Por eso yo regreso a mi ciudad
Andrés Caicedo
Ayer,
por ejemplo, pasaba un señor de camisa azul con una mujer gorda, y casi me agarran
mirando desde la ventana. Conversaban entre ellos cuando, no sé por qué, porque
yo no hice nada para delatarme, voltearon a mirar hacia la ventana y yo sólo tuve
tiempo de lanzarme contra el suelo, de cabeza, temblando de miedo.
Pero
no fue esa la única ocasión en la que algo ha fallado, no. Hace quince días era
una muchacha de pelo largo, muy bonita. Venía con libros en la mano y cantando algo.
Caminaba mirando al suelo y sonreía, y yo me acerqué un poco más al papelillo que
cubre esta malla, para mirar más de cerca a la muchacha sonriente, entonces fue
cuando el papelillo crujió de un modo horrible, y la muchacha saltó su vista
hacia acá. Yo no sé qué tendrá mi cara, o si algo le ha pasado a ella desde que
no la veo en un espejo, el hecho es que la muchacha miró y abrió mucho los ojos
y tal vez hasta haya alcanzado a gritar algo cuando yo me escurrí más allá del
papelillo, sudando frío, calculando el tiempo máximo en el cual la muchacha
hubiera reemprendido su camino. Conté hasta cien, y cuando levanté la cabeza
para mirar a través del papelillo y la reja, pensé que había contado muy poco,
que la muchacha todavía no se había alejado. Temeroso como un animal apresado,
subí los ojos más arriba del marco, pero ella ya no estaba.
He
tenido contratiempos de otra clase, claro, por eso es que digo que debo tener más
cuidado con el asunto. Esta ventana mía tiene forma de iglesia. Iglesias como
las que salen pintadas en las enciclopedias, como agujas. Claro que muchas
veces han venido personas a tocar a mi puerta, de vez en cuando alguien
conocido, en otras ocasiones un vendedor, el cartero que echó por debajo las
lecciones de dibujo por correspondencia que yo había empezado, al regresar a mi
ciudad. Mi ventana se sostiene por seis barrotes en forma de lanza, y lo
chistoso es que eso no concuerda con lo religioso, con la forma de iglesia de
enciclopedia que tiene. He tratado de dibujar los barrotes, pero nunca puedo
quedar satisfecho. Unas veces salen demasiado gruesos, cuando su grosor es
totalmente equilibrado y hermoso. Son de un color gris pálido, desteñido no,
pálido, y las puntas jalan hacia el cielo, tal vez eso sea lo que sí concuerda
con la forma de la ventana, que es de iglesia de enciclopedia. Y en mayo la hiedra
esponja sus hojas, de modo que los barrotes quedan como lanzas coronadas con
olivo, y uno hasta puede pensar en la paloma de la paz, con todo y eso que los barrotes
me recuerdan algo bélico, pero como tiran al cielo, hacen buen marco con la hiedra
que en mayo parece olivo, olivo floreciente en esta ventana mía que tiene forma
de iglesia, de aguja de enciclopedia.
La
ciudad en la que vivo crece más allá de mi ángulo de visión, no sé desde hace cuánto
tiempo. Las noticias dejaron de llegar a mí, ahora sólo queda la gente que pasa
más allá de mi ventana, esas cabezas rosadas que aparecen entre los árboles de mango,
eso que daña el paisaje y hace que mi ventana se ponga triste, que sea una iglesia
lloriqueante. Lo malo es que este lugar es demasiado transitado. Qué le vamos a
hacer. Es lo más transitado que tiene esta ciudad, sobre todo en sábado, cuando
los jóvenes se pasean por aquí adelante y sonríen y hacen burlas y mucho
escándalo, entonces yo aprovecho un segundo en el cual no pase nadie por
delante, y jalo del lazo que mueve la ventana, y ahora sólo queda de visión el
papelillo rojo encima del alambre entrelazado. Esa es para mí la visión del
sábado. Eso hermoso e infinitamente alegre que me trae la vista del papelillo
hirviendo en una lava profunda, reptando sobre la reja de alambre que lo
sostiene, y recuerdo entonces la tarde en la que salí a comprar el papelillo y
el alambre, y la ciudad vivía en un sábado, pero yo no podía esperar más y salí
hacia ella, escondiéndome de todo encuentro con la gente, pero cualquiera que
haya vivido aquí podrá saber que no encontrarse y saludar a la gente conocida
es imposible. Sobre todo si es un sábado. Y claro, la gente me reconoció y todo
eso, y qué te has hecho y esto y lo otro, hermano, que para la noche podemos
hacer algo, mompa, no es sino que se deje ver. Yo compré diez yardas de papelillo
rojo y después fui por el alambre para pegarlo al lado de acá de mi ventana.
La
gente pululaba por las calles. —Eran las seis y media de la tarde— yo caminé mirando
al suelo cinco cuadras, me faltaba una para llegar a mi habitación, cuando me
encontré con ella. Venía con un tipo alto, me miró y se sonrió y alzó la mano
para decir adiós. Venía en carro, verdad.
Este
anjeo o alambre o reja que permite que yo ponga en él las manos mientras veo a
la calle vacía, que me permite tirarme de nariz sobre él para ver a los mangos cargados
de frutas, para calcular en el tiempo en que estos se pudrirán o caerán al suelo,
cuando no pienso en las ocasiones en las que los niños ataquen en manada, mirando
golosos a las frutas y subiéndose a los árboles después de comprobar que en esta
casa como que no vive nadie. Porque ellos no me ven. Como ya dije, las únicas veces
han sido las del tipo que andaba con la mujer gorda, y la de la muchacha que cantaba,
sonriente. Pero cuando no hay peligro, cuando no hay gente alrededor, todo es
hermoso y diferente, y me siento orgulloso de poder mirar la calle, y los
árboles de la casa del frente, poder mirar a mis anchas sus flores rojas, o si
no, medio escondido, adivinar el color de los carros que pasarán por turno, con
gente montada en ellos.
Porque
hay días en los que todo parece cooperar para que yo no sufra, y soy feliz teniendo
delante de mí a esas maripositas amarillas que juegan en la hiedra. ¡Ah! Pero es
que todavía no he hablado de la hiedra, cierto. Y los tejados sucios que se amontonan
más allá, al otro lado de la calle, y el cielo claro de esta ciudad, que también
se deja ver de mí porque sabe que yo soy un habitante de aquí, que aquí es la única
parte en la que yo puedo subsistir y ser feliz y mirar a través de esta ventana
con forma de iglesia.
Diré
ahora que la hiedra apareció sobre los barrotes grises en forma de lanza, de un
día para otro. Así como suena. Un día de tantos en que yo me colocaba delante
de la ventana, la vi allí, encerrada en el marco que alcanza a abarcar mi
vista. Y allí continúa, creciendo más cada día, y yo pienso que cuando la
hiedra no me deje ver los floridos árboles del frente, o el limpio cielo de
esta ciudad, o las maripositas amarillas, cuando la hiedra haya oscurecido el
gris de los barrotes, yo me contentaré con poderla ver nada más a ella,
levantarme y ver todo verde, no importa que la gente esté haciendo escándalo
afuera, para eso tendré yo mi hiedra que ha crecido al otro lado del papelillo
y de la reja y que se ha trepado contra los barrotes y que ya no deja ver nada
de lo que sucede con la calle de afuera, pero eso no importa, porque así yo puedo
contar las hojas y pronosticar el día en las cuales caerán unas y nacerán otras.
1969
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