La mancha indeleble,
Juan Bosch
Todos los que habían
cruzado la puerta antes que yo habían entregado sus cabezas, y yo las veía
colocadas en una larga hilera de vitrinas que estaban adosadas a la pared de
enfrente. Seguramente en esas vitrinas no entraba aire contaminado, pues las
cabezas se conservaban en forma admirable, casi como si estuvieran vivas,
aunque les faltaba el flujo de la sangre bajo la piel. Debo confesar que el
espectáculo me produjo un miedo súbito e intenso. Durante cierto tiempo me
sentí paralizado por el terror. Pero era el caso que aún incapacitado para
pensar y para actuar, yo estaba allí: había pasado el umbral y tenía que
entregar mi cabeza. Nadie podría evitarme esa macabra experiencia.
La situación era en
verdad aterradora. Parecía que no había distancia entre la vida que había
dejado atrás, del otro lado de la puerta, y la que iba a iniciar en ese
momento. Físicamente, la distancia sería de tres metros, tal vez de cuatro.
Sin embargo lo que
veía indicaba que la separación entre lo que fui y lo que sería no podía
medirse en términos humanos.
—Entregue su cabeza —dijo
una voz suave.
—¿La mía? —pregunté,
con tanto miedo que a duras penas me oía a mí mismo.
—Claro —¿Cuál va a
ser?
A pesar de que no era
autoritaria, la voz llenaba todo el salón y resonaba entre las paredes, que se
cubrían con lujosos tapices. Yo no podía saber de dónde salía. Tenía la
impresión de que todo lo que veía estaba hablando a un tiempo: el piso de
mármol negro y blanco, la alfombra roja que iba de la escalinata a la gran mesa
del recibidor, y la alfombra similar que cruzaba a todo lo largo por el centro;
las grandes columnas de mayólica, las cornisas de cubos dorados, las dos
enormes lámparas colgantes de cristal de Bohemia. Sólo sabía a ciencia cierta
que ninguna de las innumerables cabezas de las vitrinas había emitido el menor
sonido.
Tal vez con el deseo
inconsciente de ganar tiempo, pregunté.
—¿Y cómo me la quito?
—Sujétela fuertemente
con las dos manos, apoyando los pulgares en las curvas de la quijada; tire
hacia arriba y verá con qué facilidad sale. Colóquela después sobre la mesa.
Si se hubiera tratado de una pesadilla me habría explicado la orden y mi
situación. Pero no era una pesadilla. Eso estaba sucediéndome en pleno estado
de lucidez, mientras me hallaba de pie y solitario en medio de un lujoso salón.
No se veía una silla, y como temblaba de arriba abajo debido al frío mortal que
se había desatado en mis venas, necesitaba sentarme o agarrarme de algo. Al fin
apoyé las dos manos en la mesa.
—¿No ha oído o no ha
comprendido? —dijo la voz.
Ya dije que la voz no
era autoritaria sino suave. Tal vez por eso me parecía tan terrible. Resulta
aterrador oír la orden de quitarse la cabeza dicha con tono normal, más bien
tranquilo. Estaba seguro de que el dueño de esa voz había repetido la orden
tantas veces que ya no le daba la menor importancia a lo que decía.
Al fin logré hablar.
—Sí, he oído y he
comprendido —dije—. Pero no puedo despojarme de mi cabeza así como así. Deme
algún tiempo para pensarlo. Comprenda que ella está llena de mis ideas, de mis
recuerdos. Es el resumen de mi propia vida. Además, si me quedo sin ella, ¿con
qué voy a pensar?
La parrafada no me
salió de golpe. Me ahogaba. Dos veces tuve que parar para tomar aire. Callé, y
me pareció que la voz emitía un ligero gruñido, como de risa burlona.
—Aquí no tiene que pensar. Pensaremos por usted. En cuanto a sus recuerdos, no
va a necesitarlos más: va a empezar una nueva vida.
—¿Vida sin relación
conmigo mismo, si mis ideas, sin emociones propias? —pregunté.
Instintivamente miré hacia la puerta por donde había entrado. Estaba cerrada.
Volví los ojos a los dos extremos del gran salón. Había también puertas en esos
extremos, pero ninguna estaba abierta.
El espacio era largo
y de techo alto, lo cual me hizo sentirme tan desamparado como un niño perdido
en una gran ciudad. No había la menor señal de vida. Sólo yo me hallaba en ese
salón imponente.
Peor aún: estábamos
la voz y yo. Pero la voz no era humana, no podía relacionarse con un ser de
carne y hueso. Me hallaba bajo la impresión de que miles de ojos malignos,
también sin vida, estaban mirándome desde las paredes, y de que millones de
seres minúsculos e invisibles acechaban mi pensamiento.
—Por favor, no nos
haga perder tiempo, que hay otros en turno —dijo la voz.
No es fácil explicar lo que esas palabras significaron para mí. Sentí que
alguien iba a entrar, que ya no estaría más tiempo solo, y volví la cara hacia
la puerta. No me había equivocado; una mano sujetaba el borde de la gran hoja
de madera brillante y la empujaba hacia adentro, y un pie se posaba en el
umbral. Por la abertura de la puerta se advertía que afuera había poca luz. Sin
duda era la hora indecisa entre el día que muere y la que todavía no ha
cerrado.
En medio de mi terror
actué como un autómata. Me lancé impetuosamente hacia la puerta, empujé al que
entraba y salté a la calle. Me di cuenta de que alguna gente se alarmó al verme
correr; tal vez pensaron que había robado o había sido sorprendido en el
momento de robar. Comprendía que llevaba el rostro pálido y los ojos
desorbitados, y de haber habido por allí un policía, me hubiera perseguido. De
todas maneras, no me importaba. Mi necesidad de huir era imperiosa, y huía como
loco.
Durante una semana no me atreví a salir de casa. Oía día y noche la voz y veía
en todas partes los millares de ojos sin vida y los centenares de cabezas sin
cuerpo. Pero en la octava noche, aliviado de mi miedo, me arriesgué a ir a la
esquina, a un cafetucho de mala muerte, visitado siempre por gente extraña. Al
lado de la mesa que ocupé había otra vacía. A poco, dos hombres se sentaron en
ella. Uno tenía los ojos sombríos; me miró con intensidad y luego dijo al otro:
—Ese fue el que huyó
después que estaba...
Yo tomaba en ese
momento una taza de café. Me temblaron las manos con tanta violencia que un
poco de la bebida se me derramó en la camisa.
Mi mal es que no
tengo otra camisa ni manera de adquirir una nueva. Mientras me esfuerzo en
hacer desaparecer la mancha oigo sin cesar las últimas palabras del hombre de
los ojos sombríos:
—Después que ya
estaba inscrito.
El miedo me hace
sudar frío. Y yo sé que no podré librarme de este miedo; que lo sentiré ante
cualquier desconocido. Pues en verdad ignoro si los dos hombres eran miembros o
eran enemigos del Partido.
Ahora estoy en casa,
tratando de lavar la camisa. Para el caso, he usado jabón, cepillo y un
producto químico especial que hallé en el baño. La mancha no se va. Está ahí,
indeleble. Al contrario, me parece que a cada esfuerzo por borrarla se destaca
más.
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