Embargo
José Saramago
Se despertó con la
sensación aguda de un sueño degollado y vio delante de sí la superficie
cenicienta y helada del cristal, el ojo encuadrado de la madrugada que entraba,
lívido, cortado en cruz y escurriendo una transpiración condensada. Pensó que
su mujer se había olvidado de correr las cortinas al acostarse y se enfadó: si
no consiguiese volver a dormirse ya, acabaría por tener un día fastidiado. Le
faltó sin embargo el ánimo para levantarse, para cubrir la ventana: prefirió
cubrirse la cara con la sábana y volverse hacia la mujer que dormía, refugiarse
en su calor y en el olor de su pelo suelto. Estuvo todavía unos minutos
esperando, inquieto, temiendo el insomnio matinal. Pero después le vino la idea
del capullo tibio que era la cama y la presencia laberíntica del cuerpo al que
se aproximaba y, casi deslizándose en un círculo lento de imágenes sensuales,
volvió a caer en el sueño. El ojo ceniciento del cristal se fue azulando poco a
poco, mirando fijamente las dos cabezas posadas en la almohada, como restos
olvidados de una mudanza a otra casa o a otro mundo. Cuando el despertador
sonó, pasadas dos horas, la habitación estaba clara.
Dijo a su mujer que
no se levantase, que aprovechase un poco más de la mañana, y se escurrió hacia
el aire frío, hacia la humedad indefinible de las paredes, de los picaportes de
las puertas, de las toallas del cuarto de baño. Fumó el primer cigarrillo
mientras se afeitaba y el segundo con el café, que entretanto se había
enfriado. Tosió como todas las mañanas. Después se vistió a oscuras, sin
encender la luz de la habitación. No quería despertar a su mujer. Un olor
fresco a agua de colonia avivó la penumbra, y eso hizo que la mujer suspirase
de placer cuando el marido se inclinó sobre la cama para besarle los ojos
cerrados. Y susurró que no volvería a comer a casa.
Cerró la puerta y bajó rápidamente la escalera. La finca parecía más silenciosa
que de costumbre. Tal vez por la niebla, pensó. Se había dado cuenta de que la
niebla era como una campana que ahogaba los sonidos y los transformaba,
disolviéndolos, haciendo de ellos lo que hacía con las imágenes. Había niebla.
En el último tramo de la escalera ya podría ver la calle y saber si había
acertado. Al final había una luz aún grisácea, pero dura y brillante, de
cuarzo. En el bordillo de la acera, una gran rata muerta. Y mientras encendía
el tercer cigarrillo, detenido en la puerta, pasó un chico embozado, con gorra,
que escupió por encima del animal, como le habían enseñado y siempre veía
hacer.
El automóvil estaba
cinco casas más abajo. Una gran suerte haber podido dejarlo allí. Había
adquirido la superstición de que el peligro de que lo robasen sería mayor
cuanto más lejos lo hubiese dejado por la noche. Sin haberlo dicho nunca en voz
alta, estaba convencido de que no volvería a ver el coche si lo dejase en
cualquier extremo de la ciudad. Allí, tan cerca, tenía confianza. El automóvil
aparecía cubierto de gotitas, los cristales cubiertos de humedad. Si no hiciera
tanto frío, podría decirse que transpiraba como un cuerpo vivo. Miró los
neumáticos según su costumbre, verificó de paso que la antena no estuviese
partida y abrió la puerta. El interior del coche estaba helado. Con los
cristales empañados era una caverna translúcida hundida bajo un diluvio de
agua. Pensó que habría sido mejor dejar el coche en un sitio desde el cual
pudiese hacerlo deslizarse para arrancar más fácilmente. Encendió el coche y en
el mismo instante el motor roncó fuerte, con una sacudida profunda e
impaciente. Sonrió, satisfecho de gusto. El día empezaba bien.
Calle arriba el
automóvil arrancó, rozando el asfalto como un animal de cascos, triturando la
basura esparcida. El cuentakilómetros dio un salto repentino a noventa,
velocidad de suicidio en la calle estrecha bordeada de coches aparcados. ¿Qué
sería? Retiró el pie del acelerador, inquieto. Casi diría que le habían
cambiado el motor por otro más potente. Pisó con cuidado el acelerador y dominó
el coche. Nada de importancia. A veces no se controla bien el balanceo del pie.
Basta que el tacón del zapato no asiente en el lugar habitual para que se
altere el movimiento y la presión. Es fácil.
Distraído con el
incidente, aún no había mirado el contador de la gasolina. ¿La habrían robado
durante la noche, como no sería la primera vez? No. El puntero indicaba
precisamente medio depósito. Paró en un semáforo rojo, sintiendo el coche
vibrante y tenso en sus manos. Curioso. Nunca había reparado en esta especie de
palpitación animal que recorría en olas las láminas de la carrocería y le hacía
estremecer el vientre. Con la luz verde el automóvil pareció serpentear,
estirarse como un fluido para sobrepasar a los que estaban delante. Curioso.
Pero, en verdad, siempre se había considerado mucho mejor conductor que los
demás. Cuestión de buena disposición esta agilidad de reflejos de hoy, quizá
excepcional. Medio depósito. Si encontrase una gasolinera funcionando,
aprovecharía. Por seguridad, con todas las vueltas que tenía que dar ese día
antes de ir a la oficina, mejor de más que de menos. Este estúpido embargo. El
pánico, las horas de espera, en colas de decenas y decenas de coches. Se dice
que la industria va a sufrir las consecuencias. Medio depósito. Otros andan a
esta hora con mucho menos, pero si fuese posible llenarlo... El coche tomó una
curva balanceándose y, con el mismo movimiento, se lanzó por una subida
empinada sin esfuerzo. Allí cerca había un surtidor poco conocido, tal vez
tuviese suerte. Como un perdiguero que acude al olor, el coche se insinuó entre
el tráfico, dobló dos esquinas y fue a ocupar un lugar en la cola que esperaba.
Buena idea.
Miró el reloj. Debían
de estar por delante unos veinte coches. No era ninguna exageración. Pero pensó
que lo mejor sería ir primero a la oficina y dejar las vueltas para la tarde,
ya lleno el depósito, sin preocupaciones. Bajó el cristal para llamar a un
vendedor de periódicos que pasaba. El tiempo había enfriado mucho. Pero allí,
dentro del automóvil, con el periódico abierto sobre el volante, fumando
mientras esperaba, hacía un calor agradable, como el de sábanas. Hizo que se
movieran los músculos de la espalda, con una torsión de gato voluptuoso, al
acordarse de su mujer aún enroscada en la cama a aquella hora y se recostó
mejor en el asiento. El periódico no prometía nada bueno. El embargo se
mantenía. Una Navidad oscura y fría, decía uno de los titulares. Pero él aún
disponía de medio depósito y no tardaría en tenerlo lleno. El automóvil de
delante avanzó un poco. Bien.
Hora y media más
tarde estaba llenándolo y tres minutos después arrancaba. Un poco preocupado
porque el empleado le había dicho, sin ninguna expresión particular en la voz,
de tan repetida la información, que no habría allí gasolina antes de quince
días. En el asiento, al lado, el periódico anunciaba restricciones rigurosas.
En fin, de lo malo malo, el depósito estaba lleno. ¿Qué haría? ¿Ir directamente
a la oficina o pasar primero por casa de un cliente, a ver si le daban el
pedido? Escogió el cliente. Era preferible justificar el retraso con la visita
que tener que decir que había pasado hora y media en la cola de la gasolina
cuando le quedaba medio depósito. El coche estaba espléndido. Nunca se había
sentido tan bien conduciéndolo. Encendió la radio y se oyó un diario hablado. Noticias
cada vez peores. Estos árabes. Este estúpido embargo.
De repente el coche
dio una cabezada y se dirigió a la calle de la derecha hasta parar en una cola
de automóviles menor que la primera. ¿Qué había sido eso? Tenía el depósito
lleno, sí, prácticamente lleno. Por qué este demonio de idea. Movió la palanca
de las velocidades para poner marcha atrás, pero la caja de cambios no le
obedeció. Intentó forzarla, pero los engranajes parecían bloqueados. Qué
disparate. Ahora una avería. El automóvil de delante avanzó. Recelosamente,
contando con lo peor, metió la primera. Perfecto todo. Suspiró de alivio. Pero
¿cómo estaría la marcha atrás cuando volviese a necesitarla?
Cerca de media hora
después ponía medio litro de gasolina en el depósito, sintiéndose ridículo bajo
la mirada desdeñosa del empleado de la gasolinera. Dio una propina absurdamente
alta y arrancó con un gran ruido de neumáticos y aceleramientos. Qué demonio de
idea. Ahora el cliente, o será una mañana perdida. El coche estaba mejor que
nunca. Respondía a sus movimientos como si fuese una prolongación mecánica de
su propio cuerpo. Pero el caso de la marcha atrás daba que pensar. Y he aquí
que tuvo realmente que pensarlo. Una gran camioneta averiada tapaba todo el
centro de la calle. No podía contornearla, no había tenido tiempo, estaba
pegado a ella. Otra vez con miedo movió la palanca y la marcha atrás entró con
un ruido suave de succión. No se acordaba que la caja de cambios hubiese
reaccionado de esa manera antes. Giró el volante hacia la izquierda, aceleró y
con un suave movimiento el automóvil subió a la acera, pegado a la camioneta, y
salió por el otro lado, suelto, con una agilidad de animal. El demonio de coche
tenía siete vidas. Tal vez por causa de toda esa confusión del embargo, todo ese
pánico, los servicios desorganizados hubiesen hecho meter en los surtidores
gasolina de mucho mayor potencia. Tendría gracia.
Miró el reloj.
¿Valdría la pena visitar al cliente? Con suerte encontraría el establecimiento
aún abierto. Si el tránsito ayudase, sí, si el tránsito ayudase tendría tiempo.
Pero el tránsito no ayudó. En época navideña, incluso faltando la gasolina,
todo el mundo sale a la calle, para estorbar a quien necesita trabajar. Y al
ver una transversal descongestionada desistió de visitar al cliente. Mejor
sería dar cualquier explicación en la oficina y dejarlo para la tarde. Con
tantas dudas, se había desviado mucho del centro. Gasolina quemada sin
provecho. En fin, el depósito estaba lleno. En una plaza, al fondo de la calle
por la que bajaba, vio otra cola de automóviles esperando su turno. Sonrió de
gozo y aceleró, decidido a pasar resoplando contra los ateridos automovilistas
que esperaban. Pero el coche, a veinte metros, tiró hacia la izquierda, por sí
mismo, y se detuvo, suavemente, como si suspirase, al final de la cola. ¿Qué
diablos había sido aquello, si no había decidido poner más gasolina? ¿Qué
diantre era, si tenía el depósito lleno? Se quedó mirando los diversos
contadores, palpando el volante, costándole reconocer el coche, y en esta
sucesión de gestos movió el retrovisor y se miró en el espejo. Vio que estaba
perplejo y consideró que tenía razón. Otra vez por el retrovisor distinguió un
automóvil que bajaba la calle, con todo el aire de irse a colocar en la fila.
Preocupado por la idea de quedarse allí inmovilizado, cuando tenía el depósito
lleno, movió rápidamente la palanca para dar marcha atrás. El coche resistió y
la palanca le huyó de las manos. Un segundo después se encontraba aprisionado
entre sus dos vecinos. Diablos. ¿Qué tendría el coche? Necesitaba llevarlo al
taller. Una marcha atrás que funcionaba ahora sí y ahora no es un peligro.
Había pasado más de
veinte minutos cuando hizo avanzar el coche hasta el surtidor. Vio acercarse al
empleado y la voz se le estranguló al pedir que llenase el depósito. En ese
mismo instante hizo una tentativa por huir de la vergüenza, metió una rápida
primera y arrancó. En vano. El coche no se movió. El hombre de la gasolinera lo
miró desconfiado, abrió el depósito y, pasados pocos segundos, fue a pedirle el
dinero de un litro que guardó refunfuñando. Acto seguido, la primera entraba
sin ninguna dificultad y el coche avanzaba, elástico, respirando pausadamente.
Alguna cosa no iría bien en el automóvil, en los cambios, en el motor, en cualquier
sitio, el diablo sabrá. ¿O estaría perdiendo sus cualidades de conductor? ¿O
estaría enfermo? Había dormido bien a pesar de todo, no tenía más
preocupaciones que en cualquier otro día de su vida. Lo mejor sería desistir
por ahora de clientes, no pensar en ellos durante el resto del día y quedarse
en la oficina. Se sentía inquieto. A su alrededor las estructuras del coche
vibraban profundamente, no en la superficie, sino en el interior del acero, y
el motor trabajaba con aquel rumor inaudible de pulmones llenándose y
vaciándose, llenándose y vaciándose. Al principio, sin saber por qué, dio en
trazar mentalmente un itinerario que le apartase de otras gasolineras, y cuando
notó lo que hacía se asustó, temió no estar bien de la cabeza. Fue dando vueltas,
alargando y acortando camino, hasta que llegó delante de la oficina. Pudo
aparcar el coche y suspiró de alivio. Apagó el motor, sacó la llave y abrió la
puerta. No fue capaz de salir.
Creyó que el faldón
de la gabardina se había enganchado, que la pierna había quedado sujeta por el
eje del volante, e hizo otro movimiento. Incluso buscó el cinturón de
seguridad, para ver si se lo había puesto sin darse cuenta. No. El cinturón
estaba colgando de un lado, tripa negra y blanda. Qué disparate, pensó. Debo estar
enfermo. Si no consigo salir es porque estoy enfermo. Podía mover libremente
los brazos y las piernas, flexionar ligeramente el tronco de acuerdo con las
maniobras, mirar hacia atrás, inclinarse un poco hacia la derecha, hacia la
guantera, pero la espalda se adhería al respaldo del asiento. No rígidamente,
sino como un miembro se adhiere al cuerpo. Encendió un cigarrillo y, de
repente, se preocupó por lo que diría el jefe si se asomase a una ventana y lo
viese allí instalado, dentro del coche, fumando, sin ninguna prisa por salir.
Un toque violento de claxon lo hizo cerrar la puerta, que había abierto hacia
la calle. Cuando el otro coche pasó, dejó lentamente abrirse la puerta otra
vez, tiró el cigarrillo fuera y, agarrándose con ambas manos al volante, hizo
un movimiento brusco, violento. Inútil. Ni siquiera sintió dolores. El respaldo
del asiento lo sujetó dulcemente y lo mantuvo preso. ¿Qué era lo que estaba
sucediendo? Movió hacia abajo el retrovisor y se miró. Ninguna diferencia en la
cara. Tan sólo una aflicción imprecisa que apenas se dominaba. Al volver la
cara hacia la derecha, hacia la acera, vio a una niñita mirándolo, al mismo
tiempo intrigada y divertida. A continuación surgió una mujer con un abrigo de
invierno en las manos, que la niña se puso, sin dejar de mirar. Y las dos se
alejaron, mientras la mujer arreglaba el cuello y el pelo de la niña.
Volvió a mirar el
espejo y adivinó lo que debía hacer. Pero no allí. Había personas mirando,
gente que lo conocía. Maniobró para separarse de la acera, rápidamente, echando
mano a la puerta para cerrarla, y bajó la calle lo más deprisa que podía. Tenía
un designio, un objetivo muy definido que ya lo tranquilizaba, y tanto que se
dejó ir con una sonrisa que a poco le suavizó la aflicción.
Sólo reparó en la
gasolinera cuando casi iba a pasar por delante. Tenía un letrero que decía
"agotada", y el coche siguió, sin una mínima desviación, sin
disminuir la velocidad. No quiso pensar en el coche. Sonrió más. Estaba
saliendo de la ciudad, eran ya los suburbios, estaba cerca el sitio que
buscaba. Se metió por una calle en construcción, giró a la izquierda y a la
derecha, hasta un sendero desierto, entre vallas. Empezaba a llover cuando
detuvo el automóvil.
Su idea era sencilla.
Consistía en salir de dentro de la gabardina, sacando los brazos y el cuerpo,
deslizándose fuera de ella, tal como hace la culebra cuando abandona la piel.
Delante de la gente no se habría atrevido, pero allí, solo, con un desierto
alrededor, lejos de la ciudad que se escondía por detrás de la lluvia, nada más
fácil. Se había equivocado, sin embargo. La gabardina se adhería al respaldo
del asiento, de la misma manera que a la chaqueta, a la chaqueta de punto, a la
camisa, a la camiseta interior, a la piel, a los músculos, a los huesos. Fue esto
lo que pensó sin pensarlo cuando diez minutos después se retorcía dentro del
coche gritando, llorando. Desesperado. Estaba preso en el coche. Por más que
girase el cuerpo hacia fuera, hacia la abertura de la puerta por donde la
lluvia entraba empujada por ráfagas súbitas y frías, por más que afirmase los
pies en el saliente de la caja de cambios, no conseguía arrancarse del asiento.
Con las dos manos se cogió al techo e intentó levantarse. Era como si quisiese
levantar el mundo. Se echó encima del volante, gimiendo, aterrorizado. Ante sus
ojos los limpiaparabrisas, que sin querer había puesto en movimiento en medio
de la agitación, oscilaban con un ruido seco, de metrónomo. De lejos le llegó
el pitido de una fábrica. Y a continuación, en la curva del camino, apareció un
hombre pedaleando una bicicleta, cubierto con un gran pedazo de plástico negro
por el cual la lluvia escurría como sobre la piel de una foca. El hombre que
pedaleaba miró con curiosidad dentro del coche y siguió, quizá decepcionado o
intrigado al ver a un hombre solo y no la pareja que de lejos le había
parecido.
Lo que estaba pasando era absurdo. Nunca nadie se había quedado preso de esta
manera en su propio coche, por su propio coche. Tenía que haber un
procedimiento cualquiera para salir de allí. A la fuerza no podía ser. ¿Tal vez
en un taller? No. ¿Cómo lo explicaría? ¿Llamar a la policía? ¿Y después? Se
juntaría la gente, todos mirando, mientras la autoridad evidentemente tiraría
de él por un brazo y pediría ayuda a los presentes, y sería inútil, porque el
respaldo del asiento dulcemente lo sujetaría. E irían los periodistas, los
fotógrafos y sería exhibido dentro de su coche en todos los periódicos del día
siguiente, lleno de vergüenza como un animal trasquilado, en la lluvia. Tenía que
buscarse otra forma. Apagó el motor y sin interrumpir el gesto se lanzó
violentamente hacia fuera, como quien ataca por sorpresa. Ningún resultado. Se
hirió en la frente y en la mano izquierda, y el dolor le causó un vértigo que
se prolongó, mientras una súbita e irreprimible ganas de orinar se expandía,
liberando interminable el líquido caliente que se vertía y escurría entre las
piernas al suelo del coche. Cuando sintió todo esto empezó a llorar bajito, con
un gañido, miserablemente, y así estuvo hasta que un perro escuálido, llegado
de la lluvia, fue a ladrarle, sin convicción, a la puerta del coche.
Embargó despacio, con
los movimientos pesados de un sueño de las cavernas, y avanzó por el sendero,
esforzándose en no pensar, en no dejar que la situación se le representase en
el entendimiento. De un modo vago sabía que tendría que buscar a alguien que lo
ayudase. Pero ¿quién podía ser? No quería asustar a su mujer, pero no quedaba
otro remedio. Quizá ella consiguiese descubrir la solución. Al menos no se
sentiría tan desgraciadamente solo.
Volvió a entrar en la
ciudad, atento a los semáforos, sin movimientos bruscos en el asiento, como si
quisiese apaciguar los poderes que lo sujetaban. Eran más de las dos y el día
había oscurecido mucho. Vio tres gasolineras, pero el coche no reaccionó. Todas
tenían el letrero de "agotada". A medida que penetraba en la ciudad,
iba viendo automóviles abandonados en posiciones anormales, con los triángulos
rojos colocados en la ventanilla de atrás, señal que en otras ocasiones sería
de avería, pero que significaba, ahora, casi siempre, falta de gasolina. Dos
veces vio grupos de hombres empujando automóviles encima de las aceras, con
grandes gestos de irritación, bajo la lluvia que no había parado todavía.
Cuando finalmente
llegó a la calle donde vivía, tuvo que imaginarse cómo iba a llamar a su mujer.
Detuvo el coche enfrente del portal, desorientado, casi al borde de otra crisis
nerviosa. Esperó que sucediese el milagro de que su mujer bajase por obra y
merecimiento de su silenciosa llamada de socorro. Esperó muchos minutos, hasta
que un niño curioso de la vecindad se aproximó y pudo pedirle, con el argumento
de una moneda, que subiese al tercer piso y dijese a la señora que allí vivía
que su marido estaba abajo esperándola, en el coche. Que acudiese deprisa, que
era muy urgente. El niño subió y bajó, dijo que la señora ya venía y se apartó
corriendo, habiendo hecho el día.
La mujer bajó como
siempre andaba en casa, ni siquiera se había acordado de coger un paraguas, y
ahora estaba en el umbral, indecisa, desviando sin querer los ojos hacia una
rata muerta en el bordillo de la acera, hacia la rata blanda, con el pelo
erizado, dudando en cruzar la acera bajo la lluvia, un poco irritada contra el
marido que la había hecho bajar sin motivo, cuando podía muy bien haber subido
a decirle lo que quería. Pero el marido llamaba con gestos desde dentro del
coche y ella se asustó y corrió. Puso la mano en el picaporte, precipitándose
para huir de la lluvia, y cuando por fin abrió la puerta vio delante de su
rostro la mano del marido abierta, empujándola sin tocarla. Porfió y quiso
entrar, pero él le gritó que no, que era peligroso, y le contó lo que sucedía,
mientras ella, inclinada, recibía en la espalda toda la lluvia que caía y el pelo
se le desarreglaba y el horror le crispaba toda la cara. Y vio al marido, en
aquel capullo caliente y empañado que lo aislaba del mundo, retorciéndose
entero en el asiento para salir del coche sin conseguirlo. Se atrevió a cogerlo
por el brazo y tiró, incrédula, y tampoco pudo moverlo de allí. Como aquello
era demasiado horrible para ser creído, se quedaron callados mirándose, hasta
que ella pensó que su marido estaba loco y fingía no poder salir. Tenía que ir
a llamar a alguien para que lo examinase, para llevarlo a donde se tratan las
locuras. Cautelosamente, con muchas palabras, le dijo a su marido que esperase
un poquito, que no tardaría, iba a buscar ayuda para que saliese, y así incluso
podían comer juntos y ella llamaría a la oficina diciendo que estaba
acatarrado. Y no iría a trabajar por la tarde. Que se tranquilizase, el caso no
tenía importancia, que no tardaba nada.
Pero, cuando ella desapareció en la escalera, volvió a imaginarse rodeado de
gente, la fotografía en los periódicos, la vergüenza de haberse orinado por las
piernas abajo, y esperó todavía unos minutos. Y mientras arriba su mujer hacía
llamadas telefónicas a todas partes, a la policía, al hospital, luchando para
que creyesen en ella y no en su voz, dando su nombre y el de su marido, y el
color del coche, y la marca, y la matrícula, él no pudo aguantar la espera y
las imaginaciones, y encendió el motor. Cuando la mujer volvió a bajar, el
automóvil ya había desaparecido y la rata se había escurrido del bordillo de la
acera, por fin, y rodaba por la calle inclinada, arrastrada por el agua que
corría de los desagües. La mujer gritó, pero las personas tardaron en aparecer
y fue muy difícil de explicar.
Hasta el anochecer el
hombre circuló por la ciudad, pasando ante gasolineras sin existencias,
poniéndose en colas de espera sin haberlo decidido, ansioso porque el dinero se
le acababa y no sabía lo que podía suceder cuando no tuviese más dinero y el
automóvil parase al lado de un surtidor para recibir más gasolina. Eso no
sucedió, simplemente, porque todas las gasolineras empezaron a cerrar y las
colas de espera que aún se veían tan sólo aguardaban el día siguiente, y
entonces lo mejor era huir para no encontrar gasolineras aún abiertas, para no
tener que parar. En una avenida muy larga y ancha, casi sin otro tránsito, un
coche de la policía aceleró y le adelantó y, cuando le adelantaba, un guardia
le hizo señas para que se detuviese. Pero tuvo otra vez miedo y no paró. Oyó
detrás de sí la sirena de la policía y vio también, llegado de no sabía dónde,
un motociclista uniformado casi alcanzándolo. Pero el coche, su coche, dio un
ronquido, un arranque poderoso, y salió, de un salto, hacia delante, hacia el
acceso a una autopista. La policía lo seguía de lejos, cada vez más de lejos, y
cuando la noche cerró no había señales de ellos y el automóvil rodaba por otra
carretera.
Sentía hambre. Se
había orinado otra vez, demasiado humillado para avergonzarse, Y deliraba un
poco: humillado, humillado. Iba declinando sucesivamente alternando las consonantes
y las vocales, en un ejercicio inconsciente y obsesivo que lo defendía de la
realidad. No se detenía porque no sabía para qué iba a parar. Pero, de
madrugada, por dos veces, aproximó el coche al bordillo e intentó salir
despacito, como si mientras tanto el coche y él hubiesen llegado a un acuerdo
de paces y fuese el momento de dar la prueba de buena fe de cada uno. Dos veces
habló bajito cuando el asiento lo sujetó, dos veces intentó convencer al
automóvil para que lo dejase salir por las buenas, dos veces en el descampado
nocturno y helado donde la lluvia no paraba, explotó en gritos, en aullidos, en
lágrimas, en ciega desesperación. Las heridas de la cabeza y de la mano
volvieron a sangrar. Y sollozando, sofocado, gimiendo como un animal
aterrorizado, continuó conduciendo el coche. Dejándose conducir.
Toda la noche viajó, sin saber por dónde. Atravesó poblaciones de las que no
vio el nombre, recorrió largas rectas, subió y bajó montes, hizo y deshizo
lazos y desenlazos de curvas, y cuando la mañana empezó a nacer estaba en
cualquier parte, en una carretera arruinada, donde el agua de lluvia se juntaba
en charcos erizados en la superficie. El motor roncaba poderosamente,
arrancando las ruedas al lodo, y toda la estructura del coche vibraba, con un
sonido inquietante. La mañana abrió por completo, sin que el sol llegara a
mostrarse, pero la lluvia se detuvo de repente. La carretera se transformaba en
un simple camino que adelante, a cada momento, parecía perderse entre piedras.
¿Dónde estaba el mundo? Ante los ojos estaba la sierra y un cielo
asombrosamente bajo. Dio un grito y golpeó con los puños cerrado el volante.
Fue en ese momento cuando vio que el puntero del depósito de gasolina estaba
encima de cero. El motor pareció arrancarse a sí mismo y arrastró el coche
veinte metros más. La carretera aparecía otra vez más allá, pero la gasolina se
había acabado.
La frente se le cubrió de sudor frío. Una náusea se apoderó de él y lo sacudió
de la cabeza a los pies, un velo le cubrió tres veces los ojos. A tientas,
abrió la puerta para liberarse de la sofocación que le llegaba y, con ese
movimiento, porque fuese a morir o porque el motor se había muerto, el cuerpo
colgó hacia el lado izquierdo y se escurrió del coche. Se escurrió un poco más
y quedó echado sobre las piedras. La lluvia había empezado a caer de nuevo.
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