo
Sabino—. Así nos sentiremos mucho más tranquilos y podremos comprar más
papelitos.
—Por eso mi idea se
llama Tranquilidad de Quique —dijo Quique, con una sonrisa, y muchos vecinos
empezaron a pagar dos monedas cada noche, por las dudas de que algunos
proyectos no terminaran bien.
En medio de la euforia
por estas nuevas ideas, nadie en el pueblo se dio cuenta de que el Alcalde ya
no se dejaba ver por el Salón de los Papelitos, ni tampoco había reparado las
farolas ni la fuente de la plaza.
El Alcalde había
cumplido, eso sí, con una parte de sus promesas: se había comprado una
diligencia y había desaparecido del pueblo con los caballos de todo el mundo.
El edecán, que había
sido la mano derecha del Alcalde y conocía la estafa desde el principio,
decidió hacer algo para que nadie descubriera la ausencia de su jefe. Y su idea
fue estupenda. Trajo al Salón de los Papelitos una pizarra y empezó a ponerle
una nota (del uno al diez) a cada uno de los proyectos del pueblo.
—¿Qué estás escribiendo
en la pizarra, edecán? —le preguntó Ernesto.
Pero el edecán se hizo
el misterioso y siguió trabajando en silencio.
Al bar de Pepe le puso
un ocho, a la peluquería de Carmen un cinco, a la heladería de Horacio un
siete, al vehículo para hacer viajes a la Luna de Moncho un dos y, haciéndose
el distraído, a las reformas de las farolas de la plaza les puso un nueve.
—Ahora sí —dijo—. Ya
está.
—¿Qué significan estos
números? —preguntaron todos.
—Son las notas de la
Alcaldía. Es para que nadie compre papelitos sin saber si podrán recuperar sus
monedas o sus caballos —dijo el Edecán—. Lo hago por ustedes. Confíen en estas
notas.
Todos los vecinos
agradecieron la ayuda y esa tarde se revendieron, a precio muy alto, muchísimos
papelitos del Alcalde.
Querido niño: en el
mundo real, la idea de Quique de ofrecer tranquilidad sobre los papelitos de
Moncho se llama Seguros de Impago de Deuda, o CDS (del inglés Credit Default
Swaps). Y la gran pizarra en la que el Edecán le pone una nota a cada proyecto
se denomina Agencia de Calificación, que a veces se equivoca sin querer, y
otras veces queriendo.
La última semana
Cuando llegó el día de
la inauguración, Pepe se levantó muy temprano y caminó tranquilo hasta el
pueblo. De lejos vio la fachada de su bar, con el cartel luminoso a todo trapo.
El bar se llamaba La Luna, como lo había bautizado Moncho el primer día. Ahora
ya no faltaba nada más, solo que llegaran muchos clientes desde el pueblo, con
las gargantas secas de sed.
Recorrió las cinco
leguas hasta el pueblo colocando carteles en todos los árboles del camino. «Bar
La Luna, abierto desde esta noche». Cada cartel que ponía en un tronco, se lo
quedaba mirando, lleno de orgullo.
Durante su caminata
hasta el pueblo Pepe fantaseó con que, de allí en adelante, docenas de vecinos
irían a caballo a su bar y todos serían felices conversando y bebiendo.
Pero cuando llegó a la
plaza no pudo entender lo que veía. Hasta pensó que había equivocado el camino,
y que estaba en un pueblo diferente. Parecía que hubiera pasado una guerra.
Las farolas y la fuente
de la plaza estaban destrozadas. Los vecinos caminaban en círculos hablando
solos, y había corrillos de hombres y mujeres discutiendo y peleando.
—¿Qué ha pasado aquí?
—le preguntó Pepe a Horacio, que lloraba contra una farola.
—¡Ay, Pepe! ¿No lo
sabes? —sollozó Horacio—. Todo el mundo enloqueció con los papelitos. Con los
míos, con los de Carmen, con los tuyos... ¡Con todos! De pronto empezó a haber
más papelitos que monedas, más tarde ya no hubo monedas, después desaparecieron
los caballos, y entonces el Alcalde se escapó del pueblo, y los vendedores de
Fajos de Ernesto quebraron, y los revendedores de Tranquilidad de Quique no
pudieron pagarle a nadie y escaparon por la noche... Y ahora todo el mundo está
en la ruina...
—¿Qué diantres es eso
de «fajos de Quique» y «tranquilidad de Ernesto»?
—Es largo de explicar
—dijo Horacio.
—¿Y tu proyecto, y el
de Carmen?
—Mi heladería fracasó:
no hay caballos para ir a buscar hielo a la ciudad. Y Carmen no tiene clientes
en su peluquería, ¿no ves que todos se están arrancando los pelos con sus
propias manos?
Pepe se quedó en
silencio.
—Necesito una bebida
—dijo Horacio.
—Tengo la garganta seca
—dijo Luis.
—¿Has abierto ya tu
famoso bar? —preguntó Sabino. Y otros también se acercaron.
Pepe supo que, sin
caballos en el pueblo, nadie podría ir nunca a su bar de las afueras, y
entendió también que jamás podría devolver las diez mil monedas a nadie.
Y entonces vio, en el
medio de la plaza, a Moncho. Sus caballos eran los únicos que quedaban en la
región, y arrastraban tres carros con dos ruedas cada uno, en forma de tren.
Allí se iban subiendo muchos vecinos. Otros hacían una larga fila para esperar
subir.
—¿A dónde los llevas?
—le preguntó Pepe a Moncho.
—¡A tu bar! —dijo
Moncho, con una enorme sonrisa—. ¡A La Luna!
Un cartel, colgado en
la fuente rota, decía:
«Moncho hace viajes a
La Luna, salidas por una moneda. Regreso gratis».
—¿Sabías que iba a
ocurrir esto? —le preguntó Pepe, abrazándolo—. ¿Sabías que todos se iban a
quedar sin caballos?
—No —dijo Moncho—.
Solamente sé que la gente puede ir a un bar a caballo, pero nadie puede volver
de un bar a caballo. Y como yo no bebo, pensé que mi negocio podría ser el de
llevarlos y traerlos de La Luna.
Pepe se subió al primer
carro y grito:
—¡Vamos entonces a La
Luna! ¡Bebidas gratis el primer día!
Y todo el pueblo
aplaudió.
* Este relato apareció por primera vez en el blog Orsai, de Hernán Casciari, el 4 marzo, 2013. Se publicó en Messi es un perro y otros cuentos Papelitos (Libro infantil ilustrado por Gustavo Sala)
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