miércoles, 31 de marzo de 2021

LA MUERTE DE UN SENTIMIENTO, Juan Carlos Botero

 

LA MUERTE DE UN SENTIMIENTO

Juan Carlos Botero


 

La lectura de Nietzsche lo tenía abrumado. El aliento arrasador de su palabra recordaba a un dinametero más que a un filósofo. Lo veía fustigando a los perezosos, sacudiendo los cimientos de los ídolos, y en las mortecinas naves de las iglesias escuchaba el eco de sus carcajadas. Leyó: "Un chiste es el epigrama de la muerte de un sentimiento". Brillante, se dijo. De inmediato, recordó los chistes racistas que conocía, aquellos relacionados con la situación actual de violencia, y los muchos que contaron después de la tragedia de Armero. Qué cierto, se volvió a decir. Sonó el timbre de la puerta. Cerró el libro y se levantó a abrir.

—¡No lo puedo creer! Hombre, ¡qué sorpresa!

—Acabo de llegar y me dije: tengo que saludar a mi vecino.

—Pero no se quede ahí parado. Siga, siga...

—Gracias

—Bueno, ¿y qué tal el viaje? ¿Cómo lo trató Medellín?

—Delicioso. Esa es mucha ciudad tan sabrosa. Y eso que saliendo del aeropuerto vi dos muñecos.

—¿Muñecos?

—Así le dicen a los atropellados por un automóvil

—¿Y eso por qué?

—¿No ha visto cómo quedan en el pavimento, todos torcidos con un brazo debajo de la espalda y una pierna sobre la cabeza? ¡Iguales a un muñeco!

Ambos rieron. Cuando se fue su vecino retomó el libro, y continuó disfrutando la lectura de Nietzsche.

 

Tomado de "Las semillas del tiempo" (1992).

 

miércoles, 24 de marzo de 2021

LAS BABAS DEL DIABLO, Julio Cortázar

 

Las babas del diablo
(Las armas secretas, 1959)

Julio Cortázar



         nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda, usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que no servirán de nada. Si se pudiera decir: yo vieron subir la luna, o: nos me duele el fondo de los ojos, y sobre todo así: tú la mujer rubia eran las nubes que siguen corriendo delante de mis tus sus nuestros vuestros sus rostros. Qué diablos.

Puestos a contar, si se pudiera ir a beber un bock por ahí y que la máquina siguiera sola (porque escribo a máquina), sería la perfección. Y no es un modo de decir. La perfección, sí, porque aquí el agujero que hay que contar es también una máquina (de otra especie, una Cóntax 1.1.2) y a lo mejor puede ser que una máquina sepa más de otra máquina que yo, tú, ella —la mujer rubia— y las nubes. Pero de tonto sólo tengo la suerte, y sé que si me voy, esta Rémington se quedará petrificada sobre la mesa con ese aire de doblemente quietas que tienen las cosas movibles cuando no se mueven. Entonces tengo que escribir. Uno de todos nosotros tiene que escribir, si es que esto va a ser contado. Mejor que sea yo que estoy muerto, que estoy menos comprometido que el resto; yo que no veo más que las nubes y puedo pensar sin distraerme, escribir sin distraerme (ahí pasa otra, con un borde gris) y acordarme sin distraerme, yo que estoy muerto (y vivo, no se trata de engañar a nadie, ya se verá cuando llegue el momento, porque de alguna manera tengo que arrancar y he empezado por esta punta, la de atrás, la del comienzo, que al fin y al cabo es la mejor de las puntas cuando se quiere contar algo).

De repente me pregunto por qué tengo que contar esto, pero si uno empezara a preguntarse por qué hace todo lo que hace, si uno se preguntara solamente por qué acepta una invitación a cenar (ahora pasa una paloma, y me parece que un gorrión) o por qué cuando alguien nos ha contado un buen cuento, en seguida empieza como una cosquilla en el estómago y no se está tranquilo hasta entrar en la oficina de al lado y contar a su vez el cuento; recién entonces uno está bien, está contento y puede volverse a su trabajo. Que yo sepa nadie ha explicado esto, de manera que lo mejor es dejarse de pudores y contar, porque al fin y al cabo nadie se avergüenza de respirar o de ponerse los zapatos; son cosas que se hacen, y cuando pasa algo raro, cuando dentro del zapato encontramos una araña o al respirar se siente como un vidrio roto, entonces hay que contar lo que pasa, contarlo a los muchachos de la oficina o al médico. Ay, doctor, cada vez que respiro... Siempre contarlo, siempre quitarse esa cosquilla molesta del estómago.  

Y ya que vamos a contarlo pongamos un poco de orden, bajemos por la escalera de esta casa hasta el domingo 7 de noviembre, justo un mes atrás. Uno baja cinco pisos y ya está en el domingo, con un sol insospechado para noviembre en París, con muchísimas ganas de andar por ahí, de ver cosas, de sacar fotos (porque éramos fotógrafos, soy fotógrafo). Ya sé que lo más difícil va a ser encontrar la manera de contarlo, y no tengo miedo de repetirme. Va a ser difícil porque nadie sabe bien quién es el que verdaderamente está contando, si soy yo o eso que ha ocurrido, o lo que estoy viendo (nubes, y a veces una paloma) o si sencillamente cuento una verdad que es solamente mi verdad, y entonces no es la verdad salvo para mi estómago, para estas ganas de salir corriendo y acabar de alguna manera con esto, sea lo que fuere.

 

          Vamos a contarlo despacio, ya se irá viendo qué ocurre a medida que lo escribo. Si me sustituyen, si ya no sé qué decir, si se acaban las nubes y empieza alguna otra cosa (porque no puede ser que esto sea estar viendo continuamente nubes que pasan, y a veces una paloma), si algo de todo eso... Y después del «si», ¿qué voy a poner, cómo voy a clausurar correctamente la oración? Pero si empiezo a hacer preguntas no contaré nada; mejor contar, quizá contar sea como una respuesta, por lo menos para alguno que lo lea.

 

         Roberto Michel, franco-chileno, traductor y fotógrafo aficionado a sus horas, salió del número 11 de la rue Monsieur-le-Prince el domingo siete de noviembre del año en curso (ahora pasan dos más pequeñas, con los bordes plateados). Llevaba tres semanas trabajando en la versión al francés del tratado sobre recusaciones y recursos de José Norberto Allende, profesor en la Universidad de Santiago. Es raro que haya viento en París, y mucho menos un viento que en las esquinas se arremolinaba y subía castigando las viejas persianas de madera tras de las cuales sorprendidas señoras comentaban de diversas maneras la inestabilidad del tiempo en estos últimos años. Pero el sol estaba también ahí, cabalgando el viento y amigo de los gatos, por lo cual nada me impediría dar una vuelta por los muelles del Sena y sacar unas fotos de la Conserjería y la Sainte-Chapelle. Eran apenas las diez, y calculé que hacia las once tendría buena luz, la mejor posible en otoño; para perder tiempo derivé hasta la isla Saint-Louis y me puse a andar por el Quai d'Anjou, miré un rato el hotel de Lauzun, me recité unos fragmentos de Apollinaire que siempre me vienen a la cabeza cuando paso delante del hotel de Lauzun (y eso que debería acordarme de otro poeta, pero Michel es un porfiado), y cuando de golpe cesó el viento y el sol se puso por lo menos dos veces más grande (quiero decir más tibio pero en realidad es lo mismo), me senté en el parapeto y me sentí terriblemente feliz en la mañana del domingo.


          Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar fotografías, actividad que debería enseñarse tempranamente a los niños pues exige disciplina, educación estética, buen ojo y dedos seguros. No se trata de estar acechando la mentira como cualquier repórter, y atrapar la estúpida silueta del personajón que sale del número 10 de Downing Street, pero de todas maneras cuando se anda con la cámara hay como el deber de estar atento, de no perder ese brusco y delicioso rebote de un rayo de sol en una vieja piedra, o la carrera trenzas al aire de una chiquilla que vuelve con un pan o una botella de leche. Michel sabía que el fotógrafo opera siempre como una permutación de su manera personal de ver el mundo por otra que la cámara le impone insidiosa (ahora pasa una gran nube casi negra), pero no desconfiaba, sabedor de que le bastaba salir sin la Contax para recuperar el tono distraído, la visión sin encuadre, la luz sin diafragma ni 1/250. Ahora mismo (qué palabra, ahora, qué estúpida mentira) podía quedarme sentado en el pretil sobre el río, mirando pasar las pinazas negras y rojas, sin que se me ocurriera pensar fotográficamente las escenas, nada más que dejándome ir en el dejarse ir de las cosas, corriendo inmóvil con el tiempo. Y ya no soplaba viento.

 

Después seguí por el Quai de Bourbon hasta llegar a la punta de la isla, donde la íntima placita (íntima por pequeña y no por recatada, pues da todo el pecho al río y al cielo) me gusta y me regusta. No había más que una pareja y, claro, palomas; quizá alguna de las que ahora pasan por lo que estoy viendo. De un salto me instalé en el parapeto y me dejé envolver y atar por el sol, dándole la cara, las orejas, las dos manos (guardé los guantes en el bolsillo). No tenía ganas de sacar fotos, y encendí un cigarrillo por hacer algo; creo que en el momento en que acercaba el fósforo al tabaco vi por primera vez al muchachito.

Lo que había tomado por una pareja se parecía mucho más a un chico con su madre, aunque al mismo tiempo me daba cuenta de que no era un chico con su madre, de que era una pareja en el sentido que damos siempre a las parejas cuando las vemos apoyadas en los parapetos o abrazadas en los bancos de las plazas. Como no tenía nada que hacer me sobraba tiempo para preguntarme por qué el muchachito estaba tan nervioso, tan como un potrillo o una liebre, metiendo las manos en los bolsillos, sacando en seguida una y después la otra, pasándose los dedos por el pelo, cambiando de postura, y sobre todo por qué tenía miedo, pues eso se lo adivinaba en cada gesto, un miedo sofocado por la vergüenza, un impulso de echarse atrás que se advertía como si su cuerpo estuviera al borde de la huida, conteniéndose en un último y lastimoso decoro.

 

Tan claro era todo eso, ahí a cinco metros—y estábamos solos contra el parapeto, en la punta de la isla— que al principio el miedo del chico no me dejó ver bien a la mujer rubia. Ahora, pensándolo, la veo mucho mejor en ese primer momento en que le leí la cara (de golpe había girado como una veleta de cobre, y los ojos, los ojos estaban ahí), cuando comprendí vagamente lo que podía estar ocurriéndole al chico y me dije que valía la pena quedarse y mirar (el viento se llevaba las palabras, los apenas murmullos). Creo que sé mirar, si es que algo sé, y que todo mirar rezuma falsedad, porque es lo que nos arroja más afuera de nosotros mismos, sin la menor garantía, en tanto que oler, o (pero Michel se bifurca fácilmente, no hay que dejarlo que declame a gusto). De todas maneras, si de antemano se prevé la probable falsedad, mirar se vuelve posible; basta quizá elegir bien entre el mirar y lo mirado, desnudar a las cosas de tanta ropa ajena. Y. claro, todo esto es más bien difícil.


          Del chico recuerdo la imagen antes que el verdadero cuerpo (esto se entenderá después), mientras que ahora estoy seguro que de la mujer recuerdo mucho mejor su cuerpo que su imagen. Era delgada y esbelta, dos palabras injustas para decir lo que era, y vestía un abrigo de piel casi negro, casi largo, casi hermoso. Todo el viento de esa mañana (ahora soplaba apenas, y no hacía frío) le había pasado por el pelo rubio que recortaba su cara blanca y sombría —dos palabras injustas— y dejaba al mundo de pie y horriblemente solo delante de sus ojos negros, sus ojos que caían sobre las cosas como dos águilas, dos saltos al vacío, dos ráfagas de fango verde. No describo nada, trato más bien de entender. Y he dicho dos ráfagas de fango verde.


          Seamos justos, el chico estaba bastante bien vestido y llevaba unos guantes amarillos que yo hubiera jurado que eran de su hermano mayor, estudiante de derecho o ciencias sociales; era gracioso ver los dedos de los guantes saliendo del bolsillo de la chaqueta. Largo rato no le vi la cara, apenas un perfil nada tonto —pájaro azorado, ángel de Fra Filippo, arroz con leche— y una espalda de adolescente que quiere hacer judo y que se ha peleado un par de veces por una idea o una hermana. Al filo de los catorce, quizá de los quince, se lo adivinaba vestido y alimentado por sus padres pero sin un centavo en el bolsillo, teniendo que deliberar con los camaradas antes de decidirse por un café, un coñac, un atado de cigarrillos. Andaría por las calles pensando en las condiscípulas, en lo bueno que sería ir al cine y ver la última película, o comprar novelas o corbatas o botellas de licor con etiquetas verdes y blancas. En su casa (su casa sería respetable, sería almuerzo a las doce y paisajes románticos en las paredes, con un oscuro recibimiento y un paragüero de caoba al lado de la puerta) llovería despacio el tiempo de estudiar, de ser la esperanza de mamá, de parecerse a papá, de escribir a la tía de Avignon. Por eso tanta calle, todo el río para él (pero sin un centavo) y la ciudad misteriosa de los quince años, con sus signos en las puertas, sus gatos estremecedores, el cartucho de papas fritas a treinta francos, la revista pornográfica doblada en cuatro, la soledad como un vacío en los bolsillos, los encuentros felices, el fervor por tanta cosa incomprendida pero iluminada por un amor total, por la disponibilidad parecida al viento y a las calles.


          Esta biografía era la del chico y la de cualquier chico, pero a éste lo veía ahora aislado, vuelto único por la presencia de la mujer rubia que seguía hablándole. (Me cansa insistir, pero acaban de pasar dos largas nubes desflecadas. Pienso que aquella mañana no miré ni una sola vez el cielo, porque tan pronto presentí lo que pasaba con el chico y la mujer no pude más que mirarlos y esperar, mirarlos y...) Resumiendo, el chico estaba inquieto y se podía adivinar sin mucho trabajo lo que acababa de ocurrir pocos minutos antes, a lo sumo media hora. El chico había llegado hasta la punta de la isla, vio a la mujer y la encontró admirable. La mujer esperaba eso porque estaba ahí para esperar eso, o quizá el chico llegó antes y ella lo vio desde un balcón o desde un auto, y salió a su encuentro, provocando el diálogo con cualquier cosa, segura desde el comienzo de que él iba a tenerle miedo y a querer escaparse, y que naturalmente se quedaría, engallado y hosco, fingiendo la veteranía y el placer de la aventura. El resto era fácil porque estaba ocurriendo a cinco metros de mí y cualquiera hubiese podido medir las etapas del juego, la esgrima irrisoria; su mayor encanto no era su presente, sino la previsión del desenlace. El muchacho acabaría por pretextar una cita, una obligación cualquiera, y se alejaría tropezando y confundido, queriendo caminar con desenvoltura, desnudo bajo la mirada burlona que lo seguiría hasta el final. O bien se quedaría, fascinado o simplemente incapaz de tomar la iniciativa, y la mujer empezaría a acariciarle la cara, a despeinarlo, hablándole ya sin voz, y de pronto lo tomaría del brazo para llevárselo, a menos que él, con una desazón que quizá empezara a teñir el deseo, el riesgo de la aventura, se animase a pasarle el brazo por la cintura y a besarla. Todo esto podía ocurrir, pero aún no ocurría, y perversamente Michel esperaba, sentado en el pretil, aprontando casi sin darse cuenta la cámara para sacar una foto pintoresca en un rincón de la isla con una pareja nada común hablando y mirándose.

 

Curioso que la escena (la nada, casi: dos que están ahí, desigualmente jóvenes) tuviera como un aura inquietante. Pensé que eso lo ponía yo, y que mi foto, si la sacaba, restituiría las cosas a su tonta verdad. Me hubiera gustado saber qué pensaba el hombre del sombrero gris sentado al volante del auto detenido en el muelle que lleva a la pasarela, y que leía el diario o dormía. Acababa de descubrirlo, porque la gente dentro de un auto detenido casi desaparece, se pierde en esa mísera jaula privada de la belleza que le dan el movimiento y el peligro. Y sin embargo el auto había estado ahí todo el tiempo, formando parte (o deformando esa parte) de la isla. Un auto: como decir un farol de alumbrado, un banco de plaza. Nunca el viento, la luz del sol, esas materias siempre nuevas para la piel y los ojos, y también el chico y la mujer, únicos, puestos ahí para alterar la isla, para mostrármela de otra manera. En fin, bien podía suceder que también el hombre del diario estuviera atento a lo que pasaba y sintiera como yo ese regusto maligno de toda expectativa. Ahora la mujer había girado suavemente hasta poner al muchachito entre ella y el parapeto, los veía casi de perfil y él era más alto, pero no mucho más alto, y sin embargo ella lo sobraba, parecía como cernida sobre él (su risa, de repente, un látigo de plumas), aplastándolo con sólo estar ahí, sonreír, pasear una mano por el aire. ¿Por qué esperar más? Con un diafragma dieciséis, con un encuadre donde no entrara el horrible auto negro, pero sí ese árbol, necesario para quebrar un espacio demasiado gris...


          Levanté la cámara, fingí estudiar un enfoque que no los incluía, y me quedé al acecho, seguro de que atraparía por fin el gesto revelador, la expresión que todo lo resume, la vida que el movimiento acompasa pero que una imagen rígida destruye al seccionar el tiempo, si no elegimos la imperceptible fracción esencial. No tuve que esperar mucho. La mujer avanzaba en su tarea de maniatar suavemente al chico, de quitarle fibra a fibra sus últimos restos de libertad, en una lentísima tortura deliciosa. Imaginé los finales posibles (ahora asoma una pequeña nube espumosa, casi sola en el cielo), preví la llegada a la casa (un piso bajo probablemente, que ella saturaría de almohadones y de gatos) y sospeché el azoramiento del chico y su decisión desesperada de disimularlo y de dejarse llevar fingiendo que nada le era nuevo. Cerrando los ojos, si es que los cerré, puse en orden la escena, los besos burlones, la mujer rechazando con dulzura las manos que pretenderían desnudarla como en las novelas, en una cama que tendría un edredón lila, y obligándolo en cambio a dejarse quitar la ropa, verdaderamente madre e hijo bajo una luz amarilla de opalinas, y todo acabaría como siempre, quizá, pero quizá todo fuera de otro modo, y la iniciación del adolescente no pasara, no la dejaran pasar, de un largo proemio donde las torpezas, las caricias exasperantes, la carrera de las manos se resolviera quién sabe en qué, en un placer por separado y solitario, en una petulante negativa mezclada con el arte de fatigar y desconcertar tanta inocencia lastimada. Podía ser así, podía muy bien ser así; aquella mujer no buscaba un amante en el chico, y a la vez se lo adueñaba para un fin imposible de entender si no lo imaginaba como un juego cruel, deseo de desear sin satisfacción, de excitarse para algún otro, alguien que de ninguna manera podía ser ese chico.

 

Michel es culpable de literatura, de fabricaciones irreales. Nada le gusta más que imaginar excepciones, individuos fuera de la especie, monstruos no siempre repugnantes. Pero esa mujer invitaba a la invención, dando quizá las claves suficientes para acertar con la verdad. Antes de que se fuera, y ahora que llenaría mi recuerdo durante muchos días, porque soy propenso a la rumia, decidí no perder un momento más. Metí todo en el visor (con el árbol, el pretil, el sol de las once) y tomé la foto. A tiempo para comprender que los dos se habían dado cuenta y que me estaban mirando, el chico sorprendido y como interrogante, pero ella irritada, resueltamente hostiles su cuerpo y su cara que se sabían robados, ignominiosamente presos en una pequeña imagen química.


          Lo podría contar con mucho detalle pero no vale la pena. La mujer habló de que nadie tenía derecho a tomar una foto sin permiso, y exigió que le entregara el rollo de película. Todo esto con una voz seca y clara, de buen acento de París, que iba subiendo de color y de tono a cada frase. Por mi parte se me importaba muy poco darle o no el rollo de película, pero cualquiera que me conozca sabe que las cosas hay que pedírmelas por las buenas. El resultado es que me limité a formular la opinión de que la fotografía no sólo no está prohibida en los lugares públicos sino que cuenta con el más decidido favor oficial y privado. Y mientras se lo decía gozaba socarronamente de cómo el chico se replegaba, se iba quedando atrás —con sólo no moverse—y de golpe (parecía casi increíble) se volvía y echaba a correr, creyendo el pobre que caminaba y en realidad huyendo a la carrera, pasando al lado del auto, perdiéndose como un hilo de la Virgen en el aire de la mañana.

 

Pero los hilos de la Virgen se llaman también babas del diablo, y Michel tuvo que aguantar minuciosas imprecaciones, oírse llamar entrometido e imbécil, mientras se esmeraba deliberadamente en sonreír y declinar, con simples movimientos de cabeza, tanto envío barato. Cuando empezaba a cansarme, oí golpear la portezuela de un auto. El hombre del sombrero gris estaba ahí, mirándonos. Sólo entonces comprendí que jugaba un papel en la comedia.


          Empezó a caminar hacia nosotros, llevando en la mano el diario que había pretendido leer. De lo que mejor me acuerdo es de la mueca que le ladeaba la boca, le cubría la cara de arrugas, algo cambiaba de lugar y forma porque la boca le temblaba y la mueca iba de un lado a otro de los labios como una cosa independiente y viva, ajena a la voluntad. Pero todo el resto era fijo, payaso enharinado u hombre sin sangre, con la piel apagada y seca, los ojos metidos en lo hondo y los agujeros de la nariz negros y visibles, más negros que las cejas o el pelo o la corbata negra. Caminaba cautelosamente, como si el pavimento le lastimara los pies; le vi zapatos de charol, de suela tan delgada que debía acusar cada aspereza de la calle. No sé por qué me había bajado del pretil, no sé bien por qué decidí no darles la foto, negarme a esa exigencia en la que adivinaba miedo y cobardía. El payaso y la mujer se consultaban en silencio: hacíamos un perfecto triángulo insoportable, algo que tenía que romperse con un chasquido. Me les reí en la cara y eché a andar, supongo que un poco más despacio que el chico. A la altura de las primeras casas, del lado de la pasarela de hierro, me volví a mirarlos. No se movían, pero el hombre había dejado caer el diario; me pareció que la mujer, de espaldas al parapeto, paseaba las manos por la piedra, con el clásico y absurdo gesto del acosado que busca la salida.

 

Lo que sigue ocurrió aquí, casi ahora mismo, en una habitación de un quinto piso. Pasaron varios días antes de que Michel revelara las fotos del domingo; sus tomas de la Conserjería y de la Sainte-Chapelle eran lo que debían ser. Encontró dos o tres enfoques de prueba ya olvidados, una mala tentativa de atrapar un gato asombrosamente encaramado en el techo de un mingitorio callejero, y también la foto de la mujer rubia y el adolescente. El negativo era tan bueno que preparó una ampliación; la ampliación era tan buena que hizo otra mucho más grande, casi como un afiche. No se le ocurrió (ahora se lo pregunta y se lo pregunta) que sólo las fotos de la Conserjería merecían tanto trabajo. De toda la serie, la instantánea en la punta de la isla era la única que le interesaba; fijó la ampliación en una pared del cuarto, y el primer día estuvo un rato mirándola y acordándose, en esa operación comparativa y melancólica del recuerdo frente a la perdida realidad; recuerdo petrificado, como toda foto, donde nada faltaba, ni siquiera y sobre todo la nada, verdadera fijadora de la escena. Estaba la mujer, estaba el chico, rígido el árbol sobre sus cabezas, el cielo tan fijo como las piedras del parapeto, nubes y piedras confundidas en una sola materia inseparable (ahora pasa una con bordes afilados, corre como en una cabeza de tormenta). Los dos primeros días acepté lo que había hecho, desde la foto en sí hasta la ampliación en la pared, y no me pregunté siquiera por qué interrumpía a cada rato la traducción del tratado de José Norberto Allende para reencontrar la cara de la mujer, las manchas oscuras en el pretil. La primera sorpresa fue estúpida; nunca se me había ocurrido pensar que cuando miramos una foto de frente, los ojos repiten exactamente la posición y la visión del objetivo; son esas cosas que se dan por sentadas y que a nadie se le ocurre considerar. Desde mi silla, con la máquina de escribir por delante, miraba la foto ahí a tres metros, y entonces se me ocurrió que me había instalado exactamente en el punto de mira del objetivo. Estaba muy bien así; sin duda era la manera más perfecta de apreciar una foto, aunque la visión en diagonal pudiera tener sus encantos y aun sus descubrimientos. Cada tantos minutos, por ejemplo cuando no encontraba la manera de decir en buen francés lo que José Alberto Allende decía en tan buen español, alzaba los ojos y miraba la foto; a veces me atraía la mujer, a veces el chico, a veces el pavimento donde una hoja seca se había situado admirablemente para valorizar un sector lateral. Entonces descansaba un rato de mi trabajo, y me incluía otra vez con gusto en aquella mañana que empapaba la foto, recordaba irónicamente la imagen colérica de la mujer reclamándome la fotografía, la fuga ridícula y patética del chico, la entrada en escena del hombre de la cara blanca. En el fondo estaba satisfecho de mí mismo; mi partida no había sido demasiado brillante, pues si a los franceses les ha sido dado el don de la pronta respuesta, no veía bien por qué había optado por irme sin una acabada demostración de privilegios, prerrogativas y derechos ciudadanos. Lo importante, lo verdaderamente importante era haber ayudado al chico a escapar a tiempo (esto en caso de que mis teorías fueran exactas, lo que no estaba suficientemente probado, pero la fuga en sí parecía demostrarlo). De puro entrometido le había dado oportunidad de aprovechar al fin su miedo para algo útil; ahora estaría arrepentido, menoscabado, sintiéndose poco hombre. Mejor era eso que la compañía de una mujer capaz de mirar como lo miraban en la isla; Michel es puritano a ratos, cree que no se debe corromper por la fuerza. En el fondo, aquella foto había sido una buena acción.

 

No por buena acción la miraba entre párrafo y párrafo de mi trabajo. En ese momento no sabía por qué la miraba, por qué había fijado la ampliación en la pared; quizá ocurra así con todos los actos fatales, y sea esa la condición de su cumplimiento. Creo que el temblor casi furtivo de las hojas del árbol no me alarmó, que seguí una frase empezada y la terminé redonda. Las costumbres son como grandes herbarios, al fin y al cabo una ampliación de ochenta por sesenta se parece a una pantalla donde proyectan cine, donde en la punta de una isla una mujer habla con un chico y un árbol agita unas hojas secas sobre sus cabezas.

 

Pero las manos ya eran demasiado. Acababa de escribir: Donc, la seconde clé réside dans la nature intrinsèque des difficultés que les sociétés—y vi la mano de la mujer que empezaba a cerrarse despacio, dedo por dedo. De mí no quedó nada, una frase en francés que jamás habrá de terminarse, una máquina de escribir que cae al suelo, una silla que chirría y tiembla, una niebla. El chico había agachado la cabeza, como los boxeadores cuando no pueden más y esperan el golpe de desgracia; se había alzado el cuello del sobretodo, parecía más que nunca un prisionero, la perfecta víctima que ayuda a la catástrofe. Ahora la mujer le hablaba al oído, y la mano se abría otra vez para posarse en su mejilla, acariciarla y acariciarla, quemándola sin prisa. El chico estaba menos azorado que receloso, una o dos veces atisbó por sobre el hombro de la mujer y ella seguía hablando, explicando algo que lo hacía mirar a cada momento hacia la zona donde Michel sabía muy bien que estaba el auto con el hombre del sombrero gris, cuidadosamente descartado en la fotografía pero reflejándose en los ojos del chico y (cómo dudarlo ahora) en las palabras de la mujer, en las manos de la mujer, en la presencia vicaria de la mujer. Cuando vi venir al hombre, detenerse cerca de ellos y mirarlos, las manos en los bolsillos y un aire entre hastiado y exigente, patrón que va a silbar a su perro después de los retozos en la plaza, comprendí, si eso era comprender, lo que tenía que pasar, lo que tenía que haber pasado, lo que hubiera tenido que pasar en ese momento, entre esa gente, ahí donde yo había llegado a trastrocar un orden, inocentemente inmiscuido en eso que no había pasado pero que ahora iba a pasar, ahora se iba a cumplir. Y lo que entonces había imaginado era mucho menos horrible que la realidad, esa mujer que no estaba ahí por ella misma, no acariciaba ni proponía ni alentaba para su placer, para llevarse al ángel despeinado y jugar con su terror y su gracia deseosa. El verdadero amo esperaba, sonriendo petulante, seguro ya de la obra; no era el primero que mandaba a una mujer a la vanguardia, a traerle los prisioneros maniatados con flores. El resto sería tan simple, el auto, una casa cualquiera, las bebidas, las láminas excitantes, las lágrimas demasiado tarde, el despertar en el infierno. Y yo no podía hacer nada, esta vez no podía hacer absolutamente nada. Mi fuerza había sido una fotografía, ésa, ahí, donde se vengaban de mí mostrándome sin disimulo lo que iba a suceder. La foto había sido tomada, el tiempo había corrido; estábamos tan lejos unos de otros, la corrupción seguramente consumada, las lágrimas vertidas, y el resto conjetura y tristeza. De pronto el orden se invertía, ellos estaban vivos, moviéndose, decidían y eran decididos, iban a su futuro; y yo desde este lado, prisionero de otro tiempo, de una habitación en un quinto piso, de no saber quiénes eran esa mujer, y ese hombre y ese niño, de ser nada más que la lente de mi cámara, algo rígido, incapaz de intervención. Me tiraban a la cara la burla más horrible, la de decidir frente a mi impotencia, la de que el chico mirara otra vez al payaso enharinado y yo comprendiera que iba a aceptar, que la propuesta contenía dinero o engaño, y que no podía gritarle que huyera, o simplemente facilitarle otra vez el camino con una nueva foto, una pequeña y casi humilde intervención que desbaratara el andamiaje de baba y de perfume. Todo iba a resolverse allí mismo, en ese instante; había como un inmenso silencio que no tenía nada que ver con el silencio físico. Aquello se tendía, se armaba. Creo que grité, que grité terriblemente, y que en ese mismo segundo supe que empezaba a acercarme, diez centímetros, un paso, otro paso, el árbol giraba cadenciosamente sus ramas en primer plano, una mancha del pretil salía del cuadro, la cara de la mujer, vuelta hacia mí como sorprendida iba creciendo, y entonces giré un poco, quiero decir que la cámara giró un poco, y sin perder de vista a la mujer empezó a acercarse al hombre que me miraba con los agujeros negros que tenía en el sitio de los ojos, entre sorprendido y rabioso miraba queriendo clavarme en el aire, y en ese instante alcancé a ver como un gran pájaro fuera de foco que pasaba de un solo vuelo delante de la imagen, y me apoyé en la pared de mi cuarto y fui feliz porque el chico acababa de escaparse, lo veía corriendo, otra vez en foco, huyendo con todo el pelo al viento, aprendiendo por fin a volar sobre la isla, a llegar a la pasarela, a volverse a la ciudad. Por segunda vez se les iba, por segunda vez yo lo ayudaba a escaparse, lo devolvía a su paraíso precario. Jadeando me quedé frente a ellos; no había necesidad de avanzar más, el juego estaba jugado. De la mujer se veía apenas un hombro y algo de pelo, brutalmente cortado por el cuadro de la imagen; pero de frente estaba el hombre, entreabierta la boca donde veía temblar una lengua negra, y levantaba lentamente las manos, acercándolas al primer plano, un instante aún en perfecto foco, y después todo él un bulto que borraba la isla, el árbol, y yo cerré los ojos y no quise mirar más, y me tapé la cara y rompí a llorar como un idiota.

 

Ahora pasa una gran nube blanca, como todos estos días, todo este tiempo incontable. Lo que queda por decir es siempre una nube, dos nubes, o largas horas de cielo perfectamente limpio, rectángulo purísimo clavado con alfileres en la pared de mi cuarto. Fue lo que vi al abrir los ojos y secármelos con los dedos: el cielo limpio, y después una nube que entraba por la izquierda, paseaba lentamente su gracia y se perdía por la derecha. Y luego otra, y a veces en cambio todo se pone gris, todo es una enorme nube, y de pronto restallan las salpicaduras de la lluvia, largo rato se ve llover sobre la imagen, como un llanto al revés, y poco a poco el cuadro se aclara, quizá el sol, y otra vez entran las nubes, de a dos, de a tres. Y las palomas, a veces, y uno que otro gorrión.

 

NADIE LO SABE, Sherwood Anderson

 

NADIE LO SABE

Sherwood Anderson



George Willard se levantó del escritorio que ocupaba en las oficinas del Winesburg Eagle, miró cautelosamente a su alrededor y salió con precipitación por la puerta trasera. La noche era calurosa y el cielo estaba cubierto de nubes; aunque no habían dado las ocho todavía, la callejuela a la que daba la parte trasera de las oficinas del Eagle estaba oscura como la pez. Un tronco de caballos atado por allí a un poste invisible pataleó en el suelo duro y calcinado. De entre los mismos pies de George Willard saltó un gato y echó a correr, perdiéndose entre las tinieblas. El joven estaba nervioso. Durante todo el día había trabajado como si estuviese atontado debido a un golpe. Al pasar por la callejuela temblaba como aterrorizado.

George Willard fue avanzando en la oscuridad por la callejuela, caminando con cuidado y precaución. Las puertas traseras de las tiendas de Winesburgo estaban abiertas y pudo ver a muchas personas sentadas a la luz de las lámparas. En el tienda Myerbaum’s Notion vio a la señora de Willy, el dueño de la taberna, de pie junto al mostrador, con una cesta en el brazo; la atendía un empleado que se llamaba Sid Green. Éste le hablaba con gran interés, inclinaba el cuerpo sobre el mostrador sin dejar de hablar.

George Willard se agazapó y atravesó de un salto el reguero de luz que se proyectaba a través del hueco de la puerta. Echó a correr hacia adelante en medio de las tinieblas. El viejo Jerry Bird, que era el borracho del pueblo, estaba dormido en el suelo detrás de la taberna de Ed Griffith. El fugitivo tropezó con las piernas del borracho que estaba despatarrado. Éste se echó a reír con risa entrecortada.

George Willard se había lanzado a una aventura. No había hecho en todo el día otra cosa que reunir ánimos para lanzarse a esa aventura, y ahora estaba ya metido en ella. Desde las seis había estado sentado en las oficinas del Winesburg Eagle haciendo esfuerzos por concentrar el pensamiento.

No llegó a tomar ninguna resolución. No hizo más que ponerse en pie de un salto, pasar precipitadamente junto a Will Henderson, que se encontraba leyendo pruebas en la imprenta, y echar a correr por la callejuela.

George Willard anduvo calles y calles, evitando encontrarse con la gente que pasaba. Cruzó una y otra vez la carretera. Cuando pasaba por debajo de un farol se echaba el sombrero hacia adelante para taparse la cara. No se atrevía a pensar. Lo dominaba el miedo, pero el miedo que ahora sentía era distinto del de antes. Temía que aquella aventura en que se había metido se estropease, que le faltase el valor y que se volviese atrás.

George Willard encontró a Louise Trunnion en la cocina de la casa de su padre. Estaba lavando los platos a la luz de una lámpara de petróleo. Allí estaba, detrás de la puerta de la pequeña cocina situada en la parte trasera de la casa. George Willard se detuvo junto a una empalizada e hizo un esfuerzo para dominar el temblor de su cuerpo. Ya sólo lo separaba de su aventura un estrecho sembrado de papas. Transcurrieron cinco minutos antes de que recobrase aplomo suficiente para llamarla.

—¡Louise! ¡Eh, Louise! —exclamó. El grito se le pegó a la garganta. Su voz fue sólo un susurro áspero.

Louise Trunnion se acercó, atravesando el sembrado de papas, con el trapo de secar los platos en la mano.

—¿Cómo sabes que voy a salir contigo? —dijo ella refunfuñando—. Muy seguro parece que estás.

George Willard no contestó. Permaneció mudo en la oscuridad, con la empalizada de por medio.

—Sigue adelante; papá está en casa. Yo iré detrás de ti. Espérame junto al pajar de William.

El joven reportero de periódico había recibido una carta de Louise Trunnion. Había llegado aquella misma mañana a las oficinas del Winesburg Eagle. La carta era concisa. «Soy tuya, si tú lo quieres», decía. Le molestó que allí, en la oscuridad, junto a la empalizada, hubiese afirmado que no había nada entre ellos. «¡Qué caprichosa! En verdad es muy caprichosa», murmuraba al mismo tiempo que seguía calle adelante, atravesando una hilera de solares sin edificar, sembrados de trigo. El trigo le llegaba hasta los hombros, y estaba sembrado hasta el mismo borde de la acera.

Cuando Louise Trunnion salió por la puerta frontera de su casa llevaba el mismo vestido de percal que tenía cuando estaba lavando los platos. No llevaba sombrero; el muchacho la vio detenerse con la mano en el picaporte de la puerta hablando con alguien que estaba dentro de casa, con el viejo Jake Trunnion, su padre, sin duda alguna. El tío Jake era medio sordo, y la chica le hablaba a gritos.

Se cerró la puerta, y el silencio y la oscuridad reinó en la pequeña callejuela. George Willard se echó a temblar con más fuerza que nunca.

George y Louise permanecieron en la sombra del pajar de William sin atreverse a decir palabra. Ella no era demasiado hermosa que digamos, y tenía a un lado de la nariz una mancha negra. George pensó que ella se había frotado la nariz con el dedo después de andar con las cacerolas. El joven rompió a reír nerviosamente.

—Hace calor —dijo.

Intentó tocarle con la mano.

«Soy poco decidido —pensó—. Sólo el tocar los pliegues de su vestido de percal debe ser un placer exquisito.» Eso se decía George, pero ella empezó con evasivas.

—Tú crees, ser mejor que yo. No digas lo contrario, lo adivino —dijo acercándose más a él.

George Willard rompió a hablar sin trabas. Se acordó de las miradas que la joven le dirigía a hurtadillas cuando se encontraban en la calle y pensó en la nota que le había escrito. Esto alejó de él toda duda. También lo animaron las cosas que se susurraban en la población acerca de ella Y se convirtió en el macho, audaz y agresivo. En el fondo no sentía por ella simpatía alguna.

—Bueno, vamos, no pasará nada. Nadie lo sabrá. ¿Quién lo va a contar? insistió.

Fueron caminando por una estrecha acera enladrillada, por entre cuyas grietas crecían grandes yerbajos. Faltaban algunos ladrillos y la acera tenía muchos altibajos. La cogió de la mano, que también era áspera, y le pareció deliciosamente menuda.

—No puedo ir lejos —dijo la joven con voz tranquila y serena.

Cruzaron un puente sobre un minúsculo arroyuelo y atravesaron otro solar sin edificar, sembrado de trigo. Allí acababa la calle. Siguiendo por el sendero paralelo a la carretera, tuvieron que ir uno detrás de otro. Junto a la carretera estaba el fresal de Will Overton, en el que había un montón de tablas.

—Will va a construir un cobertizo donde guardar las canastas para las fresas —dijo George al tiempo que se sentaban sobre las tablas.

Eran más de las diez cuando George Willard volvió a la calle principal; había empezado a llover. Anduvo tres veces la calle de un extremo a otro; la farmacia de Sylvester West estaba abierta todavía. Entró y compró un puro. Se alegró al ver que el mozo, Shorty Crandall, salió a la puerta con él. Los dos permanecieron conversando cinco minutos, al abrigo del toldo del edificio. George Willard estaba satisfecho. Sentía un deseo incontenible de hablar con un hombre. Dobló una esquina y marchó hacia la New Willard House silbando muy bajito.

Se paró frente al vallado con cartelones de circo que había al lado del colmado de Winny y, dejando de silbar, permaneció inmóvil en la oscuridad, con el oído atento, como si escuchase una voz que lo llamaba por su nombre. Luego volvió a reírse nerviosamente.

—No tendrá forma de presionarme. Nadie lo sabe —murmuró con un arranque enérgico; y siguió su camino.

 

lunes, 22 de marzo de 2021

INSTANTÁNEA, HARVEY CEDARS, 1948, Paul Lisicky

 

INSTANTÁNEA, HARVEY CEDARS, 1948

Paul Lisicky (Estados Unidos, 1959)

(Traducción de Mª Teresa Díez Taboada)


 

Mi madre se toca la frente y deja en sombra sus ojos verdes. La boca es rosada, el pelo rubio como el trigo. Está bronceada. Es la mujer más bonita de la playa, aunque es la única que no lo reconoce nunca. Se envuelve el esbelto cuerpo con un albornoz y hace una mueca, porque cree que sus caderas son como una campana. Aún ahora está calculando y esperando oír el chasquido del cierre de la máquina de fotos.

Los brazos de mi padre la sujetan fuertemente por los hombros. Es musculoso y con el estómago plano como una sartén. Mira hacia adelante y aparenta estar con mi madre, pero está ya en Florida, edificando nuevas ciudades, drenando manglares muertos llenos de arena. Se imagina construyendo, construyendo. Estará sano. Tendrá buena suerte. Y, en años futuros, como sus compañeros del ejército, se habrá vuelto blando y afeminado, todo se le volverá duro trabajo, pero la gente recordará su nombre.

Los hombros se tocan. La postura dice: así es como se supone que deben ser las parejas jóvenes. Obsérvenlos, son felices. Pero la cabeza de mi madre está ladeada. ¿Qué está mirando? ¿Mira al jugador de tenis que está junto a la ducha, al aire libre, el de las manos suaves, el que le enseñó a olvidar las cosas?, ¿o quizá ya oye el disparo del revólver que mi padre apretará contra su sien veinte años después?

GÉNESIS, Marco Denevi

 

GÉNESIS

Marco Denevi



Con la última guerra atómica, la humanidad y la civilización desaparecieron. Toda la tierra fue como un desierto calcinado. En cierta región de Oriente sobrevivió un niño, hijo del piloto de una nave espacial. El niño se alimentaba de hierbas y dormía en una caverna. Durante mucho tiempo, aturdido por el horror del desastre, sólo sabía llorar y clamar por su padre. Después sus recuerdos se oscurecieron, se disgregaron, se volvieron arbitrarios y cambiantes como un sueño; su horror se transformó en un vago miedo. A ratos recordaba la figura de su padre, que le sonreía o lo amonestaba, o ascendía a su nave espacial, envuelta en fuego y en ruido, y se perdía entre las nubes. Entonces, loco de soledad, caía de rodillas y le rogaba que volviese.

Entretanto la tierra se cubrió nuevamente de vegetación; las plantas se cargaron de flores; los árboles, de frutos. El niño, convertido en un muchacho, comenzó a explorar el país. Un día, vio un ave. Otro día vio un lobo. Otro día, inesperadamente, se halló frente a una joven de su edad que, lo mismo que él, había sobrevivido a los estragos de la guerra atómica.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

—Eva —contestó la joven—. ¿Y tú?

—Adán.

LA MONTAÑA, Enrique Anderson Imbert

 

LA MONTAÑA

Enrique Anderson Imbert


 

El niño empezó a trepar por el corpachón de su padre, que estaba amodorrado en la butaca, en medio de la gran siesta, en medio del gran patio. Al sentirlo, el padre, sin abrir los ojos y sonriéndose, se puso todo duro para ofrecer al juego del niño una solidez de montaña. Y el niño lo fue escalando: se apoyaba en las estribaciones de las piernas, en el talud del pecho, en los hombros, inmóviles como rocas. Cuando llegó a la cima nevada de la cabeza, el niño no vio a nadie.

—¡Papá, papá! —llamó a punto de llorar.

Un viento frío soplaba allá en lo alto, y el niño, hundido en la nieve, quería caminar y no podía.

—¡Papá, papá!

El niño se echó a llorar, solo sobre el desolado pico de la montaña.

EL ESPEJO, Cuento anónimo chino

 

EL ESPEJO



Un campesino chino se fue a la ciudad para vender su arroz. Su joven mujer le dijo:

—Por favor, tráeme un peine.

En la ciudad, el campesino vendió el arroz y bebió con unos compañeros. En el momento de regresar se acordó de su mujer. Le había pedido algo, pero ¿qué era? No podía recordarlo. Así que compró un espejo en una tienda para mujeres y regresó al pueblo.

Entregó el espejo a su mujer y marchó a trabajar sus campos. Ella se miró en el espejo y se echó a llorar. Su madre que la vio llorando, le preguntó la razón de aquellas lágrimas. La joven mujer le dio el espejo diciéndole:

—Mi marido ha traído a otra mujer.

La madre cogió el espejo, lo miró y le dijo a su hija:

—No tienes de qué preocuparte, es muy vieja.

Cuento anónimo chino

EL ÁNGEL DE LA MUERTE Y EL REY DE ISRAEL, anónimo (Las mil y una noches)

 

EL ÁNGEL DE LA MUERTE Y EL REY DE ISRAEL


Se cuenta de un rey de Israel que fue un tirano. Cierto día, mientras estaba sentado en el trono de su reino, vio que entraba un hombre por la puerta de palacio; tenía la pinta de un pordiosero y un semblante aterrador. Indignado por su aparición, asustado por el aspecto, el Rey se puso en pie de un salto y preguntó:

—¿Quién eres? ¿Quién te ha permitido entrar? ¿Quién te ha mandado venir a mi casa?

—Me lo ha mandado el Dueño de la casa. A mí no me anuncian los chambelanes ni necesito permiso para presentarme ante reyes ni me asusta la autoridad de los sultanes ni sus numerosos soldados. Yo soy aquel que no respeta a los tiranos. Nadie puede escapar a mi abrazo; soy el destructor de las dulzuras, el separador de los amigos.

El rey cayó por el suelo al oír estas palabras y un estremecimiento recorrió todo su cuerpo, quedándose sin sentido. Al volver en sí, dijo:

—¡Tú eres el Ángel de la Muerte!

—Sí.

—¡Te ruego, por Dios, que me concedas el aplazamiento de un día tan sólo para que pueda pedir perdón por mis culpas, buscar la absolución de mi Señor y devolver a sus legítimos dueños las riquezas que encierra mi tesoro; así no tendré que pasar las angustias del juicio ni el dolor del castigo!

—¡Ay! ¡Ay! No tienes medio de hacerlo. ¿Cómo te he de conceder un día si los días de tu vida están contados, si tus respiros están inventariados, si tu plazo de vida está predeterminado y registrado?

—¡Concédeme una hora!

—La hora también está en la cuenta. Ha transcurrido mientras tú te mantenías en la ignorancia y no te dabas cuenta. Has terminado ya con tus respiros: sólo te queda uno.

—¿Quién estará conmigo mientras sea llevado a la tumba?

—Únicamente tus obras.

—¡No tengo buenas obras!

—Pues entonces, no cabe duda de que tu morada estará en el fuego, de que en el porvenir te espera la cólera del Todopoderoso.

A continuación le arrebató el alma y el rey se cayó del trono al suelo.

Los clamores de sus súbditos se oyeron; se elevaron voces, gritos y llantos; si hubieran sabido lo que le preparaba la ira de su Señor, los lamentos y sollozos aún hubieran sido mayores y más y más fuertes los llantos.

Cuento anónimo de Las mil y una noches.

LA CERILLA SUECA, Antón Chejov

  LA CERILLA SUECA Antón Chejov   I       En la mañana del 6 de octubre de 1885, un joven correctamente vestido se presentó en la of...