El principiante
Charles Bukowski
Bien, dejé el lecho
de muerte y salí del hospital del condado y conseguí un trabajo como encargado
de almacén. Tenía los sábados y los domingos libres y un sábado hablé con
Madge:
—Mira, nena, no tengo
prisa por volver a ese hospital. Tendría que buscar algo que me apartara de la
bebida. Hoy, por ejemplo, ¿qué se puede hacer sino emborracharse? El cine no me
gusta. Los zoos son estúpidos. No podemos pasarnos todo el día jodiendo. Es un
problema.
—¿Has ido alguna vez
a un hipódromo?
—¿Qué es eso?
—Donde corren los
caballos. Y tú apuestas.
—¿Hay algún hipódromo
abierto hoy?
—Hollywood Park.
—Vamos.
Madge me enseñó el
camino. Faltaba una hora para la primera carrera y el aparcamiento estaba casi
lleno. Tuvimos que aparcar a casi un kilómetro de la entrada.
—Parece que hay mucha
gente —dije.
—Sí, la hay.
—¿Y qué haremos ahí
dentro?
—Apostar a un
caballo.
—¿A cuál?
—Al que quieras.
—¿Y se puede ganar
dinero?
—A veces.
Pagamos la entrada y
allí estaban los vendedores de periódicos diciéndonos:
—¡Lea aquí cuales son
sus ganadores! ¿Le gusta el dinero? ¡Nosotros le ayudaremos a que lo gane!
Había una cabina con
cuatro personas. Tres de ellas te vendían sus selecciones por cincuenta
centavos, la otra por un dólar. Madge me dijo que comprase dos programas y un
folleto informativo. El folleto, me dijo, trae el historial de los caballos.
Luego me explicó cómo tenía que hacer para apostar.
—¿Sirven aquí
cerveza? -pregunté.
—Sí claro. Hay un
bar.
Cuando entramos,
resultó que los asientos estaban ocupados. Encontramos un banco atrás, donde
había como una zona tipo parque, cogimos dos cervezas y abrimos el folleto. Era
sólo un montón de números.
—Yo sólo apuesto a
los nombres de los caballos —dijo ella.
—Bájate la falda.
Están todos viéndote el culo.
—¡Oh! Perdona.
—Toma seis dólares.
Será lo que apuestes hoy.
—Oh, Harry, eres todo
corazón —dijo ella.
En fin, estudiamos
todo detenidamente, quiero decir estudié, y tomamos otra cerveza y luego fuimos
por debajo de la tribuna a primera fila de pista. Los caballos salían para la
primera carrera. Con aquellos hombrecitos encima vestidos con aquellas camisas
de seda tan brillantes. Algunos espectadores chillaban cosas a los jinetes,
pero los jinetes les ignoraban. Ignoraban a los aficionados y parecían incluso
un poco aburridos.
—Ese es Willie
Shoemaker —dijo Madge, señalándome a uno. Willie Shoemaker parecía a punto de
bostezar. Yo también estaba aburrido. Había demasiada gente y había algo en la
gente que resultaba depresivo.
—Ahora vamos a
apostar —dijo ella.
Le dije dónde nos
veríamos después y me puse en una de las colas de dos dólares ganador. Todas
las colas eran muy largas. Yo tenía la sensación de que la gente no quería
apostar. Parecían inertes. Cogí mi boleto justo cuando el anunciador decía:
«¡Están en la puerta!».
Encontré a Madge. Era
una carrera de kilómetro y medio y nosotros estábamos en la línea de meta.
—Elegí a Colmillo
Verde —le dije.
—Yo también —dijo
ella.
Tenía la sensación de
que ganaríamos. Con un nombre como aquél y la última carrera que había hecho,
parecía seguro. Y con siete a uno.
Salieron por la
puerta y el anunciador empezó a llamarlos. Cuando llamó a Colmillo Verde, muy
tarde, Madge gritó:
—¡COLMILLO VERDE!
Yo no podía ver nada.
Había gente por todas partes. Dijeron más nombres y luego Madge empezó a saltar
y a gritar:
¡COLMILLO VERDE!
¡COLMILLO VERDE!
Todos gritaban y
saltaban. Yo no decía nada. Luego, llegaron los caballos.
—¿Quién ganó?
-pregunté.
—No sé —dijo Madge—.
Es emocionante, ¿eh?
—Sí.
Luego, pusieron los
números. El favorito 7/5 había ganado, un 9/2 quedaba segundo y un 3 tercero.
Rompimos los boletos
y volvimos a nuestro banco.
Miramos el folleto
para la siguiente carrera.
—Apartémonos de la
línea de meta para poder ver algo la próxima vez.
—De acuerdo —dijo
Madge.
Tomamos un par de
cervezas.
—Todo esto es
estúpido —dije—. Esos locos saltando y gritando, cada uno a un caballo
distinto. ¿Qué pasó con Colmillo Verde?
—No sé. Tenía un
nombre tan bonito.
—Pero los caballos no
saben cómo se llaman... El nombre no les hace correr.
—Estás enfadado
porque perdiste la carrera. Hay muchas más carreras.
Tenía razón. Las
había.
Seguimos perdiendo. A
medida que pasaban las carreras, la gente empezaba a parecer muy desgraciada,
desesperada incluso. Parecían abrumados, hoscos. Tropezaban contigo, te
empujaban, te pisaban y ni siquiera decían «perdón». O «lo siento».
Yo apostaba
automáticamente, sólo porque ella estaba allí. Los seis dólares de Madge se
acabaron al cabo de tres carreras y no le di más. Me di cuenta de que era muy
difícil ganar. Escogieras el caballo que escogieras, ganaba otro. Yo ya no
pensaba en las probabilidades.
En la carrera
principal aposté por un caballo que se llamaba Claremount III. Había ganado su
última carrera fácilmente y tenía un buen tanteo. Esta vez llevé a Madge cerca
de la curva final. No tenía grandes esperanzas de ganar. Miré el tablero y
Claremount III estaba 25 a uno. Terminé la cerveza y tiré el vaso de papel.
Doblaron la curva y el anunciador dijo:
—¡Ahí viene Claremount
III!
Y yo dije:
—¡Oh, no!
—¿Apostaste por él? —dijo
Madge.
—Sí —dije yo.
Claremount pasó a los
tres caballos que iban delante de él, y se distanció en lo que parecían unos
seis largos. Completamente solo.
—Dios mío —dije—, lo
conseguí.
—¡Oh, Harry! ¡Harry!
—Vamos a tomar un
trago —dije.
Encontramos un bar y
pedí. Pero esta vez no pedí cerveza. Pedí whisky.
—Apostamos por
Claremount III —dijo Madge al del bar.
—¿Sí? —dijo él.
—Sí —dije yo,
intentando parecer veterano. Aunque no sabía cómo eran los veteranos del
hipódromo.
Me volví y miré el
marcador. CLAREMOUNT se pagaba a 52,40.
—Creo que se puede
ganar a este juego —le dije a Madge—. Sabes, si ganas una vez no es necesario que
ganes todas las carreras. Una buena apuesta, o dos, pueden dejarte cubierto.
—Así es, así es —dijo
Madge.
Le di dos dólares y
luego abrimos el folleto. Me sentía confiado. Recorrí los caballos. Miré el
tablero.
—Aquí está —dije—.
LUCKY MAX. Está nueve a uno ahora. El que no apueste por Lucky Max es que está
loco. Es sin duda el mejor y está nueve a uno. Esta gente es tonta.
Fuimos a recoger mis
52,40.
Luego fui a apostar
por Lucky Max. Sólo por divertirme, hice dos boletos de dos dólares con el
ganador.
Fue una carrera de
kilómetro y medio, con un final de carga de caballería. Debía haber cinco
caballos en el alambre. Esperamos la foto. Lucky Max era el número seis.
Indicaron cuál era el primero:
Oh Dios mío
todopoderoso. LUCKY MAX.
Madge se puso loca y
empezó a abrazarme y besarme y dar saltos.
También ella había
apostado por él. Había alcanzado un diez a uno. Se pagaba 22,80 dólares. Le
enseñé a Madge el boleto ganador extra. Lanzó un grito. Volvimos al bar. Aún
servían. Conseguimos beber dos tragos antes de que cerraran.
—Dejemos que se
despejen las colas —dije—. Ya cobraremos luego.
—¿Te gustan los
caballos, Harry?
—Se puede —dije—, se
puede ganar, no hay duda.
Y allí estábamos,
bebidas frescas en la mano, viendo bajar a la multitud por el túnel camino del
aparcamiento.
—Por amor de Dios —le
dije a Madge—, súbete las medias. Pareces una lavandera.
—¡Uy! ¡Perdona
papaíto!
Mientras se
inclinaba, la miré y pensé, pronto podré permitirme algo un poquillo mejor que
esto.
Jajá.
No hay comentarios:
Publicar un comentario