lunes, 24 de agosto de 2020

EL AMOR ES UN NÚMERO IMAGINARIO, Roger Zelazny

 

El amor es un número imaginario

Roger Zelazny

 

Hubieran debido saber que no podían tenerme confinado eternamente. Probablemente lo sabían, y por eso siempre estaba Stella.

Permanecía tendido allí mirándola, con un brazo extendido por encima de su cabeza, masas de enredado pelo rubio enmarcando su rostro dormido. Era más que una esposa para mí: era mi guardiana. ¡Qué ciego había sido no dándome cuenta antes!

Pero por otra parte, ¿qué otra cosa me habían hecho?

Me habían hecho olvidar lo que era.

Porque yo era como ellos pero no de ellos, me habían confinado a este tiempo y a este lugar. Me habían hecho olvidar.

Me habían inmovilizado con el amor.

Me puse en pie y las últimas cadenas cayeron.

Un solo haz de luz lunar se reflejaba en el suelo del dormitorio. Lo crucé hasta donde estaban colgadas mis ropas.

Se oía una débil música en la distancia. Era eso lo que lo había conseguido. Había pasado tanto tiempo desde que había oído esa música…

¿Cómo me habían atrapado?

Aquel pequeño reino, hacía eras, en algún Otro, donde yo había introducido la pólvora… ¡Sí! ¡Ése era el lugar! Me habían atrapado allí con mi capucha de monje hecha en el Otro y mi latín clásico.

Luego un buen batido de cerebro y el confinamiento a este Otrocuándo.

Reí quedamente mientras terminaba de vestirme. ¿Cuánto tiempo había vivido en este lugar? Cuarenta y cinco años de memoria…, pero cuántos de ellos espurios?

El espejo me mostró como un hombre de mediana edad, ligeramente obeso, de pelo menguante, que llevaba una camisa deportiva roja y unos pantalones negros.

La música se iba haciendo más fuerte, la música que sólo yo podía oír: guitarras, y el firme tump de un tambor de cuero.

¡Mi distintivo tamborilero, siempre! ¡Unidme con un ángel y todavía no haréis de mí un santo, camaradas!

Me hice joven y fuerte de nuevo.

Luego descendí a la sala de estar, me dirigí al bar, me serví una copa de vino, lo bebí lentamente hasta que la música alcanzó toda su intensidad, luego engullí el resto y lancé la copa al suelo. ¡Estaba libre!

Me volví para irme, y entonces hubo un sonido sobre mi cabeza.

Stella se había despertado.

Sonó el teléfono. Estaba colgado allí en la pared y sonaba y sonaba hasta que no lo pude soportar más.

Alcé el receptor.

—Lo has hecho de nuevo —dijo aquella voz vieja, familiar.

—No seas duro con la mujer —dije—. No puede estarme vigilando siempre.

—Será mejor que te quedes donde estás —dijo la voz—. Nos ahorrará a ambos muchos problemas.

—Buenas noches —dije, y colgué.

El receptor restalló alrededor de mi muñeca y el cordón se convirtió en una cadena unida a una anilla en la pared. ¡Qué infantil!

Oí a Stella vestirse arriba. Avancé dieciocho pasos hacia un lado desde Aquí, hasta el lugar donde mi escamoso miembro se deslizó fácilmente fuera de las lianas enrolladas a su alrededor.

Luego de vuelta a la sala de estar y fuera por la puerta principal. Necesitaba una montura.

Saqué el convertible del garaje. Era el más rápido de los dos coches. Luego a la carretera nocturna, y luego un sonido como de trueno sobre mi cabeza.

Era una Piper Club, volando bajo, fuera de control. Di una patada al freno y siguió su camino, rozando las copas de los árboles y haciendo restallar los cables telefónicos, para estrellarse en medio de la calle a media manzana por delante de mí. Di un brusco giro a la izquierda al interior de un callejón, y luego a la calle siguiente paralela a la anterior.

Si deseaban jugar de aquel modo, bien…, no carezco exactamente de recursos a lo largo de esa línea. Me alegró de todos modos que ellos hubieran dado el primer paso.

Me encaminé a campo abierto, donde podría desenvolverme mucho mejor.

En mi espejo retrovisor aparecieron unas luces.

¿Ellos?

Demasiado pronto.

O era simplemente otro coche que seguía mí mismo camino, o era Stella.

La prudencia, como dice el coro griego, es mejor que la imprudencia.

Cambié, no de marchas.

Conducía un coche más aerodinámico y más potente.

Cambié de nuevo.

Conducía en el lado equivocado del vehículo y avanzaba por el lado equivocado de la carretera.

De nuevo.

Nada de ruedas. Mi coche aceleró sobre un cojín de aire por encima de una maltratada carretera. Todos los edificios que pasaba eran de metal. Ni madera ni piedra ni ladrillo habían intervenido en la construcción de nada de lo que veía.

Un par de faros aparecieron en la larga curva a mis espaldas.

Apagué mis propios faros y cambié, de nuevo y de nuevo, y de nuevo otra vez.

Atravesé el aire, muy por encima de una gran zona pantanosa, ensartando bums sónicos como cuentas a lo largo del hilo de mi rastro. Luego otro cambio, y volé bajo sobre la humeante tierra donde grandes reptiles alzaban la cabeza como tallos de judías desde sus revolcaderos. El sol estaba alto en este mundo, como una antorcha de acetileno en el cielo. Mantuve el vibrante vehículo en una sola pieza con un acto de voluntad y aguardé la persecución. No hubo ninguna.

Cambié de nuevo…

Había un negro bosque que llegaba hasta casi el pie de la alta colina sobre la que se alzaba el antiguo castillo. Yo iba montado sobre un hipogrifo, volando, e iba vestido a la manera de un guerrero mago. Conduje mi montura a un aterrizaje en el bosque.

—Conviértete en caballo —ordené, con la palabra-guía apropiada.

Y me encontré montado sobre un garañón negro, trotando a lo largo del sendero que serpenteaba a través del oscuro bosque.

¿Debía quedarme aquí y luchar contra ellos con la magia, o seguir adelante y enfrentarme a ellos en un mundo donde prevaleciera la ciencia?

¿O debía tomar una ruta sinuosa desde aquí a algún distante Otro, con la esperanza de eludirlos por completo?

Mis preguntas se respondieron por sí mismas.

Hubo un resonar de cascos a mi espalda, y apareció un caballero: iba montado en un alto y orgulloso corcel; llevaba una bruñida armadura; sobre su escudo había dibujada una cruz en rojo.

—Has llegado bastante lejos —dijo—. ¡Tira de las riendas!

La hoja que esgrimía alzada era un arma perversa y reluciente hasta que se transformó en una serpiente. Entonces la dejó caer, y se deslizó culebreando por entre la maleza.

—¿Decías…?

—¿Por qué no renuncias? —preguntó—. ¿Por qué no te unes a nosotros, o dejas de intentarlo?

—¿Por qué no renuncias ? ¿Por qué no los abandonas y te unes a mí? Podríamos cambiar muchos tiempos y lugares juntos. Tú tienes la habilidad y el adiestramiento…

Por aquel entonces él estaba lo suficientemente cerca como para arremeter, en un intento de descabalgarme con el borde de su escudo.

Hice un gesto y su caballo tropezó y lo arrojó al suelo.

—¡Allá donde vayas, epidemias y guerras te pisarán los talones! —jadeó.

—Todo progreso exige un pago. Ésos son los crecientes dolores de los que hablas, no los resultados finales.

—¡Loco! ¡No existe el progreso! ¡No tal como tú lo ves! ¿De qué sirven todas las máquinas e ideas que liberas en sus culturas, si no cambias a los propios hombres?

—El pensamiento y los mecanismos avanzan; los hombres siguen más lentamente —dije, y desmonté y me situé a su lado—. Todo lo que buscáis vosotros es una perpetua Edad Oscura en todos los planos de existencia. De todos modos, lamento lo que debo hacer.

Desenfundé el cuchillo que llevaba al cinto y lo deslicé a través de su visor, pero el yelmo estaba vacío. Había escapado a otro Lugar, enseñándome una vez más la futilidad de discutir con un evolucionista ético.

Volví a montar y seguí cabalgando.

Al cabo de un tiempo me llegó de nuevo el sonido de cascos a mi espalda.

Pronuncié otra palabra, que me montó sobre un hermoso unicornio, para avanzar a velocidad cegadora a través del oscuro bosque. La persecución, sin embargo, continuó.

Finalmente llegué a un pequeño claro, con un alto mojón de piedras en su centro. Lo reconocí como un lugar de energía, así que desmonté y liberé al unicornio, que no tardó en desaparecer.

Subí al mojón de piedras y me senté encima. Encendí un cigarrillo y aguardé. No había esperado ser localizado tan pronto, y eso me irritó. Me enfrentaría a este perseguidor allí.

Una ágil yegua gris entró en el claro.

—¡Stella!

—¡Baja de aquí! —exclamó—. ¡Están preparando desencadenar un ataque en cualquier momento!

—Amén —dije—. Estoy preparado para ello.

—¡Te superan en número! ¡Siempre lo han hecho! Perderás ante ellos de nuevo, y de nuevo y de nuevo, mientras persistas en seguir luchando. Baja y vente conmigo. ¡Puede que todavía no sea demasiado tarde!

—¿Yo, retirarme? —pregunté—. Soy una institución. Pronto estarían ahí fuera en plenas cruzadas sin mí. Piensa en el aburrimiento…

Un rayo en bola cayó del cielo, pero se desvió de mi mojón de piedras y frió un árbol cercano.

—¡Ya han empezado!

—Entonces sal de ahí, muchacha. Ésta no es tu lucha.

—¡Tú eres mío!

—¡Yo soy sólo mío! ¡No soy de nadie más! ¡No lo olvides!

—¡Te quiero!

—¡Me traicionaste!

—No. Tú dices que amas a la humanidad…

—Y es cierto.

—¡No te creo! ¡No puedes amarla, después de todo lo que le has hecho!

Alcé la mano.

—Te barro de este Ahora y Aquí —dije, y estuve solo de nuevo.

Cayeron más rayos, abrasando el suelo a mi alrededor.

Agité el puño.

—¿Nunca abandonáis? ¡Dadme un siglo de paz para trabajar con ellos, y os mostraré un mundo que no creeréis que pueda existir! —exclamé.

El suelo empezó a temblar como respuesta.

Luché contra ellos. Lancé sus rayos de vuelta a sus rostros. Cuando empezaron los vientos, los doblé del revés. Pero la tierra siguió estremeciéndose, y aparecieron grietas a los pies del mojón de piedras.

—¡Mostraos! —grité—. ¡Venid hasta mí uno a uno, y os mostraré el poder que esgrimo!

Pero el suelo se abrió y las piedras se desmoronaron.

Caí a la oscuridad.

Estaba corriendo. Había cambiado tres veces, y ahora era una criatura peluda con una manada aullando a mis talones, los ojos como feroces focos, los colmillos como espadas.

Me deslizaba por entre las oscuras raíces del baniano, y los aullantes seres de largos picos los hacían chasquear tras mi escamoso cuerpo…

Volaba en las alas de un colibrí y oía el grito de un halcón…

Nadaba a través de la oscuridad y de pronto aparecía un tentáculo…

Irradié en todas direcciones, ascendiendo y perforando las altas frecuencias.

Sólo encontré estática.

Caía, y estaban todos a mi alrededor.

Me habían cogido, como un pez en una red. Estaba atrapado, confinado…

La oí llorar en alguna parte.

—¿Por qué lo intentas, una y otra vez? —preguntó—. ¿Por qué no puedes contentarte conmigo, con una vida de paz y tranquilidad? ¿No recuerdas lo que te han hecho en el pasado? ¿No fueron tus días conmigo infinitamente mejores?

—¡No! —grité.

—Te quiero —dijo.

—Este amor es un número imaginario —le respondí, y fui alzado de donde estaba tendido y llevado lejos.

Ella me siguió, llorando.

—Les supliqué que te dieran una posibilidad de vivir en paz, pero tú me arrojaste este regalo a la cara.

—La paz del eunuco; la paz de la lobotomía, del loto y la thorazina —dije—. No, mejor que ejerzan su voluntad sobre mí y dejar que su verdad proclame su mentira tal como hacen.

—¿Puedes decir realmente eso y creer en ello? —preguntó—. ¿Has olvidado ya el sol del Cáucaso…, el buitre desgarrando tu costado, día tras ardiente y rojo día?

—Yo no olvido —dije—, pero los maldigo. Me opondré a ellos hasta el final del Cuándo y el Dónde, y algún día venceré.

—Te quiero —dijo.

—¿Cómo puedes decir eso y creer en ello?

—¡Loco! —brotó un coro de voces, mientras era depositado sobre esta roca en esta caverna y encadenado.

Durante todo el día una serpiente confinada conmigo escupe veneno a mi rostro, y ella sostiene un cuenco y lo recoge. Es sólo cuando la mujer que me traicionó debe vaciar ese cuenco que la serpiente escupe dentro de mis ojos y yo grito.

Pero me liberaré de nuevo, para ayudar a la por largo tiempo sufriente humanidad con mis muchos dones, y habrá un terrible temblor en las alturas aquel día en que termine mi cautiverio. Hasta entonces, sólo puedo observar los delicados, intolerables barrotes de sus dedos en el fondo de ese cuenco, y gritar cada vez que los retira.

 

REFERENCIAL, Lorrie Moore

 

Referencial

Lorrie Moore

 

Manía. Por tercera vez en tres años hablaron de forma frenética acerca de lo que podría ser un buen regalo para su hijo perturbado. Había muy pocas cosas que realmente pudieran llevar: casi todo se podía transformar en un arma, y por tanto había que dejar la mayoría de las cosas en la recepción y, después, previa petición, las traía un auxiliar alto y rubio, que miraba antes los objetos para calcular sus posibilidades lacerantes. Pete había llevado un cesto de mermeladas, pero estaban en frascos de cristal y por tanto no permitidas. «Se me había olvidado», dijo él. Estaban organizadas por colores, de la mermelada más brillante al camemoro y al higo, como si contuvieran los análisis de orina de una persona cada vez más enferma, y ella pensó: «Mejor que los confisquen». Encontrarían otra cosa que llevar.

Para cuando su hijo cumplió doce años y había comenzado sus murmuraciones aturdidas y embelesadas, y había dejado de lavarse los dientes, Pete llevaba cuatro años en sus vidas, y ahora habían pasado otros cuatro años. El amor que sentían por Pete era largo y sinuoso, no exento de giros ocultos, pero sí de verdaderas paradas. Lo veían como una especie de padrastro. Quizá los tres habían envejecido juntos, aunque sobre todo se notaba en ella, con los vestidos negros que llevaba porque la hacían más delgada y el pelo encanecido sin teñir, a menudo recogido con mechones sueltos que parecían musgo español. Una vez que su hijo había sido desnudado, vestido con ropa de hospital e internado en el centro, ella también se quitó los collares, los pendientes, los fulares —todos sus aparatos prostéticos, le dijo a Pete, intentando ser divertida— y los puso en una carpeta de acordeón que se cerraba con cerrojo y que guardó debajo de su cama. No podía llevarlos cuando iba a verlo, así que no los llevaría nunca: una especie de solidaridad con su hijo, una especie de nueva viudedad añadida a la viudedad que ya poseía. A diferencia de otras mujeres de su edad (que se esforzaban demasiado, con lencería llamativa y joyas estridentes), ahora le parecía que ese afán era excesivo, e iba por el mundo como una amish, o quizá, todavía peor, cuando la luz despiadada de la primavera golpeaba su rostro, como un amish. ¡Si llegaba a vieja, que fuera una ciudadana completa del viejo mundo! «Para mí siempre estás preciosa», había dejado de decir Pete.

Pete se había quedado sin trabajo con la nueva crisis económica. En un momento dado había estado a punto de vivir con ella, pero los profundos problemas de su hijo le habían hecho dar un paso atrás: pensaba que la quería pero no podía encontrar el amplio espacio que necesitaba para sí mismo en su vida o en su casa (y no culpaba a su hijo, ¿o sí?). Miraba con cierta codicia visible y agrias observaciones la habitación donde su hijo, cuando estaba en casa, vivía con mantas grandes, botes vacíos de helado, una Xbox y DVD.

Ya no sabía adónde iba Pete, a veces durante semanas seguidas. Pensaba que era un acto de atención y cariño no preguntar, intentar que no le preocupara. Una vez se sentía tan hambrienta de contacto que fue al salón Trenza sin Estrés que había al lado de casa sólo para que le lavaran el pelo. Las pocas veces que había volado a Búfalo para ver a su hermano y a su familia, había escogido el cacheo y el detector en vez de pasar por el escáner en el control de seguridad el aeropuerto.

«¿Dónde está Pete?», gritaba su hijo cuando ella iba sola a visitarlo, el rostro escarlata por el acné, hinchado y ancho por los efectos de medicamentos cambiados una y otra vez, y ella decía que Pete estaba ocupado aquel día, pero pronto, muy pronto, quizá la semana siguiente. Un vértigo maternal la asaltaba, la habitación daba vueltas y las cicatrices de los cortes en los brazos de su hijo parecían a veces deletrear el nombre de Pete en líneas delgadas, la pérdida de padres se dibujaba toscamente en un álgebra de piel. En el desbarajuste de la habitación, las líneas unidas y blancas parecían toscos garabatos en torno a una hoguera, como cuando los jóvenes tallaban con trazos rígidos las palabras AMOR y FOLLAR en mesas de merendero y árboles en los parques, con la o convertida en un cuadrado. La mutilación era un idioma. Y al revés. Los cortes hacían que su chico recibiera más cariño de las chicas, que también se habían cortado y pocas veces veían a un chico, y así se hizo popular en las sesiones de grupo, algo que no parecía importarle y que quizá ni notaba. Cuando nadie miraba se cortaba las plantas de los pies. También fingía leer los pies de las chicas como palmas, anunciando la llegada de desconocidos y el progreso hacia el romance —«¡piemances!» los llamaba— y los inconvenientes, y a veces veía las palabras que ellas habían cortado y señalado como su propio destino.

Ahora ella y Pete iban a ver a su hijo sin las mermeladas, pero con un libro de bordes barbados sobre Daniel Boone, lo que estaba permitido, aunque su hijo creyera que contenía mensajes para él, aunque creyera que, si bien era una historia de una persona de hacía mucho tiempo, también era la historia de su propia tristeza y heroísmo frente a todo tipo de desierto, derrota y abducción donde su vida se podía extender sobre el libro, una noble armadura para la revelación de relatos sobre él. Habría claves en las palabras de las páginas con números que sumaban su edad: 97, 88, 466. Había otras veladas alusiones a su existencia. Siempre las había.

Se sentaron juntos a la mesa de las visitas y su hijo apartó el libro e intentó sonreírles. Todavía quedaba dulzura en sus ojos, la dulzura con la que había nacido, aunque la furia pudiera brotar de ella de forma indiscriminada. Alguien había cortado su pelo rubio oscuro, o al menos lo había intentado. Quizá alguien del personal no quería que tuviera las tijeras cerca durante un periodo prolongado de tiempo y había cortado rápidamente, luego se alejaba de un salto, volvía a acercarse, agarraba y cortaba, después volvía a saltar. Por lo menos es lo que parecía. Era un pelo ondulado y había que cortarlo cuidadosamente. Ahora ya no bajaba en cascada sino que estaba cerca de la cabeza, y crecía en ángulos que no parecían importar a nadie, salvo a una madre.

—¿Dónde has estado? —le preguntó su hijo a Pete, mientras le dirigía una mirada dura.

—Buena pregunta —dijo Pete, como si elogiar la cosa fuese a hacer que desapareciera. ¿Cómo se podía estar bien de la cabeza en un mundo como aquél?

—¿Nos echas de menos? —preguntó el chico.

Pete no contestó.

—¿Piensas en mí cuando observas los negros capilares de los árboles por la noche?

—Supongo que sí. —Pete lo miró fijamente, como si no quisiera cambiar de posición en su asiento—. Siempre espero que estés bien y que te traten bien aquí.

—¿Piensas en mi madre cuando miras las nubes y todo lo que contienen?

Pete volvió a quedarse en silencio.

Su hijo continuó, estudiando a Pete.

—¿Has visto alguna vez cómo los gorriones matan a las crías de otros pájaros? ¿A las crías de los chochines, por ejemplo? Los he mirado por las ventanas. ¿Sabías que los gorriones pueden meterse en el nido del chochín y sacar a las crías de los nidos y estrellarlas contra el suelo con una fuerza que te habría parecido imposible para un gorrión? ¿Incluso para un gorrión asesino?

—La naturaleza puede ser cruel —dijo Pete.

—¡La naturaleza puede ser una película de terror! Pero el asesinato no es lo que uno espera de un gorrión. En el mundo puede encontrarse de todo, pero normalmente tienes que buscarlo. ¡Tienes que buscarlo! ¡Por ejemplo, tienes que buscarnos a nosotros! Estamos un poco escondidos pero un poco no. Se nos puede encontrar. Si buscas en los lugares evidentes, se nos puede encontrar. No hemos desaparecido, aunque quieras, estamos aquí para…

—Ya basta —cortó a su hijo, que se volvió hacia ella con una expresión distinta.

—Se supone que esta tarde habrá pastel porque hay un cumpleaños —dijo él.

—¡Eso estaría muy bien! —dijo ella, sonriendo.

—Sin velas, claro. O tenedores. Tendremos que coger el glaseado y ponérnoslo en los ojos para taparlos. ¿Has pensado alguna vez en ese momento de las velas en que el tiempo se detiene, aunque esos momentos se lleven el humo? Es como el fuego del amor que arde. ¿Alguna vez te has preguntado por qué tanta gente tiene cosas que no merece pero lo absurdas que son todas esas cosas, para empezar? ¿Crees que un deseo se puede hacer real si nunca, nunca, nunca jamás se lo cuentas a nadie?

En el camino de vuelta a casa, ella y Pete no cruzaron palabra, y cada vez que miraba sus manos envejecidas, aferradas artríticamente al volante, los pulgares familiares abajo con su aire levemente simiesco, entendía de nuevo el lugar desesperado en el que estaban los dos, aunque las desesperaciones estaban separadas, no unidas, y sus ojos sentían luego la presión aguda de las lágrimas. La última vez que su hijo había intentado hacerlo, el método fue, en las palabras del médico, morbosamente ingenioso. Podía haber tenido éxito pero otra paciente, una chica del grupo, lo había detenido en el último momento. Había habido que limpiar sangre. En una época su hijo sólo quería un dolor que lo distrajera, pero pronto quiso hacer un agujero en sí mismo y huir a través de él. La vida estaba llena de espías y un espionaje preocupante. Sin embargo, a veces los espías también huían y alguien podía tener que ir tras ellos a fin de, paradójicamente, escapar por completo, sobre los campos ondulados de un sueño viviente, hacia las madrugadoras montañas del significado que amanece.

Había una tormenta por delante y los relámpagos produjeron su rápido y resuelto zigzag entre las nubes. Ella no necesitaba una ilustración tan fuerte de que los horizontes podían estallar, llenarse de mensajes, códigos rotos, pero ahí estaba. Una nieve de primavera empezó a caer mientras los relámpagos continuaban, y Pete activó el limpiaparabrisas para que los dos pudieran mirar por los semicírculos limpios la carretera que se oscurecía ante ellos. Ella sabía que el mundo no se había creado sólo para hablar con ella y, sin embargo, como con su hijo, a veces las cosas lo hacían. Los árboles frutales habían florecido pronto, por ejemplo, y los huertos ante los que pasaban eran rosas, pero el calor temprano excluía a las abejas y por tanto habría pocos frutos. La mayor parte de las flores que colgaban caerían en esa misma tormenta.

Cuando llegaron a la casa y entraron, Pete se miró en el espejo del pasillo. Quizá necesitaba comprobar que era un ser vivo y no el fantasma que parecía.

—¿Te apetece una copa? —preguntó ella, esperando que se quedara—. Tengo un buen vodka. ¡Te puedo hacer un ruso blanco riquísimo!

—Sólo vodka —dijo de mala gana—. Solo.

Abrió el congelador y encontró el vodka, y cuando volvió a cerrarlo se quedó esperando un momento, mirando las fotos que había pegado con imanes a la nevera. De bebé, su hijo parecía más feliz que la mayoría de los bebés. A los seis años seguía sonriendo y sobreactuando, movía los brazos y las piernas como si explotaran, enseñaba sus dientes perfectamente separados, el pelo que se rizaba en mechones dorados. A los diez, su expresión ya era vagamente melancólica y temerosa, aunque había luz en sus ojos, con sus encantadores primos junto a él. Había un adolescente rechoncho, que rodeaba a Pete con un brazo. Y en la esquina estaba otra vez el bebé, en brazos de su padre digno y apuesto, a quien su hijo no recordaba porque había muerto hacía mucho. Había que aceptar todo eso. La vida no era una alegría encima de otra. Sólo era la esperanza de menos dolor, la esperanza jugada como una carta sobre otra esperanza, un deseo de amabilidad y misericordia que surgieran como reyes y reinas en un inesperado cambio de juego. Podías sujetar las cartas tú mismo o no: caían del mismo modo de todas formas. La ternura no entraba salvo de manera defectuosa y por azar.

—¿No quieres hielo?

—No —dijo Pete—. No, gracias.

Puso dos vasos de vodka en la mesa de la cocina y se sentaron.

—Quizá esto te ayude a dormir —dijo ella.

—No sé si hay algo que pueda hacerlo —dijo, y bebió un trago. El insomnio lo atormentaba.

—Mañana lo traeré a casa —dijo—. Necesita su hogar, su casa, su habitación. No es un peligro para nadie.

Pete bebió un poco más, sorbiendo ruidosamente. Ella veía que no quería saber nada, pero le parecía que no tenía otra elección que continuar.

—A lo mejor puedes ayudar. Te admira.

—¿Ayudar ahora? —preguntó Pete con un destello de ira. Hubo un ruido de cristal sobre la mesa.

—Podríamos pasar parte de la noche cerca de él —dijo ella.

El teléfono sonó. El Radio Shack prácticamente sólo traía malas noticias, y su sonido, especialmente por la noche, la asustaba. Reprimió un escalofrío pero aun así sus hombros se alzaron y se encorvaron. Se puso en pie.

—¿Diga? —dijo, contestó la tercera vez que sonó, el corazón le latía con fuerza. Pero la persona que había al otro lado colgó. Volvió a sentarse—. Supongo que se han equivocado —dijo, y añadió—: Igual te apetece más vodka.

—Sólo un poco. Luego tengo que irme.

Le echó un poco más. Le había dicho lo que quería decir y no quería tener que convencerlo. Esperaría a que él diera un paso adelante con las palabras adecuadas. A diferencia de algunas de sus amigas más mezquinas, que no paraban de advertirla, creía que había una parte profundamente buena en él y siempre la esperaba con paciencia. ¿Qué otra cosa podía hacer?

El teléfono volvió a sonar.

—Probablemente es telemarketing —dijo él.

—Los odio —dijo ella—. ¿Hola? —dijo en voz más alta hacia el receptor.

Esa vez, cuando el que llamaba colgó, miró el número en el teléfono, en el rectángulo iluminado donde se veía el identificador de llamada.

Se sentó y se echó más vodka.

—Alguien está llamando desde tu apartamento —dijo.

Él se bebió el resto de su vodka. «Será mejor que me vaya», dijo, y se levantó y fue hacia la puerta. Ella lo siguió. En la puerta lo miró agarrar el pomo y girar con firmeza. Abrió la puerta, tapando el espejo.

—Buenas noches —dijo. Su expresión ya se había ido a un lugar lejano.

Ella lo abrazó para besarlo, pero él volvió la cabeza abruptamente y la boca terminó besando la oreja. Recordó que había hecho ese movimiento evasivo ocho años antes, al principio, cuando se conocieron y él estaba en situación de solapamiento romántico.

—Gracias por acompañarme —dijo.

—De nada —contestó él, luego bajó deprisa las escaleras hasta su coche, que estaba aparcado enfrente. Ella no intentó seguirlo. Cerró la puerta y echó el pestillo, mientras el teléfono volvía a sonar. Apagó todas las luces, incluidas las del porche.

Fue a la cocina. No había podido leer el identificador de llamada sin las gafas de leer, y se había inventado que era el número de Pete, aunque él lo había hecho verdad de todas formas; lo que era la magia negra de las mentiras, las buenas intuiciones y los faroles hábiles. «¿Diga?», respondió, contestando en el quinto pitido. El rectángulo de plástico donde debía aparecer el número estaba oculto como por un telón de gasa, una página de papel cebolla sobre la cebolla. O más bien, sobre la imagen de una cebolla. Una pintura encima de otra.

—Buenas noches —dijo en voz alta. ¿Qué saldría? Una pata de mono. Una señora. Un tigre.

Pero no había absolutamente nada.

 

MACARIO, Juan Rulfo

 

Macario

Juan Rulfo

 

Estoy sentado junto a la alcantarilla aguardando a que salgan las ranas. Anoche, mientras estábamos cenando, comenzaron a armar el gran alboroto y no pararon de cantar hasta que amaneció. Mi madrina también dice eso: que la gritería de las ranas le espantó el sueño. Y ahora ella bien quisiera dormir. Por eso me mandó a que me sentara aquí, junto a la alcantarilla, y me pusiera con una tabla en la mano para que cuanta rana saliera a pegar de brincos afuera, la apalcuachara a tablazos... Las ranas son verdes de todo a todo, menos en la panza. Los sapos son negros. También los ojos de mi madrina son negros. Las ranas son buenas para hacer de comer con ellas. Los sapos no se comen; pero yo me los he comido también, aunque no se coman, y saben igual que las ranas. Felipa es la que dice que es malo comer sapos. Felipa tiene los ojos verdes como los ojos de los gatos. Ella es la que me da de comer en la cocina cada vez que me toca comer. Ella no quiere que yo perjudique a las ranas. Pero, a todo esto, es mi madrina la que me manda a hacer las cosas... Yo quiero más a Felipa que a mi madrina. Pero es mi madrina la que saca el dinero de su bolsa para que Felipa compre todo lo de la comedera. Felipa sólo se está en la cocina arreglando la comida de los tres. No hace otra cosa desde que yo la conozco. Lo de lavar los trastes a mí me toca. Lo de acarrear leña para prender el fogón también a mí me toca. Luego es mi madrina la que nos reparte la comida. Después de comer ella, hace con sus manos dos montoncitos, uno para Felipa y otro para mí. Pero a veces Felipa no tiene ganas de comer y entonces son para mí los dos montoncitos. Por eso quiero yo a Felipa, porque yo siempre tengo hambre y no me lleno nunca, ni aun comiéndome la comida de ella. Aunque digan que uno se llena comiendo, yo sé bien que no me lleno por más que coma todo lo que me den. Y Felipa también sabe eso... Dicen en la calle que yo estoy loco porque jamás se me acaba el hambre. Mi madrina ha oído que eso dicen. Yo no lo he oído. Mi madrina no me deja salir solo a la calle. Cuando me saca a dar la vuelta es para llevarme a la iglesia a oír misa. Allí me acomoda cerquita de ella y me amarra las manos con las barbas de su rebozo. Yo no sé por qué me amarra mis manos; pero dice que porque dizque luego hago locuras. Un día inventaron que yo andaba ahorcando a alguien; que le apreté el pescuezo a una señora nada más por nomás. Yo no me acuerdo. Pero, a todo esto, es mi madrina la que dice lo que yo hago y ella nunca anda con mentiras. Cuando me llama a comer, es para darme mi parte de comida, y no como otra gente que me invitaba a comer con ellos y luego que me les acercaba me apedreaban hasta hacerme correr sin comida ni nada. No, mi madrina me trata bien. Por eso estoy contento en su casa. Además, aquí vive Felipa. Felipa es muy buena conmigo. Por eso la quiero... La leche de Felipa es dulce como las flores del obelisco. Yo he bebido leche de chiva y también de puerca recién parida; pero no, no es igual de buena que la leche de Felipa... Ahora ya hace mucho tiempo que no me da a chupar de los bultos esos que ella tiene donde tenemos solamente las costillas, y de donde le sale, sabiendo sacarla, una leche mejor que la que nos da mi madrina en el almuerzo de los domingos... Felipa antes iba todas las noches al cuarto donde yo duermo, y se arrimaba conmigo, acostándose encima de mí o echándose a un ladito. Luego se las ajuareaba para que yo pudiera chupar de aquella leche dulce y caliente que se dejaba venir en chorros por la lengua... Muchas veces he comido flores de obelisco para entretener el hambre. Y la leche de Felipa era de ese sabor, sólo que a mí me gustaba más, porque, al mismo tiempo que me pasaba los tragos, Felipa me hacía cosquillas por todas partes. Luego sucedía que casi siempre se quedaba dormida junto a mí, hasta la madrugada. Y eso me servía de mucho; porque yo no me apuraba del frío ni de ningún miedo a condenarme en el infierno si me moría yo solo allí, en alguna noche... A veces no le tengo tanto miedo al infierno. Pero a veces sí. Luego me gusta darme mis buenos sustos con eso de que me voy a ir al infierno cualquier día de éstos, por tener la cabeza tan dura y por gustarme dar de cabezazos contra lo primero que encuentro. Pero viene Felipa y me espanta mis miedos. Me hace cosquillas con sus manos como ella sabe hacerlo y me ataja el miedo ese que tengo de morirme. Y por un ratito hasta se me olvida... Felipa dice, cuando tiene ganas de estar conmigo, que ella le cuenta al Señor todos mis pecados. Que irá al cielo muy pronto y platicará con Él pidiéndole que me perdone toda la mucha maldad que me llena el cuerpo de arriba abajo. Ella le dirá que me perdone, para que yo no me preocupe más. Por eso se confiesa todos los días. No porque ella sea mala, sino porque yo estoy repleto por dentro de demonios, y tiene que sacarme esos chamucos del cuerpo confesándose por mí. Todos los días. Todas las tardes de todos los días. Por toda la vida ella me hará ese favor. Eso dice Felipa. Por eso yo la quiero tanto... Sin embargo, lo de tener la cabeza así de dura es la gran cosa. Uno da de topes contra los pilares del corredor horas enteras y la cabeza no se hace nada, aguanta sin quebrarse. Y uno da de topes contra el suelo; primero despacito, después más recio y aquello suena como un tambor. Igual que el tambor que anda con la chirimía, cuando viene la chirimía a la función del Señor. Y entonces uno está en la iglesia, amarrado a la madrina, oyendo afuera el tum tum del tambor... Y mi madrina dice que si en mi cuarto hay chinches y cucarachas y alacranes es porque me voy a ir a arder en el infierno si sigo con mis mañas de pegarle al suelo con mi cabeza. Pero lo que yo quiero es oír el tambor. Eso es lo que ella debería saber. Oírlo, como cuando uno está en la iglesia, esperando salir pronto a la calle para ver cómo es que aquel tambor se oye de tan lejos, hasta lo hondo de la iglesia y por encima de las condenaciones del señor cura...: "El camino de las cosas buenas está lleno de luz. El camino de las cosas malas es oscuro." Eso dice el señor cura... Yo me levanto y salgo de mi cuarto cuando todavía está a oscuras. Barro la calle y me meto otra vez en mi cuarto antes que me agarre la luz del día. En la calle suceden cosas. Sobra quién lo descalabre a pedradas apenas lo ven a uno. Llueven piedras grandes y filosas por todas partes. Y luego hay que remendar la camisa y esperar muchos días a que se remienden las rajaduras de la cara o de las rodillas. Y aguantar otra vez que le amarren a uno las manos, porque si no ellas corren a arrancar la costra del remiendo y vuelve a salir el chorro de sangre. Ora que la sangre también tiene buen sabor aunque, eso sí, no se parece al sabor de la leche de Felipa... Yo por eso, para que no me apedreen, me vivo siempre metido en mi casa. En seguida que me dan de comer me encierro en mi cuarto y atranco bien la puerta para que no den conmigo los pecados mirando que aquello está a oscuras. Y ni siquiera prendo el ocote para ver por dónde se me andan subiendo las cucarachas. Ahora me estoy quietecito. Me acuesto sobre mis costales, y en cuanto siento alguna cucaracha caminar con sus patas rasposas por mi pescuezo le doy un manotazo y la aplasto. Pero no prendo el ocote. No vaya a suceder que me encuentren desprevenido los pecados por andar con el ocote prendido buscando todas las cucarachas que se meten por debajo de mi cobija... Las cucarachas truenan como saltapericos cuando uno las destripa. Los grillos no sé si truenen. A los grillos nunca los mato. Felipa dice que los grillos hacen ruido siempre, sin pararse ni a respirar, para que no se oigan los gritos de las ánimas que están penando en el purgatorio. El día en que se acaben los grillos, el mundo se llenará de los gritos de las ánimas santas y todos echaremos a correr espantados por el susto. Además, a mí me gusta mucho estarme con la oreja parada oyendo el ruido de los grillos. En mi cuarto hay muchos. Tal vez haya más grillos que cucarachas aquí entre las arrugas de los costales donde yo me acuesto. También hay alacranes. Cada rato se dejan caer del techo y uno tiene que esperar sin resollar a que ellos hagan su recorrido por encima de uno hasta llegar al suelo. Porque si algún brazo se mueve o empiezan a temblarle a uno los huesos, se siente en seguida el ardor del piquete. Eso duele. A Felipa le picó una vez uno en una nalga. Se puso a llorar y a gritarle con gritos queditos a la Virgen Santísima para que no se le echara a perder su nalga. Yo le unté saliva. Toda la noche me la pasé untándole saliva y rezando con ella, y hubo un rato, cuando vi que no se aliviaba con mi remedio, en que yo también le ayudé a llorar con mis ojos todo lo que pude... De cualquier modo, yo estoy más a gusto en mi cuarto que si anduviera en la calle, llamando la atención de los amantes de aporrear gente. Aquí nadie me hace nada. Mi madrina no me regaña porque me vea comiéndome las flores de su obelisco, o sus arrayanes, o sus granadas. Ella sabe lo entrado en ganas de comer que estoy siempre. Ella sabe que no se me acaba el hambre. Que no me ajusta ninguna comida para llenar mis tripas aunque ande a cada rato pellizcando aquí y allá cosas de comer. Ella sabe que me como el garbanzo remojado que le doy a los puercos gordos y el maíz seco que le doy a los puercos flacos. Así que ella ya sabe con cuánta hambre ando desde que me amanece hasta que me anochece. Y mientras encuentre de comer aquí en esta casa, aquí me estaré. Porque yo creo que el día en que deje de comer me voy a morir, y entonces me iré con toda seguridad derechito al infierno. Y de allí ya no me sacará nadie, ni Felipa, aunque sea tan buena conmigo, ni el escapulario que me regaló mi madrina y que traigo enredado en el pescuezo... Ahora estoy junto a la alcantarilla esperando a que salgan las ranas. Y no ha salido ninguna en todo este rato que llevo platicando. Si tardan más en salir, puede suceder que me duerma, y luego ya no habrá modo de matarlas, y a mi madrina no le llegará por ningún lado el sueño si las oye cantar, y se llenará de coraje. Y entonces le pedirá, a alguno de toda la hilera de santos que tiene en su cuarto, que mande a los diablos por mí, para que me lleven a rastras a la condenación eterna, derechito, sin pasar ni siquiera por el purgatorio, y yo no podré ver entonces ni a mi papá ni a mi mamá que es allí donde están... Mejor seguiré platicando... De lo que más ganas tengo es de volver a probar algunos tragos de la leche de Felipa, aquella leche buena y dulce como la miel que le sale por debajo a las flores del obelisco...

 

PULPO, Antonio Dal Masetto

 

Pulpo

Antonio Dal Masetto

 

El hombre se entera que esta noche, en el Verde, hay cazuela de pulpo, así que decide no perdérsela y ahí está acodado a la barra, esperando y dispuesto a disfrutar de una buena cena ya que se trata de uno de sus platos favoritos. Aparece Romero, un carpintero del barrio. Saluda y se le sienta al lado. El hombre contesta amablemente, aunque este encuentro no lo haga feliz. Pensaba comer en paz y sabe que Romero tiene el vicio de la comunicación, práctica que el hombre no reprueba, salvo cuando intentan experimentarla con él. Efectivamente, Romero se larga a hablar y a contarle de su vida. Está realizando un trabajo importante, en la casa de una turca, viuda, que vive con tres hijas cuyas edades oscilan entre los veinte y los treinta años.

Mientras escucha, el hombre advierte que alguien se ha sentado del otro lado, a su izquierda. Reconoce a Pierre Fontenelle, el Exorcista. Lo ha visto una sola vez, pero es inconfundible con su sobretodo negro y la polera blanca en la noche calurosa. El hombre se pregunta si volverá a repetir la ceremonia de la hostia.
Romero, mientras tanto, sigue con su historia: teniendo en cuenta que el trabajo encomendado se prolongará bastante tiempo y que él vive solo, un mediodía la turca mayor le propone que ocupe momentáneamente una piecita en la terraza de la casa. Romero acepta. Por lo tanto se muda, trabaja, almuerza y cena con las mujeres. Una noche, tarde, se abre la puerta de la pieza donde duerme y en la claridad lunar advierte que está recibiendo la visita de la turca mayor. Tienen un encuentro muy acalorado, después la turca se va y sigue la rutina de siempre.

A la noche siguiente, vuelve a abrirse la puerta. Romero piensa que se trata nuevamente de la turca mayor, pero esta vez la que acude es una de las turquitas. Posteriormente aparece la segunda turquita y luego la tercera. Durante el día nadie habla del asunto y es como si se tratara de un gran secreto. Romero trabaja duro, se alimenta bien, se acuesta y espera.

El hombre oye, a su izquierda, la voz del Exorcista que recita: «La amada se desliza a través de la noche con andar de gacela y sus labios son dulces como el néctar de las flores». Aclara: «Cantar de los Cantares».

Pide perdón por la interrupción, estira la mano por delante del hombre y se presenta a Romero: «Pierre Fontenelle». Inmediatamente pregunta si las cuatro mujeres son lindas. Romero contesta que son ardientes y que según su modesta opinión, en cuanto a mujeres fogosas, no hay nada que supere a una turca fogosa, no importa la edad que tenga. El hombre percibe que hacia la izquierda, por el lado del Exorcista, acaba de aumentar considerablemente la temperatura ambiente. Por fin llega la cazuela.
Apresado entre dos fuegos, el hombre se resigna y empieza a comer. De pronto advierte que el Exorcista extrae una hostia del bolsillo, la sostiene en la mano y la aprieta un poco con el pulgar en la parte superior, de manera que se ahueque y tome forma de cuchara. Después introduce la hostia en la cazuela, la maneja con habilidad y consigue llevarse un buen trozo de pulpo. Se chorrea salsa sobre la solapa del sobretodo y se limpia con una servilleta de papel. Al hombre esto no le gusta nada y está a punto de ponerse un poco maleducado. Pero recapacita y se dice que nada ni nadie conseguirá arruinarle la cena, así que se dirige al Exorcista y solamente pregunta: «¿Ya no las come con vinagre?» «Según la hora», contesta Pierre Fontenelle.
Mientras tanto, Romero sigue con su historia y confiesa que si bien la situación con las turcas le agrada, está comenzando a sentirse un poco raro, como si se encontrase apresado en una tela de araña y se lo estuviesen devorando lentamente. El Exorcista vuelve a interrumpirlo y, disculpándose, opina que en esa casa reina una enorme confusión, un gran extravío y que esas mujeres, sin duda, necesitan un guía espiritual. Por lo tanto se ofrece para efectuar una visita desinteresada a las turcas, esa misma noche si Romero lo desea. Ahí nomás le pide la dirección. Romero se hace el tonto y no contesta. El Exorcista declama: "Si entras en casa de mujer sola y esa mujer se enseñorea sobre tu cuerpo y espíritu, no deseches la ayuda del hombre sabio. Agustín, Confesiones." Vuelve a pedir la dirección de las turcas y Romero sigue haciéndose el distraído.

El hombre, de reojo, ve que en la mano del Exorcista acaba de aparecer una cosa blanca y redonda que pretende avanzar hacia el pulpo. Entonces toma rápidamente la cazuela y se muda a una mesa. Automáticamente, el Exorcista y Romero se sientan con él. El hombre se corre hasta quedar arrinconado contra la pared. Protege la cazuela con la mano izquierda, mientras come con la derecha.

El Exorcista insiste: «Cuando tropieces con cuatro mujeres y adviertas que sus almas están muy confundidas, acude inmediatamente a un hombre del Señor, porque él, sólo él y únicamente él podrá aportar ayuda a las extraviadas hijas del Levante. Pablo, Epístola a los Corintios».

Romero sigue sin largar prenda. El hombre, siempre en la posición de defender su pulpo, oye la última frase de Pierre Fontenelle y se dice que esa carta, seguramente, los Corintios no la recibieron nunca.

 

PUBLICIDAD ENCUBIERTA, Chuck Palahniuk

 

Publicidad encubierta

Chuck Palahniuk

 

AL SEÑOR KENNETH MACARTHUR

DIRECTOR DE COMUNICACIÓN CORPORATIVA

CUCHILLOS KUTTING-BLOK, S. L.

 

Querido señor MacArthur:

Para su información, fabrican ustedes un cuchillo magnífico. Un cuchillo excelente.

Ya es bastante duro dedicarse profesionalmente a la cocina sin tener que aguantar un mal cuchillo. Va uno a hacer un allumette de patata perfecto, que es más fino que un lápiz. O el corte che-veu perfecto, que tiene un diámetro como el de un cable, o sea, la mitad de grueso que una patata frita. Uno se gana la vida cortando zanahorias brunoisette con la sartén para el salteado muy caliente y la mantequilla ya esperando, y con la gente pidiendo a gritos las patatas cortadas estilo minunette, y uno descubre enseguida la diferencia entre un mal cuchillo y un Kutting-Blok.

Cuántas historias podría contarle. Cuántas veces sus cuchillos me han salvado el pellejo. Pásese usted ocho horas haciendo chiffonade de endibias belgas y podrá hacerse una idea de cómo es mi vida.

Con todo, no falla nunca, uno puede pasarse el día torneando zanahorias enanas, cortando todas y cada una en forma de pelotas de fútbol perfectas de color naranja, y la única que te sale mal, esa zanahoria aterriza en el plato de un cocinero fracasado, un don nadie con una licenciatura en hostelería conseguida en una universidad de repesca, un simple trozo de papel, y que ahora se cree crítico de restaurantes. Un gilipollas que apenas sabe masticar y tragar y va y escribe en el periódico de la semana siguiente que el chef de Chez Restaurant no sabe tornear bien las zanahorias.

Alguna puta que ningún responsable de catering contrataría siquiera para cortar champiñones estilo flauta se dedica a poner por escrito que mis chirivías estilo bátonnet son demasiado gruesas.

Esos vendidos. No, siempre es más fácil buscarle defectos a todo que ponerse a cocinar.

Cada vez que alguien pide las patatas dauphinoise o el carpaccio de buey, sepa usted que hay alguien en nuestra cocina que dice una pequeña oración de agradecimiento por los cuchillos Kutting-Blok. Por su perfecto equilibrio. Por su mango remachado.

Claro, toquemos madera, a todos nos gustaría ganar dinero trabajando menos. Pero venderse, hacerse crítico, ponerse a uno mismo en el papel de sabelotodo y dedicarse a lanzar golpes bajos a la gente que todavía intenta ganarse la vida pelando lenguas de ternero... mondando grasa de riñones... arrancando membrana de hígado... mientras esos críticos están sentados en despachos bonitos y limpios y se dedican a escribir sus quejas tecleando con sus dedos bonitos y limpios... eso no está bien.

Por supuesto, no deja de tratarse de la simple opinión de esos tipos. Pero ahí está, publicada al lado de las noticias de verdad —las hambrunas y los asesinos en serie y los terremotos—, y todo lo imprimen con tipografía del mismo tamaño. Alguien quejándose de que la pasta no estaba del todo al dente. Como si su opinión fuera un Acto de Dios.

Una garantía negativa. Lo contrario de un anuncio.

En mi opinión, los que pueden hacer algo, lo hacen. Y los que no, se quejan.

No es periodismo. No es objetivo. No es informar, es juzgar.

Esos críticos no podrían cocinar una comida estupenda ni aunque les fuera la vida en ello.

Fue con esta idea en mente como empecé mi proyecto.

No importa lo bueno que seas, trabajar en una cocina es una muerte lenta por un millón de cortes diminutos a cuchillo. Diez mil pequeñas quemaduras. Escaldaduras. Pasarse la noche de pie sobre un suelo de cemento, o caminando por suelos grasientos o mojados. Síndrome de túnel carpiano, lesiones nerviosas de tanto remover y cortar y servir con cuchara. Quitar las venas a un océano de gambas bajo el agua helada. Dolores en las rodillas y venas varicosas. Lesiones por estrés muscular en la muñeca y el hombro. Dedicarse profesionalmente a hacer calamares rellenos perfectos es una vida entera de martirio. Una vida invertida en conseguir el ossobuco alia milanese ideal es una muerte por tortura larga y lenta.

Con todo, no importa lo endurecido que puedas estar, que te elija públicamente un periodista de la prensa o de internet no es agradable.

De esos críticos de internet, los hay a patadas. Solamente hay que tener boca y un ordenador.

Eso es lo que tienen en común todos mis objetivos. Es una suerte que la policía no trabaje de forma un poco más coordinada. Podrían fijarse en un periodista freelance de Seattle, un estudiante que hace reseñas en Miami, un turista del Medio Oeste que cuelga su opinión en una página web de viajes... Hay una serie de elementos comunes en los dieciséis objetivos que he cumplido hasta ahora. Y también están todos mis años de motivación.

No hay mucha diferencia entre deshuesar un conejo y a un tío sobrado que escribe un blog y que ha dicho que tu costatine al finocchio necesitaba más vino de Marsala.

Y gracias a los cuchillos Kutting-Blok. Sus cuchillos forjados para tornear cumplen ambas funciones de maravilla, sin causar esa fatiga en la mano y en la muñeca que uno acaba teniendo si usa un cuchillo de mondar troquelado menos caro.

Del mismo modo, limpiar un churrasco y despellejar a la rata que colgó un artículo diciendo que tu buey Wellington estaba estropeado debido al exceso de foie gras, son dos tareas que se hacen más deprisa y con menos esfuerzo gracias a la hoja flexible de su cuchillo de veinte centímetros para cortar filetes.

Fácil de afilar y fácil de limpiar. Sus cuchillos son un regalo del cielo.

Son los objetivos los que siempre resultan una gran decepción. No importa lo poco que uno espere cuando conoce a esa gente cara a cara.

No hacen falta más que unos cuantos elogios para conseguir una cita con ellos. Sugerir la clase de compañía sexual que puedan estar deseando. O mejor todavía, sugerir que eres el redactor jefe de una revista de tirada nacional y que quieres llevar su voz al mundo entero. Ensalzarlos. Darles la gloria que ellos tanto merecen. Elevarlos a la prominencia. Toda esa atención de mierda, les ofreces la mitad y ellos se reúnen contigo en el callejón a oscuras que tú les digas.

En persona, siempre tienen los ojos pequeños, unos ojos que son como canicas negras metidas en el ombligo de un gordo. Gracias en parte a los cuchillos Kutting-Blok, su aspecto mejora y acaban viéndose limpios y cortados y con guarnición. Carne lista para ser usada para algo útil.

Después de arrancar las vísceras frías de un centenar de pintadas, no tiene mucho misterio rajar la barriga de un periodista freelance que escribió en una guía local de ocio que tus empanadillas de escarola y feta no estaban bien de textura. No, el cuchillo de chef de veintiocho centímetros de Kutting Blok hace que sea una tarea tan fácil como destripar una trucha o un salmón o cualquier pescado redondo.

Es extraño, las cosas que se le quedan a uno en la mente. Echas un vistazo al tobillo blanco y delgado de alguien y puedes imaginar cómo debió de ser de niña en la escuela, antes de que aprendiera a ganarse la vida atacando la comida. O bien los zapatos marrones que llevaba otro crítico, tan lustrados que recordaban a la capa de caramelo de una créme brúlée.

Es la misma atención a los detalles que ponen ustedes en cada cuchillo.

Esta es la atención y el cuidado que yo solía poner en mi trabajo de cocinero.

Con todo, por mucho que me ande con cuidado, es una simple cuestión de tiempo que me atrape la policía. Sabiendo esto, mi único temor es que los cuchillos Kutting-Blok queden asociados en la mente del público con una serie de hechos que la gente puede malinterpretar.

Demasiada gente verá mi preferencia como una modalidad de promoción. Como si Jack el Destripador estuviera haciendo un anuncio para la televisión.

Ted Bundy para la marca de cuerdas Tal y Tal.

Lee Harvey Oswald vendiendo rifles de la marca Tal y Tal

Una modalidad negativa de promoción, es cierto. Tal vez incluso algo que podría dañar la cuota de mercado de ustedes y sus ventas netas. Sobre todo en la próxima temporada navideña de ventas al detalle.

Es algo que hacen por rutina todos los periódicos grandes, en cuanto se enteran de que ha habido un desastre aéreo importante -una colisión en medio del aire, un secuestro, un coche en la pista de despegue-, saben que tienen que retirar todas las publicidades grandes de las líneas aéreas de ese día. Porque en cuestión de minutos todas las compañías aéreas llamarán para cancelarlas, aunque eso implique pagar toda la tarifa por un espacio que no van a usar. Y luego llenan el espacio en el último minuto con un anuncio promocional gratuito de la Sociedad del Cáncer de América o de la Distrofia Muscular. Porque ninguna línea aérea se quiere arriesgar a que la asocien con las terribles noticias de ese día. Con los centenares de muertos. A que la asocien con esas cosas en la mente del público.

No hay que esforzarse mucho para acordarse de lo que los llamados Asesinatos del Tylenol hicieron con las existencias de ese producto. Con siete personas muertas, la retirada de su producto en 1982 le costó a Johnson and Johnson ciento veinticinco millones de dólares.

Esa clase de promoción negativa es lo contrario de un anuncio. Como lo que hacen los críticos con sus reseñas insidiosas, impresas solamente para demostrar lo listos y amargados que se han vuelto.

Los detalles de cada objetivo, incluyendo el cuchillo utilizado, siguen frescos en mi memoria. A la policía le costaría muy poco hacerme confesar, poniendo así en conocimiento del público la amplia gama de los excelentes cuchillos de ustedes que he usado y con qué propósitos.

Y después de eso, la gente se referiría ya siempre a «Los Asesinatos de los Cuchillos Kutting-Blok» o al «Asesino en Serie del Kutting-Blok». Su empresa es mucho más conocida que un pobre tipo anónimo como yo. Ustedes ya tienen cuchillos en muchísimas cocinas. Sería una lástima horrible ver todas sus generaciones de calidad y trabajo duro estropeadas por culpa de mi proyecto.

Por favor, recuerde que los críticos culinarios no compran puchos cuchillos. Toquemos madera, pero en este caso la simpatía de la industria podría muy bien estar conmigo. Conmigo, UI1 héroe de las bases. Nunca se sabe.

Cualquier pequeña inversión que puedan hacer nos beneficiará a ambos.

Cuantos más recursos puedan proporcionarme para que evite ser capturado, menos probable será que este detalle desafortunado llegue nunca al conocimiento del usuario medio de cuchillos. Si ustedes me regalan solamente cinco millones de dólares, yo podré emigrar y vivir desapercibido en otro país, muy, muy lejos del mercado demográfico de ustedes. Ese dinero permitirá a su empresa una ascensión segura hasta un futuro luminoso. Y a mí, el dinero me permitirá formarme en una nueva línea de trabajo, una nueva carrera.

O si me pagan solamente un millón de dólares, me cambiaré a los cuchillos Sta-Sharp... Y si me detienen juraré que solamente he usado sus productos de baja calidad durante todo mi proyecto...

Un millón de dólares. ¿Qué es eso comparado con la lealtad a una marca?

Para contribuir, por favor, publiquen un anuncio este domingo próximo en su periódico local. Cuando vea ese anuncio, yo me pondré en contacto con ustedes para aceptar su ayuda. Hasta entonces, tengo que continuar con mi trabajo. Y si no me responden, me veré obligado a buscar otro objetivo.

Gracias por tener en cuenta mi petición. Espero tener noticias suyas pronto.

En este mundo, donde tan poca gente dedica su vida a fabricar un producto de calidad duradera, tienen ustedes mi aplauso.

Sigo siendo, como siempre, su mayor fan.

 Richard Talbott

 

LA CERILLA SUECA, Antón Chejov

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