viernes, 23 de octubre de 2020

REUNIÓN, Wilson Blandón Caicedo

 

  REUNIÓN


Ilustración: John Gilbert - William Harrison Ainsworth, The Lancashire Witches

En la asamblea, habló la más experimentada. Protestó fervorosa, por la injusticia de tantos siglos de persecución. Alegó que la iglesia no admitía competencia en su lucha por el control de la vida y la muerte. Reivindicó con argumentos sólidos la sabiduría contenida en sus prácticas, —muchas de ellas provenientes de culturas indígenas— para el tratamiento de enfermedades. Su discurso tocó el clímax. El auditorio eufórico, vitoreaba consignas en oposición a tanta misoginia,  a la inconveniencia de atribuirse la propiedad del conocimiento en la medicina y la ciencia, defendían la enseñanza y la plena libertad para ejercer su profesión. Todo era ovación e histeria colectiva.

En ese preciso instante, irrumpe en el recinto la autoridad municipal con orden de detención a las participantes del aquelarre por la clara violación de las medidas sanitarias impuestas por el gobierno nacional con motivo de la pandemia.

En el proceso de legalización de captura, se confirmaron vuelos en escoba no autorizados, desde diferentes partes del mundo, consumo de alucinógenos en pócimas con altas composiciones de coca y marihuana y el decomiso de quince toneladas de ungüentos mágicos que, de acuerdo a las investigaciones posteriores, serían utilizados en una conspiración planeada —con rigor— para el próximo 31 de octubre con el fin de atraer a los niños.

lunes, 12 de octubre de 2020

MALENA, UNA VIDA HERVIDA, Almudena Grandes

 

Malena, una vida hervida

Almudena Grandes

 

5 de diciembre de 1949
En el fondo, el placer de follar no supera al de comer. Si estuviera prohibido comer como está lo otro, habría nacido toda una ideología, una pasión del comer, con normas caballerescas. Ese éxtasis del que hablan —el ver, el soñar cuando follas— no es sino el placer de morder un níspero o un racimo de uvas.

Cesare Pavese, El oficio de vivir.


Aquella vez ya no quiso sentarse con elegancia, ya no. Se desplomó encima de la silla con todo su peso y dejó escapar un sonoro suspiro. Desenroscó el capuchón de la estilográfica con un gesto de cansancio y trazó una rayita azul sobre la piel de su mano izquierda, junto a la base del dedo pulgar, para comprobar que estaba bien cargada, sometiéndose por última vez, pensó, a esa absurda manía infantil de la que no había logrado desembarazarse jamás. Centró correctamente la hoja de papel ilustrada con una de las más célebres Alicias de John Tenniel —el último regalo de Aleister—, y se dijo que tal vez fuera más sensato escribir una carta semejante en un folio blanco de papel vulgar, pero rechazó pronto tal hipótesis. Al fin y al cabo, una fiesta de no cumpleaños parecía el preludio ideal para un mensaje de despedida como el suyo. Echó una ojeada con el rabillo del ojo al hombre que roncaba estruendosamente en su propia cama, y equiparó la voluminosa silueta que se adivinaba bajo las sábanas al peso muerto de un viejo boxeador sonado, irrecuperable ya, fofo e imbécil. Suspiró de nuevo y comenzó a escribir:
Señor Juez:

Yo, Magdalena Hernández Rodríguez, española, viuda, química de profesión, de 46 años de edad, en plena posesión de todas mis facultades físicas y mentales, he decidido hoy, 7 de mayo de 1990, quitarme voluntariamente la vida, dado que ésta ya no tiene ningún sentido para mí...

No hacía ni tres meses que lo había encontrado de nuevo, cuando ya no esperaba volver a verle jamás, cuando ya se había convencido a sí misma de haber logrado olvidarle, cuando ya casi le daba igual, justo entonces, en aquel preciso momento, un hombre barbudo, gordo y más que medianamente calvo, se abalanzó sobre ella en una fiesta cortándole la respiración con un asfixiante abrazo, llenándole la cara de babas que olían a puro canario, besándola con tanta torpeza que el clip de uno de sus pendientes se desprendió y cayó al suelo, donde alguien lo pisó sin querer para partirlo limpiamente por la mitad, Malena, soy yo, Andrés, ¿no te alegras de verme...? Ella creyó que el suelo se abría bajo sus pies mientras en su interior una vocecita cada vez más débil luchaba con denuedo, sin provecho, por alentar la última esperanza, un aliento de amargura susurrando que no, que no podía ser, que tenía que ser un error, otro Andrés quizá, pero él no, el suyo no, no podía ser Andrés, de ninguna manera...

Era Andrés, naturalmente. Cuando consiguió detener la húmeda avalancha que, más que recompensarla, la castigaba cruelmente por tantos años de espera, consiguió ya reconocer en aquel rostro abotargado y envilecido por la edad —tan implacable siempre con la gente estúpida—, algunos leves matices del enloquecedor adolescente al que nunca jamás había dejado de amar. Ahí, ocultos por una desagradable maraña entrecana, estaban los labios finísimos, apenas sugeridos, que ella había querido interpretar siempre como la tácita insinuación de un amante pérfido y experto, los labios cuya sola visión fuera antes capaz de desencadenar una incontrolable sucesión de escalofríos, calientes y helados a un tiempo, en el exacto centro de su columna vertebral. Y ahí estaba también todo lo demás, las delicadas ojeras —que se habían convertido en una bolsa, encima de otra bolsa, encima de otra bolsa—, la barbilla afilada —ahora rechoncha génesis de una blanda papada—, las enormes y huesudas manos de dedos largos —pero hinchados ya como percebes norteafricanos— y el cuerpo, el frágil y adorable cuerpo de antaño, el objeto único de un deseo espeso y oscuro como la sangre, doloroso, total, cebado en soledad durante casi treinta años para disolverse ahora, en un instante, ante la visión de ese grueso embutido mal cocido que resultaba ser Andrés, después de todo.
Coqueteó con él toda la noche, sin embargo, lanzándose con determinación a la reconquista de cualquier guiño, cualquier brillo, cualquier clavo ardiendo del que suspender siquiera la punta de una uña para desde allí recuperar el vértigo perdido. No halló nada de su eterno amor en él, pero aceptó a cambio una oferta sórdida, de puro vulgar —¿por qué no me invitas a tu casa, y nos tomamos la última en la cama?—, porque creyó debérselo a sí misma, a su traicionada memoria. Pero fue todo un desastre. No sólo resultó nulamente pérfido y desoladoramente inexperto, sino que, además, apenas se comportó como un amante. Se limitó a desplomarse sobre su cuerpo sin haber llegado a desnudarse del todo, y esperó todo el tiempo que hizo falta a que ella comprendiera que carecía de cualquier intención de conjugar el participio activo. Luego sonrió satisfecho, tosió un par de veces, y se durmió.
Para ella no fue tan fácil conciliar el sueño. Sentada en la cama, fumando un pitillo detrás de otro, sentía que le ardían los riñones, todos sus músculos doloridos, exhaustos por el esfuerzo de propulsar rítmicamente hacia arriba, sin apenas ayuda, la grosera alegoría de hombre a la que ahora, por obra del más injusto destino, parecía abocada su vida. Había vivido esperando a Andrés y por fin lo tenía durmiendo a su lado, roncando como un hipopótamo enfermo de asma. El futuro no parecía muy halagüeño. Tratando de olvidarlo, de vez en cuando se tumbaba, ablandaba la almohada, se ponía de perfil, luego de frente, probaba el lado contrario y se sentaba otra vez, para encender el penúltimo pitillo, desesperada. Hasta que una sonrisa iluminó su rostro un instante antes de animar su cuerpo. Completamente desnuda y sudorosa, se levantó de la cama de un salto, llegó hasta el baño y, en lugar de elegir sólo un pulsador, como tantas otras veces, oprimió de un manotazo los tres interruptores que regulaban otros tantos focos halógenos, feroces, la intratable iluminación cenital del espejo. Mantuvo los ojos bien abiertos todo el tiempo, ya no había motivo para mirarse en la penumbra, favorecida por la escasa luz lateral y el parpadeo de unas pestañas indecisas. Ahora necesitaba todo lo contrario, y más que verse bien, verse destruida. Decidió que era así precisamente como estaba. Tenía delante el cuerpo fofo, añoso, de una mujer de cuarenta y seis años, los pechos caídos, el vientre dilatado, venas varicosas en las piernas y caderas a punto de derrumbarse. Su sonrisa se amplió hasta adquirir las proporciones de una mueca forzada mientras su mano derecha se cerraba en el aire, y entonces lo dijo bien claro, en voz alta, mañana vuelvo a comer.

Dejé de comer a los quince años, ¿sabe usted? A los quince años empecé a alimentarme, a ingerir lo estrictamente necesario para ir tirando, verdura hervida, carne hervida, pescado hervido, vida hervida... Y todo por amor, que ya es triste, lo imbéciles que podemos llegar a ser las mujeres, pero es que aquella tarde, yo no sé si usted lo entenderá, pero aquella tarde, jugando a la botella, yo creía que me moría, que me moría de pena, y de asco, y de ganas de Andrés...

Una botella de color miel, que apenas quince minutos antes había contenido un litro de cerveza Mahou, daba vueltas y vueltas sobre el piso de cemento, sin rozar siquiera los pies de la veintena de adolescentes bronceados que, sentados en el suelo, formando un corro, la miraban sin pestañear, en sus rostros cierta juvenil ansiedad. Allí, un poco apartada porque le daba vergüenza cruzar las piernas a lo indio, igual que los demás, estaba también ella, Malena, quince años recién cumplidos, ciento setenta y tres centímetros de altura, ochenta y dos kilos de peso, una auténtica vaca. Llevaba un traje suelto de algodón amarillo, con un bordado diminuto en el delantero y un canesú muy marcado, que sus amigas encontraban gracioso porque parecía un modelo pre-mamá. Era un modelo pre-mamá, el último recurso, aunque ella se habría dejado ahorcar antes que confesarlo. No conocía tortura más atroz que salir de compras, ni milagro más auténtico que una falda de su talla, y tan sólo un par de semanas antes, su madre, una mujer muy hermosa, se había echado a llorar al contemplarla desnuda en el ambiente más hostil —un diminuto probador de El Corte Inglés— mientras ella se embutía a presión en un bañador negro, con aros en el pecho y refuerzos en las caderas, que finalmente habían encontrado en el último rincón de la planta de señoras, ¡PROMOCIÓN ESPECIAL!, TURISMO PARA LA TERCERA EDAD, ANÍMESE, MUJER. LA VIDA EMPIEZA AHORA... Su madre lloraba y ella, el bañador encajado sólo a medias, los tirantes enrollados sobre la cintura y la lengua fuera, por el esfuerzo, la miraba sin entender muy bien lo que pasaba. Pero, mírate bien, hija mía, había escuchado al final, entre sollozos, pero si parece que tienes cuarenta años...

Luego, cuando la brusca pérdida del aire acondicionado, el asfalto ardiendo bajo las suelas de esparto, hizo aún más irrespirable para ambas el sofocante aire del junio madrileño, su madre volvió a la carga con lo de siempre, ponte a régimen, hija, todavía estás a tiempo, al fin y al cabo eres una niña, luego te costará mucho más trabajo, hazme caso, por favor, Malena, vamos a un médico... Ella se había hecho la sueca, como siempre, pero no se había atrevido a pedir un helado de chocolate con trocitos de chocolate en cucurucho de chocolate, su favorito, porque la crisis materna parecía más profunda que otras veces. Y ahora estaba allí, sentada en el suelo del garaje de Milagros con las piernas estiradas, escrutando ansiosamente la dirección que tomaba la boquilla de la botella de cerveza, el signo de un azar que parecía haberse encoñado sin remedio con Andrés, aquella tarde.

Se detuvo una vez más a sus pies, y el corazón le dio un vuelco, porque le tocaba, esta vez le tenía que tocar, no había discusión posible. Las reglas del juego prohibían repetir beso, y Andrés ya había besado a las otras siete chicas de la pandilla, de la más guapa a la más fea, con la única excepción de Milagros, que era la novia de su hermano mellizo y hasta ahí podíamos llegar, así que ahora le tocaba a ella, sólo quedaba ella, y sin embargo, y sin ningún titubeo, él eligió a Silvia por segunda vez. Alguien protestó, es que ya no queda ninguna más, explicó él, claro, es verdad, los demás le dieron la razón y ella no se atrevió a decir nada, porque nadie la miraba, nadie la mencionaba, nadie parecía darse cuenta de que aún quedaba ella, intacta, sola, muda. Andrés tomó la mano de aquella escueta versión de tradicional calientapollas mística que tan locos parecía volverles a todos, y se la llevó a un rincón para besarla. Ella aprovechó la escena para escurrirse sin ser vista, y abandonó el garaje. Pasó toda la tarde mirando al río, sentada en una peña, meditando, y cuando llegó a casa, mucho antes de la hora límite, encontró a su madre en el porche, haciendo ese puzzle que no se acababa nunca. He decidido ponerme a régimen, mamá, dijo solamente. Ella le sonrió, la abrazó, y le habló bajito, ya verás como todo sale bien, ya lo verás, qué guapa te vas a poner, Malena...

Así que por fin fui a Madrid con mamá, a ver a un médico, un endocrino muy joven que me miró a la cara con expresión de lástima y me lo dijo bien claro: mira, hija, tu problema es que eres una gorda congénita. Te voy a poner un régimen muy duro. Si lo haces a rajatabla, adelgazarás, y te quedarás con buen tipo, eso seguro. Pero tienes que cambiar de mentalidad, y de manera de vivir, porque no es que tengas un índice metabólico negativo. Es más bien que, prácticamente, tu organismo carece de metabolismo basal, reina, ya puedes ir haciéndote a la idea...

El mejor día era el domingo, porque incluía un tercio de Coca-Cola con un suizo relleno de jamón de York a media mañana, y medio tomate crudo, con un cuarto de pollo asado y una manzana de comida, no estaban mal los domingos, no. Pero los martes y los sábados sólo podía comer fruta, y de cena, todas las noches, verdura hervida sin sal de primer plato. Y sin embargo, lo hizo, cumplió con el régimen a rajatabla, sin flaquear jamás, y adelgazó, le costaba trabajo creérselo, pero estaba adelgazando, se pesaba todas las mañanas después de ducharse con un gel anticelulítico fabricado a base de algas que impregnaba su piel de un aroma apestoso, y cada día la aguja de la báscula tardaba un poco menos en detenerse sobre la cifra, cada día un poco más baja. Los demás aún no se daban mucha cuenta, todavía no, porque aún llevaba la misma ropa, los mismos vestidos de pre-mamá, los mismos bañadores de post-menopáusica, pero ella caminaba todas las tardes durante media hora, desafiando al sol más cruel, para acelerar el ritmo de la digestión, y se miraba desnuda en el espejo todas las noches, envolviéndose luego en la cortina de tela roja, brillante, ciñéndola a su cuerpo como si fuera un traje de noche para saborear una cintura inédita, una tripa que prometía volverse plana, unos pechos que destacaban por fin nítidamente sobre un estómago tras el que, con un poco de esfuerzo, podía vislumbrar hasta la silueta de sus propias costillas, esas tenaces desconocidas. Todo esto hacía, y se aguantaba el hambre, que no era insoportable, todavía no, porque aún estaba fresco en su memoria el último festín, la despedida, cuatro ensaimadas, dos tabletas de chocolate con leche y almendras, una lata de sardinas en tomate y medio bote de leche condensada, la descabellada merienda que se había zampado en veintiséis minutos exactos, justo la tarde previa al comienzo del régimen, después de que Andrés, tras recibir la noticia de su heroica decisión, le pagara con una novedad aún más sorprendente, el lunes me voy a la mili, ¿sabes?, a Ceuta, voluntario...

Al principio pensé que así sería mejor, porque cuando él volviera de la mili, yo ya estaría imponente, espléndida, hecha una sílfide, vamos. Porque... ¿quién habría podido suponer que él fuera a dedicarse a hacer el imbécil de esa manera? Y fue entonces, mientras Andrés estaba en el hospital, cuando empecé a pasar hambre, un hambre horrorosa, tremenda, mortal, aquello era el infierno, señor juez, el infierno, una tortura que nadie puede imaginar siquiera...

Bueno, la verdad es que sílfide, lo que se dice sílfide, no estuvo nunca. Delgada sí, pero siempre dentro de los límites tipológicos de la jamona nacional, estampa mediterránea, como un viejo anuncio de aceite de oliva. Y comprendió enseguida que aquello no tenía solución, porque no había transcurrido ni siquiera un año y medio desde el principio de su tormento cuando se atrevió a traspasar por fin las puertas del templo de la felicidad suprema, una boutique presidida por una gigantesca foto de Twiggy, el sofisticado calabozo donde escucharía nuevamente la sentencia a la que creía haber escapado para siempre, lo siento, pero no tenemos talla para ti...

El pavimento de la calle Serrano sobrevivía milagrosamente a la potencia de sus pisadas mientras ella se concentraba en invocar una muerte cruel, cualquier interminable agonía dolorosa, para la desteñida dependienta de talla 36 que se había atrevido a mirarla con cara de lástima. Mejor la lepra, pensaba, cuando el inconfundible aroma de los croissants recién hechos la paralizó en medio de la acera. Miró a su derecha para encontrar la esencia del bienestar resumida en una vitrina, el escaparate de una pastelería de lujo desde el que la virtud y el pecado, el infierno y la gloria, la tentaban con pareja insistencia. Ahora entro, y me compro una palmera glaseada, y voy, y me la como, se dijo, y no ocurrió nada. ¿A que entro, y me compro una palmera glaseada, y voy, y me la como?, repitió en voz baja, pero no se movió, se quedó parada en la acera, apurando el aroma de la mantequilla sobre el hojaldre recién tostado hasta que el hechizo se desvaneció por completo. Luego se metió en el metro y se marchó directamente a casa, muy satisfecha de sí misma, pensando en Andrés, saboreando de antemano el triunfo que algún día sería definitivo.
Quizá fue esa misma tarde cuando Milagros la llamó por teléfono para contarle con pelos y señales la tragedia del soldado voluntario. No te lo vas a creer, anunció antes de empezar, y la verdad es que a ella le costó trabajo aceptarlo, digerir la inconcebible hazaña de aquel idiota.

—Mira, hija, lo que pasó es que, por lo visto, cogieron a un novato, le desnudaron, le amarraron los brazos a una columna, y se lo dijeron allí mismo, hasta que no te empalmes, no te soltamos, rico... Pero como Andrés es gilipollas perdido, por mucho que te guste, Malena, y aunque vaya a ser mi cuñado, es que ese chaval es gilipollas, en serio, pues no se le ocurrió otra cosa mejor que dejar al tío calzado y con los pies libres, total, que cuando se acercó un poco, el otro le arreó una patada en el hígado con la bota reglamentaria que le tiró al suelo... Bueno, al suelo no, porque le paró el mango de una fregona, que se le clavó en la espalda. Cayó de lado, se le disparó la pistola y se hirió en el pecho. Está en un hospital militar, medio muerto. Si sale, tiene para largo...

Cuando colgó el teléfono, bajó corriendo a la calle y se compró una palmera glaseada en la panadería de la esquina. La engulló en tres mordiscos y se echó a llorar.
Y yo no sé por qué, no entiendo lo que me pasaba, pero a medida que aquel cretino se iba enredando en todas las estupideces posibles, yo tenía cada vez más hambre, y no podía comer, no podía, ¿comprende usted?, hasta que él volviera, y no volvía, estaba demasiado ocupado en trabajarse el Guiness, el récord de individuo más tonto de todos los tiempos, fue entonces cuando empecé con lo de las manías sustitutorias, es difícil de explicar, usted a lo mejor no lo entiende, pero yo me consolaba...
Andrés no murió. Salió del hospital bastante mal parado, con un eterno programa de rehabilitación por delante, pero vivo. Mientras tanto, ella había empezado ya a asignar un sabor y un olor determinados a cada persona, y se esforzaba por recordarlos con precisión cada vez que se tropezaba con cualquiera de sus portadores. Su madre sabía a tarta de limón con merengue tostado por encima, su padre a callos recién hechos y un poco picantes, su hermano mayor a besugo asado a la espalda, con mucho ajo... La ilusión se suspendía solamente los martes y los sábados a la hora de comer, porque ella había conservado el hábito de tomar solamente fruta durante esos días y, sobre todo en invierno, cuando no había más que naranjas, mandarinas, peras y manzanas —los plátanos y las uvas engordan—, era demasiado duro masticar la pulpa aburrida y fría, estando rodeada de un festín viviente.
No engordaba o, si acaso, lo hacía muy lenta, imperceptiblemente. Empezó la carrera y empezó a obtener ciertos frutos de su perseverancia. Al principio estaba muy sorprendida, porque ella seguía viéndose a sí misma como una chica gorda, poco atractiva, la virgen de la botella todavía, pero con el tiempo y la terquedad de las miradas masculinas, se acabó acostumbrando a formar parte de la nómina de las alumnas académicamente deseables, y algunas de sus compañeras empezaron a chismorrear que sacaba buenas notas solamente porque era guapa. La verdad es que a ella le daba igual lo que contaran, porque al fin y al cabo nadie podría decir jamás que su belleza no tenía mérito.

Lo tenía, y mucho, porque la delgadez ya no era una novedad y el hambre se hacía cada vez más intensa, y cada vez era más difícil aplacarla con los alimentos permitidos, que no sabían a nada ya, como si se hubieran desgastado después de tantos años de repetición constante. Pensaba en la comida cuando estaba despierta, soñaba con la comida cuando estaba dormida, la miraba, la olía, la añoraba, la quería, todos esos alimentos maravillosos, pesados, consistentes, dulcísimos, y las salsas, sobre todo las salsas... Durante algún tiempo, el proyecto de ir a Ceuta para ver a Andrés con la torpe excusa del Paso del Ecuador —¡Malena, hija, piensa un poco!, intentaba desanimarla Milagros, cómo se va a creer nadie que todo el tercero de Químicas de la Complutense se vaya de viaje de estudios a Ceuta, ni más ni menos que a Ceuta, por Dios... ¡Eso no se lo traga ni el más tonto del norte de África, por más que ése sea precisamente mi cuñado!— mantuvo intactas sus fuerzas. Sin embargo, su amiga acabó saliéndose con la suya. Cuando ya estaba a punto de sacar los billetes, la llamó para informarla de que las molestias que sentía Andrés desde su salida del hospital se debían a que alguien se había dejado un bisturí en el interior de su estómago, de modo que él ingresó de nuevo, y ella se volcó en el estudio con la esperanza de reencontrarle por fin al terminar la carrera. La herida de Andrés se infectó contra todo pronóstico, forzando una nueva hospitalización, la tercera. Malena andaba preparando ya los finales de quinto cuando él se marchó de Ceuta disparado, con el alta clínica en la mano, jurando no poner nunca jamás la punta de un pie en tierra africana, pero no volvió, tampoco entonces volvió. Su padre, que era notario, le pagó un viaje al Caribe, necesitaba unas vacaciones. Ella también, así que se fue a Roma con el resto de su promoción, a festejar su flamante licenciatura.
Una tarde, a la hora de comer, mientras sus despreocupados compañeros se inflaban de cotechini caldi —esos deliciosos salamis que se comen cocidos— en un restaurante piamontés del Quirinal, ella se sentó en una terraza, ante la fachada de Santa María Maggiore, que juzgaba un escenario adecuadamente severo, y pidió un té sin azúcar para consumir el sobre de preparado proteínico granulado con aspecto de polen que constituiría su única ingesta de alimento de aquel día. Entonces se le acercó un hombre moreno de unos veinticinco años, con los labios tan finos, la nariz tan grande, las manos tan huesudas, que ella le adjudicó sin dudar un sabor estrella, magret de pato con salsa agridulce de ciruelas como mínimo. Parecía romano, pero era escocés. Se llamaba Aleister. A mí tampoco me gusta la comida italiana, le confesó con un guiño, ¡donde esté un buen pastel de cordero hervido con salsa de menta...!
Pues me casé con él, ya ve usted qué tontería. Claro, como Andrés no tuvo mejor idea que largarse a Cuba para seguir haciendo el canelo en el Nuevo Mundo, pues yo fui, y me casé con Aleister. Total, me dije, teniendo en cuenta lo asquerosa que es la comida que le gusta, no voy a tener muchos problemas. No contaba yo con el cordero asado, ni con las carnes rojas, ni con esa birria de acento que tenía el pobre, que me llamaba Madalena, como a los bollos, que a veces llegué a pensar que lo hacía sólo para mortificarme, porque, hay que ver, ponerme a mí un nombre comestible, a quién se le ocurre...

Y pese a todo, a la vuelta de Roma empezó una buena época para Malena. Encontró trabajo en el laboratorio de una multinacional de comidas preparadas y emprendió una ardiente correspondencia con su novio, que desde allí, en Aberdeen, parecía confirmar su exquisito sabor. Pero la clave de su serenidad residía en un hallazgo muy distinto, porque fue entonces, después de tantas aproximaciones frustradas, tentativas erróneas y descorazonadores fracasos, cuando Malena encontró por fin lo que andaba buscando, todo un recurso para sobrevivir.

Una tarde, cuando sacaba de la nevera un bote de leche condensada con expresión compungida y la intención de preparar la merienda de su padre, uno de sus hermanos pequeños tropezó con ella y estuvo a punto de tirarla al suelo. Al intentar recuperar el equilibrio, Malena metió sin querer un dedo hasta el nudillo en la dulce crema blanca, fría y suave, espesa, y experimentó una sensación deliciosa. El sabor de la leche condensada, la última dosis devorada a hurtadillas y sin remordimientos, conquistó en un instante su memoria, inundando su boca de placer. Desconcertada, se llevó el bote a su cuarto y probó con toda la mano, la introdujo entre las paredes de lata hasta la muñeca, y luego la extrajo lentamente, para ver cómo las gotas se desprendían de la punta de sus dedos y se zambullían en el interior, con un sordo gorgoteo. Repitió esta última acción varias veces y después, tomando precauciones para no mancharse, levantó la mano empapada y se embadurnó completamente la cara. Permaneció así mucho tiempo, respirando, sintiendo, disfrutando del placer prohibido hasta que la piel le empezó a tirar, como cuando llevaba puesta una mascarilla. Se lavó a conciencia con agua fría y sonrió. Aquella noche no cenó, no tenía hambre. A cambio, se regaló un gin-tonic y medio.

Desde entonces, Malena se esforzó por reemplazar el sentido del gusto con los otros cuatro sentidos corporales. Primero fue el tacto, la asociación más inmediata, un proceso que se articuló en diversas etapas, de los festines más simples —hundir las manos en una cacerola llena de ensaladilla rusa— hasta los más barrocos —sumergirse completamente desnuda en una bañera alfombrada de espaguetis tibios con mucha mantequilla. Después, cuando Aleister se instaló en Madrid y empezó a comportarse de aquella manera tan desconsiderada, insistiendo siempre en ir a cenar al mismo restaurante, donde él sólito devoraba la mitad del más deseable de los corderos recién asados, compartiendo además con ella, sin su permiso, la sempiterna ensalada verde que solía pedir como plato único, la experimentación del tacto ya no fue bastante, sobre todo cuando se enteró de que Andrés acababa de ser juzgado en La Habana por un tribunal revolucionario que le había impuesto una módica condena de diez años y ocho meses de cárcel por complicidad en la fuga de ciudadanos cubanos con destino a Miami. Fue Milagros quien se lo contó por teléfono.
—Pues nada, hija, que por lo visto a Andrés se le cruzó una mulata que lo dejó como tonto, bueno, como tonto no, quiero decir más tonto, y él venga darle el coñazo, que si no sabes cómo te deseo, que si acuéstate conmigo y te sacaré de aquí, que si esto, que si lo otro, que si lo de más allá, y ella nada, claro, ella, a la vista del percal, se limitó a esperar una oportunidad, y una tarde le dijo: mira, galleguito, tú te vas esta noche a la playa tal, a tantos kilómetros, y en tal sitio te encontrarás con un montón de gente junto a una barca. Tú sólo tienes que acercarte, decir que vas de mi parte, y cobrarles la misma cantidad de dinero a todos ellos. Cuando lo tengas, ven a buscarme. Te estaré esperando detrás de las dunas, desnuda y ardiendo de pasión... Total, que lo demás te lo puedes imaginar. Lo que salió de detrás de las dunas fue la policía de fronteras, y el final ya te lo sabes, diez años a la sombra, nada, un poco caro que le ha salido el polvo al chico, sobre todo porque no llegó a echarlo, claro está...
Esta vez cuando colgó el teléfono no lloró. Decidió, simplemente, casarse con Aleister. Luego fue a la nevera y sacó un paquete alargado, envuelto en papel de plata, se encerró con él en el cuarto de baño y se cubrió la cabeza con un gorro de plástico. Después, sola ante el espejo, abrió por fin su botín para enfrentarse a dos grandes morcillas de cebolla. Aplastó una con la mano derecha, oprimiendo con las yemas de los dedos el pellejo de tripa hasta que estalló por varios sitios, dejando al descubierto la sanguinolenta amalgama de sangre y tocino que se untó por toda la cara. Unos segundos después, se quitó la blusa y repitió el proceso con la otra morcilla, que deshizo esta vez con la mano izquierda para extender luego cuidadosamente su contenido sobre su propio pecho. Un diminuto pedazo de grasa blanca se quedó prendido en uno de sus pezones. Lo miró sonriendo, y entonces, los ojos cerrados, descubrió las sorprendentes propiedades saciantes del olor de las vísceras y los embutidos de carne de cerdo. Algunos minutos más tarde, mientras se duchaba, decidió que su viaje de bodas inauguraría la era del olfato. Y así fue.
En fin, que mi matrimonio fue un desastre, ya se lo puede imaginar usted. La luna de miel, en cambio, marchó muy bien, porque estuvimos en Grecia, que es un país maravilloso, tan bonito, tan vivo, tan divertido, y allí fui casi feliz. Como tienen la costumbre de especiar mucho la comida, mi nariz ya estaba ahíta cuando me sentaba a comer unas hojas de parra hervidas con un poco de vino blanco, que tampoco estaban mal, la verdad, sobre todo por la novedad, como nunca las había comido antes... Y Aleister se tuvo que aguantar con la carne picada, ¡ja!, eso fue lo mejor, que no hay bueyes en Grecia, anda que no me reí yo, y claro, como estaba muerto de hambre, pues le daba por las siestas pasionales, y todavía sabía a magret de pato, todavía me gustaba, ¿sabe...? Pero luego volvimos aquí y descubrió las fabes con almejas, y todo fue de mal en peor, hasta que empezó a saber a porridge de la semana anterior, y luego tuvo aquel ataque de ácido úrico y se hizo vegetariano...
Fue a raíz de la enfermedad de Aleister, aquella terrible crisis que ella no podría olvidar jamás, su marido lívido, tieso, inmóvil, los ojos fuera de las órbitas, las manos destilando sudor, las venas a punto de explotar, cuando la gula de Malena conquistó el sentido del oído. Todo empezó aquella noche, una cazuela de fabes con almejas, y dos kilos de solomillo de buey al carbón, y una ambulancia, y la incredulidad del médico de guardia al revisar las cifras de los análisis de urgencia, que ordenó repetir una vez, y otra, y otra, antes de convencerse del todo, y el tratamiento posterior, mil calorías diarias, un filetito de ternera blanca a la plancha cada quince días, y gracias. Al principio ella se puso muy contenta, quiso creer que el régimen de Aleister salvaría su matrimonio, pero se equivocaba de medio a medio porque, y sólo entonces lo comprendió por fin, su marido nunca había estado enamorado de ella. El amor es la única razón que logra hacer soportable una dieta de adelgazamiento, Malena lo sabía muy bien, y Aleister no la amaba. Por eso se volvió triste, gris, callado y taciturno, y finalmente, incapaz de soportar las medias tintas, se hizo vegetariano, adoptando el régimen que le conduciría, lenta, más inexorablemente, a la más irrevocable impotencia.

Pero una mañana, mientras él se preparaba una ensalada, Malena descubrió un ruido crujiente, placentero, indudablemente alimenticio. Se acercó y se quedó absorta contemplando a su marido, que cortaba un manojo de rabanitos rojos en finísimas láminas transparentes. Aquella tarde, cuando se quedó sola en casa, siguió el plan previamente trazado y cocinó una gran cazuela de hígado encebollado, muy especiado, para hundir después la cara en su interior, aspirando el delicioso olor del guiso con la cabeza cubierta por una toalla, no fuera a desperdiciarse ni una pizca del aroma, pero luego, cuando hubo comido un pedacito de carne y tirado el resto a la basura, no se resistió a escoger un cuchillo afilado para probar con una lombarda bien tiesa. Sus oídos se llenaron entonces de un magnífico sonido capaz de alcanzar su paladar, una sensación que llegó a hacerse familiar, porque en los días sucesivos repitió el experimento con diversos materiales, y apreció sobre todo la sonora muerte de los merengues recién cocidos, los pescados a la sal, y el cochinillo asado bajo una gruesa capa de grasa dorada, definitivamente irresistible al quebrarse.
Pensaba en Andrés sólo de vez en cuando, y con el paso de los años, absorbida por sus propios problemas y la penosa tarea de convivir con Aleister, perdió la cuenta de su cautiverio. Mientras tanto, la crueldad de su cuerpo para con su apetito aumentaba progresivamente, y cada vez le costaba más trabajo mantener la línea comiendo comida de verdad, así que se acostumbró, casi sin darse cuenta, a ingerir exclusivamente las porquerías dietéticas que venden en las farmacias, batidos que saben a polvos de talco, sopas que saben a polvos de talco, chocolatinas que saben a polvos de talco, galletas que saben a polvos de talco... En compensación, frecuentaba vicios cada vez más perversos, que casi siempre requerían el cuarto de baño como escenario, porque eran vicios sucios en sentido literal. Su favorito era derramar muy despacio una gran jarra llena de salsa de chocolate caliente sobre sus ingles, mientras permanecía recostada en la bañera con las piernas abiertas, contemplando cómo dos pequeños riachuelos marrones, fluidos y brillantes, resbalaban sobre su piel, contagiando su vientre de calor, como cuando Aleister todavía sabía a magret de pato.

Y ella sólo quería recuperar aquel sabor, recuperar a Aleister, no matarle, como sugirió él al expirar, sino todo lo contrario, devolverle un poco a la vida, por eso volvió a montar la barbacoa y le regaló un kilo de chuletones de Avila, él se puso muy contento, se le iluminó la cara, sonreía como un niño satisfecho, es tu cumpleaños, le animó ella, vamos, que un día es un día, no va a volver a pasarte nada... Sus palabras resultaron proféticas, porque no volvió a pasarle nada, pero nada de nada, en efecto, se quedó tieso justo después del postre. Malena no le lloró mucho, pero tampoco llegó a inquietarse por la noticia que Milagros le deslizó en el oído durante el entierro, un instante después de que ella lanzara el primer puñado de tierra sobre la caja.

—Esto sí que es gordo, tía, pero bien gordo, en serio, la muerte de la birria esta de escocés al lado de la movida que ha organizado Andresito en Miami es un juego de niños, pero de niños muy, muy pequeños, en serio... Figúrate que esta vez, nada más desembarcar en Estados Unidos, lo que se le ha cruzado es un mulato, como lo oyes, un maromo de un metro ochenta, ya ves tú, a estas alturas, si es que, de verdad, lo de mi cuñado no es normal, Malena, hija, que no... Una crisis de orientación sexual que tuvo en la cárcel, por lo visto, la criatura, con treinta y ocho años y tiene dudas, si será gilipollas, lo que yo te diga... Total, que lo mismo que en La Habana, que si te deseo, que si te necesito, que si eres el primer hombre de mi vida, que si no me aceptas me mataré. Y el otro pues nada, lo mismo que la cubana, que hay que ver, parece mentira que existan racistas en este mundo existiendo Andrés... Toma este paquetito, cariño, le dijo, métetelo en el bolsillo y llévalo esta noche a tal esquina de tal avenida con tal avenida, donde te estará esperando un señor pelirrojo que te soltará un montón de pasta en cuanto que se lo entregues. Cuando tengas las pelas, ven a buscarme, que estaré en casa esperándote, y haciendo pesas sólo para ti... Te imaginas lo que pasó, ¿verdad? La policía. Brigada Especial de Narcóticos. Y nada, medio kilo de heroína llevaba en el paquetito el amor de tu vida, una tontería. Le han caído otros diez años de trabajos forzados en un penal de Wisconsin, para ir viendo la hora...

Así que me quedé viuda con treinta y cinco años y un tipazo, eso sí, pero ya me contará para qué me ha servido todo esto. Porque no dejé nunca de esperar a Andrés, ni cuando me enteré de lo del mulato aquel —Perry, se llamaba, ya ve usted, qué horterada de nombre— ni nunca, es que, sencillamente, no pude, no conseguí enamorarme de otro, ni siquiera después de encontrarme con el chico del supermercado...
Vicente, que la había conocido siendo todavía un niño, cuando acompañaba a su madre en la caja los fines de semana, la miraba con la misma expresión que habría adoptado si ella se le hubiera aparecido como la Virgen María levitando sobre una nube. Malena repitió su oferta, ¿seguro que no te apetece ganarte cinco mil pesetas? Él movió entonces la cabeza afirmativamente, de arriba abajo, en un gesto automático, como si alguien hubiera pulsado un resorte al margen de su voluntad. Entonces, siéntate y come, sentenció ella, ocupando una de las cabeceras de la mesa engalanada, repleta de fuentes de comida recién hecha. El muchacho, diecisiete años, flaco, guapo de cara, previsible sabor a cacahuetes pelados y tostados con menos sal de la debida, la miró con cara de miedo antes de sentarse y empezar a comer. ¿Tengo que acabármelo todo?, preguntó a la media hora, tras haber engullido una ensalada mixta, un cocido completo, medio pollo asado y dos torrijas. Ella, que masticaba lentamente una rebanada de pan integral tostado, le sonrió abiertamente, y negó con la cabeza.

Estaba ahíta. Verle comer, estar simplemente ahí, mirándole, la había saciado más profundamente de lo que esperaba. Se acercó a él y le alargó el billete. Muchas gracias, dijo, verte comer me ha hecho mucho bien. ¿No tengo que hacer nada más?, preguntó él, incrédulo. No, nada más. Si quieres, podemos repetir el viernes.
Volvió el viernes, y el lunes, y el miércoles, y Malena se acostumbró a comer por su boca tres días a la semana, a alimentarse a través de él, y a divertirse haciéndolo, tanto que llegó un momento en que suprimió sus propias comidas —diversas variedades sólidas, líquidas y gaseosas de polvos de talco comestibles—, y se limitó a quedarse inmóvil, mirándole solamente, la barbilla apoyada sobre los puños, los codos hincados en la mesa, los labios entreabiertos en una honesta sonrisa de satisfacción. Vicente se sorprendió mucho por ese cambio de actitud, ella se dio cuenta de que la miraba raro otra vez, e intuyó su miedo. ¿Qué te pasa?, le preguntó un día, cuando la tensión se estiraba en el aire, y él contestó con un gesto, nada, pero ella insistió y obtuvo la verdad. No se ofenda, por favor, así empezó, prométame que no se va a ofender, eso lo primero, porque por nada del mundo querría yo que se enfadara conmigo... Es que, murmuró por fin, titubeando, yo creía que usted se masturbaba mientras me veía comer, ¿sabe...? Ya sé que suena rarísimo, pero hay gente tan rara por ahí, y a mí esas cosas me dan igual, se lo juro, yo creo que cada uno es libre de hacer lo que quiera...

Total, que ya me había hecho a la idea, y ahora..., ahora, como la veo todo el tiempo con las manos encima de la mesa, pues no sé, es que ahora ya sí que no la entiendo... No importa, le contestó Malena con dulzura, yo te pago para que comas delante de mí, no para que me comprendas.

Total, que aquí estoy, con cuarenta y seis años, el hombre más tonto del mundo en la cama, y un papelito blanco que me ha dado el médico esta misma tarde y en el que dice, poco más o menos, que me cambió el metabolismo hace un montón de años y por eso, aunque llevo tres meses comiendo como una cerda, no he engordado más que tres kilos. ¿Qué le parece? Bonito, ¿no? Toda la vida sufriendo para esto, por eso yo me mato, señor juez, yo esta misma noche me mato, yo ya no aguanto más, por mis muertos se lo juro que me mato...

En ese momento, Andrés se despertó y se quedó mirándola. ¡Qué buena siesta!, ¿sabes, gordita?, exclamó como todo saludo. Luego eructó un par de veces y le preguntó cómo le había ido en la clínica. Malena contestó vagamente que bien, no tenía ganas de darle explicaciones a ese memo, porque lo del médico había sido sencillamente horrible. Y eso que en realidad ella se esperaba algo peor, alguna enfermedad mortal, un cáncer, cualquier cosa, porque no se lo explicaba, no alcanzaba a comprender qué había pasado en los últimos tiempos. Desde su reencuentro con Andrés comía de todo, o mejor dicho, de todo no, sólo alimentos hipercalóricos en enormes cantidades, pero no había engordado apenas, dos kilos y novecientos sesenta gramos, cabía en la misma ropa, todo seguía igual, era increíble. Y entonces el médico le había salido con aquello del cambio metabólico, y ella se había echado a llorar como una cría, porque ahora ni vengarse de Andrés, ni de ella misma podía...

Mientras él se duchaba, Malena firmó la carta, la metió en un sobre, la guardó en un cajón, y pospuso vagamente su muerte para aquella misma noche, sin concretar una hora determinada, cuando volvieran de la fiesta de Milagros estaría bien, en cualquier momento, daba igual, al fin y al cabo no era tan complicado, una soguita enganchada en la lámpara, un saltito y adiós. Entró en el baño, ahora siempre potentemente iluminado, y se arregló con esmero, recordando que aquélla sería su última aparición en público. La verdad es que se encontró muy atractiva, y eso le fastidió, y que Andrés se quedara pasmado y le dijera aquello —¡estás guapísima!— al verla aparecer con su vestido largo de lentejuelas azul marino y el pelo recogido, le pareció aún peor, la más irritante contrariedad a la que puede enfrentarse una inminente suicida. Los piropos se multiplicaron cuando llegó a la fiesta que, en justa compensación, resultó sin embargo un coñazo insoportable. Mientras Andrés esperaba turno junto a la mesa de billar, ella se dispuso a saquear el buffet —que, dicho sea de paso, encontró desconsoladoramente pobre para ser el último—, y ya le quedaba poco para acabar con él cuando una delicada voz masculina susurró a sus espaldas una frase familiar, qué suerte, poder comer de todo y no engordar... Malena se volvió lentamente para encontrar la exacta réplica del Andrés que aún amaba y jamás poseería, un adolescente de cuerpo frágil y adorable, cuyos labios finísimos, apenas sugeridos, sostenían la tácita insinuación de un amante pérfido y experto, una promesa que bastó para desatar una incontrolable sucesión de escalofríos, calientes y helados a un tiempo, en el centro exacto de su columna vertebral. Iba completamente vestido de blanco, igual que el otro Andrés, el Andrés perdido de aquella tarde de besos y de lágrimas, la botella marrón girando sin parar sobre un suelo de cemento.

Tú tienes que ser Andresito, el hijo mayor de Milagros, el que estaba estudiando en Inglaterra, ¿verdad?, murmuró en voz baja, mientras sus piernas temblaban como si fueran columnas de gelatina. El mismo, afirmó él, y tú eres Malena, la novia de mi tío, ¿no? Ella también asintió, y le cogió del brazo para llevárselo a un rincón, sintiéndose apenas rozar el suelo, su cuerpo disuelto por la emoción, una sombra tenue, ligera como un fantasma. Estuvieron juntos toda la noche. Ella apenas habló. Él le contó muchas cosas, acababa de llegar, no iría a la universidad, sino a la escuela de Arte Dramático, quería ser actor, no encontraba trabajo, no podía comer porque tenía una gran tendencia a engordar y en el cine nunca triunfan los gordos, además necesitaba sentirse en forma, no, no tenía novia, bueno, en realidad, no le gustaban las chicas... Malena lo escuchó todo sin pestañear, a Malena todo le daba lo mismo, ella sólo le miraba y sonreía, le tocaba y sonreía, hacía muchos años que no estaba tan contenta. La verdad es que me aburro bastante, dijo él al final, a modo de conclusión. Ella meditó un instante, le miró por el rabillo del ojo, bajó la vista, dudó otra vez, volvió a vacilar, le miró de nuevo, se decidió al fin. ¿Te apetece hacer una locura?, preguntó con voz ronca, los ojos brillantes. Él estaba perplejo, no acertó a contestar. ¿A ti te gusta pecar?, insistió ella al cabo de un instante, aferrándole fuertemente por el brazo. Finalmente, él admitió que sí, que le gustaba.
Entonces Malena le arrastró hasta la calle, le metió en el coche y le llevó a su propia casa, sin detenerse a contestar ni una sola de sus preguntas. Abrió la puerta y, tras sugerirle que se metiera en el baño y se desnudara, para ir ganando tiempo, se encerró en la cocina y vació el congelador, que desde hacía tres meses estaba siempre lleno de platos cocinados, listos para servir tras una brevísima estancia en el microondas. Unos minutos después, se reunió con su invitado en el baño, transportando una bandeja llena de recipientes cubiertos con papel de plata que a duras penas consiguió depositar sobre el lavabo. Andresito estaba sentado en una esquina de la bañera, completamente vestido aún, y desconcertado también por completo. ¿Qué me vas a hacer?, preguntó con voz de susto, ya te he dicho que no me gustan las chicas. Yo no soy una chica, imbécil, contestó ella, soy... lo que se dice una mujer madura, y sólo voy a darte de comer, así que desnúdate y métete en la bañera, vamos.

Malena también se desnudó. Se puso un gran babero de plástico, fijó otro al cuello de Andrés, y a horcajadas sobre él, empezó con unos pimientos del piquillo rellenos de merluza, a ver, cariño, abre la boquita para mamá... Partía la suave piel roja con el canto del tenedor, maniobraba con delicadeza para ensartar en sus púas un pedacito de verdura con la correspondiente porción de relleno y, empapándolo en la salsa, lo introducía por fin en su boca, abierta, limpiando a continuación los labios tersos con la punta de una servilleta para repetir la operación después de ofrecerle un sorbo de vino. Ella no comía, no lo necesitaba, tenía bastante con mirarle, con beberse su sonrisa. Él estaba cada vez más relajado y más congestionado al mismo tiempo, su cara progresivamente sudorosa, sus mejillas progresivamente encendidas mientras engullía todo lo que ella ponía en su boca, un pastel de espárragos con mayonesa, una taza de gazpacho, una quiche lorraine, un poco de lubina al horno, unas gambas con gabardina todavía calientes, un diminuto chorizo frito envuelto en una punta de pan, una pechuga fría de pollo asado, unas albóndigas de cordero con mucha salsa, tanta que resbaló desde las comisuras de sus labios para manchar su pecho más allá del babero, pero todo daba igual, él comía, era feliz, y ella recobró en un instante la lucidez, y decidió que no se mataría nunca, que no se suicidaría jamás, que lo primero que iba a hacer era abandonar sin dolor a Andrés, y que después apuraría la vida hasta el final mientras siguiera teniendo dientes, y absorta en sus pensamientos, permitió que una cuchara llena de salsa, destinada a acompañar a un trocito de venado dentro de la boca de su huésped, cayera sobre el cuerpo de éste, que ya apenas la miraba porque no podía mirarla, los párpados entornados, los labios hinchados, la piel de las mejillas lívida, casi transparente, agotada por el esfuerzo, y le pidió perdón por su torpeza, pero él no contestó, y fue entonces, mientras giraba el torso hacia fuera para intentar rellenar la cuchara con una nueva dosis de salsa de grosellas, cuando su vientre se llenó de calor, y ella miró la bandeja con ojos de estupor purísimo porque la salsa de chocolate estaba allí, intacta, no habían llegado a los postres todavía, pero su cuerpo ardía, ardía de placer y ardía por dentro, y en aquel instante comprendió. Miró a Andresito, que basculaba imperceptiblemente, muerto de cansancio, la piel de su estómago tirante, la mandíbula desencajada, la barriga a punto de reventar, las piernas flojas, moviéndose sin embargo hacia ella, dentro de ella, y sólo entonces, cuando aún podía pensar, se preguntó a qué sabría su inesperado amante, qué delicioso sabor tendría, y mientras se decidía a tomar la iniciativa, cabalgándole apaciblemente, con la delicadeza precisa para no poner en peligro su vida, se inclinó sobre su rostro y le besó, y a pesar de que el festín verdadero no había hecho nada más que comenzar, fue incapaz de hallar dentro de su boca un sabor distinto al de la saliva.

 

domingo, 11 de octubre de 2020

LA AMADA NO ENUMERADA, Heinrich Böll

 LA AMADA NO ENUMERADA

Heinrich Böll


 

Ellos han remendado mis piernas y me han dado un puesto en que puedo estar sentado: cuento las gentes que pasan por el nuevo puente. Les da gusto atestiguar con número su habilidad, se embriagan con esa nada sin sentido de un par de cifras, y todo el día, todo el día, marcha mi boca muda como la maquinaria de un reloj, amontonando cifras sobre cifras, para regalarles por la noche el triunfo de un número. Sus rostros resplandecen cuando les comunico el resultado de mi turno de trabajo; cuanto más alto es el número, tanto más resplandecen sus rostros y tienen motivo para acostarse satisfechos en la cama, pues muchos miles pasan diariamente por su nuevo puente… Pero sus estadísticas no están bien. Me da mucha pena, pero no están bien. Soy un hombre en quien no se puede confiar, aunque entiendo que despierto la impresión de lealtad.

En secreto me produce alegría quitarles uno de vez en cuando, y luego también, cuando siento compasión, regalarles un par de más. Su felicidad está en mi mano. Cuando estoy furioso, cuando no tengo nada que fumar, indico solamente el término medio, algunas veces por debajo del término medio, y cuando mi corazón late, cuando estoy contento, dejo que mi generosidad fluya en un número de cinco cifras. ¡Son tan felices! Me arrancan en cada ocasión el resultado de mi mano y sus ojos se iluminan y me dan palmaditas en el hombro. ¡No sospechan nada! Y luego empiezan a multiplicar, dividir, porcentualizar, yo no sé qué. Calculan cuántos pasarán hoy cada minuto por el puente y cuántos pasarán en diez años por el puente. Aman el segundo futuro; el segundo futuro es su especialidad y, sin embargo, me da mucha pena, todo eso no concuerda…

Cuando mi pequeña amada pasa por el puente -y pasa dos veces por día- mi corazón simplemente se detiene. El incansable latir de mi corazón sencillamente se detiene, hasta que ella dobla hacia la avenida y desaparece. Y todos los que pasan en ese tiempo, los silencio. Esos dos minutos me pertenecen a mí, a mí solo, y no dejo que me los quiten. Y aun cuando ella al atardecer regresa de su heladería -yo he sabido entretanto que trabaja en una heladería- cuando pasa por el otro lado de la acera frente a mi boca muda, que tiene que contar, contar, mi corazón se detiene de nuevo y comienzo de nuevo a contar, cuando ya no la veo a ella. Y todos los que tienen la suerte de desfilar en esos minutos ante mis ojos ciegos, no entran en la eternidad de las estadísticas: hombres de sombra, mujeres de sombra, seres de la nada, que no marcharán con los demás en el segundo futuro de las estadísticas…

Está claro que la amo. Pero ella no sabe nada de esto y no quiero tampoco que lo sepa. No debe sospechar de qué modo tan increíble ella anula todos los cálculos, y ella debe ser inocente y no sospechar nada, y con sus largos cabellos castaños y sus tiernos pies marchar a su heladería, y ha de recibir muchas propinas. La amo. Está clarísimo que la amo.

Recientemente me han supervisado. El camarada, que está sentado al otro lado y tiene que contar los autos, me advirtió ya muy pronto y yo hice maldito el caso. He contado como un loco; un cuentakilómetros no puede contar mejor. El superestadístico en persona se colocó allá enfrente, al otro lado, y ha comparado después el resultado de una hora con el resultado de mi hora. Yo sólo tenía uno menos que él. Mi pequeña amada había pasado y jamás en la vida hubiera hecho yo transportar a esa hermosa criatura al segundo futuro; esa mi pequeña amada no debe ser multiplicada y dividida y ser transformada en una nada porcentual. Mi corazón sangraba de tenerla que contar, sin poderla seguir mirando, y al amigo de allá, el que tiene que contar los autos, le estoy muy agradecido.

El superestadístico me ha dado palmaditas en el hombro y ha dicho que soy bueno, confiable y fiel. “Errar uno en una hora”, ha dicho, “no es mucho. Sin embargo, tenemos en cuenta un cierto desgaste porcentual. Solicitaré que sea usted trasladado a contar carros de caballos”.

Carros de caballos es naturalmente una suerte.

Carros de caballos es una alegría como nunca antes.

Carros de caballos hay todo lo más veinticinco por día, y hacer que cada media hora caiga el siguiente número en el cerebro, ¡es una alegría! Carros de caballos sería magnífico. Entre cuatro y ocho no puede pasar ningún carro de caballos por el puente, y podría ir a pasear o apresurarme a la heladería, podría mirarla largamente o podría quizás llevarla un rato hacia casa, a mi pequeña amada no numerada…

 

ESTUVO EN LA GUERRA, Edmundo Valadés

 ESTUVO EN LA GUERRA

Edmundo Valadés

 


De pronto, todas las cabezas desaparecieron. Abrió más los ojos. Trató de perforar con la mirada la luz de los reflectores implacables. Sobre el campo, los jugadores corrían en todas direcciones. Un sordo, pavoroso clamor envolvía sus cuerpos sin cabezas. Agitaban sus brazos confusamente. Como si dirigieran su propia macabra danza. La danza macabra.

Él estaba tenso. El ruido martilleaba sus tímpanos. Creció su miedo. Ahora los rostros giraban en la cancha. Reflejaban un terror indescriptible. Su propio terror. No perseguían la pelota. Huían desesperados. Brincaban absurdamente. Con el salto mortal del soldado. Desaparecían. Volvían a emerger. Volaban. Destruidos en pedazos al chocar unos contra otros.

Empezó a oír el graznido de las ametralladoras. El ruido del mar. El ruido del miedo. El silbatazo de ataque. Y grito. Gritos espantosos que le taladraban la espina dorsal. ¿Llegaría a disparar por fin el cañón camuflado bajo la malla del arco?

Reaparecieron las cabezas y los cuerpos. Las cabezas subían y bajaban las gradas. Saltaban a la izquierda y a la derecha. Uno, dos. Uno, dos. A la derecha y a la izquierda. Uno, dos. Rodaban unas sobre otras. Saltaban unas sobre otras. Uno, dos. Lo aplastaban. Iban a aplastarlo. Uno, dos. Y los gritos…

Se lanzó por las escaleras. A ganar la playa. A esconderse en las trincheras. La salida. A empellones. Empujando los cadáveres móviles que cerraban el paso.

La puerta. La plaza. Arriba, siempre el cielo. El cielo.

Detuvo el taxi: al hotel.

Cerró los ojos. Los abrió de nuevo. ¿Y el chofer? Había desaparecido. Él iba solo sobre el tanque que devoraba las avenidas. Traspasaba los muros. Se estrellaba contra los árboles. Mil reflectores enfocaban su marcha. Más aprisa. Aprisa.

Luego, lo de siempre: el silencio largo. 

“¿Le pasa algo?” 

Pagó. Entró en el hotel. A su cuarto.

Se desplomó sobre la cama. 

A gemir la paz definitivamente perdida para él.

LA CERILLA SUECA, Antón Chejov

  LA CERILLA SUECA Antón Chejov   I       En la mañana del 6 de octubre de 1885, un joven correctamente vestido se presentó en la of...