El jorobadito
Roberto Arlt
Los diversos y
exagerados rumores desparramados con motivo de la conducta que observé en
compañía de Rigoletto, el jorobadito, en la casa de la señora X, apartaron en
su tiempo a mucha gente de mi lado.
Sin embargo, mis
singularidades no me acarrearon mayores desventuras, de no perfeccionarlas
estrangulando a Rigoletto.
Retorcerle el
pescuezo al jorobadito ha sido de mi parte un acto más ruinoso e imprudente
para mis intereses, que atentar contra la existencia de un benefactor de la
humanidad.
Se ha echado sobre mí
la policía, los jueces y los periódicos. Y ésta es la hora en que aún me
pregunto (considerando los rigores de la justicia) si Rigoletto no estaba
llamado a ser un capitán de hombres, un genio, o un filántropo. De otra forma
no se explican las crueldades de la ley para vengar los fueros de un insigne
piojoso, al cual, para pagarle de su insolencia, resultaran insuficientes todos
los puntapiés que pudieran suministrarle en el trasero, una brigada de personas
bien nacidas.
No se me oculta que sucesos peores ocurren sobre el planeta, pero ésta no es
una razón para que yo deje de mirar con angustia las leprosas paredes del
calabozo donde estoy alojado a espera de un destino peor.
Pero estaba escrito
que de un deforme debían provenirme tantas dificultades.
Recuerdo (y esto a vía de información para los aficionados a la teosofía y la
metafísica) que desde mi tierna infancia me llamaron la atención los
contrahechos. Los odiaba al tiempo que me atraían, como detesto y me llama la
profundidad abierta bajo la balconada de un noveno piso, a cuyo barandal me he
aproximado más de una vez con el corazón temblando de cautela y delicioso
pavor. Y así como frente al vacío no puedo sustraerme al terror de imaginarme
cayendo en el aire con el estómago contraído en la asfixia del desmoronamiento,
en presencia de un deforme no puedo escapar al nauseoso pensamiento de
imaginarme corcoveado, grotesco, espantoso, abandonado de todos, hospedado en
una perrera, perseguido por traíllas de chicos feroces que me clavarían agujas
en la giba...
Es terrible..., sin contar que todos los contrahechos son seres perversos,
endemoniados, protervos..., de manera que al estrangularlo a Rigoletto me creo
con derecho a afirmar que le hice un inmenso favor a la sociedad, pues he
librado a todos los corazones sensibles como el mío de un espectáculo pavoroso
y repugnante. Sin añadir que el jorobadito era un hombre cruel. Tan cruel que
yo me veía obligado a decirle todos los días:
—Mirá, Rigoletto, no
seas perverso. Prefiero cualquier cosa a verte pegándole con un látigo a una
inocente cerda. ¿Qué te ha hecho la marrana? Nada. ¿No es cierto que no te ha
hecho nada?...
—¿Qué le importa?
—No te ha hecho nada,
y vos contumaz, obstinado, cruel, desfogas tus furores en la pobre bestia...
—Como me embrome
mucho la voy a rociar de petróleo a la chancha y luego le prendo fuego.
Después de pronunciar
estas palabras, el jorobadito descargaba latigazos en el crinudo lomo de la
bestia, rechinando los dientes como un demonio de teatro. Y yo le decía:
—Te voy a retorcer el
pescuezo, Rigoletto. Escuchá mis paternales advertencias, Rigoletto. Te
conviene...
Predicar en el
desierto hubiera sido más eficaz. Se regocijaba en contravenir mis órdenes y en
poner en todo momento en evidencia su temperamento sardónico y feroz. Inútil
era que prometiera zurrarle la badana o hacerle salir la joroba por el pecho de
un mal golpe. El continuaba observando una conducta impura.
Volviendo a mi actual situación diré que si hay algo que me reprocho, es haber
recaído en la ingenuidad de conversar semejantes minucias a los periodistas.
Creía que las interpretarían, más heme aquí ahora abocado a mi reputación
menoscabada, pues esa gentuza lo que menos ha escrito es que soy un demente,
afirmando con toda seriedad que bajo la trabazón de mis actos se descubren las
características de un cínico perverso.
Ciertamente, que mi
actitud en la casa de la señora X, en compañía del jorobadito, no ha sido la de
un miembro inscripto en el almanaque de Gotha. No. Al menos no podría afirmarlo
bajo mi palabra de honor.
Pero de este extremo
al otro, en el que me colocan mis irreductibles enemigos, media una igual
distancia de mentira e incomprensión. Mis detractores aseguran que soy un
canalla monstruoso, basando esta afirmación en mi jovialidad al comentar ciertos
actos en los que he intervenido, como si la jovialidad no fuera precisamente la
prueba de cuán excelentes son las condiciones de mi carácter y qué comprensivo
y tierno al fin y al cabo.
Por otra parte, si
hubiera que tamizar mis actos, ese tamiz a emplearse debería llamarse
Sufrimiento. Soy un hombre que ha padecido mucho. No negaré que dichos
padecimientos han encontrado su origen en mi exceso de sensibilidad, tan
agudizada que cuando me encontraba frente a alguien he creído percibir hasta el
matiz del color que tenían sus pensamientos, y lo más grave es que no me he
equivocado nunca. Por el alma del hombre he visto pasar el rojo del odio y el
verde del amor, como a través de la cresta de una nube los rayos de luna más o
menos empalidecidos por el espesor distinto de la masa acuosa. Y personas hubo
que me han dicho:
—¿Recuerda cuando
usted, hace tres años, me dijo que yo pensaba en tal cosa? No se equivocaba. He
caminado así, entre hombres y mujeres, percibiendo los furores que encrespaban
sus instintos y los deseos que envaraban sus intenciones, sorprendiendo siempre
en las laterales luces de la pupila, en el temblor de los vértices de los
labios y en el erizamiento casi invisible de la piel de los párpados, lo que
anhelaban, retenían o sufrían. Y jamás estuve más solo que entonces, que cuando
ellos y ellas eran transparentes para mí.
De este modo,
involuntariamente, fui descubriendo todo el sedimento de bajeza humana que
encubren los actos aparentemente más leves, y hombres que eran buenos y
perfectos para sus prójimos, fueron, para mí, lo que Cristo llamó sepulcros
encalados. Lentamente se agrió mi natural bondad convirtiéndome en un sujeto
taciturno e irónico. Pero me voy apartando, precisamente, de aquello a lo cual
quiero aproximarme y es la relación del origen de mis desgracias. Mis
dificultades nacen de haber conducido a la casa de la señora X al infame
corcovado.
En la casa de la
señora X yo "hacía el novio" de una de las niñas. Es curioso. Fui
atraído, insensiblemente, a la intimidad de esa familia por una hábil conducta
de la señora X, que procedió con un determinado exquisito tacto y que consiste
en negarnos un vaso de agua para poner a nuestro alcance, y como quien no
quiere, un frasco de alcohol. Imagínense ustedes lo que ocurriría con un sediento.
Oponiéndose en palabras a mis deseos. Incluso, hay testigos. Digo esto para
descargo de mi conciencia. Más aún, en circunstancias en que nuestras
relaciones hacían prever una ruptura, yo anticipé seguridades que
escandalizaron a los amigos de la casa. Y es curioso. Hay muchas madres que
adoptan este temperamento, en la relación que sus hijas tienen con los novios,
de manera que el incauto —si en un incauto puede admitirse un minuto de lucidez—
observa con terror que ha llevado las cosas mucho más lejos de lo que permitía
la conveniencia social.
Y ahora volvamos al
jorobadito para deslindar responsabilidades. La primera vez que se presentó a
visitarme en mi casa, lo hizo en casi completo estado de ebriedad, faltándole
el respeto a una vieja criada que salió a recibirlo y gritando a voz en cuello
de manera que hasta los viandantes que pasaban por la calle podían escucharle:
—¿Y dónde está la banda de música con que debían festejar mi hermosa presencia?
Y los esclavos que tienen que ungirme de aceite, ¿dónde se han metido? En lugar
de recibirme jovencitos con orinales, me atiende una vieja desdentada y
hedionda. ¿Y ésta es la casa en la cual usted vive?–Y observando las puertas
recién pintadas, exclamó enfáticamente: —¡Pero esto no parece una casa de
familia sino una ferretería! Es simplemente asqueroso. ¿Cómo no han tenido la
precaución de perfumar la casa con esencia de nardo, sabiendo que iba a venir?
¿No se dan cuenta de la pestilencia de aguarrás que hay aquí?
¿Reparan ustedes en
la catadura del insolente que se había posesionado de mi vida?
Lo cual es grave, señores, muy grave.
Estudiando el asunto
recuerdo que conocí al contrahecho en un café; lo recuerdo perfectamente.
Estaba yo sentado frente a una mesa, meditando, con la nariz metida en mi taza
de café, cuando, al levantar la vista distinguí a un jorobadito que con los
pies a dos cuartas del suelo y en mangas de camisa, observábame con toda
atención, sentado del modo más indecoroso del mundo, pues había puesto la silla
al revés y apoyaba sus brazos en el respaldo de ésta.
Como hacía calor se
había quitado el saco, y así descaradamente en cuerpo de camisa, giraba sus
renegridos ojos saltones sobre los jugadores de billar. Era tan bajo que apenas
si sus hombros se ponían a nivel con la tabla de la mesa. Y, como les contaba,
alternaba la operación de contemplar la concurrencia, con la no menos
importante de examinar su reloj pulsera, cual si la hora que éste marcara le
importara mucho más que la señalada en el gigantesco reloj colgado de un muro
del establecimiento.
Pero, lo que causaba en él un efecto extraño, además de la consabida corcova,
era la cabeza cuadrada y la cara larga y redonda, de modo que por el cráneo
parecía un mulo y por el semblante un caballo.
Me quedé un instante
contemplando al jorobadito con la curiosidad de quien mira un sapo que ha
brotado frente a él; y éste, sin ofenderse, me dijo:
—Caballero, ¿será tan
amable usted que me permita sus fósforos?
Sonriendo, le alcancé
mi caja; el contrahecho encendió su cigarro medio consumido y después de
observarme largamente, dijo:
—¡Qué buen mozo es
usted! Seguramente que no deben faltarle novias.
La lisonja halaga siempre aunque salga de la boca de un jorobado, y muy
amablemente le contesté que sí, que tenía una muy hermosa novia, aunque no estaba
muy seguro de ser querido por ella, a lo cual el desconocido, a quien bauticé
en mi fuero interno con el nombre de Rigoletto, me contestó después de escuchar
con sentenciosa atención mis palabras:
—No sé por qué se me
ocurre que usted es de la estofa con que se fabrican excelentes cornudos—. Y
antes que tuviera tiempo de sobreponerme a la estupefacción que me produjo su
extraordinaria insolencia, el cacaseno continuó: —Pues yo nunca he tenido
novia, créalo, caballero... le digo la verdad...
—No lo dudo– repliqué
sonriendo ofensivamente—, no lo dudo...
—De lo que me alegro,
caballero, porque no me agradaría tener un incidente con usted...
Mientras él hablaba yo vacilaba si levantarme y darle un puntapié en la cabeza
o tirarle a la cara el contenido de mi pocillo de café, pero recapacitándolo me
dije que de promoverse un altercado allí, el que llevaría todas las de perder
era yo, y cuando me disponía a marcharme contra mi voluntad porque aquel sapo
humano me atraía con la inmensidad de su desparpajo, él, obsequiándome con la
más graciosa sonrisa de su repertorio que dejaba al descubierto su amarilla
dentadura de jumento, dijo:
—Este reloj pulsera me cuesta veinticinco pesos...; esta corbata es inarrugable
y me cuesta ocho pesos...; ¿ve estos botines?, treinta y dos pesos, caballero.
¿Puede alguien decir que soy un pelafustán? ¡No, señor! ¿No es cierto?
—¡Claro que sí!
Guiñó arduamente los
ojos durante un minuto, luego moviendo la cabeza como un osezno alegre,
prosiguió interrogador y afirmativo simultáneamente:
–Qué agradable es poder confesar sus intimidades en público, ¿no le parece,
caballero? ¿Hay muchos en mi lugar que pueden sentarse impunemente a la mesa de
un café y entablar una amable conversación con un desconocido como lo hago yo?
No. Y, ¿por qué no hay muchos, puede contestarme?
—No sé...
—Porque mi semblante
respira la santa honradez.
Satisfechísimo de su
conclusión, el bufoncillo se restregó las manos con satánico donaire, y echando
complacidas miradas en redor prosiguió:
—Soy más bueno que el
pan francés y más arbitrario que una preñada de cinco meses. Basta mirarme para
comprender de inmediato que soy uno de aquellos hombres que aparecen de tanto
en tanto sobre el planeta como un consuelo que Dios ofrece a los hombres en
pago de sus penurias, y aunque no creo en la santísima Virgen, la bondad fluye
de mis palabras como la piel del Himeto.
Mientras yo desencajaba los ojos asombrados, Rigoletto continuó:
—Yo podría ser
abogado ahora, pero como no he estudiado no lo soy. En mi familia fui
profesional del betún.
—¿Del betún?
—Sí, lustrador de
botas..., lo cual me honra, porque yo solo he escalado la posición que ocupo.
¿O le molesta que haya sido profesional? ¿Acaso no se dice "técnico de
calzado" el último remendón de portal, y "experto en cabellos y sus
derivados" el rapabarbas, y profesor de baile el cafishio profesional?...
Indudablemente, era
aquél el pillete más divertido que había encontrado en mi vida.
—¿Y ahora qué hace usted?
—Levanto quinielas
entre mis favorecedores, señor. No dudo que usted será mi cliente. Pida
informes...
—No hace falta...
—¿Quiere fumar usted,
caballero?
—¡Cómo no!
Después que encendí
el cigarro que él me hubo ofrecido, Rigoletto apoyó el corto brazo en mi mesa y
dijo:
—Yo soy enemigo de
contraer amistades nuevas porque la gente generalmente carece de tacto y
educación, pero usted me convence.... me parece una persona muy de bien y
quiero ser su amigo–dicho lo cual, y ustedes no lo creerán, el corcovado
abandonó su silla y se instaló en mi mesa.
Ahora no dudarán
ustedes de que Rigoletto era el ente más descarado de su especie, y ello me
divirtió a punto tal que no pude menos de pasar el brazo por encima de la mesa
y darle dos palmadas amistosas en la giba.
Quedóse el
contrahecho mirándome gravemente un instante; luego lo pensó mejor, y
sonriendo, agregó:
—¡Que le aproveche,
caballero, porque a mí no me ha dado ninguna suerte!
Siempre dudé que mi novia me quisiera con la misma fuerza de enamoramiento que
a mí me hacía pensar en ella durante todo el día, como en una imagen sobrenatural.
Por momentos la sentía implantada en mi existencia semejante a un peñasco en el
centro de un río. Y esta sensación de ser la corriente dividida en dos ondas
cada día más pequeñas por el crecimiento del peñasco, resumía mi deleite de
enamoramiento y anulación. ¿Comprenden ustedes? La vida que corre en nosotros
se corta en dos raudales al llegar a su imagen, y como la corriente no puede
destruir la roca, terminamos anhelando el peñasco que aja nuestro movimiento y
permanece inmutable.
Naturalmente, ella desde el primer día que nos tratamos, me hizo experimentar
con su frialdad sonriente el peso de su autoridad. Sin poder concretar en qué
consistía el dominio que ejercía sobre mí, éste se traducía como la presión de
una atmósfera sobre mi pasión. Frente a ella me sentía ridículo, inferior sin
saber precisar en qué podía consistir cualquiera de ambas cosas.
De más está decir que
nunca me atreví a besarla, porque se me ocurría que ella podía considerar un
ultraje mi caricia. Eso sí, me era más fácil imaginármela entregada a las
caricias de otro, aunque ahora se me ocurre que esa imaginación pervertida era
la consecuencia de mi conducta imbécil para con ella.
En tanto, mediante
esas curiosas transmutaciones que obra a veces la alquimia de las pasiones,
comencé a odiarla rabiosamente a la madre, responsabilizándola también, ignoro
por qué, de aquella situación absurda en que me encontraba. Si yo estaba de
novio en aquella casa debíase a las arterias de la maldita vieja, y llegó a
producirse en poco tiempo una de las situaciones más raras de que haya oído
hablar, pues me retenía en la casa, junto a mi novia, no el amor a ella, sino
el odio al alma taciturna y violenta que envasaba la madre silenciosa, pesando
a todas horas cuántas probabilidades existían en el presente de que me casara o
no con su hija. Ahora estaba aferrado al semblante de la madre como a una mala
injuria inolvidable o a una humillación atroz. Me olvidaba de la muchacha que
estaba a mi lado para entretenerme en estudiar el rostro de la anciana,
abotagado por el relajamiento de la red muscular, terroso, inmóvil por momentos
como si estuviera tallado en plata sucia, y con ojos negros, vivos e
insolentes.
Las mejillas estaban
surcadas por gruesas arrugas amarillas, y cuando aquel rostro estaba inmóvil y
grave, con los ojos desviados de los míos, por ejemplo, detenidos en el plafón
de la sala, emanaba de esa figura envuelta en ropas negras tal implacable
voluntad, que el tono de la voz, enérgico y recio, lo que hacía era sólo
afirmarla.
Yo tuve la sensación, en un momento dado, que esa mujer me aborrecía, porque la
intimidad, a la cual ella "involuntariamente" me había arrastrado, no
aseguraba en su interior las ilusiones que un día se había hecho respecto a mí.
Y a medida que el
odio crecía, y lanzaba en su interior furiosas voces, la señora X era más
amable conmigo, se interesaba por mi salud, siempre precaria, tenía conmigo
esas atenciones que las mujeres que han sido un poco sensuales gastan con sus
hijos varones, y como una monstruosa araña iba tejiendo en redor de mi
responsabilidad una fina tela de obligaciones. Sólo sus ojos negros e
insolentes me espiaban de continuo, revisándome el alma y sopesando mis
intenciones. A veces, cuando la incertidumbre se le hacía insoportable,
estallaba casi en estas indirectas:
—Las amigas no hacen sino preguntarme cuándo se casan ustedes, y yo ¿qué les
voy a contestar? Que pronto. —O si no —Sería conveniente, no le parece a usted,
que la "nena" fuera preparando su ajuar.
Cuando la señora X
pronunciaba estas palabras, me miraba fijamente para descubrir si en un
parpadeo o en un involuntario temblor de un nervio facial se revelaba mi
intención de no cumplir con el compromiso, al cual ella me había arrastrado con
su conducta habilísima. Aunque tenía la seguridad de que le daría una sorpresa
desagradable, fingía estar segura de mi "decencia de caballero", más
el esfuerzo que tenía que efectuar para revestirse de esa apariencia de
tranquilidad, ponía en el timbre de su voz una violencia meliflua, violencia
que imprimía a las palabras una velocidad de cuchicheo, como quien os confía
apuradamente un secreto, acompañando la voz con una inclinación de cabeza sobre
el hombro derecho, mientras que la lengua humedecía los labios resecos por ese
instinto animal que la impulsaba a desear matarme o hacerme víctima de una
venganza atroz.
Además de voluntariosa, carecía de escrúpulos, pues fingía articular con mis
ideas, que le eran odiosas en el más amplio sentido de la palabra.
Y aunque
aparentemente resulte ridículo que dos personas se odien en la divergencia de
un pensamiento, no lo es, porque en el subconsciente de cada hombre y de cada
mujer donde se almacena el rencor, cuando no es posible otro escape, el odio se
descarga como por una válvula psíquica en la oposición de las ideas. Por
ejemplo, ella, que odiaba a los bolcheviques, me escuchaba deferentemente
cuando yo hablaba de las rencillas de Trotsky y Stalin, y hasta llegó al
extremo de fingir interesarse por Lenin, ella, ella que se entusiasmaba
ardientemente con los más groseros figurones de nuestra política conservadora.
Acomodaticia y flexible, su aprobación a mis ideas era una injuria, me sentía
empequeñecido y denigrado frente a una mujer que si yo hubiera afirmado que el
día era noche, me contestara:
—Efectivamente, no me
fijé que el sol hace rato que se ha puesto.
Sintetizando, ella
deseaba que me casara de una vez. Luego se encargaría de darme con las puertas
en las narices y de resarcirse de todas las dudas en que la había mantenido
sumergida mi noviazgo eterno.
En tanto la malla de
la red se iba ajustando cada vez más a mi organismo. Me sentía amarrado por
invisibles cordeles. Día tras día la señora X agregaba un nudo más a su tejido,
y mi tristeza crecía como si ante mis ojos estuvieran serruchando las tablas
del ataúd que me iban a sumergir en la nada.
Sabía que en la casa,
lo poco bueno que persistía en mí iba a naufragar si yo aceptaba la situación
que traía aparejada el compromiso. Ellas, la madre y la hija, me atraían a sus
preocupaciones mezquinas, a su vida sórdida, sin ideales, una existencia gris,
la verdadera noria de nuestro lenguaje popular, en el que la personalidad a
medida que pasan los días se va desintegrando bajo el peso de las obligaciones
económicas, que tienen la virtud de convertirlo a un hombre en uno de esos
autómatas con cuello postizo, a quienes la mujer y la suegra retan a cada
instante porque no trajo más dinero o no llegó a la hora establecida.
Hace mucho tiempo que
he comprendido que no he nacido para semejante esclavitud. Admito que es más
probable que mi destino me lleve a dormir junto a los rieles de un ferrocarril,
en medio del campo verde, que a acarretillar un cochecito con toldo de hule,
donde duerme un muñeco que al decir de la gente "debe enorgullecerme de
ser padre".
Yo no he podido
concebir jamás ese orgullo, y sí experimento un sentimiento de verguenza y de
lástima cuando un buen señor se entusiasma frente a mí con el pretexto de que
su esposa lo ha hecho "padre de familia". Hasta muchas veces me he
dicho que esa gente que así procede son simuladores de alegría o unos perfectos
estúpidos. Porque en vez de felicitarnos del nacimiento de una criatura
debíamos llorar de haber provocado la aparición en este mundo de un mísero y
débil cuerpo humano, que a través de los años sufrirá incontables horas de
dolor y escasísimos minutos de alegría.
Y mientras la
"deliciosa criatura" con la cabeza tiesa junto a mi hombro soñaba con
un futuro sonrosado, yo, con los ojos perdidos en la triangular verdura de un
ciprés cercano, pensaba con qué hoja cortante desgarrar la tela de la red,
cuyas células a medida que crecía se hacían más pequeñas y densas.
Sin embargo, no
encontraba un filo lo suficientemente agudo para desgarrar definitivamente la
malla, hasta que conocí al corcovado.
En esas circunstancias
se me ocurrió la "idea"–idea que fue pequeñita al principio como la
raíz de una hierba, pero que en el transcurso de los días se bifurcó en mi
cerebro, dilatándose, afianzando sus fibromas entre las células más remotas–y
aunque no se me ocultaba que era ésa una "idea" extraña, fui
familiarizándome con su contextura, de modo que a los pocos días ya estaba
acostumbrado a ella y no faltaba sino llevarla a la práctica.
Esa idea,
semidiabólica por su naturaleza, consistía en conducir a la casa de mi novia al
insolente jorobadito, previo acuerdo con él, y promover un escándalo singular,
de consecuencias irreparables. Buscando un motivo mediante el cual podría
provocar una ruptura, reparé en una ofensa que podría inferirle a mi novia,
sumamente curiosa, la cual consistía:
Bajo la apariencia de
una conmiseración elevada a su más pura violencia y expresión, el primer beso
que ella aún no me había dado a mí, tendría que dárselo al repugnante corcovado
que jamás había sido amado, que jamás conoció la piedad angélica ni la belleza
terrestre.
Familiarizado, como
les cuento, con mi "idea", si a algo tan magnífico se puede llamar
idea, me dirigí al café en busca de Rigoletto.
Después que se hubo
sentado a mi lado, le dije:
—Querido amigo:
muchas veces he pensado que ninguna mujer lo ha besado ni lo besará. ¡No me
interrumpa! Yo la quiero mucho a mi novia, pero dudo que me corresponda de
corazón. Y tanto la quiero que para que se dé cuenta de mi cariño le diré que
nunca la he besado. Ahora bien: yo quiero que ella me dé una prueba de su amor
hacia mí... y esa prueba consistirá en que lo bese a usted. ¿Está conforme?
Respingó el corcovado en su silla; luego con tono enfático me replicó:
—¿Y quién me
indemniza a mí, caballero, del mal rato que voy a pasar?
—¿Cómo, mal rato?
—¡Naturalmente! ¿O
usted se cree que yo puedo prestarme por ser jorobado a farsas tan innobles?
Usted me va a llevar a la casa de su novia y como quien presenta un monstruo,
le dirá: "Querida, te presento al dromedario".
—¡Yo no la tuteo a mi
novia!
—Para el caso es lo
mismo. Y yo en tanto, ¿qué voy a quedarme haciendo, caballero? ¿Abriendo la
boca como un imbécil, mientras disputan sus tonterías? ¡No, señor; muchas
gracias! Gracias por su buena intención, como le decía la liebre al cazador.
Además, que usted me
dijo que nunca la había besado a su novia.
—Y eso, ¿qué tiene que ver?
—¡Claro! ¿Usted sabe
acaso si a mí me gusta que me besen? Puede no gustarme. Y si no me gusta, ¿por
qué usted quiere obligarme? ¿O es que usted se cree que porque soy corcovado no
tengo sentimientos humanos?
La resistencia de
Rigoletto me enardeció. Violentamente, le dije:
—Pero ¿no se da
cuenta de que es usted, con su joroba y figura desgraciadas, el que me sugirió
este admirable proyecto? ¡Piense, infeliz! Si mi novia consiente, le quedará a
usted un recuerdo espléndido. Podrá decir por todas partes que ha conocido a la
criatura más adorable de la tierra. ¿No se da cuenta? Su primer beso habrá sido
para usted.
—¿Y quién le dice a usted que ése sea el primer beso que haya dado?
Durante un instante me quedé inmóvil; luego, obcecado por ese frenesí que
violentaba toda mi vida hacia la ejecución de la "idea", le respondí:
—Y a vos, Rigoletto,
¿qué se te importa?
—¡No me llame
Rigoletto! Yo no le he dado tanta confianza para que me ponga sobrenombres.
–Pero ¿sabés que sos el contrahecho más insolente que he conocido?
Amainó el jorobadito y ya dijo:
—¿Y si me ultrajara
de palabra o de hecho?
—¡No seas ridículo,
Rigoletto! ¿Quién te va a ultrajar? ¡Si vos sos un bufón! ¿No te das cuenta? ¡Sos
un bufón y un parásito! ¿Para qué hacés entonces la comedia de la dignidad?
—¡Rotundamente protesto, caballero!
—Protestá todo lo que
quieras, pero escucháme. Sos un desvergonzado parásito. Creo que me expreso con
suficiente claridad ¿no? Les chupás la sangre a todos los clientes del café que
tienen la imprudencia de escuchar tus melifluas palabras. Indudablemente no se
encuentra en todo Buenos Aires un cínico de tu estampa y calibre. ¿Con qué
derecho, entonces, pretendés que te indemnicen si a vos te indemniza mi
tontería de llevarte a una casa donde no sos digno de barrer el zaguán? ¡Qué
más indemnización querés que el beso que ella, santamente, te dará, insensible
a tu cara, el mapa de la desverguenza!
—¡No me ultraje!
—Bueno, Rigoletto,
¿aceptás o no aceptás?
—¿Y si ella se niega
a dármelo o quedo desairado?...
—Te daré veinte
pesos.
—¿Y cuándo vamos a
ir?
—Mañana. Cortáte el
pelo, limpiáte las uñas...
—Bueno..., présteme
cinco pesos...
—Tomá diez.
A las nueve de la
noche salí con Rigoletto en dirección a la casa de mi novia.
El giboso se había perfumado endiabladamente y estrenaba una corbata plastrón
de color violeta.
La noche se
presentaba sombría con sus ráfagas de viento encallejonadas en las bocacalles,
y en el confín, tristemente iluminado por oscilantes lunas eléctricas, se veían
deslizarse vertiginosas cordilleras de nubes.
Yo estaba
malhumorado, triste. Tan apresuradamente caminaba que el cojo casi corría tras
de mí, y a momentos tomándome del borde del saco, me decía con tono lastimero:
–¡Pero usted quiere reventarme! ¿Qué le pasa a usted?
Y de tal manera
crecía mi enfurecimiento que de no necesitarlo a Rigoletto lo hubiera arrojado
de un puntapié al medio de la calzada.
¡Y cómo soplaba el
viento! No se veía alma viviente por las calles, y una claridad espectral caída
del segundo cielo que contenían las combadas nubes, hacía más nítidos los
contornos de las fachadas y sus cresterías funerarias.
No había quedado un
trozo de papel por los suelos. Parecía que la ciudad había sido borrada por una
tropa de espectros. Y a pesar de encontrarme en ella, creía estar perdido en un
bosque.
El viento doblaba
violentamente la copa de los árboles, pero el maldito corcovado me perseguía en
mi carrera, como si no quisiera perderme, semejante a mi genio malo, semejante
a lo malvado de mí mismo que para concretarse se hubiera revestido con la
figura abominable del giboso.
Y yo estaba triste.
Enormemente triste, como no se lo imaginan ustedes. Comprendía que le iba a
inferir un atroz ultraje a la fría calculadora; comprendía que ese acto me
separaría para siempre de ella, lo cual no obstaba para que me dijera a medida
que cruzaba las aceras desiertas:
—Si Rigoletto fuera
mi hermano, no hubiera procedido lo mismo. —Y comprendía que sí, que si
Rigoletto hubiera sido mi hermano, yo toda la vida lo hubiera compadecido con
angustia enorme. Por su aislamiento, por su falta de amor que le hiciera
tolerable los días colmados por los ultrajes de todas las miradas. Y me añadía
que la mujer que me hubiera querido debía primero haberlo amado a él.
De pronto me detuve
ante un zaguán iluminado:
—Aquí es.
Mi corazón latía
fuertemente. Rigoletto atiesó el pescuezo y, empinado sobre la punta de sus
pies, al tiempo que se arreglaba el moño de la corbata, me dijo:
—¡Acuérdese! ¡Usted es el único culpable! ¡Que el pecado... !
Fina y alta, apareció mi novia en la sala dorada.
Aunque sonreía, su
mirada me escudriñaba con la misma serenidad con que me examinó la primera vez
cuando le dije: "¿me permite una palabra, señorita?", y esta contradicción
entre la sonrisa de su carne (pues es la carne la que hace ese movimiento
delicioso que llamamos sonrisa) y la fría expectativa de su inteligencia
discerniéndome mediante los ojos, era la que siempre me causaba la extraña
impresión.
Avanzó cordialmente a mi encuentro, pero al descubrir al contrahecho, se detuvo
asombrada, interrogándonos a los dos con la mirada.
—Elsa, le voy a
presentar a mi amigo Rigoletto.
—¡No me ultraje,
caballero! ¡Usted bien sabe que no me llamo Rigoletto!
—¡A ver si te callás!
Elsa detuvo la
sonrisa. Mirábame seriamente, como si yo estuviera en trance de convertirme en
un desconocido para ella. Señalándole una butaca dorada le dije al contrahecho:
—Sentáte allí y no te muevas.
Quedóse el giboso con
los pies a dos cuartas del suelo y el sombrero de paja sobre las rodillas y con
su carota atezada parecía un ridículo ídolo chino. Elsa contemplaba estupefacta
al absurdo personaje.
Me sentí súbitamente
calmado.
—Elsa —le dije—,
Elsa, yo dudo de su amor. No se preocupe por ese repugnante canalla que nos
escucha. Oigame: yo dudo... no sé por qué..., pero dudo de que usted me quiera.
Es triste eso..., créalo... Demuéstreme, déme una prueba de que me quiere, y
seré toda la vida su esclavo.
Naturalmente, yo no
estaba seguro de lo que quería expresar "toda la vida", pero tanto me
agradó la frase que insistí:
—Sí, su esclavo para
toda la vida. No crea que he bebido. Sienta el olor de mi aliento.
Elsa retrocedió a medida que yo me acercaba a ella, y en ese momento, ¿saben
ustedes lo que se le ocurre al maldito cojo? Pues: tocar una marcha militar con
el nudillo de sus dedos en la copa del sombrero.
Me volví al cojo y
después de conminarle silencio, me expliqué:
—Vea, Elsa, y la
única prueba de amor es que le dé un beso a Rigoletto.
Los ojos de la
doncella se llenaron de una claridad sombría. Caviló un instante; luego, sin
cólera en la voz, me dijo muy lentamente:
—¡Retírese!
—¡Pero! ...
¡Retírese, por
favor...; váyase!...
Yo me inclino a creer
que el asunto hubiera tenido compostura, créanlo..., pero aquí ocurrió algo
curioso, y es que Rigoletto, que hasta entonces había guardado silencio, se
levantó exclamando:
—¡No le permito esa
insolencia, señorita..., no le permito que lo trate así a mi noble amigo! Usted
no tiene corazón para la desgracia ajena. ¡Corazón de peñasco, es indigna de
ser la novia de mi amigo!
Más tarde mucha gente
creyó que lo que ocurrió fue una comedia preparada. Y la prueba de que yo
ignoraba lo que iba a ocurrir, es que al escuchar los despropósitos del
contrahecho me desplomé en un sofá riéndome a gritos, mientras que el giboso,
con el semblante congestionado, tieso en el centro de la sala, con su bracito
extendido, vociferaba:
—¡Por qué usted le
dijo a mi amigo que un beso no se pide..., se da! ¿Son conversaciones esas
adecuadas para una que presume de señorita como usted? ¿No le da a usted vergüenza?
Descompuesto de risa,
sólo atiné a decir:
—¡Calláte, Rigoletto;
calláte!...
El corcovado se
volvió enfático:
—¡Permítame,
caballero...; no necesito que me dé lecciones de urbanidad!–Y volviéndose a
Elsa, que roja de vergüenza había retrocedido hasta la puerta de la sala, le
dijo:–¡Señorita... la conmino a que me dé un beso!
El límite de
resistencia de las personas es variable. Elsa huyó arrojando grandes gritos y
en menos tiempo del que podía esperarse aparecieron en la sala su padre y su
madre, la última con una servilleta en la mano.
¿Ustedes creen que el
cojo se amilanó? Nada de eso. Colocado en medio de la sala, gritó
estentóreamente:
—¡Ustedes no tienen
nada que hacer aquí! ¡Yo he venido en cumplimiento de una alta misión
filantrópica! ... ¡No se acerquen!–Y antes de que ellos tuvieran tiempo de
avanzar para arrojarlo por la ventana, el corcovado desenfundó un revólver,
encañonándolos.
Se espantaron porque creyeron que estaba loco, y cuando los vi así
inmovilizados por el miedo, quedéme a la expectativa, como quien no tuviera
nada que hacer en tal asunto, pues ahora la insolencia de Rigoletto parecíame
de lo más extraordinaria y pintoresca.
Este, dándose cuenta
del efecto causado, se envalentonó:
—¡Yo he venido a
cumplir una alta misión filantrópica! Y es necesario que Elsa me dé un beso
para que yo le perdone a la humanidad mi corcova. A cuenta del beso, sírvanme
un té con coñac. ¡Es una vergüenza cómo ustedes atienden a las visitas! ¡No
tuerza la nariz, señora, que para eso me he perfumado! ¡Y tráigame el té!
¡Ah, inefable Rigoletto! Dicen que estoy loco, pero jamás un cuerdo se ha reído
con tus insolencias como yo, que no estaba en mis cabales.
—Lo haré meter
preso...
–Usted ignora las más
elementales reglas de cortesía–insistía el corcovado–. Ustedes están obligados
a atenderme como a un caballero. El hecho de ser jorobado no los autoriza a
despreciarme. Yo he venido para cumplir una alta misión filantrópica. La novia
de mi amigo está obligada a darme un beso. Y no lo rechazo. Lo acepto.
Comprendo que debo aceptarlo como una reparación que me debe la sociedad, y no
me niego a recibirlo.
Indudablemente... si
allí había un loco, era Rigoletto, no les quede la menor duda, señores.
Continuó él:
—Caballero... yo
soy...
Un vigilante tras
otro entró en la sala. No recuerdo nada más Dicen los periódicos que me
desvanecí al verlos entrar. Es posible.
¿Y ahora se dan
cuenta por qué el hijo del diablo, el maldito jorobado, castigaba a la marrana
todas las tardes y por qué yo he terminado estrangulándole?
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