LA CASA CERRADA
Manuel Mujica Láinez
El texto de esta
confesión ha sido bastante modernizado por nosotros, suprimiendo párrafos
inútiles, condensando algunos y añadiendo aquí y allá un retoque. Ignoramos el
nombre de su autor.
“…
Quizá lo más lógico, para la comprensión plena de lo que escribo, fuera
que yo le hablara ante todo, Reverendo Padre, acerca de la casa que de niños
llamábamos “la casa cerrada” y que se levanta todavía junto a la que fue del
doctor Miguel Salcedo, entre el convento de Santo Domingo y el hospital de los
Betlemitas. Frente a ella viví desde mi infancia, en esa misma calle, entonces
denominada de Santo Domingo y que luego mudó el nombre para ostentar uno
glorioso: Defensa.
¡Cuánto nos intrigó a mis hermanos y a mí
la casa cerrada! Y no sólo a nosotros. Recuerdo haber oído una conversación,
siendo muy muchacho, que mi madre mantuvo en el estrado con algunas señoras y
en la cual aludieron misteriosamente a ella. También las inquietaba, también
las asustaba y atraía, con sus postigos siempre clausurados detrás de las rejas
hostiles, con su puerta que apenas se entreabría de madrugada para dejar salir
a sus moradores, cuando acudían a la misa del alba en los franciscanos y, poco
más tarde, a la mulata que iba de compras. No necesito decirle quiénes
habitaban allí. Con seguridad, si hace memoria, lo recordará usted. Harto lo
sabíamos nosotros: eran una viuda todavía joven, de familia acomodada, y sus
dos hijas. Nada justificaba su reclusión. Las mozas crecieron al mismo tiempo
que nosotros, pero jamás cambiaron ni con mis hermanos ni conmigo ni con nadie
que yo sepa, una palabra. Se rebozaban como monjas para concurrir al oficio
temprano. Luego conocí el motivo de su enclaustramiento. Por él he sufrido mi
vida entera; a causa de él le escribo hoy con mano temblorosa, cuando la muerte
se aproxima. Debí hacerlo antes y lo intenté en varias oportunidades, pero me
faltó audacia.
En una ocasión —ellas tendrían alrededor
de quince años— pude ver el rostro de mis jóvenes vecinas. La curiosidad nos
inflamaba tanto, que mi hermano mayor y yo resolvimos correr la aventura de
deslizarnos hasta la casa frontera por las azoteas que la cercaban. ¡Todavía me
palpita el corazón al recordarlo! Aprovechamos la complicidad de un amigo que
junto a ellas vivía y, silenciosos como gatos, conseguimos asomarnos con
terrible riesgo a su patio interior. Allí estaban las dos muchachas, sentadas
en el brocal del aljibe, peinándose. Eran muy hermosas, Reverendo Padre, con
una hermosura blanquísima, de ademanes lentos; casi irreal. Las mirábamos desde
la altura, escondidos por un enorme jazminero, y se dijera que el perfume
penetrante ascendía de sus cabelleras negras, lustrosas, tendidas al sol. Desde
entonces no puedo oler un jazmín sin que en mi memoria renazca su forma blanca
y negra. Fue la única vez que las vi, hasta lo otro, lo que le narraré más
adelante, aquello que sucedió en 1807, exactamente el 5 de julio de 1807.
La circunstancia de haber nacido en
Orense, aunque mis padres me trajeron a Buenos Aires cuando empezaba a caminar,
hizo que después de la primera invasión inglesa me incorporara al Tercio de
Galicia. Intervine con esas fuerzas en acontecimientos que ahora, tantos años
después, su osadía torna mitológicos.
El 5 de julio de 1807 —habría transcurrido
un lustro desde que entreví fugazmente a mis vecinas en su patio— fue para mi
vida, como lo fue para Buenos Aires, un día decisivo.
A las órdenes del capitán Jacobo Adrián Varela tocóme defender la Plaza de
Toros, en el Retiro. Me hallé entre los cincuenta o sesenta granaderos que a
bayonetazos abrieron un camino entre las balas, para organizar la retirada
desde esa posición que cayó luego en poder del brigadier Auchmuty. Nuestra
marcha a través de la ciudad alcanzó un heroísmo que señalaron los documentos
oficiales. Jamás la olvidaré. Jamás olvidaré el fango que cubría las calles,
pues había llovido la noche anterior, y nuestro avance ciego entre las quintas
abandonadas donde ladraban los perros, mientras retumbaban doquier los cañones
y la fusilería. Mi jefe perdió las botas en el lodo; yo dejé un cuchillo, la
faja… Nadie hubiera reconocido nuestro uniforme blanco y azul. Nadie hubiera
reconocido a nadie, cuando corríamos por las calles entre las lucecitas
moribundas, guiados por el clamor de los heridos y por la voz entrecortada de
Varela que nos alentaba a seguir.
Llegamos así, negros de cieno y de sangre, hasta mi barrio. Allí nos enteramos
de que Sir Denis Pack, herido por los patricios, se había refugiado en Santo
Domingo con sus hombres. Otros refuerzos se le sumaron, encabezados por el
general Craufurd. La confusión era atroz. Los carros de municiones, volcados,
interceptaban la marcha. Los brazos de los heridos aparecían entre los sables y
los fusiles tirados al azar. Aquí y allá, los trajes de los britanos coagulaban
sus manchas rojas. Desde la torre del convento, transformada en fortaleza, los
ingleses sembraban el estrago. Había soldados en todos los techos y también
vecinos y muchas mujeres que arrojaban piedras y agua hirviendo sobre los
invasores.
Varela entró a escape con la mitad de su tropa en la casa del doctor Salcedo. A
poco le vimos surgir entre los balaústres de la azotea, encendido, vociferante,
y abrir el fuego contra el campanario de los dominicos. Nos ordenó a gritos, a
quienes todavía quedábamos en la calle, que hiciéramos lo mismo desde la casa
lindera. Esa casa, Reverendo Padre, era la casa cerrada.
Estaba cerrada como siempre. En la azotea distinguí a la dueña y sus dos hijas.
Iban y venían, enloquecidas, con tachos humeantes. Uno de los oficiales se
acercó a la puerta y trató de abrirla pero no pudo. Entonces nos comandó a
otros dos granaderos y a mí —a mí, precisamente a mí— que destrozáramos la
cerradura. Fue una impresión extraña, independiente de cuanto sucedía
alrededor, algo que no tenía nada que ver con la guerra espantosa y que me
incomunicaba con ella. ¿Cómo explicárselo? Fue como si en ese instante
comenzara mi guerra, mi propia guerra personal, en el huracán de la otra, la
grande, que por doquier me envolvía pero de la cual me separaba una zona
indefinible.
Nos precipitamos hacia el interior, cruzamos como un torbellino los dos patios
y ascendimos al techo por una frágil escalerilla. Las mujeres nos recibieron
sin decir palabra. En verdad, no teníamos tiempo para ocuparnos de su actitud.
Lo único que nos movía era matar, matar rabiosamente. Y lo hicimos.
El capitán Varela apareció entre nosotros. Se dirigió a mí y a quienes me
rodeaban.
—Vayan abajo —nos dijo brevemente— y
secunden el tiroteo desde las ventanas.
De inmediato le obedecimos, mas cuando nos
aprestábamos a lanzarnos por los peldaños, se nos cruzó la señora. Advertí
entonces, en un relámpago, que ella también debía haber sido muy hermosa, acaso
tan hermosa como sus hijas.
Nos suplicó:
—No, abajo no…
De un empellón la hicieron a un lado. Y ya estábamos en las salas y en las
alcobas, ya arrastrábamos los muebles, ya entreabríamos los postigos con los
caños de los fusiles.
—¡La otra habitación! —Me ordenó un oficial—. ¡La última! ¡Encárguese usted!
Penetré allí automáticamente. Todo se
hacía automáticamente ese día en que nos ensordecían las descargas y nos
sofocaba la pólvora.
Era un aposento pequeño. Estaba a oscuras. Calculé la posición de la ventana
por la fina hendidura que en torno del postigo dibujaba un hilo de luz. Me
adelanté a tientas y de un culatazo separé las hojas. No pensé más que en
continuar matando, pero entre tanto la atmósfera de la casa pesaba sobre mi
nuca como algo viviente, sólido. Cuando me detuve para cargar el arma, observé
que a mi lado estaba la señora. La acompañaban sus dos hijas. Me miraban con
ojos dementes. Hice un movimiento para aproximarme y sosegarlas, y las tres
retrocedieron hacia el fondo del cuarto que yacía en penumbra. Detrás de ellas
se levantó algo que no puedo definir sino como un gruñido, un angustiado
gruñido de animal.
Por segunda vez desde que había violado la
clausura, me sobrecogió la sensación rarísima de que estaba viviendo un
episodio aparte de los que sacudían a la ciudad. Fue —claro que por un momento—
como si la lucha de las calles y de las azoteas no tuviera significado en sí
misma, como si sólo sirviera de encuadramiento remoto a otro drama, íntimo,
agudo, sutil, del cual éramos los únicos protagonistas.
Recordé entonces que antes, a lo largo de
los años, había escuchado ese mismo grito ronco. Se alzaba en mitad de la noche
y me estremecía, en mi cuarto cercano, con su inflexión inhumana, agorera.
Di un paso hacia las mujeres.
—No —pronunció la señora—, por favor, por favor, no…
Detrás, en la sombra, vi al ser horrible. ¿Necesito describírselo, Reverendo
Padre? Se trataba, indudablemente, de un hombre. De hombre tenía la cabeza
barbuda, pero su cuerpecito diminuto era el de un niño, con excepción de las
manos grandes, cubiertas de vello, obscenas. Clavó en mí los ojos malignos, y
por ellos reconocí su parentesco con las muchachas. Era su hermano. Ese
monstruo era su hermano.
El tableteo de las balas ahogó mi
exclamación. De un salto me acurruqué en mi puesto de combate. Mientras
apuntaba, el corazón me latía loco. A veinte pasos cayó un inglés con los
brazos extendidos, un inglés muy rubio, casi tan dorado el pelo como las
charreteras.
En la habitación, la madre se echó a llorar. Gruñó el monstruo. Yo seguía
tirando. Ya lo comprendía todo. Ya poseía el secreto de la casa cerrada, de la
prisión de esas mujeres jóvenes y bellas, a quienes el feroz orgullo materno
obligaba a encarcelarse para que nadie supiera lo que yo sabía.
El oficial bramó a través de la puerta:
—¡A la calle, a la calle, a Santo Domingo!
Me ajusté el cinturón. Mis compañeros me llamaban. Me volví para seguirles.
Nada había cambiado en el fondo del aposento. La madre, sentada en el lecho,
gemía tapándose los oídos. Detrás asomaba la cabeza diabólica, oscilante,
babeante. Las dos hijas se abrazaban con miedo. Me miraron y adiviné en su
crispación anhelosa un ruego desesperado. Fue como si súbitamente una oleada
del fresco perfume de los jazmines me envolviera en pleno mes de julio. Todavía
me quedaba una bala en el fusil. Reverendo Padre, cualquier hombre hubiera
hecho lo que hice. Un tiro seco, un solo tiro seco… ¡A tantos otros había
muerto ese mismo día desde la retirada de la Plaza de Toros: oficiales fuertes
y esbeltos, soldados que apenas salían de la adolescencia, a tantos, a tantos!
Cayó la cabeza espantosa, como en un juego, como si fuera una cabeza de cartón
y de lana…
Hasta hoy me persigue el alarido de la madre, hasta hoy, como me persiguió el 5
de julio de 1807 en mi fuga por la calle de Santo Domingo negra y roja de
cadáveres, lejos de la casa cuyas puertas había arrancado…”.
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