lunes, 2 de noviembre de 2020

EL ACTO DE ESCRIBIR, Santiago Kovadloff

 

EL ACTO DE ESCRIBIR

Santiago Kovadloff*

 



I

Creo poder remontar la corriente que me trajo hasta este oficio. Escribir ha sido desde siempre lo único que quise. Desde siempre, no: desde que ya no pude jugar. No poder jugar fue mi derrumbe. Mi primera experiencia del tiempo como catástrofe; de mi identidad como incertidumbre. Sí, una zozobra absoluta. Días y días vacíos. De pie en mi cuarto, en el jardín, viendo llover detrás de una ventana, la mirada errante sobre un mundo hueco. Enfermo por el amor que se fue.

No sabría decir cuánto duró esa agonía. ¿Hubo transición? Me parece que fue un salto, una fuga del dolor. Mis soldados de plomo estaban tibios todavía cuando empecé a escribir. Nunca me resigné a dejar de jugar. Nunca me resignaré. Y ya tengo más de sesenta años.

Empecé a los trece. Recuerdo el papel. Hojas sueltas, planchas levemente opacas, perladas, de un blanco atenuado por una pátina gris. Allí mi mano dejaba su estela de tinta azul profundo. Mi padre me daba esas hojas. Cada resma era nutrida y pulposa. Ignoro de dónde provenían. ¿Qué era aquello? ¿Papel de envolver? Me gustaba. No escribía en cuadernos. Mi trazo regular cubría las hojas amorosamente. Las iba llenando con mi letra ostentosa, que se deslizaba y caía sobre la derecha, como desplomándose. Letra diáfana, lenta, como la de hoy. Allí prolongaba yo mis correrías imaginarias a caballo por las cuadras de mi barrio. Pistola al cinto o en mano, atento a las acechanzas de apaches y cuatreros, me deslicé desde mis juegos a las palabras. Aún recuerdo un título: "Diez mil dólares en oro". Hubo una mediación: los libros. Leía hechizado. Mi cuerpo leía. Todo mi cuerpo. Los libros también eran juguetes. Y más: los acariciaba, me gustaba la piel de las páginas, las olía. Como a una mujer. Ellos fueron el residuo palpitante que me dejó la infancia cuando se apagó. La materia que facultó mi renacimiento. Desde entonces nada me importó más. Leer, escribir. Resucité. Volví a tener un mundo.

Los desvelos que me producen mis desaciertos de padre y marido me atormentan menos que mis imperfecciones de escritor. Sigo siendo un niño que perdió su casa tras la muerte de su infancia. No falta sin embargo quien, con humor y clarividencia, diagnostique que la mía es una conclusión conscientemente encubridora y por lo tanto hipócrita. Bien sé —me aseguran— que tan mal padre no soy, ni un marido desastrado; en consecuencia, no podía escapárseme que lo real-mente preocupante, por hondas e irremontables, son mis falencias de escritor. Sea como fuere: si no escribiese, me ahogaría. La vocación no responde a la certeza sobre el propio talento. Es una pasión. Se nutre de su propia necesidad, de su ímpetu y no de la excelencia eventual dé sus frutos. Yo podría durar sin escribir pero no sabría vivir sin hacerlo. No lo sé desde hace casi cincuenta años. Ya es demasiado tarde para aprender a pasar el tiempo. Lo senil para mí es la vida sin literatura. Al escribir me rebaso, me trasciendo, voy más allá de mi literalidad; de esa pátina de obviedad en que la rutina ahoga lo viviente. Al escribir asciendo, planeo, respiro un aire más puro. Ahondo lo que de otro modo se me extravía en la dispersión, en la impropiedad, en la falsa claridad de la costumbre. Detesto lo inequívoco, lo rígido, lo inmóvil. Al escribir, todo se convulsiona, vuelve a temblar, se desplaza, me convoca. Me contoneo al escribir, bailo, me bailo. Hurgo, encuentro, pierdo, busco. Las palabras arden y queman en la urgencia que siento de decir. Aciertan o marchitan lo que tocan, según sea la gracia que inspira su despliegue. La vocación las baña, las depura, las hospeda. Pero a veces las ahoga con su avidez desmedida. Y ellas florecen o caen. A veces huyen o no ceden, se resisten. Se niegan a venir. Tienen la aspereza de lo indómito. Dan a entender que no las merezco. Y sufro adivinándolas perfectas y presintiéndolas inalcanzables, certeras y distantes. Mi pobreza entonces me atormenta. Mi ineptitud me paraliza y me angustia porque nada quise ni quiero más que saber tratar con ellas. Pero luego, no sé cómo ni de dónde, la vocación renace, embiste, insiste, revierte la ceniza en que se apaga. Una ráfaga de sensualidad venida del corazón me devuelve a las palabras. Me las ofrenda otra vez, dóciles, exactas. Y ellas son, entonces, las que cantan y las que suben y bajan. [...] Tienen sombra, transparencia, peso, plumas, pelos, tienen todo lo que se les fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto trasmigrar de patria, de tanto ser raíces...[...] Viven en el féretro escondido y en la flor apenas comenzada.. (Pablo Neruda, Confieso que he vivido, "La palabra", págs. 73 y 74, Losada, Buenos Aires, 1974).

 

II

He sido, creo, un inventor exitoso. Me propuse llevar adelante una empresa productora de tiempo o, mejor aún, de horas libres para escribir y leer. El asunto prosperó en unos pocos años. Como el dinero jamás me interesó, me ocupé cuidadosamente de ganar lo indispensable. E indispensable fue siempre para mí reunir lo que me permitiera vivir como quería. Me transformé en lector e intérprete profesional de los libros que amaba y de los textos que me acercaban quienes, aspirando a ser escritores, creían que mi parecer podía orientarlos. Maestro y tallerista, encontré en la docencia privada el acceso a mi sustento y una alegría de transmitir que la universidad no me brindó o yo no supe cosechar en ella.

Elijo a mis discípulos tanto como ellos a mí. Sólo sé interesarme por aquellos a los que reconozco antes que por aquellos a los que recién conozco. Soy platónico y lo admito pues sólo me conmueven los seres cuyas almas creo reencontrar y a las que recuerdo al verlas en una aparente primera vez. Mi comunión con ellas se me evidencia en la intuición de su talento, de su fervor vocacional, o en la convicción de que reúnen las aptitudes que me parecen propicias para emprender lo que se proponen.

Enseño en la sala de estar de mi casa tres días por semana. Luego de esa entrega, me recluyo. Ya en la noche del jueves, me hace feliz el presentimiento de mi retiro. Y mi retiro comienza el viernes. Al fondo de mi departamento, camuflado en la apariencia de un mero escritorio, se alza mi monasterio. Escribo en la semioscuridad bajo un hilo de luz. Mi lámpara es de ópalo verde y encendida parece un lago.

Resguardo mi fortuna con criterio y avaricia. A nadie obsequio el tiempo en que quiero y trato de escribir. Y cuando no sé hacerlo y caigo en concesiones que mi vocación no tolera, me enfermo de inmediato, del modo que fuere, y es otra vez la sensación de durar la que desplaza en mí la emoción de estar viviendo. De modo que el escritor, el lector y el docente se reparten mi tiempo en plácida concordancia, sin excluir, es cierto, al melómano devoto de Brahms, de Mozart, de Satie y de Bill Evans, cuyas horas de oficiante no son nunca las de los otros tres, pues no logro leer ni escribir  ni escuchar música, si la atmósfera propia de cada una de esas actividades es interferida por cualquiera de las demás.

Escribo a mano, como tantos aún lo hacen, porque es de ese modo como más lo disfruto. Dibujo cada letra, trazo las palabras con un ritmo siempre pausado del que brotan las ideas que hilvana cada ensayo. Rara vez son muchas las páginas que produzco en una sola jornada. Apenas algunos párrafos. Es la intensidad y no la extensión lo que tanto busco y encuentro a veces. Pero al fin del día y sean cuales fueren los resultados, emerjo purificado. Se trata de escribir, de ir, de estar haciéndolo. La emoción más honda proviene de la marcha, del zigzagueo de la pluma en el papel, de su sonido. Infundir transparencia a una idea me demanda siempre varias embestidas. La cadencia debe brindar sustento al enunciado para que la vida personal que habita en el concepto o la imagen haga oír su respiración. De modo que corrijo y corrijo en días o semanas sucesivos hasta el agotamiento o el hallazgo sentido como feliz.

Es en mi letra donde reconozco mi escritura. La tipografía de la máquina casi nada me dice, nada me entrega de cuanto brota del trazo. En ella me veo velado, sustraído a mi materialidad. Cuando estoy ante mis textos impresos, los leo en voz alta para sobreponerme al sentimiento de despersonalización que me imponen las páginas editadas. Sólo así —por obra de la voz— lo impreso me devuelve, me restituye. Mi letra es gótica, lenta y clara. Desconoce la prisa, la ansiedad con la que sin embargo me pongo a redactar cuando me asalta una idea. Quisiera que mis libros fueran publicados con mi caligrafía. Barthes sabía que en la letra vemos "la proyección enigmática de nuestro propio cuerpo". 2 Roland Barthes, Variaciones sobre la escritura, Paidós, Buenos Aires, 2003, pág. 158.

Trazar [palabras] es para mí del mismo orden que pintar para un pintor: escribir sale de mis músculos, disfruto de una especie de trabajo manual; acumulo dos "artes": el del texto y el del grafismo. 3 Roland Barthes, ob. cit., págs.165 y 166.

Algo del enigma del tiempo recoge esa huella que la mano labra. El modo en que cada cual lo conjuga. Su realidad dolorosa y deslumbrante. Por mucho que se transforme, nuestra letra es la de siempre. Algo de esa constancia, de eso que persevera, se deja ver al plasmarla. No se trata sólo de los indicios de un temperamento. El impacto que produce el tiempo como objeto inviable para la conciencia, está allí también: es huella en el trazo. En ese surco que la mano cava, en ese suelo horadado, síntoma y cicatriz, prueba temblorosa de su hondura. Lo notorio y lo indecible están allí. Todo escritor, todo artista, lo sabe; y si no lo sabe, lo adivina: el tiempo se vertebra en nosotros como un gemido. A veces también como oración y melodía. Muy posiblemente los hombres de los siglos venideros serán ágrafos en un sentido esencial. Ya no escribirán con sus manos del mismo modo que ya no trabajan la tierra con ellas. No sabrán ni querrán escribir con sus manos. Se trata de una tendencia previsible. Algo de nuestra subjetividad actual agoniza, algo la fuerza a reducir a un mínimo los indicios de su presencia, el cultivo de la intimidad. A partir de esa agonía, forzado por ella, la huella del tiempo va tomando nuevas formas en la sensibilidad. Acaso en el futuro se llegue a desconocer la letra de generaciones enteras. Acaso, desde ese futuro se observe la letra de generaciones pasadas y remotas, la nuestra entre ellas, como hoy se mira un dolmen o un remoto artefacto de madera o una vieja deidad construida con los dedos. Algo incanjeable, inconfundible, se extingue con el abandono generalizado de la caligrafía personal. Un signo del espíritu comienza a volverse residual.

Es demasiado pronto para decir qué compromete el hombre moderno de sí misino en esta nueva escritura de la que la mano está ausente. 4 Roland Barthes. ob. cit., pág. 168.

Yo trato, como puedo, de escapar escribiendo al desconcierto y al silencio que el tiempo, como secreto impermeable a nuestra súplica, nos impone. Trato, a la vez, de que ese silencio y ese des-concierto se dejen oír en lo que digo; que haya sitio en lo que digo para su flujo suave y su paso atronador, inapresable, y del que yo mismo soy una estela cada vez más tenue y a la vez más pro-nunciada. Escribo rehuyendo y palpando su absurda insistencia en el pulso de mi mano, su misterio extenuante en la palma que reposa en el papel. Y no hay emoción comparable a la de saber que un día ya no me habitarán.

III

Si el sentido de la vida es indisociable de una finalidad, la mía es escribir. No sé vivir sino tratando de construir enunciados con palabras, formas con palabras, insinuaciones verbales que reflejen el impacto de saberme en el tiempo, sujeto a él, hecho y deshecho por él. No sé distraerme de esta finalidad, pensarme sin ella, apartarme de ese propósito que obra en mí sin cesar como un consuelo, ni concentrarme devotamente en algo más que la consideración de un significado o la tersura indispensable con que debe contar su enunciación.

La vida sólo me resulta asimilable como materia prima de mis divagaciones de ensayista. Si la escribo la digiero, si no totalmente al menos más y mejor que si me limito a vivirla. Como experiencia directa, la vida me sobrepasa. Al escribirla, en cambio, me reconstruyo, puedo mediatizarla y, de algún modo, administro sus efectos. Se trata de un resarcimiento. De una estrategia defensiva. La vida en sí misma me resulta aluvional, me avasalla, me aturde, me fragmenta. Me ahogo en la pura desnudez de los días y sólo escribiendo puedo discernir a medias lo que me sucede. Recupero, indirectamente, lo que directamente se me escapa. Es tal la turbación que el hecho de vivir me provoca que no termino de hacer mía ninguna rutina. Mi desubicación no cesa. Ser no me contiene. Hay en mí un excedente de estupefacción que no se disuelve en la costumbre. Tal vez por eso no conozca el aburrimiento y sí una inquietud insomne, insistente, y a veces un cansancio demoledor. El efecto áspero de una incredulidad parcial, incisiva, antes que la certeza plena y apaciguadora de estar protagonizando cualquiera de mis experiencias. Me falta, en casi todo, espontaneidad. No logro sobreponerme a ese extrañamiento básico que me paraliza, que me domina en todo y con todos. Desconfío de mi realidad. Sospecho de mi presencia efectiva allí donde estoy. Al escribir, en cambio, cedo la palabra por entero, abiertamente, a esa ambigüedad en que consisto. Entonces me afinco, me sitúo. Me reconcilio, escribiendo, con mi imposibilidad de terminar de consistir. Al escribir, habla desde mí, sin reservas, el inconcluso; el difuso se hace oír, si bien no con entera libertad, sí con algo menos de inhibición. Al escribir puedo, por fin, expresarme desde mi vacilación, ceder a mi emoción de desorientado sin camuflarla, representar de algún modo mi propio extrañamiento, esa íntima impresión de no consistir solamente en mí. Es que escribiendo se desploma la necesidad de excusarme, la culpa y la inhibición de ser como soy o de no ser como no soy. Busco y encuentro, al escribir, el alivio de aproximarme a una verdad propia más elemental que la que orienta mi desempeño social y aun familiar y el uso habitual que me siento forzado a hacer de las palabras. Ese alivio que no encuentro limitándome a vivir, atado a las imposiciones de la moderación y la coherencia que exigen el trato, la funcionalidad y el mandato de ser casi siempre expeditivo. La vida sólo vivida, la vida a secas, se me escapa y ni siquiera como vivida la siento. Su intensidad distorsiona y aturde mi percepción. Y si, al escribir, no la retengo ni abarco, logro en cambio que su fuga, el efecto decisivo de su fuga sobre mí, ingrese en el lenguaje, abandone la periferia en que subyace mientras actúo, vengo y voy, y conquiste el centro de la escena, imponiéndose como evidencia, ganando la palabra. Ése es mi desquite, mi consuelo, mi alivio, mi exorcismo. La paz que de otro modo no encuentro. Y si el goce que se siente en el acto de escribir es también padecimiento a fuerza de ser intemperie, a mí me parece el único triunfo esencial que soy capaz de lograr sobre esa desorientación primera y esa ignorancia compacta con que me descalifica el hecho de existir. Se diría que, al escribir, reacciono contra mi sentimiento de irrealidad objetiva mediante este recurso de creación de realidad subjetiva. Escribo para volverme verosímil ante mí mismo, ya que es muy tenue la impresión de serlo que tengo cuando no lo hago. Si la literatura es mi prótesis, esa prótesis es radical, sustantiva, pues todo yo me asimilo, sin ella, a lo que mi falta. No hay razón para insistir en esta actividad a no ser por semejante urgencia ontológica. El día que ella ya no me acose, conquistaré una apatía monacal ante lo que me suceda. Y, cuando me asome a mi muerte —a ese segundo que será encuentro y despedida— sabré que habiéndome extinguido con la necesidad de escribir, bien poco me quedará por entregar, y nada será más exacto que designar lo que de mí quede, cuando expire, como de mis restos.

Al escribir supero la impresión casi constante de que estar vivo es estar perdido. Lejos de evadirla, al escribir encaro esa impresión, la enfrento, la exploro, la escucho. Es ese mismo vacío de significación el que me lanza hacia las palabras. Él me las dicta a cambio de que en ellas le dé cabida. Puesto que casi desde siempre he querido escribir y seguir escribiendo, es evidente que hacerlo no me salva ni me rescata sino momentáneamente del naufragio. Cada texto terminado me devuelve a la turbulencia de las olas y de ella vuelvo a escapar escribiendo. Para los demás, el saldo de este retorno eterno, de este circuito cerrado, se llama mi obra. Para mí, sin embargo, mi obra no es más que mi obrar, ese proceder circular, toda la trayectoria que una y otra vez va del naufragio al madero y viceversa. Mi vida es eso. Ese circuito es mi obra. Una misma insistencia remodelada infinitamente. No hay segundo poema. Y es así porque, en rigor, no hay un primero al que pueda considerárselo acabado en la sensibilidad de quien lo produjo. Hay sí, un esbozo. Un esbozo que insiste y se multiplica en otros. Una necesidad de dejar atrás las palabras que da lugar a nuevas palabras. Obra literaria es ese repertorio de fracasos sucesivos logrados mediante el empeño perseverante e inútil de no volver a escribir más. Y no obstante escribir me fortalece, me serena. Me predispone mejor hacia todo lo que sea no escribir. Lo que se llama la realidad, "lo que hay", "las cosas", "eso que pasa", reviste para mí tal grado de inverosimilitud, me conmociona a tal punto su dimensión fantasmagórica que, a menos que sea escribiendo, no sé cómo tramitar mi asombro, ni mi terror, ni mi emoción, ni mi gratitud por estar vivo. Aún hoy es así. Con más de sesenta años.

La vida es un hecho sobrenatural. Quien así no lo advierta reniega de su propia complejidad. Para sobrellevarlo sin literatura, sin arte, sin ciencia, sin filosofía, sin religiosidad, hacen falta mecanismos de defensa, mediaciones, que en mí no hay o están estropeados. Sé sin lugar a dudas que las cosas me golpean porque me alcanzan más allá de su significación ordinaria, habitual, desafiándome con su verdad inefable, embistiéndome con su absoluta imponderabilidad metafísica. De ese embate de lo imponderable trato de hablar al escribir, y al escribir sobre cualquier cosa. Porque es en las cosas, en cada cosa —incluso en las más banales u ordinarias—, donde ella se me manifiesta. Y si de mí con razón se dice que vivo distraído (aunque mejor sería decir sustraído), sin poder terminar de estar donde me encuentro, es porque quienes me conocen advierten lo que casi siempre trato de enmascarar: que no me encuentro cabalmente donde estoy, que hay una cita a la que no termino de concurrir por más que a ella vaya, que ese dónde en el que estoy se me escapa, se me evapora o no acaba de constituirse para mí en un dato terminal. Como si yo no pudiera afincarme, hacer pie, entender o aceptar que sí llegué y que sí entiendo. Y es así porque ese dónde en que me asiento se me deshace, se me evapora, y sus bordes se me deshilachan vulnerados por el embate de esa energía que de pronto brota de las cosas para mí como liberándolas y llamándome hacia esa otra realidad tanto más honda que la que brinda su primera apariencia. Siempre me atrajeron las interpretaciones clínicas alentadas por mi patología aunque me inclino a creer que hay en mí un bastión de mi narcisismo irreductible al análisis. Ello no me impide reconocer que malentienden el psicoanálisis quienes creen que su finalidad es privarnos, a quienes la tenemos, de nuestra aptitud para la creación. Todo lo contrario. Pocas cosas respaldan más el misterio de esa aptitud que una buena interpretación. El psicoanálisis nada nuevo nos dice sobre la facultad creadora. Pero sí mucho sobre su finalidad neurótica. No escuché jamás a un psicoanalista que intentara persuadirme de que la vida, para el entendimiento humano, no fuera un acontecimiento sobrenatural, des-concertante, aplanado con demasiada frecuencia en casi todos nosotros, por los martillazos de la costumbre. Lo excepcional, ya se sabe, no es ser, sino advertirlo. Y advertirlo, en cuanto a lo que a mí más me importa, no significa entender sino verse a merced de su intensidad, del colapso que desata la imposibilidad de significarlo. Hay personas en las cuales los recursos paliativos de ese impacto no actúan con la debida precisión. Son seres que vienen fallados. Cualquier psicoanalista serio podría explicarlo. Yo estoy entre esos seres. No hay jactancia en lo que digo. ¿Qué jactancia puede haber en declararse impedido? El padecimiento de quienes en este orden somos inválidos no es envidiable. Pertenezco a una estirpe de carenciados que se afana en decirlo todo a la luz de su desajuste. Semimudos que han transformado su impotencia en vocación. Indigentes que, vaya a saber en virtud de qué facultad, se alimentan del mismo desamparo que los descalifica. Habitantes de lo inhabitable. Frecuentadores de lo inaccesible. Astrónomos, místicos, músicos, biólogos, filósofos y físicos cabales, pintores y escritores, claro está. Gente que se tutea con lo imposible. Gente que trae estampada en la cara la caricia con que lo ha rozado lo indecible, cuya voz se muestra templada por el trato con el silencio.

Escribir es, pues, mi eucaristía, mi acción de gracias, mi sustento. El gesto transfigurador que me arranca a la literalidad y me permite no enloquecer o no largarme a llorar al despertar o irme a dormir sin desesperarme por no saber adónde voy exactamente al decir que voy a dormir.

IV

Me doy cuenta: soy un hombre ensimismado. No puedo apartar de mí el enigma de mi presencia. No se trata de autofascinación sino de perplejidad. Ya lo dije: ser me rebasa, me excede. Mi turbación ante mí mismo linda con lo siniestro, con el horror que despierta lo que no termina de imponerse como natural. No acabo de identificarme. No sé hacerlo y creo que nadie lo sabe. Pero hay algunos en quienes esa disonancia se deja oír, se hace ver, se configura y comienza a bailar. Logra objetivarse, así, en una forma que opera como espejo de lo que no puede terminar de retratarse. Ser real es mi trauma. La barrera que me impide encontrar refugio, alcanzar una ubicación más segura, un amparo. Cuando escribo, actúo mi drama. Administro entonces mi desolación. Puedo de algún modo con ella. El niño desconsolado traza un surco, arma su torre, juega con su pena y en la medida en que juega ya no sólo hay dolor.

Pero ni aún en lo que escribo termino de ser verosímil. Lo que hago es soplar el fuego, avivarlo y dar transparencia a esa bruma inagotable. Como diría Montaigne, me dejo llevar por el viento. Mis libros son recopilaciones de fragmentos. Restos arrebañados. Saldo de un final de travesía siempre incompleta. Lo mío son voces sin centro, periféricas. Tal vez escriba para hacer evidentes los efectos de la ausencia de ese centro. Y sin embargo, el propósito esencial es otro: dar a ese descentramiento un tono. La búsqueda de la musicalidad del enunciado es la forma más alta y más honda que en mí tomó la sed de identidad. Hilvanar los conceptos en enunciados melódicos es mi modo dilecto de filosofar. El que se cumple con el cuerpo hecho palabra y la palabra hecha cadencia. El único por el que me desvivo. Se me dirá que eso no es filosofía. Posiblemente. Pero sólo así puedo sentirla como tal. La claridad de Hegel no me ilumina: me enceguece. La luz que me importa proviene de Montaigne, de Pascal, de Camus, del tormento musicalizado de Cioran. De ese sobrio prodigio en prosa castellana que es la reflexión de Octavio Paz.

¿Por qué no confesar que las ideas me conmueven por su belleza antes que por su consistencia lógica? Si me envuelven como un abrazo, si despiertan mi emoción, yo las entiendo. Mis convicciones son esencialmente expresivas. A no ser por el acento que les infunde vida, no sé identificarlas. Me cuesta creer que sean mías, que me atañen. Digo yo y no sé con precisión de quién hablo. Al escribir no supero esa ignorancia pero la artículo. Hago de ella un pronunciamiento que se cursa a sí mismo y a sí mismo se revela. Sólo así creo escapar al acoso del sentimiento de dispersión. Al fracaso perceptivo que me impone lo que hay en mí de inabordable. Realmente el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios. Creer en Él es saberse, como Él, indescifrable. No es su inteligibilidad lo que busco sino el efecto en mí de su realidad inconcebible. La estela de lo imponderable en mí. Lo mío es un esfuerzo tan inaplazable como insuficiente. Lo cumplo. No obstante, lo cumplo. Su fundamento consiste en lo que tiene de imperativo. Y lo cumplo mediante los trazos que forja mi mano. Acaso por eso dibujo cuando escribo. Mi letra responde a la necesidad de discernir. Sus rasgos tienen la claridad que en todo lo demás me falta. Es ese deseo de clarividencia el que me dicta la forma de mis trazos. Y yo diría que esa forma es todo lo que logra mi deseo. Sólo sé divagar, me pierdo en mis asuntos si busco determinarlos de una buena vez. No arribo a conclusiones. No sé interesarme por ellas. Prefiero el torrente de la digresión infinita. El viaje al desenlace, la marcha al arribo. Y la unidad a la que aspiro la busco en el tono. La estructura que persigo está en el tono. Respondo, escribiendo, al mandato de entonar un anhelo de transparencia irrealizable. No al hecho de tener algo preciso que decir. Primero llegan las palabras con su melodía y su promesa de una revelación. Después y sólo después, los temas. Tal como lo dijo Schiller. "El sentimiento carece en mí, al principio, de un objeto determinado y claro; éste no se forma hasta más tarde. Precede un cierto estado de ánimo musical, v a éste sigue después en mí la idea poética". (Extraído de una carta de Schiller a Goethe, del 18 de marzo de 1796 y citada por Federico Nietzsche, El nacimiento de la tragedia. Alianza Editorial, Madrid, 1981,pág. 62.)

 Soy un hombre ocupado por las palabras. Un devoto del susurro con el que me cantan. Algo del proceder de los antiguos místicos judíos insiste en mí. Integro una cofradía de deslumbrados por algo que las palabras quieren decir y no dicen. O lo dicen y yo no termino de aprehenderlo. Tal vez yo sea, ante todo, un oyente de Dios y no lo sepa o no lo quiera saber. Tal vez, al escribir, yo sea un creyente. Tal vez esté orando al escribir y el vaivén de mis palabras sea el de los cuerpos que oscilan ante el Muro de los Lamentos. En ese fraseo encuentro sustento. Un sustento que me fecunda como persona antes que como autor. La palabra autor me confunde. Ninguna invención es primigenia. Y el dominio de un arte potencia en quien lo tiene la admiración por sus maestros. Cuanto mejor creo hacerlo, mejor me sé hijo mínimo de gigantes. Cuando leo a Cioran o ciertas páginas de Steiner, sé que en mí el talento no es más que una gota impregnando mi esfuerzo. En rigor, la búsqueda de un estilo no es primordialmente la de una forma sino la de un contenido. La búsqueda de una consistencia. El acierto de Boileau es definitivo. Realmente "el estilo es el hombre". Quiero decir: el estilo no opera como reflejo de alguien: lo constituye. Antes del estilo no hay nada. El hombre que aún no sabe pronunciarse evoca, con su insolvencia, el caos primigenio. La cadencia lograda en el fraseo es la revelación decisiva, la prueba ontológica primordial. Homo loquens: el que al decir se da vida. Saltar de la forma entendida como contenido a un presunto contenido sin más equivale a precipitarse al vacío. Un contenido sin la forma adecuada no es más que indeterminación. La forma, por otra parte, ¿qué otra cosa puede ser que impronta subjetiva? Si lo que se dice no huele a entraña, ¿para qué leerlo? ¿Qué nos puede brindar? Quien se arroga el derecho de hablar sobre el "hombre de nuestro tiempo" sin una mediación particular, específica; si no procede, en suma, desde un caso concreto, no sabe lo que hace. Generaliza irresponsablemente. Se deja ganar por la tentación de lo abstracto. Remite a un espectro e ignora a qué remite. Idolatra con las manos lo intangible. Debería prohibirse, al escribir, hacerlo de otro modo que en la primera persona del singular y acerca de lo singular. Ser personal es poco menos que imposible pero es el único fracaso que cuenta como logro.

V

Jamás escribo para decir algo cuya comprensión no necesito alcanzar mediante la escritura. Me desalienta enunciar por escrito lo que ya sé. Me parece tautológico, un procedimiento administrativo. Por eso no acopio mis cursos para luego transformarlos en libros. El acto de escribir se justifica si es instaurador fundacional. Prefiero exponer oralmente los temas que estimo entendidos. Redactarlos no me produce ninguna emoción. Convertida en mediación, en operación de descarga, la literatura me aburre. ¿Para qué redactar lo que se piensa con claridad si es infinitamente más emocionante ir en pos de lo que se quiere pensar, buscándole claridad a medida que se lo escribe? La diferencia entre un escritor cabal y quien no lo es —digamos un hombre de ideas en sentido estricto— es que el primero llega a ellas cuando redacta. El acto de escribir, y sólo el acto de escribir, le infunde clarividencia, lo informa, lo conforma. El escritor es quien es por obra de su escritura. Más que su autor es su producto. El hombre de ideas puede serlo con independencia de ella. El investigador, cuando redacta, ya cuenta con lo que le importa decir. La escritura, en su caso coopera complementariamente en el proceso de afirmación de su identidad. Al escribir se mueve siempre sobre un dominio previamente constituido. Por cierto, yo también tengo el mío y no me desagrada ser un conferencista ni un profesor. Pero la experiencia literaria es otra cosa. Justamente, lo que ella me permite es escapar a la familiaridad con lo que trato. Es una acción liberadora, disruptiva, una corriente de aire fresco. Un riesgo reconquistado. Por eso mismo no releo los libros que he escrito. Es como buscar confirmación interior en un espejo ya bruñido, en una superficie que reproduce sumisamente lo que ya se ha cristalizado. "Pienso luego existo" significa para mí "Escribo luego soy". Lo central está, pues, en el proceso. En la pasión por el proceso. No en la fe que despierta o puede llegar a despertar la consistencia del fruto consumado. Esa pasión es la que me asegura que sé lo que quiero. La ansiedad más o menos velada, de animal en cautiverio, con que aguardo y hasta suplico que ella se desencadene, así como el hecho de tratar de sostenerme luego en la correntada, una vez que se desató. En el goce y en el vértigo del oleaje, allí donde el caudal arrecia y el flujo crea su propio cauce y se rebela contra todo orden previo y aun contra cualquier orden prematuro, ese que florecido en la hora oportuna decantará en obra, en un desenlace que sin duda alegra y a veces hasta colma, pero al precio de no estar ya inscripto en el remolino de las pérdidas y los hallazgos, haciéndome y deshaciéndome, cayéndome y levantándome como sólo ocurre cuando se está a merced del acto siempre inaugural de escribir; acto prepotente, imperativo, caótico y al que podría designarse genesíaco si no fuera que, en él, el día y la noche, la luz y la bruma, lejos de excluirse o separarse, se buscan y se acoplan sin descanso, insinuando y sustrayendo lo insinuado, saciando y avivando esa sed de felices evidencias que presentimos cada vez que el deseo de escribir vuelve a hacerse inaplazable.

Sin ser este frenesí, es una urgencia que en mucho se le parece la que me gana cuando transmito lo que leído en alguno de los clásicos me da más vida que la que hasta ese momento tuve. Sólo me interesa llegar a explicar los libros cuya lectura me trastornó, renovando en mí la fortaleza de mis emociones, reabriéndome a la evidencia del impacto sobre mi piel del enigma de la conciencia, a la gratitud y al terror de ser un pasajero, un huésped de la vida en los términos de Steiner, uno más con los días contados.

Poco importa de qué traten los libros desde que me conmuevan. A quienes conmigo meditaron a Platón los invito luego a leer a Marcial y a Cátulo, a Teofrasto y a Claudio Eliano, a quien nadie igualó en el arte de explicar por qué el lobo es animal predilecto del sol. Claudio Eliano, Historia de los animales, Hyspamérica, Madrid, 1985, págs. 193 y 194.

o cómo los peces llamados escaros se prestan mutua asistencia para impedir que alguno, atrapado por el anzuelo, sea arrebatado a las aguas.739 Lo mismo hago con quienes, habiendo considerado las epístolas de Pablo, son invitados luego a recorrer las comedias de Moliere o esa pieza magistral del desengaño a la que Shakespeare tituló Medida por medida. No creo, como lector, en las especialidades. No creo que la filosofía esté sólo en la filosofía ni el sentimiento religioso en los textos de teología. Isadora Duncan proponía bailar una silla. A nadie que me solicite dictar un curso de literatura dejo de proponerle algún pasaje de Kant o las reflexiones que sobre física atómica tan inspiradamente elaboró Werner Heisenberg. No soy agnóstico, soy panteísta. Creo con fervor que, leídos desde cierta demanda interior, las Metamorfosis de Ovidio y El malestar en la cultura de Freud guardan un sólido parentesco y una ofrenda afortunada para quien sepa advertirlo. Desconozco las jerarquías entre géneros. Un buen tratado de sociología como cualquiera de los compuestos por Zygmunt Bauman puede absorberme tanto como los Cuatro cuartetos de Eliot o una relectura de los ensayos cada vez más luminosos de Murena.

¿Profesor de metafísica? ¿Crítico literario? ¿Comentarista de historia antigua o de dilemas contemporáneos? ¿Diletante? ¿Experto en literatura en lengua portuguesa? Desprecio las etiquetas, me ahogan. Una vez me preguntaron cuál es mi campo en filosofía. No lo sé. Y no lo sé porque no lo tengo. Las clasificaciones me desconciertan. Escribo, soy un escritor. Un difusor de lecturas. No sé dar de mí otra caracterización que me parezca razonable. Hay en mí un desarraigo esencial de lo específico. Un deslizamiento incesante hacia otro lado que me niega la inscripción en toda territorialidad. Y aunque me sé incapaz de cualquier totalización siento una curiosidad voraz por lo que, al menos for-malmente, no me corresponde. Me interesé por las matemáticas mientras escribía El silencio primordial, tanto como por la vida monástica y la pintura abstracta. Acertadamente o no, busco en todo lo que encuentro el latido común de un mismo desvelo. Y si es cierto que nada sé cómo puede saberlo un especialista, también lo es que nada me importa saber de esa manera. Soy un deambulador, un aficionado, quizás un excéntrico. Un hombre con más curiosidades inespecíficas que predilecciones claras, excluyentes o estrictos intereses profesionales. Recorro transversalmente lo que me importa, lo encuentro transversalmente. Y cuando doy con alguien que no lee más que novelas o al que sólo le importan los tratados de biofísica, me cuesta remontar la desazón que me provoca ese provincianismo, esa pasión mezquina por lo departamental. Soy un lector falstaffiano, pantagruélico, heterodoxo. Un desclasado. Transmito lo que entrego con deleite culinario y desmesura de hambriento. Busco a quienes puedan sentir como yo el goce de paladear lo que proviene de todas las cocinas. No sé embanderar la belleza, inscribirla en un rubro. Creo haber dicho ya que un buen texto sobre las fragilidades de la razón en la ciencia puede sumirme en la misma conmoción y aun en el mis-mo deleite que la Paideia de Werner Jaeger o un ensayo de Claudio Magris. Es verdad que leo a Dante con más frecuencia que a Paul Feyerabend. Pero entre las apreciaciones de éste sobre la actual enajenación epistemológica y el Canto xxxi del Infierno encuentro una correspondencia que me entusiasma y me alivia. Y es eso lo que quiero transmitir al enseñar: la buena nueva de ese enlace, la convicción de esa contigüidad que la especialización contemporánea decretó muerta y despedazada en los mil fragmentos en que hoy se dispersa la cultura. Soy inviable como profesor universitario. No sólo porque ninguna cátedra aceptaría mi anarquía temática, sino porque yo mismo soy incapaz de subordinarme, al enseñar, a otra cosa que a esa presunta anarquía. Soy, por convicción, un amateur. Nada más que un amateur. Un aficionado fervoroso a todo lo que pueda conmoverme, el buscador de una misma emoción en todo.

No lo niego: una prosa mal confeccionada desalienta por completo mi mejor predisposición de lector. Y aunque no sabría precisar con claridad meridiana a qué llamo buena prosa, sé reconocerla sin vacilación al dar con ella. El júbilo que me provoca es inconfundible. Si lo escrito me parece vivo, lo verifico de inmediato. Hasta donde pueden extenderse las fronteras de mi percepción, sé darme cuenta al leer cuándo estoy ante alguien y cuándo no. Toda gran emoción, toda gran idea, es antigua en literatura y aun en la ciencia más alta remite a algo muy antiguo que nada tiene que ver con lo compartimentado, hoy tan en boga. De veras inédito, en cambio, es siempre aquel que logra articular esa emoción en un registro personal. Diría que la vigencia sin mengua de las emociones fundamentales, ésas que son comunes a la especie, se manifiesta a través o mediante las sucesivas y simultáneas voces inconfundibles en que, generación tras generación, ellas vuelven a hacerse oír. Esa confluencia en lo constante por obra de la diversidad a la que da sustento la gracia personal, respalda mi convicción de que impartir una clase se justifica desde que implique convocar al cumplimiento de una comunión y a dar testimonio de un encuentro parental eminente entre saberes y cosas. Al escribir no anhelo sino sumarme a esa causa, a esa familia cuyos orígenes se difuminan en la oscuridad de lo remoto y cuya aptitud para la persistencia, según creo, sólo se extinguirá con el hombre.

Leer a un poeta chino del siglo viii —Li Tai Po, por ejemplo— y advertirnos contenidos en su voz convalida la vigencia de un prodigioso sentimiento común que hermana a personas de épocas muy distanciadas. La literatura, cuando es grande, siempre nutre ese sentimiento y siempre lo manifiesta. Ser modernos es sabernos comulgando con lo antiguo en algún punto esencial mediante el despliegue de nuestra diferencia específica. Una voz se singulariza por el modo que tiene de hacerse oír. Cuanto más personal sabe ser nuestra expresión, más diáfano resulta el patrimonio de valores que comparte con los estilos que de ella difieren por ser igualmente singulares.

Por lo demás, el escritor es un poseído. Su sentimiento no puede sustraerse a cuanto pide expresión. Eso que lo urge a escribir no tolera dilaciones. La embestida que lo acosa, ese hechizo que lo inspira, que lo aspira y se lo traga; ese golpe de luz, esa tiniebla incitante que lo llama, esa arremetida del juego, no soporta aplazamiento. Apoyar la pluma en la hoja de papel y avanzar reviste para mí la intensidad de un espasmo corporal. ¿Qué me importa no saber adónde voy, si al ir tomando mis apuntes me palpo, consisto, me encuentro, sé quién soy y para qué vivo? El acto de escribir —esto que ahora mismo estoy haciendo— es fundacional. Entendámonos: quien de veras goza escribiendo no goza ante todo con la calidad de lo que escribe pues ignora si la tiene, goza, sí, con el hecho de escribir, por el acto de escribir.

No se responde escribiendo a un tema discernido de antemano, cuando de veras se escribe. Sí a una incitación tan brumosa como inconfundible, tan sutil como rotunda. Si es indiscutible que escribo lo que se me ocurre, no menos lo es que eso que se me ocurre se me ocurre como nunca al escribir. Más de un tema puede interesarme y. de hecho, me interesa. Sin embargo, son contados los que me urgen, los que me impulsan a tomar un papel sin acatar la menor dilación. Quien escribe lo que ya sabe que va a decir sólo procede a ordenar sus ideas, a exponerlas. Desconoce por completo el descontrol de anotar para ser, el desenfreno de anotar para tratar de consistir, para llegar a saber qué es, al fin y al cabo, lo que se quiere decir. Sí, el que tiene un tema en su cabeza y lo traslada al papel, no escribe, transcribe. No es un escritor, es —y sea esto dicho con todo respeto— un transportista. Administra y gestiona, no crea al escribir. Y no tiene por qué hacerlo, por supuesto, si no es eso lo que lo convoca. Crear al escribir es saberse caótico en casi todo, materia de intemperies renovadas y aun así alguien capaz de encontrar el modo de que ese caos resulte diáfano, visible en lo escrito y no que desaparezca sustituido por un orden que lo ha extinguido en lugar de imprimirle la claridad que lo haga evidente. Es que la palabra expresiva no rebasa, al ser escrita, la imposibilidad de decir. Más bien inscribe esa imposibilidad bajo un cono de luz privilegiado: el de la verdadera elocuencia. Así pasa la palabra a ser manifestación ponderable y templada de una entrañable y torrencial imponderabilidad.

Todo escritor está expuesto a un repertorio de intensidades que lo acosan e intiman a su inmediata consideración pero que sólo se avienen al trato a condición de que, al dejar correr la mano sobre el papel o el teclado, se acate lo que ellas guardan de esencialmente intratables, de radical-mente indómitas. Sólo se entregan, quiero decir, a condición de que se las sirva. El escritor creará en la medida en que sea producido por las impresiones a las que debe obediencia. Será libre en la medida en que se someta a esas impresiones que operan como estímulo y brújula de su enunciación. Tomará la palabra si, ante todo, se deja decir por las palabras que lo toman. Tendrá una voz. Si asume como propia la que lo habita; ésa a la que nunca llamará suya como quien con la palabra "suya" pretende remitir a una pertenencia, a algo de lo que se adueñó. Pero también es cierto que se escribe para apaciguar ese sentimiento do impropiedad que nos muestra hipotecados en una necesidad de expresión que no controlamos. Para inscribir de algún modo en lo domeñado esa urgencia de decir que nos asalta y desvía de nuestras intenciones puramente conscientes o voluntarias. Aun de aquellas a las que puede con justicia llamarse literarias: asuntos, temas, argumentos que en algún momento se configuran como nuestros o parecen atraernos y que, al verse desplazados por los dictados súbitos de la inspiración, prueban que no lo son o que no lo son tan radicalmente como creíamos. No pasan de convicciones e intereses y la literatura, en lo que tiene de mejor, no se confecciona con ellos. Las convicciones y los intereses no solicitan exorcismo alguno. Al escribir se los acomoda, se los ajusta, se los sitúa. Las palabras, en tales casos, no pasan de ser un recurso administrativo. No operan sobre algo que nace de ellas, con ellas. Para el escritor, en cambio, las palabras son la cosa misma que da que hablar, que se da a presentir en ellas, que incita a pronunciarlas. En su caso las palabras se muerden la cola. Con ferocidad y a veces con ternura. Ellas son la única posibilidad de eso que guardan como promesa y sólo ofrendan inicialmente como susurro apenas audible, como algo que late secretamente en la penumbra de cuanto queda escrito. Insinuación y augurio son las palabras; don pleno e inesperado, y algo que nunca terminan de decir.

 

7 Claudio Eliano, ob. cit., pág. 15.

 

viernes, 23 de octubre de 2020

REUNIÓN, Wilson Blandón Caicedo

 

  REUNIÓN


Ilustración: John Gilbert - William Harrison Ainsworth, The Lancashire Witches

En la asamblea, habló la más experimentada. Protestó fervorosa, por la injusticia de tantos siglos de persecución. Alegó que la iglesia no admitía competencia en su lucha por el control de la vida y la muerte. Reivindicó con argumentos sólidos la sabiduría contenida en sus prácticas, —muchas de ellas provenientes de culturas indígenas— para el tratamiento de enfermedades. Su discurso tocó el clímax. El auditorio eufórico, vitoreaba consignas en oposición a tanta misoginia,  a la inconveniencia de atribuirse la propiedad del conocimiento en la medicina y la ciencia, defendían la enseñanza y la plena libertad para ejercer su profesión. Todo era ovación e histeria colectiva.

En ese preciso instante, irrumpe en el recinto la autoridad municipal con orden de detención a las participantes del aquelarre por la clara violación de las medidas sanitarias impuestas por el gobierno nacional con motivo de la pandemia.

En el proceso de legalización de captura, se confirmaron vuelos en escoba no autorizados, desde diferentes partes del mundo, consumo de alucinógenos en pócimas con altas composiciones de coca y marihuana y el decomiso de quince toneladas de ungüentos mágicos que, de acuerdo a las investigaciones posteriores, serían utilizados en una conspiración planeada —con rigor— para el próximo 31 de octubre con el fin de atraer a los niños.

lunes, 12 de octubre de 2020

MALENA, UNA VIDA HERVIDA, Almudena Grandes

 

Malena, una vida hervida

Almudena Grandes

 

5 de diciembre de 1949
En el fondo, el placer de follar no supera al de comer. Si estuviera prohibido comer como está lo otro, habría nacido toda una ideología, una pasión del comer, con normas caballerescas. Ese éxtasis del que hablan —el ver, el soñar cuando follas— no es sino el placer de morder un níspero o un racimo de uvas.

Cesare Pavese, El oficio de vivir.


Aquella vez ya no quiso sentarse con elegancia, ya no. Se desplomó encima de la silla con todo su peso y dejó escapar un sonoro suspiro. Desenroscó el capuchón de la estilográfica con un gesto de cansancio y trazó una rayita azul sobre la piel de su mano izquierda, junto a la base del dedo pulgar, para comprobar que estaba bien cargada, sometiéndose por última vez, pensó, a esa absurda manía infantil de la que no había logrado desembarazarse jamás. Centró correctamente la hoja de papel ilustrada con una de las más célebres Alicias de John Tenniel —el último regalo de Aleister—, y se dijo que tal vez fuera más sensato escribir una carta semejante en un folio blanco de papel vulgar, pero rechazó pronto tal hipótesis. Al fin y al cabo, una fiesta de no cumpleaños parecía el preludio ideal para un mensaje de despedida como el suyo. Echó una ojeada con el rabillo del ojo al hombre que roncaba estruendosamente en su propia cama, y equiparó la voluminosa silueta que se adivinaba bajo las sábanas al peso muerto de un viejo boxeador sonado, irrecuperable ya, fofo e imbécil. Suspiró de nuevo y comenzó a escribir:
Señor Juez:

Yo, Magdalena Hernández Rodríguez, española, viuda, química de profesión, de 46 años de edad, en plena posesión de todas mis facultades físicas y mentales, he decidido hoy, 7 de mayo de 1990, quitarme voluntariamente la vida, dado que ésta ya no tiene ningún sentido para mí...

No hacía ni tres meses que lo había encontrado de nuevo, cuando ya no esperaba volver a verle jamás, cuando ya se había convencido a sí misma de haber logrado olvidarle, cuando ya casi le daba igual, justo entonces, en aquel preciso momento, un hombre barbudo, gordo y más que medianamente calvo, se abalanzó sobre ella en una fiesta cortándole la respiración con un asfixiante abrazo, llenándole la cara de babas que olían a puro canario, besándola con tanta torpeza que el clip de uno de sus pendientes se desprendió y cayó al suelo, donde alguien lo pisó sin querer para partirlo limpiamente por la mitad, Malena, soy yo, Andrés, ¿no te alegras de verme...? Ella creyó que el suelo se abría bajo sus pies mientras en su interior una vocecita cada vez más débil luchaba con denuedo, sin provecho, por alentar la última esperanza, un aliento de amargura susurrando que no, que no podía ser, que tenía que ser un error, otro Andrés quizá, pero él no, el suyo no, no podía ser Andrés, de ninguna manera...

Era Andrés, naturalmente. Cuando consiguió detener la húmeda avalancha que, más que recompensarla, la castigaba cruelmente por tantos años de espera, consiguió ya reconocer en aquel rostro abotargado y envilecido por la edad —tan implacable siempre con la gente estúpida—, algunos leves matices del enloquecedor adolescente al que nunca jamás había dejado de amar. Ahí, ocultos por una desagradable maraña entrecana, estaban los labios finísimos, apenas sugeridos, que ella había querido interpretar siempre como la tácita insinuación de un amante pérfido y experto, los labios cuya sola visión fuera antes capaz de desencadenar una incontrolable sucesión de escalofríos, calientes y helados a un tiempo, en el exacto centro de su columna vertebral. Y ahí estaba también todo lo demás, las delicadas ojeras —que se habían convertido en una bolsa, encima de otra bolsa, encima de otra bolsa—, la barbilla afilada —ahora rechoncha génesis de una blanda papada—, las enormes y huesudas manos de dedos largos —pero hinchados ya como percebes norteafricanos— y el cuerpo, el frágil y adorable cuerpo de antaño, el objeto único de un deseo espeso y oscuro como la sangre, doloroso, total, cebado en soledad durante casi treinta años para disolverse ahora, en un instante, ante la visión de ese grueso embutido mal cocido que resultaba ser Andrés, después de todo.
Coqueteó con él toda la noche, sin embargo, lanzándose con determinación a la reconquista de cualquier guiño, cualquier brillo, cualquier clavo ardiendo del que suspender siquiera la punta de una uña para desde allí recuperar el vértigo perdido. No halló nada de su eterno amor en él, pero aceptó a cambio una oferta sórdida, de puro vulgar —¿por qué no me invitas a tu casa, y nos tomamos la última en la cama?—, porque creyó debérselo a sí misma, a su traicionada memoria. Pero fue todo un desastre. No sólo resultó nulamente pérfido y desoladoramente inexperto, sino que, además, apenas se comportó como un amante. Se limitó a desplomarse sobre su cuerpo sin haber llegado a desnudarse del todo, y esperó todo el tiempo que hizo falta a que ella comprendiera que carecía de cualquier intención de conjugar el participio activo. Luego sonrió satisfecho, tosió un par de veces, y se durmió.
Para ella no fue tan fácil conciliar el sueño. Sentada en la cama, fumando un pitillo detrás de otro, sentía que le ardían los riñones, todos sus músculos doloridos, exhaustos por el esfuerzo de propulsar rítmicamente hacia arriba, sin apenas ayuda, la grosera alegoría de hombre a la que ahora, por obra del más injusto destino, parecía abocada su vida. Había vivido esperando a Andrés y por fin lo tenía durmiendo a su lado, roncando como un hipopótamo enfermo de asma. El futuro no parecía muy halagüeño. Tratando de olvidarlo, de vez en cuando se tumbaba, ablandaba la almohada, se ponía de perfil, luego de frente, probaba el lado contrario y se sentaba otra vez, para encender el penúltimo pitillo, desesperada. Hasta que una sonrisa iluminó su rostro un instante antes de animar su cuerpo. Completamente desnuda y sudorosa, se levantó de la cama de un salto, llegó hasta el baño y, en lugar de elegir sólo un pulsador, como tantas otras veces, oprimió de un manotazo los tres interruptores que regulaban otros tantos focos halógenos, feroces, la intratable iluminación cenital del espejo. Mantuvo los ojos bien abiertos todo el tiempo, ya no había motivo para mirarse en la penumbra, favorecida por la escasa luz lateral y el parpadeo de unas pestañas indecisas. Ahora necesitaba todo lo contrario, y más que verse bien, verse destruida. Decidió que era así precisamente como estaba. Tenía delante el cuerpo fofo, añoso, de una mujer de cuarenta y seis años, los pechos caídos, el vientre dilatado, venas varicosas en las piernas y caderas a punto de derrumbarse. Su sonrisa se amplió hasta adquirir las proporciones de una mueca forzada mientras su mano derecha se cerraba en el aire, y entonces lo dijo bien claro, en voz alta, mañana vuelvo a comer.

Dejé de comer a los quince años, ¿sabe usted? A los quince años empecé a alimentarme, a ingerir lo estrictamente necesario para ir tirando, verdura hervida, carne hervida, pescado hervido, vida hervida... Y todo por amor, que ya es triste, lo imbéciles que podemos llegar a ser las mujeres, pero es que aquella tarde, yo no sé si usted lo entenderá, pero aquella tarde, jugando a la botella, yo creía que me moría, que me moría de pena, y de asco, y de ganas de Andrés...

Una botella de color miel, que apenas quince minutos antes había contenido un litro de cerveza Mahou, daba vueltas y vueltas sobre el piso de cemento, sin rozar siquiera los pies de la veintena de adolescentes bronceados que, sentados en el suelo, formando un corro, la miraban sin pestañear, en sus rostros cierta juvenil ansiedad. Allí, un poco apartada porque le daba vergüenza cruzar las piernas a lo indio, igual que los demás, estaba también ella, Malena, quince años recién cumplidos, ciento setenta y tres centímetros de altura, ochenta y dos kilos de peso, una auténtica vaca. Llevaba un traje suelto de algodón amarillo, con un bordado diminuto en el delantero y un canesú muy marcado, que sus amigas encontraban gracioso porque parecía un modelo pre-mamá. Era un modelo pre-mamá, el último recurso, aunque ella se habría dejado ahorcar antes que confesarlo. No conocía tortura más atroz que salir de compras, ni milagro más auténtico que una falda de su talla, y tan sólo un par de semanas antes, su madre, una mujer muy hermosa, se había echado a llorar al contemplarla desnuda en el ambiente más hostil —un diminuto probador de El Corte Inglés— mientras ella se embutía a presión en un bañador negro, con aros en el pecho y refuerzos en las caderas, que finalmente habían encontrado en el último rincón de la planta de señoras, ¡PROMOCIÓN ESPECIAL!, TURISMO PARA LA TERCERA EDAD, ANÍMESE, MUJER. LA VIDA EMPIEZA AHORA... Su madre lloraba y ella, el bañador encajado sólo a medias, los tirantes enrollados sobre la cintura y la lengua fuera, por el esfuerzo, la miraba sin entender muy bien lo que pasaba. Pero, mírate bien, hija mía, había escuchado al final, entre sollozos, pero si parece que tienes cuarenta años...

Luego, cuando la brusca pérdida del aire acondicionado, el asfalto ardiendo bajo las suelas de esparto, hizo aún más irrespirable para ambas el sofocante aire del junio madrileño, su madre volvió a la carga con lo de siempre, ponte a régimen, hija, todavía estás a tiempo, al fin y al cabo eres una niña, luego te costará mucho más trabajo, hazme caso, por favor, Malena, vamos a un médico... Ella se había hecho la sueca, como siempre, pero no se había atrevido a pedir un helado de chocolate con trocitos de chocolate en cucurucho de chocolate, su favorito, porque la crisis materna parecía más profunda que otras veces. Y ahora estaba allí, sentada en el suelo del garaje de Milagros con las piernas estiradas, escrutando ansiosamente la dirección que tomaba la boquilla de la botella de cerveza, el signo de un azar que parecía haberse encoñado sin remedio con Andrés, aquella tarde.

Se detuvo una vez más a sus pies, y el corazón le dio un vuelco, porque le tocaba, esta vez le tenía que tocar, no había discusión posible. Las reglas del juego prohibían repetir beso, y Andrés ya había besado a las otras siete chicas de la pandilla, de la más guapa a la más fea, con la única excepción de Milagros, que era la novia de su hermano mellizo y hasta ahí podíamos llegar, así que ahora le tocaba a ella, sólo quedaba ella, y sin embargo, y sin ningún titubeo, él eligió a Silvia por segunda vez. Alguien protestó, es que ya no queda ninguna más, explicó él, claro, es verdad, los demás le dieron la razón y ella no se atrevió a decir nada, porque nadie la miraba, nadie la mencionaba, nadie parecía darse cuenta de que aún quedaba ella, intacta, sola, muda. Andrés tomó la mano de aquella escueta versión de tradicional calientapollas mística que tan locos parecía volverles a todos, y se la llevó a un rincón para besarla. Ella aprovechó la escena para escurrirse sin ser vista, y abandonó el garaje. Pasó toda la tarde mirando al río, sentada en una peña, meditando, y cuando llegó a casa, mucho antes de la hora límite, encontró a su madre en el porche, haciendo ese puzzle que no se acababa nunca. He decidido ponerme a régimen, mamá, dijo solamente. Ella le sonrió, la abrazó, y le habló bajito, ya verás como todo sale bien, ya lo verás, qué guapa te vas a poner, Malena...

Así que por fin fui a Madrid con mamá, a ver a un médico, un endocrino muy joven que me miró a la cara con expresión de lástima y me lo dijo bien claro: mira, hija, tu problema es que eres una gorda congénita. Te voy a poner un régimen muy duro. Si lo haces a rajatabla, adelgazarás, y te quedarás con buen tipo, eso seguro. Pero tienes que cambiar de mentalidad, y de manera de vivir, porque no es que tengas un índice metabólico negativo. Es más bien que, prácticamente, tu organismo carece de metabolismo basal, reina, ya puedes ir haciéndote a la idea...

El mejor día era el domingo, porque incluía un tercio de Coca-Cola con un suizo relleno de jamón de York a media mañana, y medio tomate crudo, con un cuarto de pollo asado y una manzana de comida, no estaban mal los domingos, no. Pero los martes y los sábados sólo podía comer fruta, y de cena, todas las noches, verdura hervida sin sal de primer plato. Y sin embargo, lo hizo, cumplió con el régimen a rajatabla, sin flaquear jamás, y adelgazó, le costaba trabajo creérselo, pero estaba adelgazando, se pesaba todas las mañanas después de ducharse con un gel anticelulítico fabricado a base de algas que impregnaba su piel de un aroma apestoso, y cada día la aguja de la báscula tardaba un poco menos en detenerse sobre la cifra, cada día un poco más baja. Los demás aún no se daban mucha cuenta, todavía no, porque aún llevaba la misma ropa, los mismos vestidos de pre-mamá, los mismos bañadores de post-menopáusica, pero ella caminaba todas las tardes durante media hora, desafiando al sol más cruel, para acelerar el ritmo de la digestión, y se miraba desnuda en el espejo todas las noches, envolviéndose luego en la cortina de tela roja, brillante, ciñéndola a su cuerpo como si fuera un traje de noche para saborear una cintura inédita, una tripa que prometía volverse plana, unos pechos que destacaban por fin nítidamente sobre un estómago tras el que, con un poco de esfuerzo, podía vislumbrar hasta la silueta de sus propias costillas, esas tenaces desconocidas. Todo esto hacía, y se aguantaba el hambre, que no era insoportable, todavía no, porque aún estaba fresco en su memoria el último festín, la despedida, cuatro ensaimadas, dos tabletas de chocolate con leche y almendras, una lata de sardinas en tomate y medio bote de leche condensada, la descabellada merienda que se había zampado en veintiséis minutos exactos, justo la tarde previa al comienzo del régimen, después de que Andrés, tras recibir la noticia de su heroica decisión, le pagara con una novedad aún más sorprendente, el lunes me voy a la mili, ¿sabes?, a Ceuta, voluntario...

Al principio pensé que así sería mejor, porque cuando él volviera de la mili, yo ya estaría imponente, espléndida, hecha una sílfide, vamos. Porque... ¿quién habría podido suponer que él fuera a dedicarse a hacer el imbécil de esa manera? Y fue entonces, mientras Andrés estaba en el hospital, cuando empecé a pasar hambre, un hambre horrorosa, tremenda, mortal, aquello era el infierno, señor juez, el infierno, una tortura que nadie puede imaginar siquiera...

Bueno, la verdad es que sílfide, lo que se dice sílfide, no estuvo nunca. Delgada sí, pero siempre dentro de los límites tipológicos de la jamona nacional, estampa mediterránea, como un viejo anuncio de aceite de oliva. Y comprendió enseguida que aquello no tenía solución, porque no había transcurrido ni siquiera un año y medio desde el principio de su tormento cuando se atrevió a traspasar por fin las puertas del templo de la felicidad suprema, una boutique presidida por una gigantesca foto de Twiggy, el sofisticado calabozo donde escucharía nuevamente la sentencia a la que creía haber escapado para siempre, lo siento, pero no tenemos talla para ti...

El pavimento de la calle Serrano sobrevivía milagrosamente a la potencia de sus pisadas mientras ella se concentraba en invocar una muerte cruel, cualquier interminable agonía dolorosa, para la desteñida dependienta de talla 36 que se había atrevido a mirarla con cara de lástima. Mejor la lepra, pensaba, cuando el inconfundible aroma de los croissants recién hechos la paralizó en medio de la acera. Miró a su derecha para encontrar la esencia del bienestar resumida en una vitrina, el escaparate de una pastelería de lujo desde el que la virtud y el pecado, el infierno y la gloria, la tentaban con pareja insistencia. Ahora entro, y me compro una palmera glaseada, y voy, y me la como, se dijo, y no ocurrió nada. ¿A que entro, y me compro una palmera glaseada, y voy, y me la como?, repitió en voz baja, pero no se movió, se quedó parada en la acera, apurando el aroma de la mantequilla sobre el hojaldre recién tostado hasta que el hechizo se desvaneció por completo. Luego se metió en el metro y se marchó directamente a casa, muy satisfecha de sí misma, pensando en Andrés, saboreando de antemano el triunfo que algún día sería definitivo.
Quizá fue esa misma tarde cuando Milagros la llamó por teléfono para contarle con pelos y señales la tragedia del soldado voluntario. No te lo vas a creer, anunció antes de empezar, y la verdad es que a ella le costó trabajo aceptarlo, digerir la inconcebible hazaña de aquel idiota.

—Mira, hija, lo que pasó es que, por lo visto, cogieron a un novato, le desnudaron, le amarraron los brazos a una columna, y se lo dijeron allí mismo, hasta que no te empalmes, no te soltamos, rico... Pero como Andrés es gilipollas perdido, por mucho que te guste, Malena, y aunque vaya a ser mi cuñado, es que ese chaval es gilipollas, en serio, pues no se le ocurrió otra cosa mejor que dejar al tío calzado y con los pies libres, total, que cuando se acercó un poco, el otro le arreó una patada en el hígado con la bota reglamentaria que le tiró al suelo... Bueno, al suelo no, porque le paró el mango de una fregona, que se le clavó en la espalda. Cayó de lado, se le disparó la pistola y se hirió en el pecho. Está en un hospital militar, medio muerto. Si sale, tiene para largo...

Cuando colgó el teléfono, bajó corriendo a la calle y se compró una palmera glaseada en la panadería de la esquina. La engulló en tres mordiscos y se echó a llorar.
Y yo no sé por qué, no entiendo lo que me pasaba, pero a medida que aquel cretino se iba enredando en todas las estupideces posibles, yo tenía cada vez más hambre, y no podía comer, no podía, ¿comprende usted?, hasta que él volviera, y no volvía, estaba demasiado ocupado en trabajarse el Guiness, el récord de individuo más tonto de todos los tiempos, fue entonces cuando empecé con lo de las manías sustitutorias, es difícil de explicar, usted a lo mejor no lo entiende, pero yo me consolaba...
Andrés no murió. Salió del hospital bastante mal parado, con un eterno programa de rehabilitación por delante, pero vivo. Mientras tanto, ella había empezado ya a asignar un sabor y un olor determinados a cada persona, y se esforzaba por recordarlos con precisión cada vez que se tropezaba con cualquiera de sus portadores. Su madre sabía a tarta de limón con merengue tostado por encima, su padre a callos recién hechos y un poco picantes, su hermano mayor a besugo asado a la espalda, con mucho ajo... La ilusión se suspendía solamente los martes y los sábados a la hora de comer, porque ella había conservado el hábito de tomar solamente fruta durante esos días y, sobre todo en invierno, cuando no había más que naranjas, mandarinas, peras y manzanas —los plátanos y las uvas engordan—, era demasiado duro masticar la pulpa aburrida y fría, estando rodeada de un festín viviente.
No engordaba o, si acaso, lo hacía muy lenta, imperceptiblemente. Empezó la carrera y empezó a obtener ciertos frutos de su perseverancia. Al principio estaba muy sorprendida, porque ella seguía viéndose a sí misma como una chica gorda, poco atractiva, la virgen de la botella todavía, pero con el tiempo y la terquedad de las miradas masculinas, se acabó acostumbrando a formar parte de la nómina de las alumnas académicamente deseables, y algunas de sus compañeras empezaron a chismorrear que sacaba buenas notas solamente porque era guapa. La verdad es que a ella le daba igual lo que contaran, porque al fin y al cabo nadie podría decir jamás que su belleza no tenía mérito.

Lo tenía, y mucho, porque la delgadez ya no era una novedad y el hambre se hacía cada vez más intensa, y cada vez era más difícil aplacarla con los alimentos permitidos, que no sabían a nada ya, como si se hubieran desgastado después de tantos años de repetición constante. Pensaba en la comida cuando estaba despierta, soñaba con la comida cuando estaba dormida, la miraba, la olía, la añoraba, la quería, todos esos alimentos maravillosos, pesados, consistentes, dulcísimos, y las salsas, sobre todo las salsas... Durante algún tiempo, el proyecto de ir a Ceuta para ver a Andrés con la torpe excusa del Paso del Ecuador —¡Malena, hija, piensa un poco!, intentaba desanimarla Milagros, cómo se va a creer nadie que todo el tercero de Químicas de la Complutense se vaya de viaje de estudios a Ceuta, ni más ni menos que a Ceuta, por Dios... ¡Eso no se lo traga ni el más tonto del norte de África, por más que ése sea precisamente mi cuñado!— mantuvo intactas sus fuerzas. Sin embargo, su amiga acabó saliéndose con la suya. Cuando ya estaba a punto de sacar los billetes, la llamó para informarla de que las molestias que sentía Andrés desde su salida del hospital se debían a que alguien se había dejado un bisturí en el interior de su estómago, de modo que él ingresó de nuevo, y ella se volcó en el estudio con la esperanza de reencontrarle por fin al terminar la carrera. La herida de Andrés se infectó contra todo pronóstico, forzando una nueva hospitalización, la tercera. Malena andaba preparando ya los finales de quinto cuando él se marchó de Ceuta disparado, con el alta clínica en la mano, jurando no poner nunca jamás la punta de un pie en tierra africana, pero no volvió, tampoco entonces volvió. Su padre, que era notario, le pagó un viaje al Caribe, necesitaba unas vacaciones. Ella también, así que se fue a Roma con el resto de su promoción, a festejar su flamante licenciatura.
Una tarde, a la hora de comer, mientras sus despreocupados compañeros se inflaban de cotechini caldi —esos deliciosos salamis que se comen cocidos— en un restaurante piamontés del Quirinal, ella se sentó en una terraza, ante la fachada de Santa María Maggiore, que juzgaba un escenario adecuadamente severo, y pidió un té sin azúcar para consumir el sobre de preparado proteínico granulado con aspecto de polen que constituiría su única ingesta de alimento de aquel día. Entonces se le acercó un hombre moreno de unos veinticinco años, con los labios tan finos, la nariz tan grande, las manos tan huesudas, que ella le adjudicó sin dudar un sabor estrella, magret de pato con salsa agridulce de ciruelas como mínimo. Parecía romano, pero era escocés. Se llamaba Aleister. A mí tampoco me gusta la comida italiana, le confesó con un guiño, ¡donde esté un buen pastel de cordero hervido con salsa de menta...!
Pues me casé con él, ya ve usted qué tontería. Claro, como Andrés no tuvo mejor idea que largarse a Cuba para seguir haciendo el canelo en el Nuevo Mundo, pues yo fui, y me casé con Aleister. Total, me dije, teniendo en cuenta lo asquerosa que es la comida que le gusta, no voy a tener muchos problemas. No contaba yo con el cordero asado, ni con las carnes rojas, ni con esa birria de acento que tenía el pobre, que me llamaba Madalena, como a los bollos, que a veces llegué a pensar que lo hacía sólo para mortificarme, porque, hay que ver, ponerme a mí un nombre comestible, a quién se le ocurre...

Y pese a todo, a la vuelta de Roma empezó una buena época para Malena. Encontró trabajo en el laboratorio de una multinacional de comidas preparadas y emprendió una ardiente correspondencia con su novio, que desde allí, en Aberdeen, parecía confirmar su exquisito sabor. Pero la clave de su serenidad residía en un hallazgo muy distinto, porque fue entonces, después de tantas aproximaciones frustradas, tentativas erróneas y descorazonadores fracasos, cuando Malena encontró por fin lo que andaba buscando, todo un recurso para sobrevivir.

Una tarde, cuando sacaba de la nevera un bote de leche condensada con expresión compungida y la intención de preparar la merienda de su padre, uno de sus hermanos pequeños tropezó con ella y estuvo a punto de tirarla al suelo. Al intentar recuperar el equilibrio, Malena metió sin querer un dedo hasta el nudillo en la dulce crema blanca, fría y suave, espesa, y experimentó una sensación deliciosa. El sabor de la leche condensada, la última dosis devorada a hurtadillas y sin remordimientos, conquistó en un instante su memoria, inundando su boca de placer. Desconcertada, se llevó el bote a su cuarto y probó con toda la mano, la introdujo entre las paredes de lata hasta la muñeca, y luego la extrajo lentamente, para ver cómo las gotas se desprendían de la punta de sus dedos y se zambullían en el interior, con un sordo gorgoteo. Repitió esta última acción varias veces y después, tomando precauciones para no mancharse, levantó la mano empapada y se embadurnó completamente la cara. Permaneció así mucho tiempo, respirando, sintiendo, disfrutando del placer prohibido hasta que la piel le empezó a tirar, como cuando llevaba puesta una mascarilla. Se lavó a conciencia con agua fría y sonrió. Aquella noche no cenó, no tenía hambre. A cambio, se regaló un gin-tonic y medio.

Desde entonces, Malena se esforzó por reemplazar el sentido del gusto con los otros cuatro sentidos corporales. Primero fue el tacto, la asociación más inmediata, un proceso que se articuló en diversas etapas, de los festines más simples —hundir las manos en una cacerola llena de ensaladilla rusa— hasta los más barrocos —sumergirse completamente desnuda en una bañera alfombrada de espaguetis tibios con mucha mantequilla. Después, cuando Aleister se instaló en Madrid y empezó a comportarse de aquella manera tan desconsiderada, insistiendo siempre en ir a cenar al mismo restaurante, donde él sólito devoraba la mitad del más deseable de los corderos recién asados, compartiendo además con ella, sin su permiso, la sempiterna ensalada verde que solía pedir como plato único, la experimentación del tacto ya no fue bastante, sobre todo cuando se enteró de que Andrés acababa de ser juzgado en La Habana por un tribunal revolucionario que le había impuesto una módica condena de diez años y ocho meses de cárcel por complicidad en la fuga de ciudadanos cubanos con destino a Miami. Fue Milagros quien se lo contó por teléfono.
—Pues nada, hija, que por lo visto a Andrés se le cruzó una mulata que lo dejó como tonto, bueno, como tonto no, quiero decir más tonto, y él venga darle el coñazo, que si no sabes cómo te deseo, que si acuéstate conmigo y te sacaré de aquí, que si esto, que si lo otro, que si lo de más allá, y ella nada, claro, ella, a la vista del percal, se limitó a esperar una oportunidad, y una tarde le dijo: mira, galleguito, tú te vas esta noche a la playa tal, a tantos kilómetros, y en tal sitio te encontrarás con un montón de gente junto a una barca. Tú sólo tienes que acercarte, decir que vas de mi parte, y cobrarles la misma cantidad de dinero a todos ellos. Cuando lo tengas, ven a buscarme. Te estaré esperando detrás de las dunas, desnuda y ardiendo de pasión... Total, que lo demás te lo puedes imaginar. Lo que salió de detrás de las dunas fue la policía de fronteras, y el final ya te lo sabes, diez años a la sombra, nada, un poco caro que le ha salido el polvo al chico, sobre todo porque no llegó a echarlo, claro está...
Esta vez cuando colgó el teléfono no lloró. Decidió, simplemente, casarse con Aleister. Luego fue a la nevera y sacó un paquete alargado, envuelto en papel de plata, se encerró con él en el cuarto de baño y se cubrió la cabeza con un gorro de plástico. Después, sola ante el espejo, abrió por fin su botín para enfrentarse a dos grandes morcillas de cebolla. Aplastó una con la mano derecha, oprimiendo con las yemas de los dedos el pellejo de tripa hasta que estalló por varios sitios, dejando al descubierto la sanguinolenta amalgama de sangre y tocino que se untó por toda la cara. Unos segundos después, se quitó la blusa y repitió el proceso con la otra morcilla, que deshizo esta vez con la mano izquierda para extender luego cuidadosamente su contenido sobre su propio pecho. Un diminuto pedazo de grasa blanca se quedó prendido en uno de sus pezones. Lo miró sonriendo, y entonces, los ojos cerrados, descubrió las sorprendentes propiedades saciantes del olor de las vísceras y los embutidos de carne de cerdo. Algunos minutos más tarde, mientras se duchaba, decidió que su viaje de bodas inauguraría la era del olfato. Y así fue.
En fin, que mi matrimonio fue un desastre, ya se lo puede imaginar usted. La luna de miel, en cambio, marchó muy bien, porque estuvimos en Grecia, que es un país maravilloso, tan bonito, tan vivo, tan divertido, y allí fui casi feliz. Como tienen la costumbre de especiar mucho la comida, mi nariz ya estaba ahíta cuando me sentaba a comer unas hojas de parra hervidas con un poco de vino blanco, que tampoco estaban mal, la verdad, sobre todo por la novedad, como nunca las había comido antes... Y Aleister se tuvo que aguantar con la carne picada, ¡ja!, eso fue lo mejor, que no hay bueyes en Grecia, anda que no me reí yo, y claro, como estaba muerto de hambre, pues le daba por las siestas pasionales, y todavía sabía a magret de pato, todavía me gustaba, ¿sabe...? Pero luego volvimos aquí y descubrió las fabes con almejas, y todo fue de mal en peor, hasta que empezó a saber a porridge de la semana anterior, y luego tuvo aquel ataque de ácido úrico y se hizo vegetariano...
Fue a raíz de la enfermedad de Aleister, aquella terrible crisis que ella no podría olvidar jamás, su marido lívido, tieso, inmóvil, los ojos fuera de las órbitas, las manos destilando sudor, las venas a punto de explotar, cuando la gula de Malena conquistó el sentido del oído. Todo empezó aquella noche, una cazuela de fabes con almejas, y dos kilos de solomillo de buey al carbón, y una ambulancia, y la incredulidad del médico de guardia al revisar las cifras de los análisis de urgencia, que ordenó repetir una vez, y otra, y otra, antes de convencerse del todo, y el tratamiento posterior, mil calorías diarias, un filetito de ternera blanca a la plancha cada quince días, y gracias. Al principio ella se puso muy contenta, quiso creer que el régimen de Aleister salvaría su matrimonio, pero se equivocaba de medio a medio porque, y sólo entonces lo comprendió por fin, su marido nunca había estado enamorado de ella. El amor es la única razón que logra hacer soportable una dieta de adelgazamiento, Malena lo sabía muy bien, y Aleister no la amaba. Por eso se volvió triste, gris, callado y taciturno, y finalmente, incapaz de soportar las medias tintas, se hizo vegetariano, adoptando el régimen que le conduciría, lenta, más inexorablemente, a la más irrevocable impotencia.

Pero una mañana, mientras él se preparaba una ensalada, Malena descubrió un ruido crujiente, placentero, indudablemente alimenticio. Se acercó y se quedó absorta contemplando a su marido, que cortaba un manojo de rabanitos rojos en finísimas láminas transparentes. Aquella tarde, cuando se quedó sola en casa, siguió el plan previamente trazado y cocinó una gran cazuela de hígado encebollado, muy especiado, para hundir después la cara en su interior, aspirando el delicioso olor del guiso con la cabeza cubierta por una toalla, no fuera a desperdiciarse ni una pizca del aroma, pero luego, cuando hubo comido un pedacito de carne y tirado el resto a la basura, no se resistió a escoger un cuchillo afilado para probar con una lombarda bien tiesa. Sus oídos se llenaron entonces de un magnífico sonido capaz de alcanzar su paladar, una sensación que llegó a hacerse familiar, porque en los días sucesivos repitió el experimento con diversos materiales, y apreció sobre todo la sonora muerte de los merengues recién cocidos, los pescados a la sal, y el cochinillo asado bajo una gruesa capa de grasa dorada, definitivamente irresistible al quebrarse.
Pensaba en Andrés sólo de vez en cuando, y con el paso de los años, absorbida por sus propios problemas y la penosa tarea de convivir con Aleister, perdió la cuenta de su cautiverio. Mientras tanto, la crueldad de su cuerpo para con su apetito aumentaba progresivamente, y cada vez le costaba más trabajo mantener la línea comiendo comida de verdad, así que se acostumbró, casi sin darse cuenta, a ingerir exclusivamente las porquerías dietéticas que venden en las farmacias, batidos que saben a polvos de talco, sopas que saben a polvos de talco, chocolatinas que saben a polvos de talco, galletas que saben a polvos de talco... En compensación, frecuentaba vicios cada vez más perversos, que casi siempre requerían el cuarto de baño como escenario, porque eran vicios sucios en sentido literal. Su favorito era derramar muy despacio una gran jarra llena de salsa de chocolate caliente sobre sus ingles, mientras permanecía recostada en la bañera con las piernas abiertas, contemplando cómo dos pequeños riachuelos marrones, fluidos y brillantes, resbalaban sobre su piel, contagiando su vientre de calor, como cuando Aleister todavía sabía a magret de pato.

Y ella sólo quería recuperar aquel sabor, recuperar a Aleister, no matarle, como sugirió él al expirar, sino todo lo contrario, devolverle un poco a la vida, por eso volvió a montar la barbacoa y le regaló un kilo de chuletones de Avila, él se puso muy contento, se le iluminó la cara, sonreía como un niño satisfecho, es tu cumpleaños, le animó ella, vamos, que un día es un día, no va a volver a pasarte nada... Sus palabras resultaron proféticas, porque no volvió a pasarle nada, pero nada de nada, en efecto, se quedó tieso justo después del postre. Malena no le lloró mucho, pero tampoco llegó a inquietarse por la noticia que Milagros le deslizó en el oído durante el entierro, un instante después de que ella lanzara el primer puñado de tierra sobre la caja.

—Esto sí que es gordo, tía, pero bien gordo, en serio, la muerte de la birria esta de escocés al lado de la movida que ha organizado Andresito en Miami es un juego de niños, pero de niños muy, muy pequeños, en serio... Figúrate que esta vez, nada más desembarcar en Estados Unidos, lo que se le ha cruzado es un mulato, como lo oyes, un maromo de un metro ochenta, ya ves tú, a estas alturas, si es que, de verdad, lo de mi cuñado no es normal, Malena, hija, que no... Una crisis de orientación sexual que tuvo en la cárcel, por lo visto, la criatura, con treinta y ocho años y tiene dudas, si será gilipollas, lo que yo te diga... Total, que lo mismo que en La Habana, que si te deseo, que si te necesito, que si eres el primer hombre de mi vida, que si no me aceptas me mataré. Y el otro pues nada, lo mismo que la cubana, que hay que ver, parece mentira que existan racistas en este mundo existiendo Andrés... Toma este paquetito, cariño, le dijo, métetelo en el bolsillo y llévalo esta noche a tal esquina de tal avenida con tal avenida, donde te estará esperando un señor pelirrojo que te soltará un montón de pasta en cuanto que se lo entregues. Cuando tengas las pelas, ven a buscarme, que estaré en casa esperándote, y haciendo pesas sólo para ti... Te imaginas lo que pasó, ¿verdad? La policía. Brigada Especial de Narcóticos. Y nada, medio kilo de heroína llevaba en el paquetito el amor de tu vida, una tontería. Le han caído otros diez años de trabajos forzados en un penal de Wisconsin, para ir viendo la hora...

Así que me quedé viuda con treinta y cinco años y un tipazo, eso sí, pero ya me contará para qué me ha servido todo esto. Porque no dejé nunca de esperar a Andrés, ni cuando me enteré de lo del mulato aquel —Perry, se llamaba, ya ve usted, qué horterada de nombre— ni nunca, es que, sencillamente, no pude, no conseguí enamorarme de otro, ni siquiera después de encontrarme con el chico del supermercado...
Vicente, que la había conocido siendo todavía un niño, cuando acompañaba a su madre en la caja los fines de semana, la miraba con la misma expresión que habría adoptado si ella se le hubiera aparecido como la Virgen María levitando sobre una nube. Malena repitió su oferta, ¿seguro que no te apetece ganarte cinco mil pesetas? Él movió entonces la cabeza afirmativamente, de arriba abajo, en un gesto automático, como si alguien hubiera pulsado un resorte al margen de su voluntad. Entonces, siéntate y come, sentenció ella, ocupando una de las cabeceras de la mesa engalanada, repleta de fuentes de comida recién hecha. El muchacho, diecisiete años, flaco, guapo de cara, previsible sabor a cacahuetes pelados y tostados con menos sal de la debida, la miró con cara de miedo antes de sentarse y empezar a comer. ¿Tengo que acabármelo todo?, preguntó a la media hora, tras haber engullido una ensalada mixta, un cocido completo, medio pollo asado y dos torrijas. Ella, que masticaba lentamente una rebanada de pan integral tostado, le sonrió abiertamente, y negó con la cabeza.

Estaba ahíta. Verle comer, estar simplemente ahí, mirándole, la había saciado más profundamente de lo que esperaba. Se acercó a él y le alargó el billete. Muchas gracias, dijo, verte comer me ha hecho mucho bien. ¿No tengo que hacer nada más?, preguntó él, incrédulo. No, nada más. Si quieres, podemos repetir el viernes.
Volvió el viernes, y el lunes, y el miércoles, y Malena se acostumbró a comer por su boca tres días a la semana, a alimentarse a través de él, y a divertirse haciéndolo, tanto que llegó un momento en que suprimió sus propias comidas —diversas variedades sólidas, líquidas y gaseosas de polvos de talco comestibles—, y se limitó a quedarse inmóvil, mirándole solamente, la barbilla apoyada sobre los puños, los codos hincados en la mesa, los labios entreabiertos en una honesta sonrisa de satisfacción. Vicente se sorprendió mucho por ese cambio de actitud, ella se dio cuenta de que la miraba raro otra vez, e intuyó su miedo. ¿Qué te pasa?, le preguntó un día, cuando la tensión se estiraba en el aire, y él contestó con un gesto, nada, pero ella insistió y obtuvo la verdad. No se ofenda, por favor, así empezó, prométame que no se va a ofender, eso lo primero, porque por nada del mundo querría yo que se enfadara conmigo... Es que, murmuró por fin, titubeando, yo creía que usted se masturbaba mientras me veía comer, ¿sabe...? Ya sé que suena rarísimo, pero hay gente tan rara por ahí, y a mí esas cosas me dan igual, se lo juro, yo creo que cada uno es libre de hacer lo que quiera...

Total, que ya me había hecho a la idea, y ahora..., ahora, como la veo todo el tiempo con las manos encima de la mesa, pues no sé, es que ahora ya sí que no la entiendo... No importa, le contestó Malena con dulzura, yo te pago para que comas delante de mí, no para que me comprendas.

Total, que aquí estoy, con cuarenta y seis años, el hombre más tonto del mundo en la cama, y un papelito blanco que me ha dado el médico esta misma tarde y en el que dice, poco más o menos, que me cambió el metabolismo hace un montón de años y por eso, aunque llevo tres meses comiendo como una cerda, no he engordado más que tres kilos. ¿Qué le parece? Bonito, ¿no? Toda la vida sufriendo para esto, por eso yo me mato, señor juez, yo esta misma noche me mato, yo ya no aguanto más, por mis muertos se lo juro que me mato...

En ese momento, Andrés se despertó y se quedó mirándola. ¡Qué buena siesta!, ¿sabes, gordita?, exclamó como todo saludo. Luego eructó un par de veces y le preguntó cómo le había ido en la clínica. Malena contestó vagamente que bien, no tenía ganas de darle explicaciones a ese memo, porque lo del médico había sido sencillamente horrible. Y eso que en realidad ella se esperaba algo peor, alguna enfermedad mortal, un cáncer, cualquier cosa, porque no se lo explicaba, no alcanzaba a comprender qué había pasado en los últimos tiempos. Desde su reencuentro con Andrés comía de todo, o mejor dicho, de todo no, sólo alimentos hipercalóricos en enormes cantidades, pero no había engordado apenas, dos kilos y novecientos sesenta gramos, cabía en la misma ropa, todo seguía igual, era increíble. Y entonces el médico le había salido con aquello del cambio metabólico, y ella se había echado a llorar como una cría, porque ahora ni vengarse de Andrés, ni de ella misma podía...

Mientras él se duchaba, Malena firmó la carta, la metió en un sobre, la guardó en un cajón, y pospuso vagamente su muerte para aquella misma noche, sin concretar una hora determinada, cuando volvieran de la fiesta de Milagros estaría bien, en cualquier momento, daba igual, al fin y al cabo no era tan complicado, una soguita enganchada en la lámpara, un saltito y adiós. Entró en el baño, ahora siempre potentemente iluminado, y se arregló con esmero, recordando que aquélla sería su última aparición en público. La verdad es que se encontró muy atractiva, y eso le fastidió, y que Andrés se quedara pasmado y le dijera aquello —¡estás guapísima!— al verla aparecer con su vestido largo de lentejuelas azul marino y el pelo recogido, le pareció aún peor, la más irritante contrariedad a la que puede enfrentarse una inminente suicida. Los piropos se multiplicaron cuando llegó a la fiesta que, en justa compensación, resultó sin embargo un coñazo insoportable. Mientras Andrés esperaba turno junto a la mesa de billar, ella se dispuso a saquear el buffet —que, dicho sea de paso, encontró desconsoladoramente pobre para ser el último—, y ya le quedaba poco para acabar con él cuando una delicada voz masculina susurró a sus espaldas una frase familiar, qué suerte, poder comer de todo y no engordar... Malena se volvió lentamente para encontrar la exacta réplica del Andrés que aún amaba y jamás poseería, un adolescente de cuerpo frágil y adorable, cuyos labios finísimos, apenas sugeridos, sostenían la tácita insinuación de un amante pérfido y experto, una promesa que bastó para desatar una incontrolable sucesión de escalofríos, calientes y helados a un tiempo, en el centro exacto de su columna vertebral. Iba completamente vestido de blanco, igual que el otro Andrés, el Andrés perdido de aquella tarde de besos y de lágrimas, la botella marrón girando sin parar sobre un suelo de cemento.

Tú tienes que ser Andresito, el hijo mayor de Milagros, el que estaba estudiando en Inglaterra, ¿verdad?, murmuró en voz baja, mientras sus piernas temblaban como si fueran columnas de gelatina. El mismo, afirmó él, y tú eres Malena, la novia de mi tío, ¿no? Ella también asintió, y le cogió del brazo para llevárselo a un rincón, sintiéndose apenas rozar el suelo, su cuerpo disuelto por la emoción, una sombra tenue, ligera como un fantasma. Estuvieron juntos toda la noche. Ella apenas habló. Él le contó muchas cosas, acababa de llegar, no iría a la universidad, sino a la escuela de Arte Dramático, quería ser actor, no encontraba trabajo, no podía comer porque tenía una gran tendencia a engordar y en el cine nunca triunfan los gordos, además necesitaba sentirse en forma, no, no tenía novia, bueno, en realidad, no le gustaban las chicas... Malena lo escuchó todo sin pestañear, a Malena todo le daba lo mismo, ella sólo le miraba y sonreía, le tocaba y sonreía, hacía muchos años que no estaba tan contenta. La verdad es que me aburro bastante, dijo él al final, a modo de conclusión. Ella meditó un instante, le miró por el rabillo del ojo, bajó la vista, dudó otra vez, volvió a vacilar, le miró de nuevo, se decidió al fin. ¿Te apetece hacer una locura?, preguntó con voz ronca, los ojos brillantes. Él estaba perplejo, no acertó a contestar. ¿A ti te gusta pecar?, insistió ella al cabo de un instante, aferrándole fuertemente por el brazo. Finalmente, él admitió que sí, que le gustaba.
Entonces Malena le arrastró hasta la calle, le metió en el coche y le llevó a su propia casa, sin detenerse a contestar ni una sola de sus preguntas. Abrió la puerta y, tras sugerirle que se metiera en el baño y se desnudara, para ir ganando tiempo, se encerró en la cocina y vació el congelador, que desde hacía tres meses estaba siempre lleno de platos cocinados, listos para servir tras una brevísima estancia en el microondas. Unos minutos después, se reunió con su invitado en el baño, transportando una bandeja llena de recipientes cubiertos con papel de plata que a duras penas consiguió depositar sobre el lavabo. Andresito estaba sentado en una esquina de la bañera, completamente vestido aún, y desconcertado también por completo. ¿Qué me vas a hacer?, preguntó con voz de susto, ya te he dicho que no me gustan las chicas. Yo no soy una chica, imbécil, contestó ella, soy... lo que se dice una mujer madura, y sólo voy a darte de comer, así que desnúdate y métete en la bañera, vamos.

Malena también se desnudó. Se puso un gran babero de plástico, fijó otro al cuello de Andrés, y a horcajadas sobre él, empezó con unos pimientos del piquillo rellenos de merluza, a ver, cariño, abre la boquita para mamá... Partía la suave piel roja con el canto del tenedor, maniobraba con delicadeza para ensartar en sus púas un pedacito de verdura con la correspondiente porción de relleno y, empapándolo en la salsa, lo introducía por fin en su boca, abierta, limpiando a continuación los labios tersos con la punta de una servilleta para repetir la operación después de ofrecerle un sorbo de vino. Ella no comía, no lo necesitaba, tenía bastante con mirarle, con beberse su sonrisa. Él estaba cada vez más relajado y más congestionado al mismo tiempo, su cara progresivamente sudorosa, sus mejillas progresivamente encendidas mientras engullía todo lo que ella ponía en su boca, un pastel de espárragos con mayonesa, una taza de gazpacho, una quiche lorraine, un poco de lubina al horno, unas gambas con gabardina todavía calientes, un diminuto chorizo frito envuelto en una punta de pan, una pechuga fría de pollo asado, unas albóndigas de cordero con mucha salsa, tanta que resbaló desde las comisuras de sus labios para manchar su pecho más allá del babero, pero todo daba igual, él comía, era feliz, y ella recobró en un instante la lucidez, y decidió que no se mataría nunca, que no se suicidaría jamás, que lo primero que iba a hacer era abandonar sin dolor a Andrés, y que después apuraría la vida hasta el final mientras siguiera teniendo dientes, y absorta en sus pensamientos, permitió que una cuchara llena de salsa, destinada a acompañar a un trocito de venado dentro de la boca de su huésped, cayera sobre el cuerpo de éste, que ya apenas la miraba porque no podía mirarla, los párpados entornados, los labios hinchados, la piel de las mejillas lívida, casi transparente, agotada por el esfuerzo, y le pidió perdón por su torpeza, pero él no contestó, y fue entonces, mientras giraba el torso hacia fuera para intentar rellenar la cuchara con una nueva dosis de salsa de grosellas, cuando su vientre se llenó de calor, y ella miró la bandeja con ojos de estupor purísimo porque la salsa de chocolate estaba allí, intacta, no habían llegado a los postres todavía, pero su cuerpo ardía, ardía de placer y ardía por dentro, y en aquel instante comprendió. Miró a Andresito, que basculaba imperceptiblemente, muerto de cansancio, la piel de su estómago tirante, la mandíbula desencajada, la barriga a punto de reventar, las piernas flojas, moviéndose sin embargo hacia ella, dentro de ella, y sólo entonces, cuando aún podía pensar, se preguntó a qué sabría su inesperado amante, qué delicioso sabor tendría, y mientras se decidía a tomar la iniciativa, cabalgándole apaciblemente, con la delicadeza precisa para no poner en peligro su vida, se inclinó sobre su rostro y le besó, y a pesar de que el festín verdadero no había hecho nada más que comenzar, fue incapaz de hallar dentro de su boca un sabor distinto al de la saliva.

 

LA CERILLA SUECA, Antón Chejov

  LA CERILLA SUECA Antón Chejov   I       En la mañana del 6 de octubre de 1885, un joven correctamente vestido se presentó en la of...