sábado, 19 de junio de 2021

HOMBRE DIMINUTO, Sam Shepard

 

HOMBRE DIMINUTO

Sam Shepard

 


Por la mañana temprano: traen el cadáver de mi padre en el maletero de un Mercury cupé del 49, todavía con una capa densa de rocío en las luces traseras. El cuerpo, de la cabeza a los pies, está firmemente envuelto en plástico transparente. Tiene el cuello, la cintura y los tobillos atados con gomas de color carne, como una momia. Se ha vuelto muy pequeño con el paso del tiempo: quizá unos veinte centímetros. De hecho, lo sostengo ahora en la palma de la mano. Les pido permiso para desenvolver su minúscula cabeza, solo para asegurarme de que está muerto de verdad. Me autorizan a hacerlo. Se quedan a un lado con las manos enlazadas por detrás de sus trajes entallados, con la cabeza gacha en una especie de duelo avergonzado, pero no se les puede reprochar. Es inteligente estar de su lado. Además ahora parecen muy educados y estoicos.

El Mercury, parado, retumba con un sonido profundo y penetrante que percibo a través de las suelas de mis zapatos. Retiro las gomas con cuidado y descubro la cara, despegando de la nariz muy despacio la tira de plástico. Produce un sonido pegajoso, como linóleo que se separa de su pegamento. La boca se le abre involuntariamente; sin duda es alguna reacción tardía del sistema nervioso, pero lo tomo por un último estertor. Le meto dentro el pulgar y noto las encías ásperas. Pequeñas ondulaciones donde tenía los dientes. Tampoco los tenía en vida; la vida que le recuerdo. Vuelvo a enrollar la cabeza en la funda de plástico, repongo las gomas y se lo entrego, dándoles las gracias con un leve gesto de la cabeza, tratando de estar a la altura de la solemnidad del momento. Lo toman cuidadosamente de mis manos y lo colocan de nuevo en el maletero oscuro, con las demás miniaturas. A ambos lados de mi padre han encajado a mujeres encogidas que conservan con perfecto detalle sus facciones atractivas: pómulos altos, cejas depiladas, pestañas embadurnadas de rímel azul, pelo lavado y peinado que huele como caña de azúcar madura. El de mi padre es el único cuerpo diminuto que mira de frente hacia una franja de luz natural. Cuando cierran el maletero la franja se vuelve negra, como si una nube hubiera cubierto bruscamente el sol.

Ahora, forman un semicírculo ante mí, con las manos entrelazadas encima de las ingles, despreocupados pero formales. No distingo si son exmarines o gángsters. Parecen una mezcla de ambos. Saludo a todos uno por uno, girando en sentido opuesto a las agujas del reloj. Tengo la impresión de que algunos dan un taconazo al estilo fascista, pero quizá me lo estoy imaginando. No sé si esta lluvia acaba de empezar o si llueve desde hace un rato. Les veo alejarse bajo una ligera llovizna.

Es casi todo lo que recuerdo. Junto con este puñado de detalles hay una extraña aflicción matutina, pero no sé decir por qué.

 

MUJERES DESESPERADAS, Samanta Schweblin

 

MUJERES DESESPERADAS

Samanta Schweblin

 

Al asomarse a la ruta, Felicidad comprende su destino. Él no la ha esperado y, como si el pasado fuese tangible, ella cree ver en el horizonte el débil reflejo rojizo de las luces traseras del auto. En la oscuridad llana del campo sólo hay desilusión y un vestido de novia.
Sentada sobre una piedra junto a la puerta del baño concluye que no debió haber demorado tanto, que quizá las cosas debieron haber sucedido más rápido. Le resulta extraño encontrarse allí, quitando del bordado del vestido granitos de arroz, sin nada más que el campo, la ruta y, junto a la ruta, un baño de mujeres.
Pasa un tiempo en el que Felicidad logra desprenderse de todos los granitos de arroz. No llora todavía, sino que, absorta en un shock de abandono, corrige los pliegues del vestido, analiza sus uñas, y contempla, como quien espera el regreso, la ruta por la que él se ha alejado.
—No vuelven —dice Nené, y Felicidad grita espantada por el susto como si esa mujer que ahora la mira fuese un espectro maligno.
—La ruta es una mierda —dice Nené, que acostumbrada a la histeria femenina no hace caso a los gritos de Felicidad y con movimientos relajados enciende un cigarrillo—. Una mierda, de lo peor.
Felicidad logra controlarse y entre los restos del temblor se reacomoda los breteles.
—¿El primero? —pregunta Nené y espera sin aprecio que el coraje de Felicidad le permita dejar de temblar para mirarla con interrogación—, te pregunto si el tipo es tu primer marido.
Felicidad logra una sonrisa forzada. Descubre en Nené el rostro viejo y amargo de una mujer que de seguro ha sido mucho más hermosa que ella. Entre las marcas de una vejez prematura se conservan los ojos claros y unos labios de perfectas dimensiones.
—Sí, el primero —dice Felicidad con esa timidez que lleva el sonido hacia adentro.
Una luz blanca aparece en la ruta, las ilumina al pasar, y se esfuma con su tono rojizo.
—¿Y qué? ¿Vas a esperarlo? —pregunta Nené.
Felicidad mira la ruta, el lado por el que, de volver su marido, vería aparecer el auto, y no se a responder.
—Mirá —dice Nené—, te la hago corta porque esto no da para más. —Pisa el cigarrillo como enfatizando las frases—: Se cansan de esperar y te dejan, parece que esperar los agota.
Felicidad sigue con cuidado el movimiento repetitivo de un nuevo cigarrillo que la mujer se acerca a la boca, del humo que se mezcla en la oscuridad, de los labios que otra vez aprietan el cigarrillo.
—Entonces ellas lloran y los esperan… —continúa Nené—, y los esperan… Y sobre todo lo demás, y durante todo el tiempo: lloran, lloran y lloran.
Felicidad deja de seguir el recorrido del cigarrillo. Cuando más necesita del apoyo fraternal, cuando sólo otra mujer podría entender lo que ella siente junto a un baño de damas, en la ruta, tras haber sido abandonada por su reciente esposo, sólo tiene a esa mujer arrogante que antes le hablaba y ahora le grita.
—¡Y siguen llorando y llorando a cada hora, cada minuto de todas las malditas noches!
Felicidad respira profundamente, sus ojos se llenan de lágrimas.
—Y meta llorar y llorar… Y le voy a decir algo. Esto se acaba. Estamos cansadas, agotadas, de escuchar sus estúpidas desgracias. Nosotras, señorita… ¿Cómo dijo que se llamaba?
Felicidad quiere decir Felicidad, pero sabe que si abre la boca sólo saldrá el sonido de un llanto ahora incontenible.
—Hola… ¿se llamaba…?
Entonces el llanto es incontenible.
—Fe, li… —Felicidad trata de controlarse, y aunque no lo logra resuelve la frase—:… cidad.
—Bueno Felicidad, le decía que nosotras no podemos seguir soportando esta situación, esto se acaba, ya es insostenible. ¡Felicidad!
Tras una gran aspiración también ruidosa el llanto vuelve a expandirse y humedece todo el rostro de Felicidad que tiembla al respirar y niega con la cabeza.
—No lo puedo creer, que… —Felicidad respira—, que que me haya…
Nené se incorpora. Estampa en la pared, con fuerza, el cigarrillo que aún no ha terminado, mira con desprecio a Felicidad y se aleja.
—¡Desconsiderada! —le grita, y unos segundos después se incorpora ella también y la alcanza campo adentro.
—Espere… No se vaya, entienda…
Nené se detiene y la mira.
—Cállese —dice Nené y enciende otro cigarrillo—. Cállese, le digo, y escuche.
Felicidad deja de llorar y traga lo que podrían ser los comienzos de nuevos brotes de pena que se avecinan y aguardan impacientes.
Entonces hay un momento de silencio en el que Nené no siente alivio sino que, aún más afligida y nerviosa que antes, dice:
—Bueno, ahora escuche. ¿Lo siente? —Nené mira hacia el campo.
Ahora Felicidad hace verdadero silencio y se concentra.
—Lloró demasiado, ahora tiene que esperar que se le acostumbre el oído. Y… ¿Oye?
Felicidad mira hacia el campo y tuerce un poco la cabeza. Como los perros, piensa Nené, y espera impaciente que Felicidad por fin comprenda.
—Lloran… —dice Felicidad, en voz baja y casi con vergüenza.
—Sí. Lloran. ¡Sí, lloran! ¡Lloran toda la maldita noche! —Nené señala su rostro—: ¿No me ves la cara? ¿Cuándo dormimos? ¡Nunca!, nun-ca. Lo único que hacemos es oírlas todas las malditas noches. Y no lo vamos a soportar más, ¿se entiende?
Felicidad la mira asustada. En el campo voces y llantos de mujeres quejumbrosas repiten los nombres de sus maridos una y otra vez.
—¿A todas las dejan?
—¡Y todas lloran! —dice Nené.
Entonces gritan:
—Psicótica.
—Desgraciada, insensible.
Y otras voces se suman:
—Déjanos llorar, histérica.
Nené mira furiosa hacia todos lados. Nerviosa y más enojada que antes, grita al campo:
—¿Y qué hay de nosotras, mariconas…? ¿Qué hay de las que hace más de cuarenta años que estamos acá, también abandonadas, y tenemos que oír sus estúpidas penitas todas las malditas noches?, ¿eh?, ¿qué hay?
Hay un silencio en el que Felicidad mira con espanto a Nené.
—¡Tomate un calmante! ¡Loca!
Aunque están campo adentro ven que en la ruta, a su altura, una luz blanca se detiene frente al baño.
—Otra —dice Nené, y como si este episodio fuese el último que puede soportar, su cuerpo se relaja. Nené, agotada, se sienta en el piso.
—¿Otra? —pregunta Felicidad—. ¿Otra mujer? Pero… ¿La va a abandonar? Por allí la espera…
Nené se muerde los labios y niega. En el campo los gritos son cada vez menos amistosos.
—¡Vení, turrita! A ver cómo venís y das la cara…
—Vení ahora que no estás con tus amiguitas rebeldes…
—¡Insípida!
Felicidad toma la mano de Nené y trata de levantarla.
—¡Hay que hacer algo! ¡Hay que avisarle a esa pobre chica! —dice Felicidad.
Pero después se detiene y permanece en silencio, porque Felicidad ha visto, como quien ve sin estar preparado, la imagen exacta de su penoso pasado reciente, el auto que se aleja sin que la mujer que ha bajado haya tenido oportunidad de volver a subir, y de qué forma las luces, antes blancas y brillantes, ahora rojizas, se alejan.
—Se fue —dice Felicidad—, se fue sin ella. —Y como antes lo hizo Nené, deja que su cuerpo se desplome en el piso. Nené apoya su mano sobre la mano de Felicidad.
—Siempre es así, querida. Es inevitable. En la ruta al menos… Siempre.
—Pero… —dice Felicidad.
—Siempre —dice Nené.
—¿Dónde estás, turra?, ¡hablá!
Felicidad mira a Nené y comprende cuánto más grande es la tristeza de aquella mujer comparada con la suya.
—¡Infeliz!
—¡Vieja fea!
—¡Cuando vos ya estabas acá llorando nosotras todavía salíamos con ellos, desgraciada!
Algunas voces dejan de gritar para reírse.
—¡Déjenla en paz! —dice Felicidad. Se acerca a Nené y la abraza como se abraza a una niña.
—Ay… Qué miedo —dice una de las voces—, así que ahora tenés compañerita…
—Yo no soy compañerita de nadie —dice Felicidad—, sólo trato de ayudar…
—Ay… Sólo trata de ayudar…
—¡Cállense! —dice Nené, y al hacerlo se aferra a los brazos de Felicidad, como si necesitara de más fuerza que la propia para enfrentar a aquellas mujeres.
—¿Saben por qué la dejaron en la ruta?
—¡Porque es una morsa flaca!
—No, la dejaron porque… —se ríen—, porque mientras ella se probaba su vestidito de novia, nosotras ya nos acostábamos con su maridito…
Todas se ríen.
—Miren, ahí viene otra…
Las voces cada vez se oyen más cerca. Se hace difícil separar a las que lloran de las que ríen.
Desde el baño de la ruta la figura de una mujer pequeña avanza hacia Nené y Felicidad a paso lento.
—¡Turra!
A medida que la mujer se acerca descubren la cara de horror de una vieja que poco comprende. Vestida en tonos dorados, deja ver en su escote el sensual encaje negro de una prenda interior. Cada tanto, se detiene y contempla la ruta. Ya cerca, antes de que pueda preguntar algo, Felicidad se adelanta con la voz entrecortada por la angustia.
—Siempre. En la ruta siempre, abuela.
La vieja endereza su postura y mira indignada hacia la ruta.
—¿Pero cómo…?
Felicidad la interrumpe:
—No llore, por favor…
—Pero no puede ser… —dice la vieja, y en la desilusión cae de su mano al piso la libreta de matrimonio. Mira con desprecio la ruta por la que se ha ido el coche y dice sinvergüenza, viejo impotente…
—¡Vení, turra!
—¡Por qué no se callan, cotorras! —grita Nené.
La vieja mira con espanto.
—¡Urracas! —Nené insiste y se incorpora con violencia.
—¡Te vamos a agarrar, culebra!
En busca de comprensión, la vieja mira a Felicidad, que al igual que Nené se ha incorporado y estudia con angustia la oscuridad del campo.
—Poné la cara, vení —las voces de las mujeres se oyen cada vez más cerca.
Felicidad y Nené se miran. Bajo los pies sienten el temblor de un campo por el que avanzan cientos de mujeres desesperadas.
—¿Qué pasa? —dice la vieja—, ¿qué son esas voces, qué quieren? —se agacha, recoge la libreta y como Felicidad y Nené, retrocede hacia la ruta sin voltearse, sin perder de vista la masa negra de la oscuridad del campo que parece acercarse a ellas cada vez más.
—¿Cuántas son…? —dice Felicidad.
—Muchas —dice Nené—, demasiadas.
Los comentarios y los insultos son tantos y tan cercanos que es inútil responder o tratar de llegar a un acuerdo.
—¿Qué hacemos? —dice Felicidad. En el tono de su voz los signos del llanto contenido. Retroceden cada vez más rápido.
—No se te ocurra llorar —dice Nené.
La vieja se toma del brazo de Felicidad, se aferra al vestido de novia y lo arruga en sus manos nerviosas.
—No se asuste, abuela, todo está bien —dice Felicidad, pero las burlas son ya tan fuertes que la vieja no alcanza a entender.
Sobre la ruta, a lo lejos, un punto blanco crece como una nueva luz de esperanza. Quizá Felicidad piense ahora, por última vez, en el amor. Quizá piense para sí misma: que no la deje, que no la abandone.
—Si para nos subimos —grita Nené.
—¿Qué dice? —pregunta la vieja.
Ya están cerca del baño.
—Que si el auto para… —dice Felicidad.
—¿Cómo? —insiste la vieja.
El murmullo avanza sobre ellas. No las ven, pero saben que las mujeres están ahí, a pocos metros. Felicidad grita. Algo como manos, piensa, le roza las piernas, el cuello, la punta de los dedos. Felicidad grita y no entiende las órdenes de Nené que se ha alejado y le indica que agarre a la vieja y corra. El coche se detiene frente al baño. Nené se vuelve hacia Felicidad y le ordena que avance, que arrastre a la vieja. Pero es la vieja quien reacciona y arrastra a Felicidad hacia Nené, que espera que la mujer se baje para sentarse ella y obligar al hombre a conducir.
—No me sueltan —grita Felicidad—, no me sueltan —mientras espanta desesperada las últimas manos que la retienen.
La vieja empuja. Otra vez ha dejado caer la libreta de matrimonio y ahora tira de Felicidad con todas sus fuerzas porque ya no importa nada, piensa, ni la libreta, ni el encaje, ni el poco amor que creyó haber conseguido.
Nené espera ansiosa que se abra la puerta, que la mujer baje. Ella sabe, piensa Nené, sabe y no se baja. Pero el que se baja es él. Con las luces recortando el camino, aún no ha visto a las mujeres y baja apurado buscando en su pantalón la hebilla de la bragueta con la que bajará el cierre. Entonces el barullo aumenta. Las risas y las burlas se olvidan de Nené y se dirigen pura y exclusivamente a él. Llegan a sus oídos. En los ojos del hombre, el espanto de un conejo frente a las fieras. Se detiene pero ya es tarde. Nené ha subido al auto. Abre la puerta trasera, por la que ahora suben Felicidad y la vieja, y a la vez sostiene a la mujer que la mira con espanto e intenta zafarse.
—Sosténganla —dice Nené, suelta a la mujer para dejarla en manos de la vieja que sin preguntar obedece la orden.
—Si se quiere bajar dejala —dice Felicidad—, por ahí ellos sí se quieren y nosotros no tenemos por qué meternos.
La mujer logra zafar de la vieja pero no se baja, dice qué quieren, de dónde vienen, una pregunta tras otra, hasta que Nené le abre la puerta y con un gesto le da la opción de bajar.
—Bajá, rápido —le dice.
Desde el auto se escuchan los gritos de las mujeres y frente a ellas permanece, despegada de la oscuridad por las luces del auto, la figura inmóvil y aterrada de un hombre que ya no piensa en lo mismo que pensaba hace un rato.
—No me bajo nada —dice la mujer. Mira al hombre sin aprecio y después a Nené—: Arrancá antes de que vuelva —dice, y traba la puerta de su lado.
Nené enciende el motor. El hombre oye el automóvil y se vuelve para mirar.
—¡Arranca! —grita la mujer.
La vieja aplaude nerviosa, dice dele mujer, y aprieta con firmeza la mano de Felicidad que con espanto mira al hombre que se acerca. Con dos ruedas laterales fuera de la ruta, el auto patina sobre el barro. Nené mueve el volante sin control y por un momento los faros del coche iluminan el campo. Pero lo que se ve entonces no es justamente el campo: la luz del auto se pierde en la inmensidad de la noche pero alcanza para diferenciar en la oscuridad la masa descomunal de centenares y centenares de mujeres que corren hacia el auto, o mejor dicho hacia el hombre que, entre ellas y la multitud, aguarda inmóvil su llegada como se espera la muerte.
Una patada de la mujer sobre el pie de Nené activa el acelerador y, con la imagen de las mujeres ya sobre el hombre, Nené logra regresar el auto a la ruta. El motor esconde los gritos y las burlas y pronto todo es silencio y oscuridad.
La mujer se acomoda en el asiento.
—Nunca lo quise —dice la mujer—, cuando se bajó pensé en tomar el volante y dejarlo en la ruta, pero no sé, el instinto maternal…
Ninguna de las mujeres le presta atención. Todas, incluso ella ahora, prefieren ver el pequeño espacio de la ruta que dibujan las luces y permanecer en silencio. Es entonces cuando sucede.
—No puede ser —dice Nené.
Frente a ellas, a lo lejos, el horizonte comienza a iluminarse de pequeños pares de luces blancas.
—¿Qué? —dice la vieja—. ¿Qué pasa?
La mujer permanece en silencio y cada tanto mira a Nené, como esperando de ella la respuesta.
Los pares de luces crecen, avanzan rápido hacia ellas. Felicidad se asoma entre los asientos delanteros.
—Vuelven —dice, sonríe y mira a Nené.
En la ruta Nené contempla los primeros pares de luces que ya como autos pasan junto a ellas y los otros tantos que se van acercando. Enciende un cigarrillo y advierte tras su asiento los movimientos alegres de Felicidad.
—Son ellos —dice Felicidad—, se arrepintieron y vuelven a buscarlas.
—No —dice Nené, suelta una bocanada de humo y agrega—: vuelven por él.”

CASA CON DIEZ PINOS, Fabián Casas

 

CASA CON DIEZ PINOS

Fabián Casas

 


para Quique Fogwill

 Desde que empecé a publicar, la gente me pregunta: “¿Esto es autobiográfico, no?”. O: “¿El personaje sos vos, no?”. Así que voy a empezar por decir que todo lo que se va a narrar aquí es absolutamente verídico. Pasó realmente como lo voy a contar. Eso sí, me tomé la licencia de cambiar algunos nombres. El único personaje que mantiene el suyo es mi amigo Norman. Si lo conocieran, verían que no es necesario cambiárselo. Y los reales seguidores del realismo, con sólo ir hasta la esquina de Córdoba y Billinghurst, podrán comprobar que el bar que regentea mi amigo Norman, llamado Los Dos Demonios, existe. Tiene una pareja de leones dorados custodiando la entrada.

            Norman es inmenso, rubio, melenudo. Usa camisas negras, capa negra, zapatillas negras. Su héroe preferido es Batman. Tiene muchísimos collares y siete anillos que distribuye entre los diez dedos. Un anillo tiene la cara del Hombre Araña, otro la S de Superman. Otro dice NOR. Y otro dice MAN. Fuma unos cigarros largos y finos. Y sólo come con whisky. Vive de noche. A eso de las tres de la mañana, se pone detrás de la barra de Los Dos Demonios y empieza a pasar música. Ese es el momento que más me gusta. Norman es un DJ ecléctico: pasa boleros, tangos, canciones infantiles (“La gallina turuleca”, Xuxa), hits de los setenta: Eleno, Sandro, Cacho Castaña, y rock nacional.

            El bar de Norman es chico. Una barra, un par de mesas, muchos espejos. En las paredes, empotradas, hay peceras con peces verdaderos y barcos de piratas hundidos. Los tapizados de las mesas son de cebra. Unos corazones luminosos, rojos, se desperdigan al tuntún por todo el lugar. Parece como si alguien hubiera improvisado una boat en la habitación de un hotel alojamiento.

            La clientela es variada. Al igual que en el bar de “La Guerra de las Galaxias”, viene gente de todo el universo: minas con tres tetas, traficantes de Orión, contrabandistas de Venus, músicos de rock, ex futbolistas...

            Norman me quiere porque mi mamá, cuando él era chico, lo trataba como a un hijo más. Después de que pudo terminar la primaria, no sabía bien qué iba a hacer con su vida. Entonces aprendió a cortar el pelo. Uno de sus clientes le tomó cariño y le propuso que fueran socios en una casa de citas. Ahí encontró su vocación. Cerró la casa de citas, abrió el bar y trajo a las chicas a trabajar con él.

            Ahora son más de las cuatro de la mañana. Estamos en la barra y Norman pasa música y me pasa tragos. Tengo el pelo mojado por la transpiración. En un costado, en el medio de una caja de cigarrillos y un cenicero inmenso, están los poemas manuscritos del Gran Escritor. Pasé todo el día con él. Me encadenó a su show. Es por mi puto trabajo. A medida que el whisky me empieza a hablar al oído, se me ocurren ideas. ¡Los pensamientos brotan de mi cabeza como el sudor!
            La jornada empezó bien temprano. Ducha, traje y corbata. Taxi hasta la editorial. Trabajo en prensa para la editorial Normas. Ese día me había sido asignada la tarea de pasar a buscar por el hotel al Gran Escritor, llevarlo a pasear y finalmente conducirlo hacia un café librería donde iba a tener una charla con sus fans.

            El Gran Escritor vive en París y una vez por año pasa por el país que lo vio nacer para promocionar sus libros. Desde los años sesenta viene publicando una obra, según mi juicio, fundamental. Las novelas MertiolateAgua vivaComas y más comas y el libro de ensayos Para una literatura sin botulismo, no tienen nada que envidiarle a las de cualquier gran escritor europeo.

            Llegué al hotel quince minutos antes de lo acordado, así que me fui a la barra de la confitería y me tomé un café con agua mineral. Pasé los gastos a la habitación del Gran Escritor, la 99. Después atravesé el vestíbulo, y me hice anunciar por el recepcionista. El Gran Escritor me dio el OK. “Dice que suba”, me dijo el conserje. Y le hizo señas a un muchacho disfrazado de granadero que se acercó para acompañarme. “El me guía a mí hacia el Gran Escritor y después yo voy a guiar al Gran Escritor hacia sus fans”, pensé mientras ascendíamos en el ascensor.

            El joven soldado de San Martín golpeó la puerta y se retiró. Me quedé mirando el 99 plateado unos segundos, hasta que me percaté de que una voz me pedía que entrara.

            Ahí estaba, parado en medio de la habitación, desnudo, salvo por una toalla que sujetaba en la cintura. Tenía el pelo mojado, peinado hacia atrás, la nariz aguileña, tetas grandes y una barriga inflamada.

            —Cómo le va —me dijo, extendiéndome la mano húmeda. —Muy bien —dije.
            —Dígame, ¿No nos teníamos que encontrar más tarde? —No que yo sepa.
            —Estos de la editorial creen que uno no hace nada por la noche. Me estaba bañando cuando me avisaron que usted estaba abajo.

            —Si quiere puedo ir a dar un par de vueltas y lo paso a buscar más tarde.
            —Y también creen que uno no sabe moverse solo por Buenos Aires.
            —Si le parece puedo no venir en todo el día y directamente nos encontramos en el lugar de la charla, es un café que queda acá cerca...

            —Espere, espere... voy a vestirme ¿Cómo se llama usted? —Sergio Narváez.
            —Muy bien, Sergio, espere.

            Me quedé parado en el medio del living. El Gran Escritor desapareció detrás de una puerta. El cuarto donde yo estaba tenía un ventanal que daba a un patio interno, donde se veían otras ventanas cruzadas por cables que zigzagueaban a la marchanta. Mis zapatos se hundían en la alfombra peluda y blanca. En las paredes colgaban unos cuadros horribles sobre puestas de sol, mercados callejeros y barcos. No me di cuenta de que el Gran Escritor, desde la otra pieza, me estaba hablando. “¿Qué?”, le pregunté en voz alta. “¿Usted conoce a Pablo Conejo?”. Me lo habían advertido. El Gran Escritor odiaba a otro de los escritores de la editorial. Pablo Conejo es un mexicano que escribe libros de autoayuda que se venden como Coca Cola. Es uno de los puntales económicos de la editorial. A cambio de varios Conejos, Normas se puede dar el lujo de editar al Gran Escritor. “¿Si lo conozco en persona?”, pregunté. Como el Gran Escritor no me contestó nada, intenté armar una frase: “Lo conozco sólo por fotos. Cuando él vino para la feria del libro yo todavía no trabajaba en Normas”. “¿Cuánto está vendiendo su último libro?”, me preguntó la voz desde el otro cuarto. “¿Su último libro?... No sé... pero creo que un montón”, dije. “¿No me lo podría averiguar?”, insistió la voz. Me quedé callado. “Ahí tiene un teléfono, puede llamar a la editorial mientras me cambio”, me dijo el hijo de puta. Agarré el teléfono, pedí con la editorial y escuché al contestador automático: usted está hablando con la Editorial Normas, si conoce el número de interno, dísquelo, si no, espere y será atendido por la operadora. Corté. “La gente que se encarga de las ventas todavía no llegó, pero en un rato le tengo el dato exacto”, grité. Justo cuando el Gran Escritor salía del exilio de su pieza. Se había puesto un traje sport, zapatos negros y estaba transpirando. Recordé el latiguillo de un amigo: “A los escritores no hay que conocerlos, hay que leerlos”.

            Al rato estábamos en un taxi que apestaba a la colonia del Gran Escritor, quien parecía respirar con dificultad. Afuera hacía un calor infernal. El Gran Escritor quiso pasar por algunas librerías céntricas para ver si sus libros estaban bien expuestos. Por eso bajamos del taxi varias veces y hablamos con los encargados de algunos locales. Los libros estaban bien adelante, en la vanguardia. Normas sabe lo que hace. El Gran Escritor quiso un ejemplar del último de Conejo. Dijo que estaba escribiendo un ensayo sobre esa literatura. “De mierda”, remarcó. Como para sacarlo gratis tenía que llamar a la editorial, decidí pagarlo con lo que me habían dado para viáticos. Volvimos al bendito taxi con el libro de Conejo. Salimos a los tumbos porque la calle estaba mala. El Gran Escritor hojeaba al tuntún. Murmuraba palabras en francés. Sacaba vapor por las orejas. Los vidrios del auto se empañaron.
            Milanesas, ensalada, flan con crema, café. Yo lo mismo. El Gran sacó un puro inmenso. El aire acondicionado del local me cacheaba. El Gran Escritor quiso saber mi edad y si yo también escribía. Pero antes de que le pudiera contestar, se largó con un rap. Dijo que para escribir había que ser humilde, que la literatura de masas es el enemigo de la literatura seria, que uno trabaja y trabaja pero nunca se termina, que las ambiciones son enormes y los resultados son deformes, que siempre hay que preocuparse por cambiar, que la literatura de X era una mierda, que lo que escribía Z sólo era publicable entre idiotas. Aspiró, largó humo. Se quedó callado. Me hubiera gustado preguntarle si en algún momento se había dado cuenta de que yo estaba a su lado desde la mañana. Pero en cambio le dije que leerlo me ayudó a escribir, que yo encontré mi voz hurgando en sus novelas. “¿Le gusta mi obra?”, me preguntó mientras usaba un mondadientes de chupetín y me miraba de reojo.

            Después de parar en un locutorio para chequear sus mails, de caminar por una plaza inmensa y de comer un helado de parado, nos sentamos en un café muy chico, con poca luz y con ventiladores enormes. Con el fondo del ruido mecánico de esos aparatos, el Gran Escritor fijó su mirada melancólica en la calle y me dijo: “Una vez, cuando era muy joven, me tocó acompañar a Borges en una visita que hizo a mi pueblo... Era un tipo muy divertido... Me acuerdo que la noche anterior casi no pude dormir... Si usted va a ser escritor tiene que leer a Borges... Sobre todo el Borges de El AlephFiccionesDiscusión... Después empezó a repetirse ¡y es un poeta malísimo!”.

El Gran Escritor se quedó rumiando algo. Entonces, como si fuera un medium en trance, me empezó a dictar el súper canon: Borges, Macedonio, Juan L. Ortiz, Faulkner, Onetti, Musil, Joyce, Kafka. Me parecía estar en la cancha escuchando a La voz del Estadio pasar la formación de un equipo de muertos. Cuando el listado pareció llegar a su fin, yo, tímidamente, le pregunté si le gustaba Ricardo Zelarayán. “¿Zelarayán?”, me dijo. “¿Es un escritor argentino?”. Le dije que sí. Se quedó pensativo un rato largo, mirando la mesa, la tacita blanca de café. Era Anatoli Karpov pensando qué pieza mover. Después agachó el mentón, se durmió, roncó, pedorreó.

            El café librería estaba repleto. Entramos abriéndonos paso entre el gentío. Muchos tenían sus libros —los del Gran Escritor— en la mano, para ser firmados. Un joven guapo —también escritor— iba a presentarlo. Cuando mi enlace, es decir, mi compañero de Normas que se tenía que encargar del Gran Escritor mientras durara el evento, me dijo el nombre del muchacho, me di cuenta de que lo había leído: Era un clown del Gran Escritor. Uno más parecido a esos tipos curiosos que andan por ahí imitando a los Beatles.

          La performance estuvo perfecta. El Gran Escritor hizo chistes, despedazó a otros escritores —se ensañó especialmente con García Márquez— y terminó leyendo un fragmento de una novela in progress. El Mini Escritor dijo una sarta de boludeces, nombró a Deleuze y habló de la influencia del Gran Escritor en la literatura argentina.
            A pesar del violento aire acondicionado del café, el Gran Escritor transpiraba como si estuviera en el horno de Banchero. Tanto que las manos se le hacían agua y se le resbalan los libros que le daban para que estampara su firma.

            La cosa terminó con un clásico de los eventos literarios: todos a cenar —los de la editorial, el clown, algunos fans y amigos— en un bar de las inmediaciones donde —eso sí— hicieran asado, ya que esta comida típica nuestra era un motivo recurrente “un símbolo ontológico”, según explicó El Mini, de la obra del Gran Escritor.
            “Antes de que se vaya quisiera mostrarle algo”, me dijo, mientras se tambaleaba por la alfombra peluda y blanca de su suite. Los libros del Gran Escritor están llenos de comas, y en la cena, el tipo se había tomado un vaso de vino por cada una de las comas que puso en todas sus novelas. Entró al dormitorio hablando en voz alta, buscando algo, pero yo, despatarrado en un sillón, apenas lo escuchaba. No veía la hora de poder zafar hacia lo de Norman y sacarme el día de encima duchándome con unos buenos whiskys.

            Al final, a los tumbos, el gran escritor consiguió salir de la pieza por donde anduvo rebotando y se sentó en el suelo, frente a mí. Como pudo se sacó los mocasines y me mostró una carpeta negra donde estaban enganchados con ojalillos unos poemas de su puño y letra. “Esto es lo más importante que escribí en mi vida”, me dijo. “La poesía se escribe a mano”, me dijo. Hablaba como un compadrito. “Nada de lo que escribí se puede comparar con esto. Acá está mi alma”. Miré la carpeta negra, rugosa, las hojas escritas con tinta azul en una letra grande y redonda. “Tal vez —empezó a decir lentamente— si alguien los pasara a la computadora...” Fue clarísimo. El Gran Escritor me había elegido de secretario. No dudé ni un segundo. Le dije que era un honor enviar sus poemas a la realidad virtual. Y sin dejarle emitir un mísero sonido, agarré la carpeta, le estreché la mano como pude —el brazo se le movía como la trompa de un elefante arisco— y salí del cuarto echando putas. Sin mirar para atrás.

            ¡Los pensamientos brotan de mi cabeza como el sudor! Norman, parapetado detrás de la barra, hace mímica y tararea las canciones que pone. ¡Es un karaoke infernal! Yo canto, bebo, todo el bar empieza a estar bajo la luz amarilla del whisky. Abro la carpeta con los poemas del Gran Escritor. Leo uno sobre un paso a nivel, con chicos que ponen monedas en las vías para que las alise el tren ¡Qué boludez! Y también está el infaltable sobre Rimbaud

            Giro hacia mi izquierda, las chicas de Norman cuchichean en una esquina. Las veo por el rabillo del ojo. Parecen cuervos.

            Hay también hombres con sombreros de cowboys, astronautas, reptiles. ¡Todos cantan la más maravillosa música, que es la música de Norman! “Ésta es para vos, papá”, me dice mientras me agarra la mano y me atrae por sobre la barra para que lo bese. Y después, como Maradona en México cuando giró para dejar solo a Burruchaga frente al arquero nazi, pasa de “Trigal”, de Sandro, a “Una casa con diez pinos”, de Manal, una de mis canciones preferidas. La que siempre le pido que ponga. ¿Toda la filosofía especulativa del mundo se hace trizas frente a la letra de esta canción! ¡Vayan a laburar Kant, Hegel, Lacan y demás enfermos mentales! ¡Ahora sí que funciona la martingala cerebral! Una casa con diez pinos. Una casa con diez pinos. Hacia el sur hay un lugar. Ahora mismo voy allá. Porque ya no puedo más. Abro la carpeta, arranco las hojas con los poemas. Un jardín y mis amigos, no se puede comparar, con el ruido infernal de esta guerra de ambición. Norman aplaude con las manos en alto, todo el bar lo sigue. Empiezo a regalarles los poemas a las chicas. “Son flores de papel”, les digo. Se ríen. Para triunfar y conseguir dinero nada más, sin tiempo de mirar, un jardín, bajo el sol, antes de morir. Casi todo el bar tiene en sus manos un poema. Si alguien nos viera desde afuera, pensaría que estamos ensayando una canción, que somos un coro de monstruos. No hay preguntas que hacer. Sólo se puede elegir oxidarse o resistir, poder ganar o empatar, prefiero sonreír, andar dentro de mí, fumar o dibujar. Para qué complicar, complicar.

LA CERILLA SUECA, Antón Chejov

  LA CERILLA SUECA Antón Chejov   I       En la mañana del 6 de octubre de 1885, un joven correctamente vestido se presentó en la of...