Malena, una vida hervida
Almudena Grandes
5
de diciembre de 1949
En el fondo, el placer de follar no supera al de comer. Si estuviera prohibido
comer como está lo otro, habría nacido toda una ideología, una pasión del
comer, con normas caballerescas. Ese éxtasis del que hablan —el ver, el soñar
cuando follas— no es sino el placer de morder un níspero o un racimo de uvas.
Cesare
Pavese, El oficio de vivir.
Aquella vez ya no quiso sentarse con elegancia, ya no. Se desplomó encima de la
silla con todo su peso y dejó escapar un sonoro suspiro. Desenroscó el capuchón
de la estilográfica con un gesto de cansancio y trazó una rayita azul sobre la
piel de su mano izquierda, junto a la base del dedo pulgar, para comprobar que
estaba bien cargada, sometiéndose por última vez, pensó, a esa absurda manía
infantil de la que no había logrado desembarazarse jamás. Centró correctamente
la hoja de papel ilustrada con una de las más célebres Alicias de John Tenniel
—el último regalo de Aleister—, y se dijo que tal vez fuera más sensato
escribir una carta semejante en un folio blanco de papel vulgar, pero rechazó
pronto tal hipótesis. Al fin y al cabo, una fiesta de no cumpleaños parecía el
preludio ideal para un mensaje de despedida como el suyo. Echó una ojeada con
el rabillo del ojo al hombre que roncaba estruendosamente en su propia cama, y
equiparó la voluminosa silueta que se adivinaba bajo las sábanas al peso muerto
de un viejo boxeador sonado, irrecuperable ya, fofo e imbécil. Suspiró de nuevo
y comenzó a escribir:
Señor Juez:
Yo, Magdalena
Hernández Rodríguez, española, viuda, química de profesión, de 46 años de edad,
en plena posesión de todas mis facultades físicas y mentales, he decidido hoy,
7 de mayo de 1990, quitarme voluntariamente la vida, dado que ésta ya no tiene
ningún sentido para mí...
No hacía ni tres
meses que lo había encontrado de nuevo, cuando ya no esperaba volver a verle
jamás, cuando ya se había convencido a sí misma de haber logrado olvidarle,
cuando ya casi le daba igual, justo entonces, en aquel preciso momento, un
hombre barbudo, gordo y más que medianamente calvo, se abalanzó sobre ella en
una fiesta cortándole la respiración con un asfixiante abrazo, llenándole la
cara de babas que olían a puro canario, besándola con tanta torpeza que el clip
de uno de sus pendientes se desprendió y cayó al suelo, donde alguien lo pisó
sin querer para partirlo limpiamente por la mitad, Malena, soy yo, Andrés, ¿no
te alegras de verme...? Ella creyó que el suelo se abría bajo sus pies mientras
en su interior una vocecita cada vez más débil luchaba con denuedo, sin
provecho, por alentar la última esperanza, un aliento de amargura susurrando
que no, que no podía ser, que tenía que ser un error, otro Andrés quizá, pero
él no, el suyo no, no podía ser Andrés, de ninguna manera...
Era Andrés,
naturalmente. Cuando consiguió detener la húmeda avalancha que, más que
recompensarla, la castigaba cruelmente por tantos años de espera, consiguió ya
reconocer en aquel rostro abotargado y envilecido por la edad —tan implacable
siempre con la gente estúpida—, algunos leves matices del enloquecedor
adolescente al que nunca jamás había dejado de amar. Ahí, ocultos por una
desagradable maraña entrecana, estaban los labios finísimos, apenas sugeridos,
que ella había querido interpretar siempre como la tácita insinuación de un
amante pérfido y experto, los labios cuya sola visión fuera antes capaz de
desencadenar una incontrolable sucesión de escalofríos, calientes y helados a
un tiempo, en el exacto centro de su columna vertebral. Y ahí estaba también
todo lo demás, las delicadas ojeras —que se habían convertido en una bolsa,
encima de otra bolsa, encima de otra bolsa—, la barbilla afilada —ahora
rechoncha génesis de una blanda papada—, las enormes y huesudas manos de dedos
largos —pero hinchados ya como percebes norteafricanos— y el cuerpo, el frágil
y adorable cuerpo de antaño, el objeto único de un deseo espeso y oscuro como
la sangre, doloroso, total, cebado en soledad durante casi treinta años para
disolverse ahora, en un instante, ante la visión de ese grueso embutido mal
cocido que resultaba ser Andrés, después de todo.
Coqueteó con él toda la noche, sin embargo, lanzándose con determinación a la
reconquista de cualquier guiño, cualquier brillo, cualquier clavo ardiendo del
que suspender siquiera la punta de una uña para desde allí recuperar el vértigo
perdido. No halló nada de su eterno amor en él, pero aceptó a cambio una oferta
sórdida, de puro vulgar —¿por qué no me invitas a tu casa, y nos tomamos la última
en la cama?—, porque creyó debérselo a sí misma, a su traicionada memoria. Pero
fue todo un desastre. No sólo resultó nulamente pérfido y desoladoramente
inexperto, sino que, además, apenas se comportó como un amante. Se limitó a
desplomarse sobre su cuerpo sin haber llegado a desnudarse del todo, y esperó
todo el tiempo que hizo falta a que ella comprendiera que carecía de cualquier
intención de conjugar el participio activo. Luego sonrió satisfecho, tosió un
par de veces, y se durmió.
Para ella no fue tan fácil conciliar el sueño. Sentada en la cama, fumando un
pitillo detrás de otro, sentía que le ardían los riñones, todos sus músculos
doloridos, exhaustos por el esfuerzo de propulsar rítmicamente hacia arriba,
sin apenas ayuda, la grosera alegoría de hombre a la que ahora, por obra del
más injusto destino, parecía abocada su vida. Había vivido esperando a Andrés y
por fin lo tenía durmiendo a su lado, roncando como un hipopótamo enfermo de
asma. El futuro no parecía muy halagüeño. Tratando de olvidarlo, de vez en
cuando se tumbaba, ablandaba la almohada, se ponía de perfil, luego de frente,
probaba el lado contrario y se sentaba otra vez, para encender el penúltimo
pitillo, desesperada. Hasta que una sonrisa iluminó su rostro un instante antes
de animar su cuerpo. Completamente desnuda y sudorosa, se levantó de la cama de
un salto, llegó hasta el baño y, en lugar de elegir sólo un pulsador, como
tantas otras veces, oprimió de un manotazo los tres interruptores que regulaban
otros tantos focos halógenos, feroces, la intratable iluminación cenital del
espejo. Mantuvo los ojos bien abiertos todo el tiempo, ya no había motivo para
mirarse en la penumbra, favorecida por la escasa luz lateral y el parpadeo de
unas pestañas indecisas. Ahora necesitaba todo lo contrario, y más que verse
bien, verse destruida. Decidió que era así precisamente como estaba. Tenía
delante el cuerpo fofo, añoso, de una mujer de cuarenta y seis años, los pechos
caídos, el vientre dilatado, venas varicosas en las piernas y caderas a punto
de derrumbarse. Su sonrisa se amplió hasta adquirir las proporciones de una
mueca forzada mientras su mano derecha se cerraba en el aire, y entonces lo
dijo bien claro, en voz alta, mañana vuelvo a comer.
Dejé de comer a los
quince años, ¿sabe usted? A los quince años empecé a alimentarme, a ingerir lo
estrictamente necesario para ir tirando, verdura hervida, carne hervida,
pescado hervido, vida hervida... Y todo por amor, que ya es triste, lo
imbéciles que podemos llegar a ser las mujeres, pero es que aquella tarde, yo
no sé si usted lo entenderá, pero aquella tarde, jugando a la botella, yo creía
que me moría, que me moría de pena, y de asco, y de ganas de Andrés...
Una botella de color
miel, que apenas quince minutos antes había contenido un litro de cerveza
Mahou, daba vueltas y vueltas sobre el piso de cemento, sin rozar siquiera los
pies de la veintena de adolescentes bronceados que, sentados en el suelo,
formando un corro, la miraban sin pestañear, en sus rostros cierta juvenil
ansiedad. Allí, un poco apartada porque le daba vergüenza cruzar las piernas a
lo indio, igual que los demás, estaba también ella, Malena, quince años recién
cumplidos, ciento setenta y tres centímetros de altura, ochenta y dos kilos de
peso, una auténtica vaca. Llevaba un traje suelto de algodón amarillo, con un
bordado diminuto en el delantero y un canesú muy marcado, que sus amigas
encontraban gracioso porque parecía un modelo pre-mamá. Era un modelo pre-mamá,
el último recurso, aunque ella se habría dejado ahorcar antes que confesarlo.
No conocía tortura más atroz que salir de compras, ni milagro más auténtico que
una falda de su talla, y tan sólo un par de semanas antes, su madre, una mujer
muy hermosa, se había echado a llorar al contemplarla desnuda en el ambiente
más hostil —un diminuto probador de El Corte Inglés— mientras ella se embutía a
presión en un bañador negro, con aros en el pecho y refuerzos en las caderas,
que finalmente habían encontrado en el último rincón de la planta de señoras,
¡PROMOCIÓN ESPECIAL!, TURISMO PARA LA TERCERA EDAD, ANÍMESE, MUJER. LA VIDA
EMPIEZA AHORA... Su madre lloraba y ella, el bañador encajado sólo a medias,
los tirantes enrollados sobre la cintura y la lengua fuera, por el esfuerzo, la
miraba sin entender muy bien lo que pasaba. Pero, mírate bien, hija mía, había
escuchado al final, entre sollozos, pero si parece que tienes cuarenta años...
Luego, cuando la
brusca pérdida del aire acondicionado, el asfalto ardiendo bajo las suelas de
esparto, hizo aún más irrespirable para ambas el sofocante aire del junio
madrileño, su madre volvió a la carga con lo de siempre, ponte a régimen, hija,
todavía estás a tiempo, al fin y al cabo eres una niña, luego te costará mucho
más trabajo, hazme caso, por favor, Malena, vamos a un médico... Ella se había
hecho la sueca, como siempre, pero no se había atrevido a pedir un helado de
chocolate con trocitos de chocolate en cucurucho de chocolate, su favorito,
porque la crisis materna parecía más profunda que otras veces. Y ahora estaba
allí, sentada en el suelo del garaje de Milagros con las piernas estiradas,
escrutando ansiosamente la dirección que tomaba la boquilla de la botella de
cerveza, el signo de un azar que parecía haberse encoñado sin remedio con
Andrés, aquella tarde.
Se detuvo una vez más
a sus pies, y el corazón le dio un vuelco, porque le tocaba, esta vez le tenía
que tocar, no había discusión posible. Las reglas del juego prohibían repetir
beso, y Andrés ya había besado a las otras siete chicas de la pandilla, de la
más guapa a la más fea, con la única excepción de Milagros, que era la novia de
su hermano mellizo y hasta ahí podíamos llegar, así que ahora le tocaba a ella,
sólo quedaba ella, y sin embargo, y sin ningún titubeo, él eligió a Silvia por
segunda vez. Alguien protestó, es que ya no queda ninguna más, explicó él,
claro, es verdad, los demás le dieron la razón y ella no se atrevió a decir
nada, porque nadie la miraba, nadie la mencionaba, nadie parecía darse cuenta
de que aún quedaba ella, intacta, sola, muda. Andrés tomó la mano de aquella
escueta versión de tradicional calientapollas mística que tan locos parecía
volverles a todos, y se la llevó a un rincón para besarla. Ella aprovechó la
escena para escurrirse sin ser vista, y abandonó el garaje. Pasó toda la tarde
mirando al río, sentada en una peña, meditando, y cuando llegó a casa, mucho
antes de la hora límite, encontró a su madre en el porche, haciendo ese puzzle
que no se acababa nunca. He decidido ponerme a régimen, mamá, dijo solamente.
Ella le sonrió, la abrazó, y le habló bajito, ya verás como todo sale bien, ya
lo verás, qué guapa te vas a poner, Malena...
Así que por fin fui a
Madrid con mamá, a ver a un médico, un endocrino muy joven que me miró a la
cara con expresión de lástima y me lo dijo bien claro: mira, hija, tu problema
es que eres una gorda congénita. Te voy a poner un régimen muy duro. Si lo
haces a rajatabla, adelgazarás, y te quedarás con buen tipo, eso seguro. Pero
tienes que cambiar de mentalidad, y de manera de vivir, porque no es que tengas
un índice metabólico negativo. Es más bien que, prácticamente, tu organismo
carece de metabolismo basal, reina, ya puedes ir haciéndote a la idea...
El mejor día era el
domingo, porque incluía un tercio de Coca-Cola con un suizo relleno de jamón de
York a media mañana, y medio tomate crudo, con un cuarto de pollo asado y una
manzana de comida, no estaban mal los domingos, no. Pero los martes y los
sábados sólo podía comer fruta, y de cena, todas las noches, verdura hervida
sin sal de primer plato. Y sin embargo, lo hizo, cumplió con el régimen a
rajatabla, sin flaquear jamás, y adelgazó, le costaba trabajo creérselo, pero
estaba adelgazando, se pesaba todas las mañanas después de ducharse con un gel
anticelulítico fabricado a base de algas que impregnaba su piel de un aroma
apestoso, y cada día la aguja de la báscula tardaba un poco menos en detenerse
sobre la cifra, cada día un poco más baja. Los demás aún no se daban mucha
cuenta, todavía no, porque aún llevaba la misma ropa, los mismos vestidos de
pre-mamá, los mismos bañadores de post-menopáusica, pero ella caminaba todas
las tardes durante media hora, desafiando al sol más cruel, para acelerar el
ritmo de la digestión, y se miraba desnuda en el espejo todas las noches,
envolviéndose luego en la cortina de tela roja, brillante, ciñéndola a su
cuerpo como si fuera un traje de noche para saborear una cintura inédita, una
tripa que prometía volverse plana, unos pechos que destacaban por fin
nítidamente sobre un estómago tras el que, con un poco de esfuerzo, podía
vislumbrar hasta la silueta de sus propias costillas, esas tenaces
desconocidas. Todo esto hacía, y se aguantaba el hambre, que no era
insoportable, todavía no, porque aún estaba fresco en su memoria el último
festín, la despedida, cuatro ensaimadas, dos tabletas de chocolate con leche y
almendras, una lata de sardinas en tomate y medio bote de leche condensada, la
descabellada merienda que se había zampado en veintiséis minutos exactos, justo
la tarde previa al comienzo del régimen, después de que Andrés, tras recibir la
noticia de su heroica decisión, le pagara con una novedad aún más sorprendente,
el lunes me voy a la mili, ¿sabes?, a Ceuta, voluntario...
Al principio pensé
que así sería mejor, porque cuando él volviera de la mili, yo ya estaría
imponente, espléndida, hecha una sílfide, vamos. Porque... ¿quién habría podido
suponer que él fuera a dedicarse a hacer el imbécil de esa manera? Y fue
entonces, mientras Andrés estaba en el hospital, cuando empecé a pasar hambre,
un hambre horrorosa, tremenda, mortal, aquello era el infierno, señor juez, el
infierno, una tortura que nadie puede imaginar siquiera...
Bueno, la verdad es
que sílfide, lo que se dice sílfide, no estuvo nunca. Delgada sí, pero siempre
dentro de los límites tipológicos de la jamona nacional, estampa mediterránea,
como un viejo anuncio de aceite de oliva. Y comprendió enseguida que aquello no
tenía solución, porque no había transcurrido ni siquiera un año y medio desde
el principio de su tormento cuando se atrevió a traspasar por fin las puertas
del templo de la felicidad suprema, una boutique presidida por una gigantesca
foto de Twiggy, el sofisticado calabozo donde escucharía nuevamente la
sentencia a la que creía haber escapado para siempre, lo siento, pero no
tenemos talla para ti...
El pavimento de la
calle Serrano sobrevivía milagrosamente a la potencia de sus pisadas mientras
ella se concentraba en invocar una muerte cruel, cualquier interminable agonía
dolorosa, para la desteñida dependienta de talla 36 que se había atrevido a
mirarla con cara de lástima. Mejor la lepra, pensaba, cuando el inconfundible
aroma de los croissants recién hechos la paralizó en medio de la acera. Miró a
su derecha para encontrar la esencia del bienestar resumida en una vitrina, el
escaparate de una pastelería de lujo desde el que la virtud y el pecado, el
infierno y la gloria, la tentaban con pareja insistencia. Ahora entro, y me
compro una palmera glaseada, y voy, y me la como, se dijo, y no ocurrió nada.
¿A que entro, y me compro una palmera glaseada, y voy, y me la como?, repitió
en voz baja, pero no se movió, se quedó parada en la acera, apurando el aroma
de la mantequilla sobre el hojaldre recién tostado hasta que el hechizo se
desvaneció por completo. Luego se metió en el metro y se marchó directamente a
casa, muy satisfecha de sí misma, pensando en Andrés, saboreando de antemano el
triunfo que algún día sería definitivo.
Quizá fue esa misma tarde cuando Milagros la llamó por teléfono para contarle
con pelos y señales la tragedia del soldado voluntario. No te lo vas a creer,
anunció antes de empezar, y la verdad es que a ella le costó trabajo aceptarlo,
digerir la inconcebible hazaña de aquel idiota.
—Mira, hija, lo que
pasó es que, por lo visto, cogieron a un novato, le desnudaron, le amarraron
los brazos a una columna, y se lo dijeron allí mismo, hasta que no te empalmes,
no te soltamos, rico... Pero como Andrés es gilipollas perdido, por mucho que
te guste, Malena, y aunque vaya a ser mi cuñado, es que ese chaval es
gilipollas, en serio, pues no se le ocurrió otra cosa mejor que dejar al tío
calzado y con los pies libres, total, que cuando se acercó un poco, el otro le
arreó una patada en el hígado con la bota reglamentaria que le tiró al suelo...
Bueno, al suelo no, porque le paró el mango de una fregona, que se le clavó en
la espalda. Cayó de lado, se le disparó la pistola y se hirió en el pecho. Está
en un hospital militar, medio muerto. Si sale, tiene para largo...
Cuando colgó el
teléfono, bajó corriendo a la calle y se compró una palmera glaseada en la
panadería de la esquina. La engulló en tres mordiscos y se echó a llorar.
Y yo no sé por qué, no entiendo lo que me pasaba, pero a medida que aquel
cretino se iba enredando en todas las estupideces posibles, yo tenía cada vez
más hambre, y no podía comer, no podía, ¿comprende usted?, hasta que él
volviera, y no volvía, estaba demasiado ocupado en trabajarse el Guiness, el
récord de individuo más tonto de todos los tiempos, fue entonces cuando empecé
con lo de las manías sustitutorias, es difícil de explicar, usted a lo mejor no
lo entiende, pero yo me consolaba...
Andrés no murió. Salió del hospital bastante mal parado, con un eterno programa
de rehabilitación por delante, pero vivo. Mientras tanto, ella había empezado
ya a asignar un sabor y un olor determinados a cada persona, y se esforzaba por
recordarlos con precisión cada vez que se tropezaba con cualquiera de sus
portadores. Su madre sabía a tarta de limón con merengue tostado por encima, su
padre a callos recién hechos y un poco picantes, su hermano mayor a besugo
asado a la espalda, con mucho ajo... La ilusión se suspendía solamente los
martes y los sábados a la hora de comer, porque ella había conservado el hábito
de tomar solamente fruta durante esos días y, sobre todo en invierno, cuando no
había más que naranjas, mandarinas, peras y manzanas —los plátanos y las uvas
engordan—, era demasiado duro masticar la pulpa aburrida y fría, estando
rodeada de un festín viviente.
No engordaba o, si acaso, lo hacía muy lenta, imperceptiblemente. Empezó la
carrera y empezó a obtener ciertos frutos de su perseverancia. Al principio
estaba muy sorprendida, porque ella seguía viéndose a sí misma como una chica
gorda, poco atractiva, la virgen de la botella todavía, pero con el tiempo y la
terquedad de las miradas masculinas, se acabó acostumbrando a formar parte de
la nómina de las alumnas académicamente deseables, y algunas de sus compañeras
empezaron a chismorrear que sacaba buenas notas solamente porque era guapa. La
verdad es que a ella le daba igual lo que contaran, porque al fin y al cabo
nadie podría decir jamás que su belleza no tenía mérito.
Lo tenía, y mucho,
porque la delgadez ya no era una novedad y el hambre se hacía cada vez más
intensa, y cada vez era más difícil aplacarla con los alimentos permitidos, que
no sabían a nada ya, como si se hubieran desgastado después de tantos años de
repetición constante. Pensaba en la comida cuando estaba despierta, soñaba con
la comida cuando estaba dormida, la miraba, la olía, la añoraba, la quería,
todos esos alimentos maravillosos, pesados, consistentes, dulcísimos, y las
salsas, sobre todo las salsas... Durante algún tiempo, el proyecto de ir a
Ceuta para ver a Andrés con la torpe excusa del Paso del Ecuador —¡Malena,
hija, piensa un poco!, intentaba desanimarla Milagros, cómo se va a creer nadie
que todo el tercero de Químicas de la Complutense se vaya de viaje de estudios
a Ceuta, ni más ni menos que a Ceuta, por Dios... ¡Eso no se lo traga ni el más
tonto del norte de África, por más que ése sea precisamente mi cuñado!— mantuvo
intactas sus fuerzas. Sin embargo, su amiga acabó saliéndose con la suya.
Cuando ya estaba a punto de sacar los billetes, la llamó para informarla de que
las molestias que sentía Andrés desde su salida del hospital se debían a que
alguien se había dejado un bisturí en el interior de su estómago, de modo que
él ingresó de nuevo, y ella se volcó en el estudio con la esperanza de
reencontrarle por fin al terminar la carrera. La herida de Andrés se infectó
contra todo pronóstico, forzando una nueva hospitalización, la tercera. Malena
andaba preparando ya los finales de quinto cuando él se marchó de Ceuta
disparado, con el alta clínica en la mano, jurando no poner nunca jamás la
punta de un pie en tierra africana, pero no volvió, tampoco entonces volvió. Su
padre, que era notario, le pagó un viaje al Caribe, necesitaba unas vacaciones.
Ella también, así que se fue a Roma con el resto de su promoción, a festejar su
flamante licenciatura.
Una tarde, a la hora de comer, mientras sus despreocupados compañeros se
inflaban de cotechini caldi —esos deliciosos salamis que se comen cocidos— en
un restaurante piamontés del Quirinal, ella se sentó en una terraza, ante la
fachada de Santa María Maggiore, que juzgaba un escenario adecuadamente severo,
y pidió un té sin azúcar para consumir el sobre de preparado proteínico
granulado con aspecto de polen que constituiría su única ingesta de alimento de
aquel día. Entonces se le acercó un hombre moreno de unos veinticinco años, con
los labios tan finos, la nariz tan grande, las manos tan huesudas, que ella le
adjudicó sin dudar un sabor estrella, magret de pato con salsa agridulce de
ciruelas como mínimo. Parecía romano, pero era escocés. Se llamaba Aleister. A
mí tampoco me gusta la comida italiana, le confesó con un guiño, ¡donde esté un
buen pastel de cordero hervido con salsa de menta...!
Pues me casé con él, ya ve usted qué tontería. Claro, como Andrés no tuvo mejor
idea que largarse a Cuba para seguir haciendo el canelo en el Nuevo Mundo, pues
yo fui, y me casé con Aleister. Total, me dije, teniendo en cuenta lo asquerosa
que es la comida que le gusta, no voy a tener muchos problemas. No contaba yo
con el cordero asado, ni con las carnes rojas, ni con esa birria de acento que
tenía el pobre, que me llamaba Madalena, como a los bollos, que a veces llegué
a pensar que lo hacía sólo para mortificarme, porque, hay que ver, ponerme a mí
un nombre comestible, a quién se le ocurre...
Y pese a todo, a la
vuelta de Roma empezó una buena época para Malena. Encontró trabajo en el laboratorio
de una multinacional de comidas preparadas y emprendió una ardiente
correspondencia con su novio, que desde allí, en Aberdeen, parecía confirmar su
exquisito sabor. Pero la clave de su serenidad residía en un hallazgo muy
distinto, porque fue entonces, después de tantas aproximaciones frustradas,
tentativas erróneas y descorazonadores fracasos, cuando Malena encontró por fin
lo que andaba buscando, todo un recurso para sobrevivir.
Una tarde, cuando
sacaba de la nevera un bote de leche condensada con expresión compungida y la
intención de preparar la merienda de su padre, uno de sus hermanos pequeños
tropezó con ella y estuvo a punto de tirarla al suelo. Al intentar recuperar el
equilibrio, Malena metió sin querer un dedo hasta el nudillo en la dulce crema
blanca, fría y suave, espesa, y experimentó una sensación deliciosa. El sabor
de la leche condensada, la última dosis devorada a hurtadillas y sin
remordimientos, conquistó en un instante su memoria, inundando su boca de
placer. Desconcertada, se llevó el bote a su cuarto y probó con toda la mano,
la introdujo entre las paredes de lata hasta la muñeca, y luego la extrajo
lentamente, para ver cómo las gotas se desprendían de la punta de sus dedos y
se zambullían en el interior, con un sordo gorgoteo. Repitió esta última acción
varias veces y después, tomando precauciones para no mancharse, levantó la mano
empapada y se embadurnó completamente la cara. Permaneció así mucho tiempo,
respirando, sintiendo, disfrutando del placer prohibido hasta que la piel le
empezó a tirar, como cuando llevaba puesta una mascarilla. Se lavó a conciencia
con agua fría y sonrió. Aquella noche no cenó, no tenía hambre. A cambio, se
regaló un gin-tonic y medio.
Desde entonces,
Malena se esforzó por reemplazar el sentido del gusto con los otros cuatro
sentidos corporales. Primero fue el tacto, la asociación más inmediata, un
proceso que se articuló en diversas etapas, de los festines más simples —hundir
las manos en una cacerola llena de ensaladilla rusa— hasta los más barrocos —sumergirse
completamente desnuda en una bañera alfombrada de espaguetis tibios con mucha
mantequilla. Después, cuando Aleister se instaló en Madrid y empezó a
comportarse de aquella manera tan desconsiderada, insistiendo siempre en ir a
cenar al mismo restaurante, donde él sólito devoraba la mitad del más deseable
de los corderos recién asados, compartiendo además con ella, sin su permiso, la
sempiterna ensalada verde que solía pedir como plato único, la experimentación
del tacto ya no fue bastante, sobre todo cuando se enteró de que Andrés acababa
de ser juzgado en La Habana por un tribunal revolucionario que le había
impuesto una módica condena de diez años y ocho meses de cárcel por complicidad
en la fuga de ciudadanos cubanos con destino a Miami. Fue Milagros quien se lo
contó por teléfono.
—Pues nada, hija, que por lo visto a Andrés se le cruzó una mulata que lo dejó
como tonto, bueno, como tonto no, quiero decir más tonto, y él venga darle el
coñazo, que si no sabes cómo te deseo, que si acuéstate conmigo y te sacaré de
aquí, que si esto, que si lo otro, que si lo de más allá, y ella nada, claro,
ella, a la vista del percal, se limitó a esperar una oportunidad, y una tarde
le dijo: mira, galleguito, tú te vas esta noche a la playa tal, a tantos
kilómetros, y en tal sitio te encontrarás con un montón de gente junto a una
barca. Tú sólo tienes que acercarte, decir que vas de mi parte, y cobrarles la
misma cantidad de dinero a todos ellos. Cuando lo tengas, ven a buscarme. Te
estaré esperando detrás de las dunas, desnuda y ardiendo de pasión... Total,
que lo demás te lo puedes imaginar. Lo que salió de detrás de las dunas fue la
policía de fronteras, y el final ya te lo sabes, diez años a la sombra, nada,
un poco caro que le ha salido el polvo al chico, sobre todo porque no llegó a
echarlo, claro está...
Esta vez cuando colgó el teléfono no lloró. Decidió, simplemente, casarse con
Aleister. Luego fue a la nevera y sacó un paquete alargado, envuelto en papel
de plata, se encerró con él en el cuarto de baño y se cubrió la cabeza con un
gorro de plástico. Después, sola ante el espejo, abrió por fin su botín para
enfrentarse a dos grandes morcillas de cebolla. Aplastó una con la mano
derecha, oprimiendo con las yemas de los dedos el pellejo de tripa hasta que
estalló por varios sitios, dejando al descubierto la sanguinolenta amalgama de
sangre y tocino que se untó por toda la cara. Unos segundos después, se quitó
la blusa y repitió el proceso con la otra morcilla, que deshizo esta vez con la
mano izquierda para extender luego cuidadosamente su contenido sobre su propio
pecho. Un diminuto pedazo de grasa blanca se quedó prendido en uno de sus
pezones. Lo miró sonriendo, y entonces, los ojos cerrados, descubrió las
sorprendentes propiedades saciantes del olor de las vísceras y los embutidos de
carne de cerdo. Algunos minutos más tarde, mientras se duchaba, decidió que su
viaje de bodas inauguraría la era del olfato. Y así fue.
En fin, que mi matrimonio fue un desastre, ya se lo puede imaginar usted. La
luna de miel, en cambio, marchó muy bien, porque estuvimos en Grecia, que es un
país maravilloso, tan bonito, tan vivo, tan divertido, y allí fui casi feliz.
Como tienen la costumbre de especiar mucho la comida, mi nariz ya estaba ahíta
cuando me sentaba a comer unas hojas de parra hervidas con un poco de vino
blanco, que tampoco estaban mal, la verdad, sobre todo por la novedad, como
nunca las había comido antes... Y Aleister se tuvo que aguantar con la carne
picada, ¡ja!, eso fue lo mejor, que no hay bueyes en Grecia, anda que no me reí
yo, y claro, como estaba muerto de hambre, pues le daba por las siestas
pasionales, y todavía sabía a magret de pato, todavía me gustaba, ¿sabe...?
Pero luego volvimos aquí y descubrió las fabes con almejas, y todo fue de mal
en peor, hasta que empezó a saber a porridge de la semana anterior, y luego
tuvo aquel ataque de ácido úrico y se hizo vegetariano...
Fue a raíz de la enfermedad de Aleister, aquella terrible crisis que ella no
podría olvidar jamás, su marido lívido, tieso, inmóvil, los ojos fuera de las
órbitas, las manos destilando sudor, las venas a punto de explotar, cuando la
gula de Malena conquistó el sentido del oído. Todo empezó aquella noche, una
cazuela de fabes con almejas, y dos kilos de solomillo de buey al carbón, y una
ambulancia, y la incredulidad del médico de guardia al revisar las cifras de
los análisis de urgencia, que ordenó repetir una vez, y otra, y otra, antes de
convencerse del todo, y el tratamiento posterior, mil calorías diarias, un
filetito de ternera blanca a la plancha cada quince días, y gracias. Al
principio ella se puso muy contenta, quiso creer que el régimen de Aleister
salvaría su matrimonio, pero se equivocaba de medio a medio porque, y sólo
entonces lo comprendió por fin, su marido nunca había estado enamorado de ella.
El amor es la única razón que logra hacer soportable una dieta de
adelgazamiento, Malena lo sabía muy bien, y Aleister no la amaba. Por eso se
volvió triste, gris, callado y taciturno, y finalmente, incapaz de soportar las
medias tintas, se hizo vegetariano, adoptando el régimen que le conduciría,
lenta, más inexorablemente, a la más irrevocable impotencia.
Pero una mañana,
mientras él se preparaba una ensalada, Malena descubrió un ruido crujiente,
placentero, indudablemente alimenticio. Se acercó y se quedó absorta
contemplando a su marido, que cortaba un manojo de rabanitos rojos en finísimas
láminas transparentes. Aquella tarde, cuando se quedó sola en casa, siguió el
plan previamente trazado y cocinó una gran cazuela de hígado encebollado, muy
especiado, para hundir después la cara en su interior, aspirando el delicioso
olor del guiso con la cabeza cubierta por una toalla, no fuera a desperdiciarse
ni una pizca del aroma, pero luego, cuando hubo comido un pedacito de carne y
tirado el resto a la basura, no se resistió a escoger un cuchillo afilado para
probar con una lombarda bien tiesa. Sus oídos se llenaron entonces de un
magnífico sonido capaz de alcanzar su paladar, una sensación que llegó a
hacerse familiar, porque en los días sucesivos repitió el experimento con
diversos materiales, y apreció sobre todo la sonora muerte de los merengues
recién cocidos, los pescados a la sal, y el cochinillo asado bajo una gruesa
capa de grasa dorada, definitivamente irresistible al quebrarse.
Pensaba en Andrés sólo de vez en cuando, y con el paso de los años, absorbida
por sus propios problemas y la penosa tarea de convivir con Aleister, perdió la
cuenta de su cautiverio. Mientras tanto, la crueldad de su cuerpo para con su
apetito aumentaba progresivamente, y cada vez le costaba más trabajo mantener
la línea comiendo comida de verdad, así que se acostumbró, casi sin darse
cuenta, a ingerir exclusivamente las porquerías dietéticas que venden en las
farmacias, batidos que saben a polvos de talco, sopas que saben a polvos de
talco, chocolatinas que saben a polvos de talco, galletas que saben a polvos de
talco... En compensación, frecuentaba vicios cada vez más perversos, que casi
siempre requerían el cuarto de baño como escenario, porque eran vicios sucios
en sentido literal. Su favorito era derramar muy despacio una gran jarra llena
de salsa de chocolate caliente sobre sus ingles, mientras permanecía recostada
en la bañera con las piernas abiertas, contemplando cómo dos pequeños
riachuelos marrones, fluidos y brillantes, resbalaban sobre su piel,
contagiando su vientre de calor, como cuando Aleister todavía sabía a magret de
pato.
Y ella sólo quería
recuperar aquel sabor, recuperar a Aleister, no matarle, como sugirió él al
expirar, sino todo lo contrario, devolverle un poco a la vida, por eso volvió a
montar la barbacoa y le regaló un kilo de chuletones de Avila, él se puso muy
contento, se le iluminó la cara, sonreía como un niño satisfecho, es tu
cumpleaños, le animó ella, vamos, que un día es un día, no va a volver a
pasarte nada... Sus palabras resultaron proféticas, porque no volvió a pasarle
nada, pero nada de nada, en efecto, se quedó tieso justo después del postre.
Malena no le lloró mucho, pero tampoco llegó a inquietarse por la noticia que
Milagros le deslizó en el oído durante el entierro, un instante después de que
ella lanzara el primer puñado de tierra sobre la caja.
—Esto sí que es
gordo, tía, pero bien gordo, en serio, la muerte de la birria esta de escocés
al lado de la movida que ha organizado Andresito en Miami es un juego de niños,
pero de niños muy, muy pequeños, en serio... Figúrate que esta vez, nada más
desembarcar en Estados Unidos, lo que se le ha cruzado es un mulato, como lo
oyes, un maromo de un metro ochenta, ya ves tú, a estas alturas, si es que, de
verdad, lo de mi cuñado no es normal, Malena, hija, que no... Una crisis de
orientación sexual que tuvo en la cárcel, por lo visto, la criatura, con
treinta y ocho años y tiene dudas, si será gilipollas, lo que yo te diga...
Total, que lo mismo que en La Habana, que si te deseo, que si te necesito, que
si eres el primer hombre de mi vida, que si no me aceptas me mataré. Y el otro
pues nada, lo mismo que la cubana, que hay que ver, parece mentira que existan
racistas en este mundo existiendo Andrés... Toma este paquetito, cariño, le
dijo, métetelo en el bolsillo y llévalo esta noche a tal esquina de tal avenida
con tal avenida, donde te estará esperando un señor pelirrojo que te soltará un
montón de pasta en cuanto que se lo entregues. Cuando tengas las pelas, ven a
buscarme, que estaré en casa esperándote, y haciendo pesas sólo para ti... Te
imaginas lo que pasó, ¿verdad? La policía. Brigada Especial de Narcóticos. Y
nada, medio kilo de heroína llevaba en el paquetito el amor de tu vida, una
tontería. Le han caído otros diez años de trabajos forzados en un penal de
Wisconsin, para ir viendo la hora...
Así que me quedé
viuda con treinta y cinco años y un tipazo, eso sí, pero ya me contará para qué
me ha servido todo esto. Porque no dejé nunca de esperar a Andrés, ni cuando me
enteré de lo del mulato aquel —Perry, se llamaba, ya ve usted, qué horterada de
nombre— ni nunca, es que, sencillamente, no pude, no conseguí enamorarme de
otro, ni siquiera después de encontrarme con el chico del supermercado...
Vicente, que la había conocido siendo todavía un niño, cuando acompañaba a su
madre en la caja los fines de semana, la miraba con la misma expresión que
habría adoptado si ella se le hubiera aparecido como la Virgen María levitando
sobre una nube. Malena repitió su oferta, ¿seguro que no te apetece ganarte
cinco mil pesetas? Él movió entonces la cabeza afirmativamente, de arriba
abajo, en un gesto automático, como si alguien hubiera pulsado un resorte al
margen de su voluntad. Entonces, siéntate y come, sentenció ella, ocupando una
de las cabeceras de la mesa engalanada, repleta de fuentes de comida recién
hecha. El muchacho, diecisiete años, flaco, guapo de cara, previsible sabor a
cacahuetes pelados y tostados con menos sal de la debida, la miró con cara de
miedo antes de sentarse y empezar a comer. ¿Tengo que acabármelo todo?,
preguntó a la media hora, tras haber engullido una ensalada mixta, un cocido
completo, medio pollo asado y dos torrijas. Ella, que masticaba lentamente una
rebanada de pan integral tostado, le sonrió abiertamente, y negó con la cabeza.
Estaba ahíta. Verle
comer, estar simplemente ahí, mirándole, la había saciado más profundamente de
lo que esperaba. Se acercó a él y le alargó el billete. Muchas gracias, dijo,
verte comer me ha hecho mucho bien. ¿No tengo que hacer nada más?, preguntó él,
incrédulo. No, nada más. Si quieres, podemos repetir el viernes.
Volvió el viernes, y el lunes, y el miércoles, y Malena se acostumbró a comer
por su boca tres días a la semana, a alimentarse a través de él, y a divertirse
haciéndolo, tanto que llegó un momento en que suprimió sus propias comidas
—diversas variedades sólidas, líquidas y gaseosas de polvos de talco
comestibles—, y se limitó a quedarse inmóvil, mirándole solamente, la barbilla
apoyada sobre los puños, los codos hincados en la mesa, los labios
entreabiertos en una honesta sonrisa de satisfacción. Vicente se sorprendió
mucho por ese cambio de actitud, ella se dio cuenta de que la miraba raro otra
vez, e intuyó su miedo. ¿Qué te pasa?, le preguntó un día, cuando la tensión se
estiraba en el aire, y él contestó con un gesto, nada, pero ella insistió y
obtuvo la verdad. No se ofenda, por favor, así empezó, prométame que no se va a
ofender, eso lo primero, porque por nada del mundo querría yo que se enfadara
conmigo... Es que, murmuró por fin, titubeando, yo creía que usted se
masturbaba mientras me veía comer, ¿sabe...? Ya sé que suena rarísimo, pero hay
gente tan rara por ahí, y a mí esas cosas me dan igual, se lo juro, yo creo que
cada uno es libre de hacer lo que quiera...
Total, que ya me
había hecho a la idea, y ahora..., ahora, como la veo todo el tiempo con las
manos encima de la mesa, pues no sé, es que ahora ya sí que no la entiendo...
No importa, le contestó Malena con dulzura, yo te pago para que comas delante
de mí, no para que me comprendas.
Total, que aquí
estoy, con cuarenta y seis años, el hombre más tonto del mundo en la cama, y un
papelito blanco que me ha dado el médico esta misma tarde y en el que dice,
poco más o menos, que me cambió el metabolismo hace un montón de años y por
eso, aunque llevo tres meses comiendo como una cerda, no he engordado más que
tres kilos. ¿Qué le parece? Bonito, ¿no? Toda la vida sufriendo para esto, por
eso yo me mato, señor juez, yo esta misma noche me mato, yo ya no aguanto más,
por mis muertos se lo juro que me mato...
En ese momento,
Andrés se despertó y se quedó mirándola. ¡Qué buena siesta!, ¿sabes, gordita?,
exclamó como todo saludo. Luego eructó un par de veces y le preguntó cómo le
había ido en la clínica. Malena contestó vagamente que bien, no tenía ganas de
darle explicaciones a ese memo, porque lo del médico había sido sencillamente
horrible. Y eso que en realidad ella se esperaba algo peor, alguna enfermedad
mortal, un cáncer, cualquier cosa, porque no se lo explicaba, no alcanzaba a
comprender qué había pasado en los últimos tiempos. Desde su reencuentro con
Andrés comía de todo, o mejor dicho, de todo no, sólo alimentos hipercalóricos
en enormes cantidades, pero no había engordado apenas, dos kilos y novecientos
sesenta gramos, cabía en la misma ropa, todo seguía igual, era increíble. Y
entonces el médico le había salido con aquello del cambio metabólico, y ella se
había echado a llorar como una cría, porque ahora ni vengarse de Andrés, ni de
ella misma podía...
Mientras él se
duchaba, Malena firmó la carta, la metió en un sobre, la guardó en un cajón, y
pospuso vagamente su muerte para aquella misma noche, sin concretar una hora
determinada, cuando volvieran de la fiesta de Milagros estaría bien, en
cualquier momento, daba igual, al fin y al cabo no era tan complicado, una
soguita enganchada en la lámpara, un saltito y adiós. Entró en el baño, ahora
siempre potentemente iluminado, y se arregló con esmero, recordando que aquélla
sería su última aparición en público. La verdad es que se encontró muy
atractiva, y eso le fastidió, y que Andrés se quedara pasmado y le dijera
aquello —¡estás guapísima!— al verla aparecer con su vestido largo de
lentejuelas azul marino y el pelo recogido, le pareció aún peor, la más
irritante contrariedad a la que puede enfrentarse una inminente suicida. Los
piropos se multiplicaron cuando llegó a la fiesta que, en justa compensación,
resultó sin embargo un coñazo insoportable. Mientras Andrés esperaba turno
junto a la mesa de billar, ella se dispuso a saquear el buffet —que, dicho sea
de paso, encontró desconsoladoramente pobre para ser el último—, y ya le
quedaba poco para acabar con él cuando una delicada voz masculina susurró a sus
espaldas una frase familiar, qué suerte, poder comer de todo y no engordar...
Malena se volvió lentamente para encontrar la exacta réplica del Andrés que aún
amaba y jamás poseería, un adolescente de cuerpo frágil y adorable, cuyos
labios finísimos, apenas sugeridos, sostenían la tácita insinuación de un
amante pérfido y experto, una promesa que bastó para desatar una incontrolable
sucesión de escalofríos, calientes y helados a un tiempo, en el centro exacto
de su columna vertebral. Iba completamente vestido de blanco, igual que el otro
Andrés, el Andrés perdido de aquella tarde de besos y de lágrimas, la botella
marrón girando sin parar sobre un suelo de cemento.
Tú tienes que ser
Andresito, el hijo mayor de Milagros, el que estaba estudiando en Inglaterra,
¿verdad?, murmuró en voz baja, mientras sus piernas temblaban como si fueran
columnas de gelatina. El mismo, afirmó él, y tú eres Malena, la novia de mi
tío, ¿no? Ella también asintió, y le cogió del brazo para llevárselo a un
rincón, sintiéndose apenas rozar el suelo, su cuerpo disuelto por la emoción,
una sombra tenue, ligera como un fantasma. Estuvieron juntos toda la noche.
Ella apenas habló. Él le contó muchas cosas, acababa de llegar, no iría a la
universidad, sino a la escuela de Arte Dramático, quería ser actor, no encontraba
trabajo, no podía comer porque tenía una gran tendencia a engordar y en el cine
nunca triunfan los gordos, además necesitaba sentirse en forma, no, no tenía
novia, bueno, en realidad, no le gustaban las chicas... Malena lo escuchó todo
sin pestañear, a Malena todo le daba lo mismo, ella sólo le miraba y sonreía,
le tocaba y sonreía, hacía muchos años que no estaba tan contenta. La verdad es
que me aburro bastante, dijo él al final, a modo de conclusión. Ella meditó un
instante, le miró por el rabillo del ojo, bajó la vista, dudó otra vez, volvió
a vacilar, le miró de nuevo, se decidió al fin. ¿Te apetece hacer una locura?,
preguntó con voz ronca, los ojos brillantes. Él estaba perplejo, no acertó a
contestar. ¿A ti te gusta pecar?, insistió ella al cabo de un instante,
aferrándole fuertemente por el brazo. Finalmente, él admitió que sí, que le
gustaba.
Entonces Malena le arrastró hasta la calle, le metió en el coche y le llevó a
su propia casa, sin detenerse a contestar ni una sola de sus preguntas. Abrió
la puerta y, tras sugerirle que se metiera en el baño y se desnudara, para ir
ganando tiempo, se encerró en la cocina y vació el congelador, que desde hacía
tres meses estaba siempre lleno de platos cocinados, listos para servir tras
una brevísima estancia en el microondas. Unos minutos después, se reunió con su
invitado en el baño, transportando una bandeja llena de recipientes cubiertos
con papel de plata que a duras penas consiguió depositar sobre el lavabo.
Andresito estaba sentado en una esquina de la bañera, completamente vestido
aún, y desconcertado también por completo. ¿Qué me vas a hacer?, preguntó con
voz de susto, ya te he dicho que no me gustan las chicas. Yo no soy una chica,
imbécil, contestó ella, soy... lo que se dice una mujer madura, y sólo voy a
darte de comer, así que desnúdate y métete en la bañera, vamos.
Malena también se
desnudó. Se puso un gran babero de plástico, fijó otro al cuello de Andrés, y a
horcajadas sobre él, empezó con unos pimientos del piquillo rellenos de merluza,
a ver, cariño, abre la boquita para mamá... Partía la suave piel roja con el
canto del tenedor, maniobraba con delicadeza para ensartar en sus púas un
pedacito de verdura con la correspondiente porción de relleno y, empapándolo en
la salsa, lo introducía por fin en su boca, abierta, limpiando a continuación
los labios tersos con la punta de una servilleta para repetir la operación
después de ofrecerle un sorbo de vino. Ella no comía, no lo necesitaba, tenía
bastante con mirarle, con beberse su sonrisa. Él estaba cada vez más relajado y
más congestionado al mismo tiempo, su cara progresivamente sudorosa, sus
mejillas progresivamente encendidas mientras engullía todo lo que ella ponía en
su boca, un pastel de espárragos con mayonesa, una taza de gazpacho, una quiche
lorraine, un poco de lubina al horno, unas gambas con gabardina todavía
calientes, un diminuto chorizo frito envuelto en una punta de pan, una pechuga
fría de pollo asado, unas albóndigas de cordero con mucha salsa, tanta que
resbaló desde las comisuras de sus labios para manchar su pecho más allá del
babero, pero todo daba igual, él comía, era feliz, y ella recobró en un
instante la lucidez, y decidió que no se mataría nunca, que no se suicidaría
jamás, que lo primero que iba a hacer era abandonar sin dolor a Andrés, y que
después apuraría la vida hasta el final mientras siguiera teniendo dientes, y
absorta en sus pensamientos, permitió que una cuchara llena de salsa, destinada
a acompañar a un trocito de venado dentro de la boca de su huésped, cayera
sobre el cuerpo de éste, que ya apenas la miraba porque no podía mirarla, los
párpados entornados, los labios hinchados, la piel de las mejillas lívida, casi
transparente, agotada por el esfuerzo, y le pidió perdón por su torpeza, pero
él no contestó, y fue entonces, mientras giraba el torso hacia fuera para
intentar rellenar la cuchara con una nueva dosis de salsa de grosellas, cuando
su vientre se llenó de calor, y ella miró la bandeja con ojos de estupor
purísimo porque la salsa de chocolate estaba allí, intacta, no habían llegado a
los postres todavía, pero su cuerpo ardía, ardía de placer y ardía por dentro,
y en aquel instante comprendió. Miró a Andresito, que basculaba
imperceptiblemente, muerto de cansancio, la piel de su estómago tirante, la mandíbula
desencajada, la barriga a punto de reventar, las piernas flojas, moviéndose sin
embargo hacia ella, dentro de ella, y sólo entonces, cuando aún podía pensar,
se preguntó a qué sabría su inesperado amante, qué delicioso sabor tendría, y
mientras se decidía a tomar la iniciativa, cabalgándole apaciblemente, con la
delicadeza precisa para no poner en peligro su vida, se inclinó sobre su rostro
y le besó, y a pesar de que el festín verdadero no había hecho nada más que
comenzar, fue incapaz de hallar dentro de su boca un sabor distinto al de la
saliva.