NOCHE
DE RONDA
Ángel Santiesteban
YA HABÍAN APAGADO la luz en la galera. Primero se
escuchó un murmullo, una conversación que a veces desaparecía y nos hacía
pensar que eran imaginaciones, quizá palabras arrastradas por el viento desde
otra compañía o de alguna posta cercana donde los guardias mantienen la
vigilia; pero luego se oye un sí, un no, tan impertinentes como cuando un
mosquito planea cerca y en la oscuridad tratamos de ubicarlo. Vuelve a
escucharse la negación bajo la voz insistente de alguien, es imposible,
contesta, no puede ser, y la otra alega que hoy es hoy y no mañana ni después,
las deudas son deudas y hay que pagarlas a la hora acordada.
Las literas comienzan a
moverse, la gente se despierta, desperezándose del letargo y del cansancio acumulado
por el trabajo diario. Todos perciben el peligro como un perro que deambula por
la galera y se puede echar debajo de cualquier cama, y están obligados a tomar
una actitud defensiva, a convertir las literas en trincheras para evadir
cualquier situación que pueda perjudicarlos. Y a pesar de las voces que se
escuchan continúa el silencio, ya saben lo que sucede, el olfato delata el
llanto de un hombre en celo.
Los dos hombres que hablan no
logran entenderse, y las voces se agudizan; reconozco el tono de Oriente
exigiendo el préstamo que le había dado al Mulato que llegó a la prisión hace
apenas una semana, trasladado de la Cabaña y, confiado en que su familia lo
visitaría, decidió pedir fiadas tres cajas de cigarros a pagar cinco; pero
nadie vino y Oriente no quiere escuchar los motivos que el otro intenta darle.
Ambos han olvidado que deben respetar el sueño de
los demás, que están obligando a cien hombres a poner atención a cada palabra
que ellos dicen, a los ruidos que emiten y a los gestos que les imaginan.
Oriente insiste en que no le
importan las causas que lo hacen incumplir el pago; no le importa si su familia
no recibió el telegrama de aviso; no le importa si los guardias se equivocaron
y no le permitieron entrar; ni siquiera acepta la justificación de que su madre
ha muerto. Nada en el mundo podrá convencerme de que hoy no debo cobrar. El
otro no responde, seguramente pensando cómo escapar del animal que asedia su
cama; dice que puede ofrecerle como pago dos sábanas nuevas, pero Oriente se niega;
también tiene una toalla, un pantalón nuevo, y Oriente vuelve a negar, las
prendas de vestir no lo motivan. El Mulato sugiere que puede aceptar esas cosas
como simple ganancia por aplazar el cobro; pero por el silencio de aquel
comprende que tampoco le importa. Le propone subir el interés, puede pagarle
seis, y Oriente replica que ese sería otro negocio que no me conviene, lo único
que sé es que hoy estamos vivos aquí, mañana nadie sabe dónde ni cómo podríamos
estar; quizá en una cordillera me envíen hacia otra provincia y ya entonces
nunca más volvería a verte... ¿Te imaginas cuánto sufriría si dejo de verte?
Los hombres de la galera fingen
dormir, no fuman, no van al baño, no se rascan los güevos ni se sacuden la
nariz; nadie quiere, en caso de que suceda algo, que los reeducadores los
lleven a la Oficina de Orden Interior para que sirvan de testigos. Parece que
tú no quieres entenderme, dice Oriente, si estoy aquí es porque voy a cerrar el
trato, si aceptara otra cosa sería más complicado y peligroso, mi negocio es
resolverle a los demás y evitarme problemas, no tener que pagar para que te
suceda algo desagradable, y menos tener que asumir este problema por honor, no,
lo mejor es cerrar el asunto esta noche, ahora mismo. Siete cajas, dice el
muchacho y Oriente vuelve a hacer un chasquido. El Mulato, desesperado, sube la
suma hasta diez, pero comprende que ninguna oferta lo sacará de aquella
situación.
En la galera hay silencio y nadie sabría decir a
quién le tocará hablar después de aquel punto clave, sería como un jaque al rey
sin defensa. El Mulato dice que lo siente, no me queda otra alternativa que
pagarte o que me mates. Vuelve el silencio, ahora más largo, interminable.
Oriente limpia su garganta,
intenta calmarse, y con voz pausada le explica al Mulato que la vida en la
prisión es muy diferente a cualquier experiencia en la calle, que él podría
sacarlo del problema y hasta olvidarse de la deuda, todo no es interés, los
hombres tienen que apoyarse porque una mano ayuda a la otra, dice, nadie sabe
cómo podrías ayudarme tú..., y después de sus palabras el silencio en la galera
es más profundo; pero haz un esfuerzo, continúa Oriente, por asimilar que
cuando un hombre lleva ocho años preso olvida los colores, las imágenes se le
vuelven borrosas, confunde los olores, ¿me comprendes?, se van olvidando las
letras de las canciones que te hicieron feliz y hasta con quién las compartías,
los significados varían, y cambian los códigos, ¿puedes entenderme? El Mulato
no contesta y Oriente deja escapar su risa fingida, ¡claro, cómo coño me vas a
entender si no eres más que un niño al que se le ha perdido el camino a casa!
Se escucha un gesto brusco y con palabras exaltadas el Mulato exige que no lo
toque. Oriente insiste en que lo entienda, es mejor para ti; pero el otro se
tira con rapidez de la cama, se sienten los pies al chocar contra el suelo, le
dice que se vaya y lo empuja. Oriente trata de calmarlo. Todos sabemos que no
tiene nada de ingenuo y que ya está acostumbrado a estas pruebas de fuerza, y
obviamente no fue hasta su cama desarmado, algún plan debe tener. Le advierte
que, por su propio bien, mejor se calma y no vuelva a empujarlo. El Mulato
continúa gritándole que se vaya. Oriente le riposta que como no quiere
entenderlo a las buenas lo logrará a las malas, te aseguro que te va a pesar y
preferirás haber conversado conmigo.
De repente, siento otra voz tan
cerca que me parece imposible, quizá la tensión y el miedo me hacen escuchar
voces interiores, no, no puede ser, luego, cuando vuelve a hablar, reconozco la
voz de Maceo, el negro viejo que duerme en la parte baja de mi litera:
—Deja al muchacho, Oriente.
Y un silencio infinito nos
corta la respiración.
—Con todo el respeto que usted merece, Titán —responde—,
no veo por qué tiene que meter su cuchareta en esto, porque de abogado de los
pobres no lo conozco; además, usted es preso viejo y sabe que aquí las noches
son para dormir o para espantar los deseos.
Aunque no he sentido sus pasos
sé que Oriente está cerca porque percibo el olor a perfume de alguien que sale
de conquista.
—De abogado nada —replica Maceo—, los estudios
nunca fueron mi fuerte, Oriente, y no me importa para qué cada quien utiliza la
noche; pero ese negocio me conviene. En la mañana ven a buscar tus cinco cajas
de cigarros; yo cobraré diez en su momento, ya sabes, no tengo apuro, con los
años de sentencia que me quedan de seguro moriré aquí sin cumplirla.
Oriente se acerca más a nuestra
litera.
—Así y todo no lo veo de su incumbencia, Titán.
—Ya te dije que me conviene, y ahora déjame
dormir.
No escucho los pasos de Oriente
alejándose, sé que está ahí, inconforme, buscando qué decirle a Maceo, cómo
convencerlo para que lo deje continuar su asedio.
—De todas formas, Titán, las cinco cajas debía
haberlas cobrado ayer, hoy es una más.
—No me saques ventajas, Oriente, ya tú lo dijiste,
soy preso viejo.
No contesta, pero sé que aún
está ahí. Su olor a perfume se mantiene intenso.
—Oiga, Titán —continúa Oriente—, ¿no será que
usted se ha convencido de que los años en este encierro le rompen el pecho a
uno y que de nada vale sufrir tanto por el qué dirán de la hombría en la calle?
Si de todas formas, hasta de la Virgen hablaron.
—Oriente —dice con voz grave—, ¿acaso tengo que
volver a explicarte que para mí es simplemente un buen negocio?
—Está bien, Titán, usted gana por esta vez.
Supongo que en la próxima me lo permita a mí. En la mañana vengo a cobrarle.
Ahora sí llega el sonido de sus
chancletas alejándose.
Me descubro el cuerpo sudado,
las manos crispadas, la mandíbula tensa y la respiración entrecortada. Hay un
calor en el aire que pesa y quema al respirarlo. Maceo tendrá que cuidarse las
espaldas de Oriente que esperará el momento para hacerle pagar su intromisión,
con la ventaja de que tiene cuarenta años y el Titán sesenta, aunque esté
fuerte como un hombre de cincuenta. Maceo lo sabe, y estará atento como un gato
viejo.
La noche vuelve a comenzar para
los hombres de la galera, con la diferencia de que ya nadie dormirá.
Esperaremos, con la paciencia del preso, que el amanecer entre, como de
costumbre, por la ventana.
Sé que mañana en el trabajo
estaré agotado, pero por mucho esfuerzo que hago no logro dormir, veo cigarros
encendidos y los puntos rojos recorren la oscuridad haciendo figuras. Prefiero
que la luz quede encendida toda la noche como hacen en la prisión de La Cabaña.
Maceo no ha vuelto a roncar. Luego se mueve, se sienta, mete los pies en las
chancletas y se va hacia la cama del recién llegado.
Aunque quiera hablar bajito se
escucha su voz atronadora; a veces la del muchacho, pero sin alterarse:
—Estoy cansado, señor. Quiero que me dejen
tranquilo. No me he metido con nadie. ¿Por qué tengo que ser yo? ¡Por favor!
La voz de Maceo se hace
pausada, y casi no puede oírse, como si le hablara al oído. El joven ya no
responde, sólo escucha. Nadie habla.
Después, casi sin hacer ruido,
se alejan en dirección a los baños.
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