El miedo
Iván
Turguéniev
—Debo advertirle, señor, que se nos
acabó el plomo —dijo Jermolai entrando en la “isba”.
—¿Cómo? —exclamé saltando de la
cama—. Habíamos traído más de treinta libras, más de una bolsa.
—Es verdad, señor. La bolsa es
grande, pero no sé si se habrá agujereado. Lo cierto es que apenas queda para
diez tiros.
—¿Qué hacer? No hemos recorrido aún
los lugares mejores, y mañana nos cruzaremos por lo menos con diez bandadas.
—Si quiere voy enseguida a Tula. No
está lejos, treinta y cinco “verstas” cuando más; voy en un relámpago y le
traigo pronto cuarenta libras.
—¿Cuándo irás?
—En seguida. Solo que han de
alquilarse caballos.
—¿Por qué si los tenemos?
—No podemos servirnos de ellos, uno
cojea horriblemente.
—¿Qué le ha ocurrido?
—El cochero lo llevó a que lo
herrasen. Pero volvió y no podía tener la pata en el suelo. Un asno, el
herrador.
—¿Le han quitado la herradura, por lo
menos?
—No creo, pero será preciso hacerlo,
porque se le metió un clavo en lo vivo.
Hice llamar al cochero, quien confirmó
las palabras de Jermolai.
Ordené que quitaran al caballo la
herradura, y se le puso la pata envuelta en greda húmeda.
—Bien, voy a alquilar caballos para
ir a Tula.
—No me parece probable que encuentres
caballos en semejante lugarejo.
La zona donde estábamos era de lo más
miserable. Sus habitantes parecían haber soportado una larga carestía. Las
casas eran sucias y nos costó un trabajo enorme encontrar una “isba”, si no
blanca, siquiera no del todo mugrienta.
—Espero que habrá caballos —dijo
Jermolai—. Habla con burla y desprecio de esta aldea. Sin embargo, en otro
tiempo hubo aquí un rico granjero que tenía nueve caballos y gran número de
sirvientes. Hoy está su hijo: un bestia entre las bestias. No ha derrochado
todavía todos los bienes que le dejó su padre, pero no tardará en hacerlo. Le
quedan algunos caballos y podría prestármelos. Tiene hermanos que son algo
mejores, pero deben someterse al mayor. Se los traeré aquí.
Mientras Jermolai se iba, medité la
conveniencia de ir yo mismo a Tula. Mi confianza en él no era grande. En otra
ocasión lo había enviado a la ciudad para hacer algunas compras. Debía ir y
venir en el mismo día. Durante ocho días estuve aguardándolo, y al final
regresó sin haber cumplido con los encargos. Se había bebido el dinero en la
taberna. Tampoco trajo mi carro. Por otra parte yo conocía a un chalán que
podría venderme un caballo para reemplazar al herido. Cuando lo había decidido,
llegó Jermolai:
—¡Aquí está! —exclamó entrando en la
“isba”. Junto a la puerta había un campesino alto, con camisa blanca y
pantalones de tela azul. Con su barba rojiza, su nariz gruesa y fofa, su boca
entreabierta, tenía un aire de inocencia y estupidez.
—Tiene caballos —dijo Jermolai— y
está dispuesto a todo.
—Eso según sea —murmuró el granjero
con voz vacilante, dando vueltas al gorro—. Yo… quiero…
—¿Cómo te llamas? —le pregunté.
—¿Que cómo me llamo?
Pareció reflexionar profundamente. Y
al fin:
—Me llamo Filofei.
—Está bien. Ocurre lo siguiente.
Queremos caballos; los tienes. Préstalos para engancharlos a nuestra “telega”.
Vamos a Tula. El tiempo está fresco. ¿Te parece que tendremos buen camino?
—Creo que sí. Por otra parte, no
dista mucho de aquí. Veinte “verstas”. Solamente hay un sitio trabajoso. Un
vado.
—Pero ¿usted mismo irá a Tula, señor?
—me preguntó Jermolai sorprendido.
—Sí.
—¡Vaya! —exclamó él golpeando la
puerta con despecho.
Para él ya no tenía interés el viaje
a Tula, puesto que iría yo.
—¿Conoces el camino? —pregunté a
Filofei.
—¿Cómo no he de conocerlo?… Que su
voluntad se cumpla. Sin embargo, no puedo, así no más…
Jermolai solo le había dicho: “Se te
pagará bien, no tengas miedo.” Por más imbécil que fuese Filofei, no se
conformó con dicha promesa. Me pidió cincuenta rublos; le ofrecí diez.
Discutimos.
—No conoce el valor del dinero —dijo
Jermolai. Y me recordó que una casa de huéspedes; establecida por su madre, se
había hundido porque uno de sus dependientes no conocía el valor real de las
monedas.
—Eres un verdadero “filofei” —le dijo
mi compañero de cacería.
Algo ofendido por esta chanza, el
campesino no respondió, pero interiormente acaso maldijo al pope que le había
puesto el maldito nombre.
El precio se fijó en veinte rublos,
el campesino me suministró cinco caballos. Eran buenos animales, aunque
tuviesen cola y crines enmarañadas y vientres hinchados como globos. Volvió
Filofei, acompañado de sus dos hermanos, que no se le parecían en nada. Tenían
los hombros cuadrados y la nariz puntiaguda. Charlaban, discutían, pero se
sometían a la opinión del mayor. Querían enganchar en la lanza el caballo gris.
—No —dijo Filofei—, ha de atarse el
negro—. Y ataron el negro.
Llevamos provisión de heno y el arnés
de mi caballo enfermo, para probarlo en el que comprase en Tula. Corrió Filofei
a su casa y volvió con una hopalanda heredada de su padre, un bonete y un buen
par de botas. En seguida se instaló en el asiento. Me senté asimismo y miré mi
reloj. Marcaba las diez y cuarto.
Jermolai, furioso, no se dignó
despedirme. Se desahogó castigando a su perro. Filofei sacudió las riendas como
quien sacude las cuerdas de las campanas. Y gritaba con voz aguda: “¡Adelante,
hijos!” El vehículo arrancó y salimos del patio. En la calle le dio a uno de
los caballos por tirar coces. Lo reprendió el cochero y pronto estuvimos en un
camino liso, bordeado de fresca arboleda.
La noche era serena y dulce, una
verdadera noche de verano. Las ramas se mecían de cuando en cuando, al soplo de
una brisa ligera. Nubecillas plateadas cruzaban el cielo, y la luna llena
alumbraba todo plácidamente.
Me tendí a lo largo, dispuesto a
dormir, cuando me acordé del vado.
—¿Qué distancia hay desde aquí al
vado? —pregunté a Filofei.
—Unas ocho “verstas”, por lo menos.
Supuse que no llegaríamos a dicho
sitio antes de una hora, y pregunté a mi compañero:
—¿Estás seguro de no equivocar el
camino?
—No es la primera vez que lo corro.
Rezongó algunas palabras más, que no
alcancé a entender, porque ya me adormecía.
Desperté al cabo de una hora por un
ruido insólito que llegó a mis oídos. Un ligero ruido de agua que golpea. Alcé
la cabeza. ¿Qué ocurría? Estaba acostado en la “telega”. Alrededor se extendía
una capa de agua que cabrilleaba a la claridad de la luna. Miré al asiento.
Filofei estaba inmóvil, la cabeza gacha, arqueado el cuerpo, como una estatua.
Lejos, más allá del agua, se distinguía la línea oblicua de la “douga”. Todo
estaba en calma y silencio, todo me producía cierta sensación de cuento de
hadas. Me volví a mirar detrás de nosotros. Estábamos en medio de la corriente,
la orilla más cercana a treinta pasos. Grité:
—¡Filofei!
—¿Qué quiere? —me preguntó.
—¿Dónde estamos?
—En el río.
—¡Demasiado bien lo veo! ¿Así pasas
el vado? ¡Responde, pues!
—Me equivoqué por poco. Ahora habrá
que aguardar.
—¿Aguardar qué?
—El caballo se orientará, nos
dejaremos llevar por él.
La cabeza del caballo enganchado
asomaba apenas en la superficie del agua. Una de sus orejas se movía hacia
adelante y hacia atrás. Solamente rumor de agua había en el silencio profundo.
La luna y el río tenían aspecto lúgubre. Terminé por inmovilizarme. Oí de
pronto algo como silbidos.
—¿Oyes ese ruido? —pregunté alarmado
a Filofei.
—Son ánades o culebras.
En el mismo instante la cabeza del
caballo enganchado se removió: paró las orejas y resopló violentamente. Y
Filofei empezó, a gritos pelados “¡Hué, hué, hué!”
Se inclinó hacia adelante y describió
círculos, suavemente, con la cuerda de su látigo. El vehículo arrancó
violentamente, y pareció como lanzado a través del agua. Luego avanzó
tropezando a derecha e izquierda, con ímpetu. Tuve la impresión de que nos
hundíamos más. Luego de algunas sacudidas y de sumergirnos pavorosamente, la
capa de agua descendió como por ensalmo, y el vehículo se fue destacando fuera
del agua.
Esto duró algunos momentos. Luego
vimos las colas de los caballos y también las ruedas, que alzaban grandes
hierbas chorreantes. Y las gotas de agua, saltando, parecían zafiros a la
claridad azulada de la luna. Los caballos nos arrastraron hasta la orilla
arenosa.
No supe si reprender o no a mi
conductor. Decidí no hacerlo, y tumbándome de nuevo en el carro procuré volver
a dormirme. Imposible. No porque la aventura me hubiese espantado, sino por la
belleza de aquellos parajes. No cansaba contemplarlos. Praderas de singular
magnificencia se extienden, con vegetación tupida, salpicada de pequeños lagos y
ríos. Son las praderas de que nos hablan las viejas leyendas sobre el gran
Vladimiro y los valientes del ciclo de Kief. Venían aquí a cazar los cisnes
blancos y los patos grises. El aplanado camino se desarrollaba en onduladas
cintas, corrían alegremente los caballos, y yo miraba a mi alrededor con un
sentimiento de dicha. Todo se deslizaba blandamente, armoniosamente, y la luna
llena alumbraba con su luz clara el grandioso cuadro.
Filofei se volvió hacia mí:
—Son las praderas de San Jorge. Más
allá comienza la tierra de los grandes duques. No hay nada más hermoso en toda
Rusia. Ahora se aproxima la cosecha. ¡Cuánto trigo se va a moler! ¡Cuántos
peces en todos estos lagos! ¡Hay sargos soberbios! Solamente que el hombre que
vive aquí no debiera morir nunca. ¡Mire, señor, allí sobre el agua! Creo que es
una garza real. ¿Hasta de noche busca peces para alimentarse? ¡Qué tonto soy!
Era un gajo de planta. ¡Cómo engaña la luna!
Después de viajar durante horas a
través de las praderas, cruzamos bosques y tierras de cultivo. Solo faltaban
cinco “verstas” para llegar al gran camino. Nuevamente procuré dormir.
Y otra vez me desperté. Filofei me
gritaba:
—¡Señor! ¡Señor!
Nuestro coche se había detenido en
medio de una vasta llanura.
Filofei, con los ojos dilatados,
exclamó con estupefacción:
—¡Qué ruido! ¡Qué ruido!
—¿Qué dices tú?
—Digo, señor, que hay un ruido.
Escuche, es un ruido.
Me incorporé. Lejos, muy lejos, un
ruido de ruedas.
—¿Ha oído? —me preguntó el cochero.
—Sí, algún carro.
—¿No escucha también cencerros y silbidos?
Quítese el bonete, señor, y podrá oír mejor.
Sin destocarme escuché con atención y
percibí distintamente un lejano ruido.
—Después de todo —dije—, ¿qué nos
importa?
—Es un carro con las llantas de
hierro; mala gente, sin duda. Se cometen muchos crímenes en los alrededores de
Tula.
—¡Vaya, vaya! ¿Por qué hacer
semejantes suposiciones?
—No me equivoco. Una “telega” con las
ruedas herradas, y esos silbidos, todo es sospechoso.
—¿Estamos todavía lejos de Tula?
—Quince “verstas”, y no se ve una
casa.
—Pues anda rápido, déjate de
remolonear.
Aunque yo no daba crédito a lo dicho
por Filofei, no pude volver a dormirme.
Me tuvo despierto una sensación
desagradable. ¿Y si fuese verdad aquello? Miré a derecha y a izquierda. Una
nebulosidad vaga se había extendido, no sobre la tierra, sino en el cielo, y la
luna en medio parecía suspensa, como una mancha blancuzca. Su claridad, en el
suelo, comunicaba a todas las cosas un aspecto descolorido, todo parecía
empañado. Atravesábamos parajes tristes, campos inmensos con barrancos y
matorrales, luego campos cubiertos de maleza; todo triste, muerto, no se oía ni
el grito perdido de una codorniz.
No cambiábamos una sola palabra el
cochero y yo. En lo alto de una colina paró los caballos, bruscamente, y dijo:
—Señor, hay ruido, hay ruido.
Me asomé fuera del vehículo a
escuchar, aunque ahora el rumor llegaba sonoramente. Pude distinguir el
chirrido de las ruedas, el galope de los caballos, oí cantos y risas. El viento
lo traía todo, era fácil comprender que nuestros perseguidores habían
descontado dos “verstas”.
Luego de mirarnos, Filofei se acomodó
bien, castigó a los caballos y arrancamos en carrera violenta. Pero los pobres
animales no pudieron sostener esta rapidez, y aflojaron, a pesar de las
amonestaciones y latigazos de Filofei.
Ahora también yo tenía los recelos
del cochero. Aquel ruido de hierros, aquellos silbidos, cantos y carcajadas
nada bueno anunciaban. ¡Mala gente, sin duda!
Transcurrió un cuarto de hora, y a
pesar del ruido que metía nuestro vehículo se oía perfectamente la carrera del
que iba acercándose. Quise saber a qué atenerme:
—¡Para, Filofei, y entendámonos!
Los caballos relincharon, aliviados
por el descanso. Ruidosamente llegaron los silbidos y las risotadas. ¡Dios mío!
¡Estábamos perdidos!
—¡Qué desgracia! —murmuró Filofei.
Cuando habíamos arrancado de nuevo,
nos alcanzó con estrépito una gran “telega” tirada por tres caballos. Pasó casi
rozándonos, como un turbión.
—Así suelen hacer los bandidos —dijo
en voz baja Filofei.
Confieso que la sangre se me enfrió
en las venas. La “telega” llevaba seis hombres con camisas coloradas y el
“armiak” echado a la espalda. Gritaban y cantaban desordenadamente. Estaban
ebrios. En el asiento delantero había una especie de gigante. Contuvieron la
marcha, pero fingían no preocuparse de nosotros.
¿Qué hacer? No había más remedio que
seguirlos. Y así lo hicimos durante un kilómetro. Me asaltaron toda clase de
negros pensamientos. Recordé los versos del poeta Jeukovski: “El hacha de un
vil bandido.” O bien: “Te pasan por la garganta una vieja cuerda enlodada, y te
arrojan a una zanja.”
¡Horror! ¡Avanzaban siempre y
nosotros los seguíamos!
—Procura pasarlos —dije a Filofei— y
seguir por la derecha.
Me obedeció. Pero enseguida su carro
nos alcanzó, nos pasó a su vez. Mi cochero siguió por la izquierda, y se
repitió el juego. Filofei razonó:
—¡Verdaderos bandidos! Pero ¿qué
aguardan? ¡Ah, sí! Ve allá un puentecillo sobre el arroyo. Ese es el sitio
donde piensan concluir el asunto. Nos matarán a los dos, porque no ha de quedar
un gallo que cante. Lo que siento es que matarán también los caballos y mis
hermanos se quedarán sin ellos.
A esta reflexión repuse:
—No nos asesinarán, porque les daré
todo lo que tengo.
No estaba lejos el puente. El carro
enemigo se detuvo, algo fuera del camino. Yo dije a Filofei:
—Estamos perdidos, hermano; perdóname
que te haya traído a morir.
—¿Qué falta he de perdonarle, señor?
Nadie puede esquivar la suerte fatal. Vamos, pues, y sea lo que Dios quiera.
Puso los caballos al trote y un
momento después estuvimos junto a la terrible “telega” que nos aguardaba. Todos
sus ocupantes estaban mudos. Ya no había cantos, ni risas. Todo en tranquilidad
sombría, como cuando el halcón o el águila van a caer sobre la presa.
El hombre gigantesco bajó de su
asiento y vino hacia nosotros. Filofei, instintivamente, paró los caballos. El
gigante, afectando un tono cortés, pero con voz chocarrera y aflautada,
pronunció este discursito:
—Respetable señor: venimos de un
honesto festín, de una modesta boda. Acabamos de casar a uno de nuestros
muchachos, y le hemos dado tanto de beber, que ya no se puede tener en pie.
Buena gente, buenos trabajadores. Hoy hemos bebido bastante, pero para mañana
no nos queda ni un “kopeck” para una copita. ¿Tendrían la gentileza de darnos
algunas monedas? Quisiéramos nada más que una botella por hocico, nos la
beberíamos a la salud de ustedes. Si no les agrada hacerlo… ¡caramba!… no debe
sorprendelos lo que pueda ocurrir.
Yo no sabía qué pensar. El gigante no
se movía. Un oblicuo rayo de luna iluminaba su cara. Todo era sonrisa en su
rostro, los ojos vivos, la boca maliciosa; los dientes finos y largos parecían
aguardar algo.
—Con mucho gusto —dije sacando mi
bolso. Y le di dos rublos.
—Muchas gracias —y yendo a su carro
gritaba—: Hijos, bendigan a este viajero; nos regala dos rublos.
Sus camaradas respondieron con un
¡hurra!
—¡Hasta la vista! —me saludó el
gigante—. ¡Hasta la vista!
Eso fue todo. El carro se alejó,
subió una cuesta, desapareció. Ya no hubo más ruido, ni gritos, ni cascabeles.
Pasó un buen rato antes de que
pudiéramos recobrarnos.
—¡Qué hombre más raro! —dijo por fin
Filofei. Y repetidas veces se santiguó—. Verdaderamente un hombre extraño, con
una cara tan alegre. Ha de ser un buen tipo. Sin embargo, no nos dejaba pasar.
En fin, todo salió bien.
Yo no decía nada. Pero experimentaba
una sensación de bienestar. “No ha sucedido nada grave —reflexioné—. El trance
no nos ha costado caro.”
Tuve cierta vergüenza de haber
evocado los versos del poeta. Pero de pronto me distraje con una idea:
—Filofei, ¿eres casado?
—Sí señor.
—¿Tienes hijos?
—Los tengo.
—Tú no te acordaste de ellos en el
momento del peligro. Hablaste de los caballos, no de tu mujer ni de tus hijos.
—¿Y por qué había de nombrarlos? No
corrían peligro. Pero yo pensaba en ellos, siempre pienso en ellos.
Y después de una pausa:
—Tal vez por ellos no ha permitido
Dios que muramos.
—Pero puesto que no eran bandidos…
—No es posible saberlo, señor. ¿Quién
ha visto nunca el alma de un semejante? El proverbio dice: “El alma de los
otros es como la noche oscura.” Solamente Dios es verdaderamente bueno. Sí,
Dios.
Se acercaba el día cuando llegamos a
Tula. Yo estaba rendido, y dormitaba.
—Mire, pues, señor —dijo Filofei—. Se
han quedado en la taberna; allí se ve la “telega”.
Efectivamente: allí estaba el carro,
y a la puerta de la taberna asomó el gigante. Al vernos, se descubrió y
saludando nos dijo:
—Acabamos de beber el dinero de
ustedes. Y tú, cochero, ¡buen susto te has llevado!
—Muy alegre está el hombre —observó
Filofei. Entramos por fin en Tula. Compré plomo, té, vino, y escogí un caballo
en casa de un negociante. Regresamos a mediodía. El cochero, alegre con unas
copas de vino, me refirió cuentos festivos.
Cuando llegamos al sitio donde nos
alcanzó la “telega”, me dijo:
—¿Recuerda cómo repetía: “Hay ruido,
hay ruido”?
Su salida le pareció muy graciosa, y
se rió a carcajadas.
De vuelta a su aldea, por la noche,
conté a Jermolai nuestra aventura. Pero estaba en ayunas y no me atendió
demasiado. Se conformó con decir: “¡Ah, sí!”, que tanto manifestaba
indiferencia como reproche.
Dos días después me informé que un
rico comerciante había sido asesinado en el camino a Tula. Me pareció mentira,
y solo di crédito a la versión cuando me la confirmó un oficial de policía.
Los asesinos, ¿serían aquella gente
del carro? Y el comerciante asesinado, ¿no sería el muchacho de quien tan
chistosamente referían que no pudo tenerse en pie?
Permanecí algunos días más en la
aldea de Filofei. Invariablemente, al verlo, le decía:
—Hay un ruido, hay un ruido. Y él me
respondía, riendo:
—Es un hombre alegre, muy alegre.
Relatos
de un cazador, 1852
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