miércoles, 15 de septiembre de 2021

MATAR UN NIÑO, Stig Dagerman

 

Matar a un niño

Stig Dagerman

 

Es un día suave y el sol está oblicuo sobre la llanura. Pronto sonarán las campanas, porque es domingo. Entre dos campos de centeno, dos jóvenes han hallado una senda por la que nunca fueron antes, y en los tres pueblos de la planicie resplandecen los vidrios de las ventanas. Algunos hombres se afeitan frente a los espejos en las mesas de las cocinas, las mujeres cortan pan para el café, canturreando, y los niños están sentados en el suelo y abrochan sus blusas. Es la mañana feliz de un día desgraciado, porque este día un niño será muerto, en el tercer pueblo, por un hombre feliz. Todavía el niño está sentado en el suelo y abrocha su camisa, y el hombre que se afeita dice que hoy harán un paseo en bote por el riachuelo, y la mujer canturrea y coloca el pan, recién cortado, en un plato azul. Ninguna sombra atraviesa la cocina, y, sin embargo, el hombre que matará al niño está al lado de la bomba de bencina roja, en el primer pueblo. Es un hombre feliz que mira en una cámara, y en el cristal ve un pequeño carro azul, y a su lado a una muchacha que ríe. Mientras la muchacha ríe y el hombre toma la hermosa fotografía, el vendedor de bencina ajusta la tapa del tanque y asegura que tendrán un bonito día. La muchacha se sienta en el carro, y el hombre que matará al niño saca su billetera del bolsillo y comenta que viajarán hasta el mar, y en el mar pedirán prestado un bote y remarán lejos, muy lejos. A través de los vidrios bajados, oye la muchacha, en el asiento delantero, lo que él habla; ella cierra los ojos, ve el mar y al hombre junto a sí en el bote. No es ningún hombre malo, es alegre y feliz, y antes de entrar en el carro se detiene un instante frente al radiador que centellea al sol, y se goza del brillo y del olor de bencina y de ciruelo silvestre. No cae ninguna sombra sobre el carro, y el refulgente parachoques no tiene ninguna abolladura y no está rojo de sangre.

Pero, al mismo tiempo que, en el primer pueblo, el hombre cierra la puerta izquierda del carro y tira el botón de arranque, en el tercer pueblo, la mujer abre su alacena, en la cocina, y no encuentra el azúcar. El niño, que ha abrochado su camisa y que ha amarrado los cordones de sus zapatos, está de rodillas en el sofá y contempla el riachuelo que serpentea entre los alisos y el negro bote que está medio varado sobre el pasto. El hombre que perderá a su hijo está recién afeitado y, en ese momento, pliega el soporte del espejo. En la mesa, las tazas de café, el pan, la crema y las moscas. Sólo el azúcar falta, y la madre ordena a su hijo que corra donde los Larsson y pida prestados algunos terrones. Y mientras el niño abre la puerta, le grita el padre que se dé prisa, porque el bote espera en la ribera. Remarán tan lejos como nunca antes remaron. Cuando el niño corre a través del jardín, en todo momento piensa en el riachuelo y en los peces que saltan, y nadie le susurra que sólo le quedan 8 minutos para vivir y que el bote permanecerá allí donde está todo el día y muchos otros días. No es lejos lo de los Larsson: únicamente cruzar el camino, y mientras el niño corre atravesándolo, el pequeño carro azul entra en el otro pueblo. Es un pueblo pequeño con pequeñas casas rojas, con gente que acaba de despertar, que está en su cocina con las tazas de café levantadas y observan al carro venir por el otro lado del seto con grandes nubes de polvo detrás de sí. Va muy rápido, y el hombre en el carro ve cómo los álamos y los postes de telégrafo, recién alquitranados, pasan como sombras grises. Sopla verano por la ventanilla. Salen velozmente del pueblo. El carro se mantiene seguro en medio del camino. Están solos todavía. Es placentero viajar completamente solos por un liso y ancho camino, y a campo abierto es mucho mejor aún. El hombre es feliz y fuerte, y en el codo derecho siente el cuerpo de su futura mujer. No es ningún hombre malo. Tiene prisa por alcanzar el mar. No sería capaz de matar a una mosca, sin embargo, pronto matará a un niño. Mientras avanzan hacía el tercer pueblo, cierra la muchacha otra vez los ojos y juega que no los abrirá hasta que puedan ver el mar, y al compás de los muelles tumbos del carro, sueña en lo terso que estará.

¿Por qué la vida está construida con tanta crueldad, que un minuto antes de que un hombre feliz mate a un niño, todavía es feliz y un minuto antes de que una mujer grite de horror, puede cerrar los ojos y soñar en el ancho mar, y durante el último minuto de la vida de un niño pueden sus padres estar sentados en una cocina y esperar el azúcar y hablar sobre los dientes blancos de su hijo y sobre un paseo en bote, y el niño mismo puede cerrar una verja y empezar a atravesar un camino con algunos terrones en la mano derecha envueltos en papel blanco; y durante este último minuto no ver otra cosa que un largo y brillante riachuelo con grandes peces y un ancho bote con callados remos?

Después, todo es demasiado tarde. Después, está un carro azul al sesgo en el camino, y una mujer que grita retira la mano de la boca, y la mano sangra. Después, un hombre abre la puerta de un coche y trata de mantenerse en pie, aunque tiene un abismo de terror dentro de sí. Después hay algunos terrones de azúcar blanca desparramados absurdamente entre la sangre y la arenilla, y un niño yace inmóvil boca abajo, con la cara duramente apretada contra el camino. Después, llegan dos lívidas personas que todavía no han podido beber su café, que salen corriendo desde la verja y ven en el camino un espectáculo que jamás olvidarán. Porque no es verdad que el tiempo cure todas las heridas. El tiempo no cura la herida de un niño muerto y cura muy mal el dolor de una madre que olvidó comprar azúcar y mandó a su hijo a través del camino para pedirla prestada; e igualmente, mal cura la congoja del hombre feliz, que lo mató… Porque el que ha matado a un niño, no va al mar. El que ha matado a un niño vuelve lentamente a casa en medio del silencio, y junto a sí lleva una mujer muda con la mano vendada; y en todos los pueblos por los que pasan ven que no hay ni una sola persona alegre. Todas las sombras son más oscuras, y cuando se separan todavía es en silencio; y el hombre que ha matado a un niño sabe que este silencio es su enemigo, y que va a tener que necesitar años de su vida para vencerlo, gritando que no fue su culpa. Pero sabe que esto es mentira, y en sus sueños de las noches deseará en cambio tener un solo minuto de su vida pasada para hacer este solo minuto diferente.

Pero tan cruel es la vida para el que ha matado a un niño, que después todo es demasiado tarde.

 

“Överraskningen”, 1948

martes, 14 de septiembre de 2021

EN EL FONDO DEL CAÑO HAY UN NEGRITO, José Luis González

 

En el fondo del caño hay un negrito

José Luis González

 


A René Depestre

 

I

La primera vez que el negrito Melodía vio al otro negrito en el fondo del caño1 fue en la mañana del tercero o cuarto día después de la mudanza, cuando llegó gateando hasta la única puerta de la nueva vivienda y se asomó para mirar hacia la quieta superficie del agua allá abajo.

Entonces el padre, que acababa de despertar sobre el montón de sacos vacíos extendidos en el piso, junto a la mujer semidesnuda que aún dormía, le gritó:

—¡Mire… eche p’adentro! ¡Diantre’e muchacho desinquieto!

Y Melodía, que no había aprendido a entender las palabras pero sí a obedecer los gritos, gateó otra vez hacia adentro y se quedó silencioso en un rincón, chupándose un dedito porque tenía hambre.

El hombre se incorporó sobre los codos. Miró a la mujer que dormía a su lado y la sacudió flojamente por un brazo. La mujer despertó sobresaltada, mirando al hombre con ojos de susto. El hombre rió. Todas las mañanas era igual: la mujer salía del sueño con aquella expresión de susto que a él le provocaba un regocijo sin maldad. La primera vez que vio aquella expresión en el rostro de su mujer no fue en ocasión de un despertar, sino la noche que se acostaron juntos por primera vez. Quizá por eso a él le hacía gracia verla despabilarse así todas las mañanas.

El hombre se sentó sobre los sacos vacíos.

—Bueno -se dirigió entonces a la mujer—. Cuela el café.

Ella tardó un poco en contestar:

—Ya no queda.

—¿Ah?

—No queda. Se acabó ayer.

Él empezó a decir: “¿Y por qué no compraste más?”, pero se interrumpió cuando vio que en el rostro de su mujer comenzaba a dibujarse aquella otra expresión, aquella mueca que a él no le causaba regocijo y que ella sólo hacía cuando él le dirigía preguntas como la que acababa de truncar ahora. La primera vez que vio aquella expresión en el rostro de su mujer fue la noche que regresó a casa borracho y deseoso de ella pero la borrachera no lo dejó hacer nada. Tal vez por eso al hombre no le hacía gracia aquella mueca.

—¿Conque se acabó ayer?

—Ajá.

La mujer se puso de pie y empezó a meterse el vestido por la cabeza. El hombre, todavía sentado sobre los sacos vacíos, derrotó su mirada y la fijó durante un rato en los agujeros de su camiseta.

Melodía, cansado ya de la insipidez del dedo, se decidió a llorar. El hombre lo miró y le preguntó a la mujer:

—¿Tampoco hay na pal nene?

—Sí. Conseguí unas hojitas de guanábana y le gua hacer un guarapillo horita.

—¿Cuántos días va que no toma leche?

—¿Leche? -la mujer puso un poco de asombro inconsciente en la voz-. No me acuerdo.

El hombre se levantó y se puso los pantalones. Después se allegó a la puerta y miró hacia afuera. Le dijo a la mujer:

—La marea ta alta. Hoy hay que dir en bote.

Luego miró hacia arriba, hacia el puente y la carretera. Automóviles, guaguas y camiones pasaban en un desfile interminable. El hombre observó cómo desde casi todos los vehículos alguien miraba con extrañeza hacia la casucha enclavada en medio de aquel brazo de mar: el “caño” sobre cuyas márgenes pantanosas había ido creciendo hacía años el arrabal. Ese alguien por lo general empezaba a mirar la casucha cuando el automóvil, la guagua o el camión llegaba a la mitad del puente, y después seguía mirando, volviendo gradualmente la cabeza hasta que el automóvil, la guagua o el camión tomaba la curva allá adelante y se perdía de vista. El hombre se llevó una mano desafiante a la entrepierna y masculló:

—¡Pendejos!

Poco después se metió en el bote y remó hasta la orilla. De la popa del bote a la puerta de la casa había una soga larga que permitía a quien quedara en la casa atraer nuevamente el bote hasta la puerta. De la casa a la orilla había también un puentecito de tablas, que se cubría con la marea alta.

Ya en tierra, el hombre caminó hacia la carretera. Se sintió mejor cuando el ruido de los automóviles ahogó el llanto del negrito en la casucha.

II

La segunda vez que el negrito Melodía vio al otro negrito en el fondo del caño fue poco después del mediodía, cuando volvió a gatear hasta la puerta y se asomó y miró hacia abajo.

Esta vez el negrito en el fondo del caño le regaló una sonrisa a Melodía. Melodía había sonreído primero y tomó la sonrisa del otro negrito como una respuesta a la suya. Entonces hizo así con su manita, y desde el fondo del caño el otro negrito también hizo así con su manita. Melodía no pudo reprimir la risa, y le pareció que también desde allá abajo llegaba el sonido de otra risa. La madre lo llamó entonces porque el segundo guarapillo de hojas de guanábana ya estaba listo.
Dos mujeres, de las afortunadas que vivían en tierra firme, sobre el fango endurecido de las márgenes del caño, comentaban:

—Hay que velo. Si me lo bieran contao, biera dicho que era embuste.

—La necesidá, doña. A mí misma, quién me lo biera dicho, que yo diba llegar aquí. Yo que tenía hasta mi tierrita.

—Pues nosotros juimos de los primeros. Casi no bía gente y uno cogía la parte más sequecita, ¿ve? Pero los que llegan ahora, fíjese, tienen que tirarse al agua, como quien dice. Pero, bueno y esa gente, ¿de ónde diantre haberán salío?

—A mí me dijieron que por ai por Isla Verde tan orbanisando y han sacao un montón de negros arrimaos. A lo mejor son desos.

—¡Bendito!… ¿Y usté se ha fijao en el negrito qué mono? La mujer vino ayer a ver si yo tenía unas hojitas de algo pa hacele un guarapillo, y yo le di unas poquitas de guanábana que me quedaban.

—¡Ay, Virgen, bendito…!

Al atardecer, el hombre estaba cansado. Le dolía la espalda, pero venía palpando las monedas en el fondo del bolsillo, haciéndolas sonar, adivinando con el tacto cuál era un vellón, cuál de diez, cuál una peseta. Bueno, hoy había habido suerte. El blanco que pasó por el muelle a recoger su mercancía de Nueva York. Y el compañero de trabajo que le prestó su carretón toda la tarde porque tuvo que salir corriendo a buscar a la comadrona para su mujer, que estaba echando un pobre más al mundo. Sí, señor. Se va tirando. Mañana será otro día.

Entró en un colmado y compró café y arroz y habichuelas y unas latitas de leche evaporada. Pensó en Melodía y apresuró el paso. Se había venido a pie desde San Juan para ahorrarse los cinco centavos del pasaje.

III

La tercera vez que el negrito Melodía vio al otro negrito en el fondo del caño fue al atardecer, poco antes de que el padre regresara. Esta vez Melodía venía sonriendo antes de asomarse, y le asombró que el otro también se estuviera sonriendo allá abajo. Volvió a hacer así con la manita y el otro volvió a contestar. Entonces Melodía sintió un súbito entusiasmo y un amor indecible por el otro negrito. Y se fue a buscarlo.

 

En este lado, 1954

1. Caño: Canal angosto, aunque navegable, de un puerto o bahía.

 

viernes, 13 de agosto de 2021

Microficciones de Julio Torri

Microficciones de Julio Torri



A CIRCE

¡Circe, diosa venerable! He seguido puntualmente tus avisos. Más no me hice amarrar al mástil cuando divisamos la isla de las sirenas, porque iba resuelto a perderme. En medio del mar silencioso estaba la pradera fatal. Parecía un cargamento de violetas errante por las aguas.

¡Circe, noble diosa de los hermosos cabellos! Mi destino es cruel. Como iba resuelto a perderme, las sirenas no cantaron para mí.


DE FUNERALES

Hoy asistí al entierro de un amigo mío. Me divertí poco, pues el panegirista estuvo muy torpe. Hasta parecía emocionado. Es inquietante el rumbo que lleva la oratoria fúnebre. En nuestros días se adereza un panegírico con lugares comunes sobre la muerte y ¡cosa increíble y absurda! con alabanzas para el difunto. El orador es casi siempre el mejor amigo del muerto, es decir, un sujeto compungido y tembloroso que nos mueve a risa con sus expresiones sinceras y sus afectos incomprensibles. Lo menos importante en un funeral es el pobre hombre que va en el ataúd. Y mientras las gentes no acepten estas ideas, continuaremos yendo a los entierros con tan pocas probabilidades de divertirnos como a un teatro.


LITERATURA

El novelista, en mangas de camisa, metió en la máquina de escribir una hoja de papel, la numeró, y se dispuso a relatar un abordaje de piratas. No conocía el mar y sin embargo iba a pintar los mares del sur, turbulentos y misteriosos; no había tratado en su vida más que a empleados sin prestigio romántico y a vecinos pacíficos y oscuros, pero tenía que decir ahora cómo son los piratas; oía gorjear a los jilgueros de su mujer, y poblaba en esos instantes de albatros y grandes aves marinas los cielos sombríos y empavorecedores.

La lucha que sostenía con editores rapaces y con un público indiferente se le antojó el abordaje; la miseria que amenazaba su hogar, el mar bravío. Y al describir las olas en que se mecían cadáveres y mástiles rotos, el mísero escritor pensó en su vida sin triunfo, gobernada por fuerzas sordas y fatales, y a pesar de todo fascinante, mágica, sobrenatural.


ESTAMPA

El día fue caluroso. Se comienza a llenar de opalina sombra la hondonada, por cuyo fondo discurren ondas brillantes y tersas. Los árboles extienden espesas copas sobre la grama. En rústicos bancos están repartidas algunas parejas, las cabezas inclinadas, las caras graves y felices, perdidas las miradas en el tramonto. No se escuchan las palabras que murmuran los labios, pero se adivinan apasionadas y dulces, de las que levantan hondas resonancias en el espíritu. Ponen las girándulas su amarilla nota en el cielo verdemar, color de alma de Novalis. Los astros arden entre el follaje. Un niño juega con su perro. De las aguas asciende frescor perfumado que orea las frentes y extasía nuestros sentidos, penetrándolos con su caricia clara. Lucen al escondite las luciérnagas.

Fuera del cuadro un melancólico, la cara negra de sombra bajo el puntiagudo sombrerillo, herido de amorosas penas tasca desdenes y medita en insolubles enigmas. La tarde divina armoniza sus querellosas preocupaciones.


MUJERES

Siempre me descubro reverente al paso de las mujeres elefantas, maternales, castísimas, perfectas.

Sé del sortilegio de las mujeres reptiles -los labios fríos, los ojos zarcos- que nos miran sin curiosidad ni comprensión desde otra especie zoológica.

Convulso, no recuerdo si de espanto o atracción, he conocido un raro ejemplar de mujeres tarántulas. Por misteriosa adivinación de su verdadera naturaleza vestía siempre de terciopelo negro. Tenía las pestañas largas y pesadas, y sus ojillos de bestezuela cándida me miraban con simpatía casi humana.

Las mujeres asnas son la perdición de los hombres superiores. Y los cenobitas secretamente piden que el diablo no revista tan terrible apariencia en la hora mortecina de las tentaciones.

Y tú, a quien acompasadas dichas del matrimonio han metamorfoseado en lucia vaca que rumia deberes y faenas, y que miras con tus grandes ojos el amanerado paisaje donde paces, cesa de mugir, amenazadora al incauto que se acerca a tu vida, no como el tábano de la fábula antigua, sino llevado por veleidades de naturalista curioso.


LA HUMILDAD PREMIADA

 

En una Universidad poco renombrada había un profesor pequeño de cuerpo, rubicundo, tartamudo, que como carecía por completo de ideas propias era muy estimado en sociedad y tenía ante sí brillante porvenir en la crítica literaria.

Lo que leía en los libros lo ofrecía trasnochado a sus discípulos la mañana siguiente. Tan inaudita facultad de repetir con exactitud constituía la desesperación de los más consumados constructores de máquinas parlantes.

Y así transcurrieron largos años hasta que un día, en fuerza de repetir ideas ajenas, nuestro profesor tuvo una propia, una pequeña idea propia luciente y bella como un pececito rojo tras el irisado cristal de una pecera.


Microficciones de Juan José Arreola

Microficciones de Juan José Arreola



CUENTO DE HORROR

La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones.


DIÁLOGO CON BORGES

La última vez que nos encontramos Jorge Luis Borges y yo, estábamos muertos. Para distraernos, nos pusimos a hablar de la eternidad.

 

TEORÍA DE DULCINEA

En un lugar solitario cuyo nombre no viene al caso hubo un hombre que se pasó la vida eludiendo a la mujer concreta. Prefirió el goce manual de la lectura, y se congratulaba eficazmente cada vez que un caballero andante embestía a fondo uno de esos vagos fantasmas femeninos, hechos de virtudes y faldas superpuestas, que aguardan al héroe después de cuatrocientas páginas de hazañas, embustes y despropósitos.

En el umbral de la vejez, una mujer de carne y hueso puso sitio al anacoreta en su cueva. Con cualquier pretexto entraba al aposento y lo invadía con un fuerte aroma de sudor y de lana, de joven mujer campesina recalentada por el sol.

El caballero perdió la cabeza, pero lejos de atrapar a la que tenía enfrente, se echó en pos a través de páginas y páginas, de un pomposo engendro de fantasía. Caminó muchas leguas, alanceó corderos y molinos, desbarbó unas cuantas encinas y dio tres o cuatro zapatetas en el aire.

Al volver de la búsqueda infructuosa, la muerte le aguardaba en la puerta de su casa. Sólo tuvo tiempo para dictar un testamento cavernoso, desde el fondo de su alma reseca. Pero un rostro polvoriento de pastora se lavó con lágrimas verdaderas, y tuvo un destello inútil ante la tumba del caballero demente.


TOPOS

Después de una larga experiencia, los agricultores llegaron a la conclusión de que la única arma eficaz contra el topo es el agujero. Hay que atrapar al enemigo en su propio sistema.

En la lucha contra el topo se usan ahora unos agujeros que alcanzan el centro volcánico de la tierra. Los topos caen en ellos por docenas y no hace falta decir que mueren irremisiblemente carbonizados.

Tales agujeros tienen una apariencia inocente. Los topos, cortos de vista, los confunden con facilidad. Más bien se diría que los prefieren, guiados por una profunda atracción. Se les ve dirigirse en fila solemne hacia la muerte espantosa, que pone a sus intrincadas costumbres un desenlace vertical.

Recientemente se ha demostrado que basta un agujero definitivo por cada seis hectáreas de terreno invadido.


miércoles, 11 de agosto de 2021

LA OTRA PIEDAD, Laura Massolo

 

LA OTRA PIEDAD

Laura Massolo


 

Dra. Bárbara Müller:

No espero que mi carta sirva para esclarecer los aspectos relacionados con el caso de Gonzalo Velázquez. No tengo datos precisos que aportar, no quiero aportarlos. Me he tomado el atrevimiento de intervenir sin haber sido convocada. Soy madre de un paciente del mismo sanatorio en el que Gonzalo estaba internado. Mi hijo, Manuel Losada, de veinte años, padece una patología por la que debe concurrir a la modalidad de Hospital de Día y recibe tratamiento psicológico y de rehabilitación.

De modo que usted no encontrará en mis palabras otro contenido que el de un mero punto de vista; punto de vista que, asociado a la identificación con aquellos que vivimos esta realidad en carne propia, he complementado con lo que pude ver y oír a partir de mi cercanía con esa institución.

Allí presido una pequeña cooperadora de padres destinada a subsanar algunas carencias que no son consideradas por los seguros médicos. Este cargo, que no es más que una acción benéfica, exige mi permanencia en el lugar durante los días de la semana. Con otras madres que tampoco tienen otra ocupación, cumplo funciones de índole práctica: recolecto fondos para alguna reparación, convoco, desde la solidaridad o desde la exhortación a la culpa, a padres que, por su oficio, puedan colaborar con tareas de mantenimiento y, fundamentalmente, promuevo una especie de apoyo “espiritual” para los más desvalidos.

Aprovecho este comentario para invitarla a los talleres de reflexión que organizamos los jueves por la mañana. Pienso que respirar esta realidad, respirar el clima de pretendido consuelo, respirar ese otro clima de decepción y agobio, escuchar las ocasionales sentencias y las constantes quejas, ver cómo la angustia puede adquirir forma en la voz o en la cara, ver cómo se intenta un tejido reparador sobre la cáscara de un agujero, podrá serle útil, a lo mejor, para tomar distancia de sus indagaciones y admitir que lo sucedido con este chico sólo tiene por causa un designio que no comprendemos, - ni siquiera a fuerza de dolor y resignación - los que tenemos que vivir bajo el peso de esta cruz.

Usted pensará que mis ideas están ligadas a la religión y a la fe. En ese sentido, creo que no somos quienes deban juzgar ciertas actitudes humanas. Dicen que daremos cuenta de nuestros actos después del pasaje terrenal. Sin embargo, doctora, con respecto a mi fe, debo confesar que permanece aplastada bajo el imperio de una voluntad suprema que no dio lugar a ningún intercambio, que no me permitió pactar, que me dejó al margen de la esperanza de las compensaciones; y si procedo en conformidad con ciertas leyes es por una costumbre estereotipada, inyectada a fuerza de temor y defectuosidades, practicada a modo de murmullo en oposición al desaliento. Por mi experiencia, este pasaje terrenal nos deja intervenir pobremente en su acontecer; y es tal vez esta carta un acto de misericordia para con usted, y es, tal vez, un intento de soslayar la impotencia a la que estamos habituados.

Por otro lado, puedo aceptar la muerte de Gonzalo como el tránsito que le estaba destinado por esa voluntad suprema, pero me resulta inadmisible el manoseo burocrático y judicial al que han quedado sometidos estos sucesos.

Es cierto que Gonzalo, durante su internación, no recibía más visitas que las de su padre, esporádicas, quizá forzadas. Sin embargo, la señora Julia Velázquez no era la única madre que no concurría al sanatorio, y más allá de las razones vinculadas a su estado de salud, sería prudente contemplar que no todos venimos a este mundo preparados para aceptar lo que nos toca. Es una cuestión de fortaleza.

Dicen que la sabiduría inmensa de Dios distribuye en cada uno de nosotros la cruz que, por su peso y su medida, podemos soportar. Sin embargo, y tal vez por la intervención de otras fuerzas que desconozco, no siempre es posible sostener esa cruz. Hay un ácido que flota en la columna vertebral. A veces, carcome; a veces, sangra; a veces, nos entierra.

He sabido que se sospecha de una confabulación entre Ernesto y Julia Velázquez para provocar la muerte de Gonzalo. He sabido que se los acusa de haberle dado una sobredosis de medicación con ayuda de una enfermera a la que sobornaron. He sabido que varias personas relacionadas con el caso están siendo interrogadas para esclarecer esta suposición. Y estos rumores me indignan. Nadie más que Dios ha resuelto esa muerte, y si los instrumentos que el Señor usó para empujar el alma de ese chico a la eternidad debieron ser el enajenamiento o la locura, pues este mismo Señor sabrá por qué lo ha hecho.

Ante estos juicios y, sin la posibilidad de persuadir ni frenar a quienes los emiten, no me queda otro remedio que rezar. También rezo en estos momentos por usted.

Deberíamos pensar que cualquiera de nosotros, ante la muerte de un hijo discapacitado, podría verse injustamente inculpado; sobre todo, teniendo en cuenta que, precisamente, por la fragilidad que caracteriza a estos enfermos, por su indefensión, por las complicaciones que las dolencias mentales provocan, la muerte es una posibilidad continua, como si colgaran de un hilo. Cabe citar el caso de una chiquita Down que sufrió un paro cardiorespiratorio en terapia intensiva mientras estaba sola, ya que no permitieron la compañía de la madre en esa unidad. Sé que los padres han iniciado juicio al hospital. Sin embargo, creo que lo han hecho presionados por la influencia de ciertos abogados con fines de lucro, sin aceptar resignada y cristianamente la voluntad de Dios.

La muerte de Gonzalo, el desarrollo de esta historia, acentúan mi sensación de que todo está silenciosamente tejido de antemano en nuestros destinos, como si se tratara de una sociedad entre las asfixias y las cargas.

Creo, en resumen, que la indagatoria que usted está llevando a cabo es una locura, creo que es promover una ofensa. Creo que usted está en riesgo. Creo que se equivoca. Creo que se adentra en terrenos peligrosos.

Yo le reitero mi invitación a nuestras reuniones de los jueves. Venga, doctora, verá que entre alguna torta que llevamos, algunas galletas, algunas risas, va a desentrañar el patetismo que reviste la misión para la que estos padres fuimos “elegidos”. Venga, si quiere, al festival anual, donde disfrazamos a los chicos y nos disfrazamos; venga y mire las máscaras que tapan la consternación, el baile frenético de las sillas de ruedas, las sondas nasogástricas pintadas de verde fluorescente, las cabezas sin sostén bamboleándose al compás de la música, las manos al aire, sin asidero; el papel crepé roto, desgarrado, húmedo. Venga, si quiere, al templo carismático donde llevo a Manuel los domingos. Mire, allí, las crisis de histeria, los colapsos, los alaridos, los espíritus que, para quedar liberados del demonio, creen que deben atormentarse en la crispación y en el ahogo. Asómese a este mundo antes de juzgar a los que lo integramos. Venga a mi casa, trate de conversar conmigo en paz, perciba cómo nos interrumpe la inquietud, el estertor de una garganta que no articula, la baba que corre por un trapo siempre inmundo. Míreme, imagine que estoy escribiendo esta carta a las dos de la mañana porque es el único momento en que tengo silencio, porque ya emboqué, dificultosamente, cuidando mis dedos de la mordedura, todas las dosis de pastillas correspondientes, incluido un hipnótico para el sueño, media píldora para mí, que nunca duermo, que no sé si voy a despertarme con un cadáver o con un vegetal en la habitación de al lado. Créame, ahora que le digo que me han pasado los años y me ha pasado la vida sin poder escapar de este cuadro fatídico, de este encierro de aullidos, de médicos, de electroencefalogramas, y turnos, y recetas, y horarios de rehabilitación, y pañales enormes, y olores acres. Venga a ver las marcas en todas las paredes de mi casa: son de la silla de ruedas. Venga a sentir el aroma: a pis, a tristeza. Fíjese en mí, en mis arrugas, en mis puños, en los otros hijos que crecieron sin mi energía, sin mi alegría, sin mi cuidado. Tómese un trago de este vómito de amargura. Y, entonces, deje de mortificarse y mortificar a los demás con su pesquisa.

Recuérdeme que le muestre el certificado de incapacidad del noventa y ocho por ciento, mi sentencia, la certeza de una vida inútil que necesita de mí todo lo que tengo, todo lo que ya no tengo, todo lo que preciso fabricar con la ficción. Acompáñeme, una de las tantas veces en que me miro en el espejo y me pregunto quién soy. Quédese un día en este mundo. Vea que no se puede saber, ni entender, ni razonar, ni escuchar. Si fuera posible, mida la raíz de mi sentimiento, esta mezcla de amor y de rechazo, lo que se me desordena constantemente en la imperfección, en la indignidad, en la tortura. Trate de observar algo coherente en los ojos que no miran hacia ningún lado, en la cabeza que se cae. Intente traducir, en el sonido que parece una gárgara, las dos sílabas categóricas de la palabra mamá. Quédese quieta y contemple el espectáculo siniestro de una convulsión, ese dislate, esa espiral sin fondo. Mire las botellas vacías tiradas bajo la mesa, bajo la cama: son del hombre que pasará tambaleándose por algún lugar de la casa, la barba crecida, la bragueta siempre abierta, el pelo desprolijo. Ese desecho es el hombre con quien duermo sin dormir. Mire, hoy, casualmente, la sábana sucia de mi hija, la sana, la normal, la inteligente, la que nunca entendió por qué un día su madre desapareció de golpe y pasa las horas y las horas en un instituto de rehabilitación, limpiando mierda, mientras ella se revuelca sin sentido con cualquier hombre que pase. Venga. Mire. Asómese.
Vaya, después, a conversar con cuanto profesional de la salud se le cruce. Le van a decir las mismas resueltas idioteces: lo difícil, el daño, el emergente, el caos, la contención, la incontención, la fábula, tal vez la inconsciencia de una mujer que decidió no abortar para no irse al infierno y que, a los cuarenta y pico, acunó dulcemente a un monstruo con la pretensión de que era un ángel.

Lea bien lo que le escribo.

Vaya, después, y converse con un cura, con un mago, con diez locos. Es lo mismo, atado y desatado, el designio, el demonio, los dos filos cruzados en la espalda.

Pregúntele a cualquiera de las asistentes del instituto. Pregúnteles por los abandonos, por las ambulancias, por las convulsiones, por esos seres que de pronto adquieren el aire espeluznante de un poseído y se agrandan y se retuercen y tiemblan y se contorsionan, y se sacuden, y parecen tan magníficos como aterradores. O se encogen, como cáscaras de hierro, como pedazos de piedra imposibles de abrazar. Y se les mueven los brazos, y se les mueven las piernas, y se endurecen, y son estatuas, y la cabeza para un costado porque si no se muerden la lengua, y que se hagan todo encima, o que vomiten, o que se ahoguen, y los ojos, patéticos, desaparecidos a los costados, las órbitas en blanco.

Además, las convulsiones tienen sus causas: a veces la fiebre, a veces una emoción, a veces la imposibilidad de expresarse de otra forma. Y, a veces porque faltó la medicación, porque la hija de mil putas de la madre se olvidó de darle al ángel la medicación, porque la máquina falló en el instante del olvido. Entonces el ángel castiga retorciéndose.

Y ahí están, siempre, todos los días, como lo único que nos gobierna, lo que nos pone de rodillas, lo que nos hace cumplir, lo que nos obliga no sabemos a qué ni para qué. Y hay que seguir, hay que seguir, hay que seguir. No se pueden bajar los brazos, ni un minuto. No se pueden desatar las manos de las correas que sujetan al madero horizontal de la cruz. No se puede dejar la vertical forzosa de la que colgamos.

Y uno pretende explicarse que lo que manda es el amor, que es del corazón, del útero, de no sé dónde que sale la fuerza.

Pero son ellos los que mandan, los que dan las órdenes, los que disponen de la vida de todos, los que determinan lo cotidiano y lo perenne; que una se quede callada o que hable o que mire un programa por televisión o que no mire; que piense, que no piense. Absorben toda la energía, absolutamente toda.

Igual, a la mañana, empezar de nuevo, aunque duelan los huesos.

Claro, yo no podría dejar internado a Manuel. No podría por la culpa. Y es otra de las cosas que gobiernan: la culpa, la mal entendida piedad. ¿No sería mejor suponer un error de cálculo en la naturaleza?

Al principio, cuando Manuel entraba en una convulsión, me provocaba una especie de parálisis. Aparentemente, él no respiraba, pero la que no podía respirar era yo. A él se le torcían los ojos, a mí se me agrandaban. A él se le alargaban las manos, a mí se me encogían. Era un hechizo. Hubiera podido dominar a todos con una palabra, con una sola palabra; y uno esperaba que esa palabra brotara, de golpe, que rompiera el mutismo, como si Manuel fuera dueño de un lenguaje oculto, de larvas, de bacterias, de algodón, de bichos, de fantasmas, y en el momento de la convulsión ese lenguaje pudiera reptar hasta la lengua.

Gonzalo también tenía convulsiones. Lo cuidé y lo limpié muchas veces en el sanatorio. Después se dormía. Eran horas de paz.

Dicen que cuando vuelven no se acuerdan de nada. Dicen que, a veces, escuchan ruidos, ven visiones. Es un misterio. Y es como si el aire se quedara quieto alrededor. Nadie sabe qué hacer, no se puede hacer nada. Una convulsión se parece a la muerte, pero el corazón late, corre la sangre, hay una revolución como de lastimadura, chispas, cortocircuitos, latigazos; es como si de adentro emergiera otra vida, incontrolable. (Gonzalo, en cambio, era incontrolable todo el tiempo. Lo tenían atado, por precaución).

Dicen que lo único que hay que hacer es rezar.

En los primeros años no pude rezar nunca. Me quedaba pegada a mi hijo, pero lejos; lo miraba, ni siquiera podía tocarlo. Ahora, cuando tiene convulsiones, rezo, solamente por costumbre, despacio, siempre las mismas oraciones, la repetición, el murmullo, el vaciamiento.

También rezaba por Gonzalo.

Además, doctora, usted tendría que ver cómo cantan en el templo, con qué alegría. La alegría de la fe, supongo. Y Manuel se alegra: aplaude, se ríe, mueve la cabeza, las manos, grita. Y aunque nos cueste, mi marido y yo, vamos; mi marido y yo, sobrios, porque a la iglesia es necesario ir sobrios, íntegros, sumisos, humildes, resignados. Y lo cargamos en brazos. No entramos la silla. Es peligroso porque hay gente que se descompone y se desmaya y se puede golpear con los caños, porque los que se quedan catatónicos se pueden golpear con los caños, porque las alucinaciones místicas y los alaridos y la espuma de la boca y las uñas con filo y las manos con forma de garras golpean contra los caños.

Es hermoso ir al templo. No sabe cómo ayuda. Hasta pude pedir una intención para que esa mujer y ese hombre, los padres de Gonzalo, encuentren paz; para que usted también encuentre paz, para que deje de buscar cruces, transportarlas, transferirlas.

Gonzalo Velázquez murió, seguramente, en forma accidental o a consecuencia de alguna complicación, como determinarán los médicos. Gonzalo Velázquez murió para cerrar un círculo, para encerrarla a usted en ese círculo.

La muerte no es ilógica. No todas las muertes son impredecibles.

Por otro lado, es tan fácil dejarlos morir. Basta con no alimentarlos, basta con no darles la medicación, basta con darles medicación de más, basta un descuido, un agua, una canilla abierta. Pero la desesperación está en la culpa, no en las resoluciones. Casi nadie sería capaz de tomar esa decisión. Casi nadie. Aunque.

Usted podría seguir leyendo esta carta si sólo imaginara, con toda la nitidez posible, que algo a lo que ama encarnizadamente pudiera convertirse en una estatua, aullar, deshacerse, temblar, desparramar humores?

¿Usted cree que Julia Velázquez y yo somos diferentes? No, doctora: la cruz tiene una proporción determinada. Existe una pesadez exacta que quiebra la espalda, que dobla en dos. Gonzalo llegó al límite del peso.

¿Usted cree que se puede mentir una alegría? ¿Cree que esos bailes morbosos de los festivales no son una puesta en escena de la desesperación, que la música misma no es un absurdo? No, doctora: hay pedazos de vidrio en la orilla de la garganta, hay un telón enganchado con alfileres a los ojos, hay una soga tensa a punto de soltarse, dar el tirón, desatar la locura.

Dejé mi profesión, hace veinte años; puntualmente, cuando tuve a Manuel. Soy psiquiatra. Pero todo se alteró, todo empezó a chocar. Y el entendimiento no resiste, no resisten las explicaciones; no hay explicaciones.

La razón impone un orden. La fe se respalda en cierto desorden. Yo necesitaba cantar a gritos, encender velas, y necesitaba estampitas y crucifijos y oraciones; necesitaba no pensar, no preguntarme. No me alcanzó la lógica. Se me desmoronó. Se me terminó la posibilidad de análisis.

Cambié la profesión por el misticismo, la palabra por el rito, la duda por la certidumbre, la consideración de la paradoja por el aplastamiento.

Son caminos, formas de evadirse. Cada cual elige el suyo.

Igual, no hay alivio. No tengo alivio.

Los Velázquez no tendrían alivio. Las demandas no dejaban alivio, las críticas a las inasistencias de Julia Velázquez, transmitidas a su marido en cada una de las ocasionales visitas, no permitían ningún alivio.

¿Pudieron razonar los Velázquez? ¿Hicieron un complot? ¿Lo mataron?

No sé.

Tal vez sea una forma de eutanasia. Una llovizna de piedad.

Además, he llegado a comprobar lo inverosímil. Hay algo que se teje en lo trágico, es un mecanismo, algo extraño, un miedo: El último paciente que atendí en ejercicio se llamaba Joaquín Müller.

¿Le dice algo esto, doctora? ¿No es una increíble coincidencia?

No puedo amenazarla con desertar de un secreto profesional. No lo haría. Pero tal vez usted esté buscando, con su empecinamiento contra los Velázquez, castigar a sus propios padres; revivir, con esta penitencia, al hermano imperfecto, al pobrecito que se ahogó “sin querer” en la bañera de su casa natal.

Cuando haya llegado al fondo de estas investigaciones, lo único que le va a quedar es un vacío sin respuestas, algo que se volverá en su contra, definitivamente.

Tome en cuenta mi consejo: abandone el caso.

sábado, 19 de junio de 2021

HOMBRE DIMINUTO, Sam Shepard

 

HOMBRE DIMINUTO

Sam Shepard

 


Por la mañana temprano: traen el cadáver de mi padre en el maletero de un Mercury cupé del 49, todavía con una capa densa de rocío en las luces traseras. El cuerpo, de la cabeza a los pies, está firmemente envuelto en plástico transparente. Tiene el cuello, la cintura y los tobillos atados con gomas de color carne, como una momia. Se ha vuelto muy pequeño con el paso del tiempo: quizá unos veinte centímetros. De hecho, lo sostengo ahora en la palma de la mano. Les pido permiso para desenvolver su minúscula cabeza, solo para asegurarme de que está muerto de verdad. Me autorizan a hacerlo. Se quedan a un lado con las manos enlazadas por detrás de sus trajes entallados, con la cabeza gacha en una especie de duelo avergonzado, pero no se les puede reprochar. Es inteligente estar de su lado. Además ahora parecen muy educados y estoicos.

El Mercury, parado, retumba con un sonido profundo y penetrante que percibo a través de las suelas de mis zapatos. Retiro las gomas con cuidado y descubro la cara, despegando de la nariz muy despacio la tira de plástico. Produce un sonido pegajoso, como linóleo que se separa de su pegamento. La boca se le abre involuntariamente; sin duda es alguna reacción tardía del sistema nervioso, pero lo tomo por un último estertor. Le meto dentro el pulgar y noto las encías ásperas. Pequeñas ondulaciones donde tenía los dientes. Tampoco los tenía en vida; la vida que le recuerdo. Vuelvo a enrollar la cabeza en la funda de plástico, repongo las gomas y se lo entrego, dándoles las gracias con un leve gesto de la cabeza, tratando de estar a la altura de la solemnidad del momento. Lo toman cuidadosamente de mis manos y lo colocan de nuevo en el maletero oscuro, con las demás miniaturas. A ambos lados de mi padre han encajado a mujeres encogidas que conservan con perfecto detalle sus facciones atractivas: pómulos altos, cejas depiladas, pestañas embadurnadas de rímel azul, pelo lavado y peinado que huele como caña de azúcar madura. El de mi padre es el único cuerpo diminuto que mira de frente hacia una franja de luz natural. Cuando cierran el maletero la franja se vuelve negra, como si una nube hubiera cubierto bruscamente el sol.

Ahora, forman un semicírculo ante mí, con las manos entrelazadas encima de las ingles, despreocupados pero formales. No distingo si son exmarines o gángsters. Parecen una mezcla de ambos. Saludo a todos uno por uno, girando en sentido opuesto a las agujas del reloj. Tengo la impresión de que algunos dan un taconazo al estilo fascista, pero quizá me lo estoy imaginando. No sé si esta lluvia acaba de empezar o si llueve desde hace un rato. Les veo alejarse bajo una ligera llovizna.

Es casi todo lo que recuerdo. Junto con este puñado de detalles hay una extraña aflicción matutina, pero no sé decir por qué.

 

MUJERES DESESPERADAS, Samanta Schweblin

 

MUJERES DESESPERADAS

Samanta Schweblin

 

Al asomarse a la ruta, Felicidad comprende su destino. Él no la ha esperado y, como si el pasado fuese tangible, ella cree ver en el horizonte el débil reflejo rojizo de las luces traseras del auto. En la oscuridad llana del campo sólo hay desilusión y un vestido de novia.
Sentada sobre una piedra junto a la puerta del baño concluye que no debió haber demorado tanto, que quizá las cosas debieron haber sucedido más rápido. Le resulta extraño encontrarse allí, quitando del bordado del vestido granitos de arroz, sin nada más que el campo, la ruta y, junto a la ruta, un baño de mujeres.
Pasa un tiempo en el que Felicidad logra desprenderse de todos los granitos de arroz. No llora todavía, sino que, absorta en un shock de abandono, corrige los pliegues del vestido, analiza sus uñas, y contempla, como quien espera el regreso, la ruta por la que él se ha alejado.
—No vuelven —dice Nené, y Felicidad grita espantada por el susto como si esa mujer que ahora la mira fuese un espectro maligno.
—La ruta es una mierda —dice Nené, que acostumbrada a la histeria femenina no hace caso a los gritos de Felicidad y con movimientos relajados enciende un cigarrillo—. Una mierda, de lo peor.
Felicidad logra controlarse y entre los restos del temblor se reacomoda los breteles.
—¿El primero? —pregunta Nené y espera sin aprecio que el coraje de Felicidad le permita dejar de temblar para mirarla con interrogación—, te pregunto si el tipo es tu primer marido.
Felicidad logra una sonrisa forzada. Descubre en Nené el rostro viejo y amargo de una mujer que de seguro ha sido mucho más hermosa que ella. Entre las marcas de una vejez prematura se conservan los ojos claros y unos labios de perfectas dimensiones.
—Sí, el primero —dice Felicidad con esa timidez que lleva el sonido hacia adentro.
Una luz blanca aparece en la ruta, las ilumina al pasar, y se esfuma con su tono rojizo.
—¿Y qué? ¿Vas a esperarlo? —pregunta Nené.
Felicidad mira la ruta, el lado por el que, de volver su marido, vería aparecer el auto, y no se a responder.
—Mirá —dice Nené—, te la hago corta porque esto no da para más. —Pisa el cigarrillo como enfatizando las frases—: Se cansan de esperar y te dejan, parece que esperar los agota.
Felicidad sigue con cuidado el movimiento repetitivo de un nuevo cigarrillo que la mujer se acerca a la boca, del humo que se mezcla en la oscuridad, de los labios que otra vez aprietan el cigarrillo.
—Entonces ellas lloran y los esperan… —continúa Nené—, y los esperan… Y sobre todo lo demás, y durante todo el tiempo: lloran, lloran y lloran.
Felicidad deja de seguir el recorrido del cigarrillo. Cuando más necesita del apoyo fraternal, cuando sólo otra mujer podría entender lo que ella siente junto a un baño de damas, en la ruta, tras haber sido abandonada por su reciente esposo, sólo tiene a esa mujer arrogante que antes le hablaba y ahora le grita.
—¡Y siguen llorando y llorando a cada hora, cada minuto de todas las malditas noches!
Felicidad respira profundamente, sus ojos se llenan de lágrimas.
—Y meta llorar y llorar… Y le voy a decir algo. Esto se acaba. Estamos cansadas, agotadas, de escuchar sus estúpidas desgracias. Nosotras, señorita… ¿Cómo dijo que se llamaba?
Felicidad quiere decir Felicidad, pero sabe que si abre la boca sólo saldrá el sonido de un llanto ahora incontenible.
—Hola… ¿se llamaba…?
Entonces el llanto es incontenible.
—Fe, li… —Felicidad trata de controlarse, y aunque no lo logra resuelve la frase—:… cidad.
—Bueno Felicidad, le decía que nosotras no podemos seguir soportando esta situación, esto se acaba, ya es insostenible. ¡Felicidad!
Tras una gran aspiración también ruidosa el llanto vuelve a expandirse y humedece todo el rostro de Felicidad que tiembla al respirar y niega con la cabeza.
—No lo puedo creer, que… —Felicidad respira—, que que me haya…
Nené se incorpora. Estampa en la pared, con fuerza, el cigarrillo que aún no ha terminado, mira con desprecio a Felicidad y se aleja.
—¡Desconsiderada! —le grita, y unos segundos después se incorpora ella también y la alcanza campo adentro.
—Espere… No se vaya, entienda…
Nené se detiene y la mira.
—Cállese —dice Nené y enciende otro cigarrillo—. Cállese, le digo, y escuche.
Felicidad deja de llorar y traga lo que podrían ser los comienzos de nuevos brotes de pena que se avecinan y aguardan impacientes.
Entonces hay un momento de silencio en el que Nené no siente alivio sino que, aún más afligida y nerviosa que antes, dice:
—Bueno, ahora escuche. ¿Lo siente? —Nené mira hacia el campo.
Ahora Felicidad hace verdadero silencio y se concentra.
—Lloró demasiado, ahora tiene que esperar que se le acostumbre el oído. Y… ¿Oye?
Felicidad mira hacia el campo y tuerce un poco la cabeza. Como los perros, piensa Nené, y espera impaciente que Felicidad por fin comprenda.
—Lloran… —dice Felicidad, en voz baja y casi con vergüenza.
—Sí. Lloran. ¡Sí, lloran! ¡Lloran toda la maldita noche! —Nené señala su rostro—: ¿No me ves la cara? ¿Cuándo dormimos? ¡Nunca!, nun-ca. Lo único que hacemos es oírlas todas las malditas noches. Y no lo vamos a soportar más, ¿se entiende?
Felicidad la mira asustada. En el campo voces y llantos de mujeres quejumbrosas repiten los nombres de sus maridos una y otra vez.
—¿A todas las dejan?
—¡Y todas lloran! —dice Nené.
Entonces gritan:
—Psicótica.
—Desgraciada, insensible.
Y otras voces se suman:
—Déjanos llorar, histérica.
Nené mira furiosa hacia todos lados. Nerviosa y más enojada que antes, grita al campo:
—¿Y qué hay de nosotras, mariconas…? ¿Qué hay de las que hace más de cuarenta años que estamos acá, también abandonadas, y tenemos que oír sus estúpidas penitas todas las malditas noches?, ¿eh?, ¿qué hay?
Hay un silencio en el que Felicidad mira con espanto a Nené.
—¡Tomate un calmante! ¡Loca!
Aunque están campo adentro ven que en la ruta, a su altura, una luz blanca se detiene frente al baño.
—Otra —dice Nené, y como si este episodio fuese el último que puede soportar, su cuerpo se relaja. Nené, agotada, se sienta en el piso.
—¿Otra? —pregunta Felicidad—. ¿Otra mujer? Pero… ¿La va a abandonar? Por allí la espera…
Nené se muerde los labios y niega. En el campo los gritos son cada vez menos amistosos.
—¡Vení, turrita! A ver cómo venís y das la cara…
—Vení ahora que no estás con tus amiguitas rebeldes…
—¡Insípida!
Felicidad toma la mano de Nené y trata de levantarla.
—¡Hay que hacer algo! ¡Hay que avisarle a esa pobre chica! —dice Felicidad.
Pero después se detiene y permanece en silencio, porque Felicidad ha visto, como quien ve sin estar preparado, la imagen exacta de su penoso pasado reciente, el auto que se aleja sin que la mujer que ha bajado haya tenido oportunidad de volver a subir, y de qué forma las luces, antes blancas y brillantes, ahora rojizas, se alejan.
—Se fue —dice Felicidad—, se fue sin ella. —Y como antes lo hizo Nené, deja que su cuerpo se desplome en el piso. Nené apoya su mano sobre la mano de Felicidad.
—Siempre es así, querida. Es inevitable. En la ruta al menos… Siempre.
—Pero… —dice Felicidad.
—Siempre —dice Nené.
—¿Dónde estás, turra?, ¡hablá!
Felicidad mira a Nené y comprende cuánto más grande es la tristeza de aquella mujer comparada con la suya.
—¡Infeliz!
—¡Vieja fea!
—¡Cuando vos ya estabas acá llorando nosotras todavía salíamos con ellos, desgraciada!
Algunas voces dejan de gritar para reírse.
—¡Déjenla en paz! —dice Felicidad. Se acerca a Nené y la abraza como se abraza a una niña.
—Ay… Qué miedo —dice una de las voces—, así que ahora tenés compañerita…
—Yo no soy compañerita de nadie —dice Felicidad—, sólo trato de ayudar…
—Ay… Sólo trata de ayudar…
—¡Cállense! —dice Nené, y al hacerlo se aferra a los brazos de Felicidad, como si necesitara de más fuerza que la propia para enfrentar a aquellas mujeres.
—¿Saben por qué la dejaron en la ruta?
—¡Porque es una morsa flaca!
—No, la dejaron porque… —se ríen—, porque mientras ella se probaba su vestidito de novia, nosotras ya nos acostábamos con su maridito…
Todas se ríen.
—Miren, ahí viene otra…
Las voces cada vez se oyen más cerca. Se hace difícil separar a las que lloran de las que ríen.
Desde el baño de la ruta la figura de una mujer pequeña avanza hacia Nené y Felicidad a paso lento.
—¡Turra!
A medida que la mujer se acerca descubren la cara de horror de una vieja que poco comprende. Vestida en tonos dorados, deja ver en su escote el sensual encaje negro de una prenda interior. Cada tanto, se detiene y contempla la ruta. Ya cerca, antes de que pueda preguntar algo, Felicidad se adelanta con la voz entrecortada por la angustia.
—Siempre. En la ruta siempre, abuela.
La vieja endereza su postura y mira indignada hacia la ruta.
—¿Pero cómo…?
Felicidad la interrumpe:
—No llore, por favor…
—Pero no puede ser… —dice la vieja, y en la desilusión cae de su mano al piso la libreta de matrimonio. Mira con desprecio la ruta por la que se ha ido el coche y dice sinvergüenza, viejo impotente…
—¡Vení, turra!
—¡Por qué no se callan, cotorras! —grita Nené.
La vieja mira con espanto.
—¡Urracas! —Nené insiste y se incorpora con violencia.
—¡Te vamos a agarrar, culebra!
En busca de comprensión, la vieja mira a Felicidad, que al igual que Nené se ha incorporado y estudia con angustia la oscuridad del campo.
—Poné la cara, vení —las voces de las mujeres se oyen cada vez más cerca.
Felicidad y Nené se miran. Bajo los pies sienten el temblor de un campo por el que avanzan cientos de mujeres desesperadas.
—¿Qué pasa? —dice la vieja—, ¿qué son esas voces, qué quieren? —se agacha, recoge la libreta y como Felicidad y Nené, retrocede hacia la ruta sin voltearse, sin perder de vista la masa negra de la oscuridad del campo que parece acercarse a ellas cada vez más.
—¿Cuántas son…? —dice Felicidad.
—Muchas —dice Nené—, demasiadas.
Los comentarios y los insultos son tantos y tan cercanos que es inútil responder o tratar de llegar a un acuerdo.
—¿Qué hacemos? —dice Felicidad. En el tono de su voz los signos del llanto contenido. Retroceden cada vez más rápido.
—No se te ocurra llorar —dice Nené.
La vieja se toma del brazo de Felicidad, se aferra al vestido de novia y lo arruga en sus manos nerviosas.
—No se asuste, abuela, todo está bien —dice Felicidad, pero las burlas son ya tan fuertes que la vieja no alcanza a entender.
Sobre la ruta, a lo lejos, un punto blanco crece como una nueva luz de esperanza. Quizá Felicidad piense ahora, por última vez, en el amor. Quizá piense para sí misma: que no la deje, que no la abandone.
—Si para nos subimos —grita Nené.
—¿Qué dice? —pregunta la vieja.
Ya están cerca del baño.
—Que si el auto para… —dice Felicidad.
—¿Cómo? —insiste la vieja.
El murmullo avanza sobre ellas. No las ven, pero saben que las mujeres están ahí, a pocos metros. Felicidad grita. Algo como manos, piensa, le roza las piernas, el cuello, la punta de los dedos. Felicidad grita y no entiende las órdenes de Nené que se ha alejado y le indica que agarre a la vieja y corra. El coche se detiene frente al baño. Nené se vuelve hacia Felicidad y le ordena que avance, que arrastre a la vieja. Pero es la vieja quien reacciona y arrastra a Felicidad hacia Nené, que espera que la mujer se baje para sentarse ella y obligar al hombre a conducir.
—No me sueltan —grita Felicidad—, no me sueltan —mientras espanta desesperada las últimas manos que la retienen.
La vieja empuja. Otra vez ha dejado caer la libreta de matrimonio y ahora tira de Felicidad con todas sus fuerzas porque ya no importa nada, piensa, ni la libreta, ni el encaje, ni el poco amor que creyó haber conseguido.
Nené espera ansiosa que se abra la puerta, que la mujer baje. Ella sabe, piensa Nené, sabe y no se baja. Pero el que se baja es él. Con las luces recortando el camino, aún no ha visto a las mujeres y baja apurado buscando en su pantalón la hebilla de la bragueta con la que bajará el cierre. Entonces el barullo aumenta. Las risas y las burlas se olvidan de Nené y se dirigen pura y exclusivamente a él. Llegan a sus oídos. En los ojos del hombre, el espanto de un conejo frente a las fieras. Se detiene pero ya es tarde. Nené ha subido al auto. Abre la puerta trasera, por la que ahora suben Felicidad y la vieja, y a la vez sostiene a la mujer que la mira con espanto e intenta zafarse.
—Sosténganla —dice Nené, suelta a la mujer para dejarla en manos de la vieja que sin preguntar obedece la orden.
—Si se quiere bajar dejala —dice Felicidad—, por ahí ellos sí se quieren y nosotros no tenemos por qué meternos.
La mujer logra zafar de la vieja pero no se baja, dice qué quieren, de dónde vienen, una pregunta tras otra, hasta que Nené le abre la puerta y con un gesto le da la opción de bajar.
—Bajá, rápido —le dice.
Desde el auto se escuchan los gritos de las mujeres y frente a ellas permanece, despegada de la oscuridad por las luces del auto, la figura inmóvil y aterrada de un hombre que ya no piensa en lo mismo que pensaba hace un rato.
—No me bajo nada —dice la mujer. Mira al hombre sin aprecio y después a Nené—: Arrancá antes de que vuelva —dice, y traba la puerta de su lado.
Nené enciende el motor. El hombre oye el automóvil y se vuelve para mirar.
—¡Arranca! —grita la mujer.
La vieja aplaude nerviosa, dice dele mujer, y aprieta con firmeza la mano de Felicidad que con espanto mira al hombre que se acerca. Con dos ruedas laterales fuera de la ruta, el auto patina sobre el barro. Nené mueve el volante sin control y por un momento los faros del coche iluminan el campo. Pero lo que se ve entonces no es justamente el campo: la luz del auto se pierde en la inmensidad de la noche pero alcanza para diferenciar en la oscuridad la masa descomunal de centenares y centenares de mujeres que corren hacia el auto, o mejor dicho hacia el hombre que, entre ellas y la multitud, aguarda inmóvil su llegada como se espera la muerte.
Una patada de la mujer sobre el pie de Nené activa el acelerador y, con la imagen de las mujeres ya sobre el hombre, Nené logra regresar el auto a la ruta. El motor esconde los gritos y las burlas y pronto todo es silencio y oscuridad.
La mujer se acomoda en el asiento.
—Nunca lo quise —dice la mujer—, cuando se bajó pensé en tomar el volante y dejarlo en la ruta, pero no sé, el instinto maternal…
Ninguna de las mujeres le presta atención. Todas, incluso ella ahora, prefieren ver el pequeño espacio de la ruta que dibujan las luces y permanecer en silencio. Es entonces cuando sucede.
—No puede ser —dice Nené.
Frente a ellas, a lo lejos, el horizonte comienza a iluminarse de pequeños pares de luces blancas.
—¿Qué? —dice la vieja—. ¿Qué pasa?
La mujer permanece en silencio y cada tanto mira a Nené, como esperando de ella la respuesta.
Los pares de luces crecen, avanzan rápido hacia ellas. Felicidad se asoma entre los asientos delanteros.
—Vuelven —dice, sonríe y mira a Nené.
En la ruta Nené contempla los primeros pares de luces que ya como autos pasan junto a ellas y los otros tantos que se van acercando. Enciende un cigarrillo y advierte tras su asiento los movimientos alegres de Felicidad.
—Son ellos —dice Felicidad—, se arrepintieron y vuelven a buscarlas.
—No —dice Nené, suelta una bocanada de humo y agrega—: vuelven por él.”

CASA CON DIEZ PINOS, Fabián Casas

 

CASA CON DIEZ PINOS

Fabián Casas

 


para Quique Fogwill

 Desde que empecé a publicar, la gente me pregunta: “¿Esto es autobiográfico, no?”. O: “¿El personaje sos vos, no?”. Así que voy a empezar por decir que todo lo que se va a narrar aquí es absolutamente verídico. Pasó realmente como lo voy a contar. Eso sí, me tomé la licencia de cambiar algunos nombres. El único personaje que mantiene el suyo es mi amigo Norman. Si lo conocieran, verían que no es necesario cambiárselo. Y los reales seguidores del realismo, con sólo ir hasta la esquina de Córdoba y Billinghurst, podrán comprobar que el bar que regentea mi amigo Norman, llamado Los Dos Demonios, existe. Tiene una pareja de leones dorados custodiando la entrada.

            Norman es inmenso, rubio, melenudo. Usa camisas negras, capa negra, zapatillas negras. Su héroe preferido es Batman. Tiene muchísimos collares y siete anillos que distribuye entre los diez dedos. Un anillo tiene la cara del Hombre Araña, otro la S de Superman. Otro dice NOR. Y otro dice MAN. Fuma unos cigarros largos y finos. Y sólo come con whisky. Vive de noche. A eso de las tres de la mañana, se pone detrás de la barra de Los Dos Demonios y empieza a pasar música. Ese es el momento que más me gusta. Norman es un DJ ecléctico: pasa boleros, tangos, canciones infantiles (“La gallina turuleca”, Xuxa), hits de los setenta: Eleno, Sandro, Cacho Castaña, y rock nacional.

            El bar de Norman es chico. Una barra, un par de mesas, muchos espejos. En las paredes, empotradas, hay peceras con peces verdaderos y barcos de piratas hundidos. Los tapizados de las mesas son de cebra. Unos corazones luminosos, rojos, se desperdigan al tuntún por todo el lugar. Parece como si alguien hubiera improvisado una boat en la habitación de un hotel alojamiento.

            La clientela es variada. Al igual que en el bar de “La Guerra de las Galaxias”, viene gente de todo el universo: minas con tres tetas, traficantes de Orión, contrabandistas de Venus, músicos de rock, ex futbolistas...

            Norman me quiere porque mi mamá, cuando él era chico, lo trataba como a un hijo más. Después de que pudo terminar la primaria, no sabía bien qué iba a hacer con su vida. Entonces aprendió a cortar el pelo. Uno de sus clientes le tomó cariño y le propuso que fueran socios en una casa de citas. Ahí encontró su vocación. Cerró la casa de citas, abrió el bar y trajo a las chicas a trabajar con él.

            Ahora son más de las cuatro de la mañana. Estamos en la barra y Norman pasa música y me pasa tragos. Tengo el pelo mojado por la transpiración. En un costado, en el medio de una caja de cigarrillos y un cenicero inmenso, están los poemas manuscritos del Gran Escritor. Pasé todo el día con él. Me encadenó a su show. Es por mi puto trabajo. A medida que el whisky me empieza a hablar al oído, se me ocurren ideas. ¡Los pensamientos brotan de mi cabeza como el sudor!
            La jornada empezó bien temprano. Ducha, traje y corbata. Taxi hasta la editorial. Trabajo en prensa para la editorial Normas. Ese día me había sido asignada la tarea de pasar a buscar por el hotel al Gran Escritor, llevarlo a pasear y finalmente conducirlo hacia un café librería donde iba a tener una charla con sus fans.

            El Gran Escritor vive en París y una vez por año pasa por el país que lo vio nacer para promocionar sus libros. Desde los años sesenta viene publicando una obra, según mi juicio, fundamental. Las novelas MertiolateAgua vivaComas y más comas y el libro de ensayos Para una literatura sin botulismo, no tienen nada que envidiarle a las de cualquier gran escritor europeo.

            Llegué al hotel quince minutos antes de lo acordado, así que me fui a la barra de la confitería y me tomé un café con agua mineral. Pasé los gastos a la habitación del Gran Escritor, la 99. Después atravesé el vestíbulo, y me hice anunciar por el recepcionista. El Gran Escritor me dio el OK. “Dice que suba”, me dijo el conserje. Y le hizo señas a un muchacho disfrazado de granadero que se acercó para acompañarme. “El me guía a mí hacia el Gran Escritor y después yo voy a guiar al Gran Escritor hacia sus fans”, pensé mientras ascendíamos en el ascensor.

            El joven soldado de San Martín golpeó la puerta y se retiró. Me quedé mirando el 99 plateado unos segundos, hasta que me percaté de que una voz me pedía que entrara.

            Ahí estaba, parado en medio de la habitación, desnudo, salvo por una toalla que sujetaba en la cintura. Tenía el pelo mojado, peinado hacia atrás, la nariz aguileña, tetas grandes y una barriga inflamada.

            —Cómo le va —me dijo, extendiéndome la mano húmeda. —Muy bien —dije.
            —Dígame, ¿No nos teníamos que encontrar más tarde? —No que yo sepa.
            —Estos de la editorial creen que uno no hace nada por la noche. Me estaba bañando cuando me avisaron que usted estaba abajo.

            —Si quiere puedo ir a dar un par de vueltas y lo paso a buscar más tarde.
            —Y también creen que uno no sabe moverse solo por Buenos Aires.
            —Si le parece puedo no venir en todo el día y directamente nos encontramos en el lugar de la charla, es un café que queda acá cerca...

            —Espere, espere... voy a vestirme ¿Cómo se llama usted? —Sergio Narváez.
            —Muy bien, Sergio, espere.

            Me quedé parado en el medio del living. El Gran Escritor desapareció detrás de una puerta. El cuarto donde yo estaba tenía un ventanal que daba a un patio interno, donde se veían otras ventanas cruzadas por cables que zigzagueaban a la marchanta. Mis zapatos se hundían en la alfombra peluda y blanca. En las paredes colgaban unos cuadros horribles sobre puestas de sol, mercados callejeros y barcos. No me di cuenta de que el Gran Escritor, desde la otra pieza, me estaba hablando. “¿Qué?”, le pregunté en voz alta. “¿Usted conoce a Pablo Conejo?”. Me lo habían advertido. El Gran Escritor odiaba a otro de los escritores de la editorial. Pablo Conejo es un mexicano que escribe libros de autoayuda que se venden como Coca Cola. Es uno de los puntales económicos de la editorial. A cambio de varios Conejos, Normas se puede dar el lujo de editar al Gran Escritor. “¿Si lo conozco en persona?”, pregunté. Como el Gran Escritor no me contestó nada, intenté armar una frase: “Lo conozco sólo por fotos. Cuando él vino para la feria del libro yo todavía no trabajaba en Normas”. “¿Cuánto está vendiendo su último libro?”, me preguntó la voz desde el otro cuarto. “¿Su último libro?... No sé... pero creo que un montón”, dije. “¿No me lo podría averiguar?”, insistió la voz. Me quedé callado. “Ahí tiene un teléfono, puede llamar a la editorial mientras me cambio”, me dijo el hijo de puta. Agarré el teléfono, pedí con la editorial y escuché al contestador automático: usted está hablando con la Editorial Normas, si conoce el número de interno, dísquelo, si no, espere y será atendido por la operadora. Corté. “La gente que se encarga de las ventas todavía no llegó, pero en un rato le tengo el dato exacto”, grité. Justo cuando el Gran Escritor salía del exilio de su pieza. Se había puesto un traje sport, zapatos negros y estaba transpirando. Recordé el latiguillo de un amigo: “A los escritores no hay que conocerlos, hay que leerlos”.

            Al rato estábamos en un taxi que apestaba a la colonia del Gran Escritor, quien parecía respirar con dificultad. Afuera hacía un calor infernal. El Gran Escritor quiso pasar por algunas librerías céntricas para ver si sus libros estaban bien expuestos. Por eso bajamos del taxi varias veces y hablamos con los encargados de algunos locales. Los libros estaban bien adelante, en la vanguardia. Normas sabe lo que hace. El Gran Escritor quiso un ejemplar del último de Conejo. Dijo que estaba escribiendo un ensayo sobre esa literatura. “De mierda”, remarcó. Como para sacarlo gratis tenía que llamar a la editorial, decidí pagarlo con lo que me habían dado para viáticos. Volvimos al bendito taxi con el libro de Conejo. Salimos a los tumbos porque la calle estaba mala. El Gran Escritor hojeaba al tuntún. Murmuraba palabras en francés. Sacaba vapor por las orejas. Los vidrios del auto se empañaron.
            Milanesas, ensalada, flan con crema, café. Yo lo mismo. El Gran sacó un puro inmenso. El aire acondicionado del local me cacheaba. El Gran Escritor quiso saber mi edad y si yo también escribía. Pero antes de que le pudiera contestar, se largó con un rap. Dijo que para escribir había que ser humilde, que la literatura de masas es el enemigo de la literatura seria, que uno trabaja y trabaja pero nunca se termina, que las ambiciones son enormes y los resultados son deformes, que siempre hay que preocuparse por cambiar, que la literatura de X era una mierda, que lo que escribía Z sólo era publicable entre idiotas. Aspiró, largó humo. Se quedó callado. Me hubiera gustado preguntarle si en algún momento se había dado cuenta de que yo estaba a su lado desde la mañana. Pero en cambio le dije que leerlo me ayudó a escribir, que yo encontré mi voz hurgando en sus novelas. “¿Le gusta mi obra?”, me preguntó mientras usaba un mondadientes de chupetín y me miraba de reojo.

            Después de parar en un locutorio para chequear sus mails, de caminar por una plaza inmensa y de comer un helado de parado, nos sentamos en un café muy chico, con poca luz y con ventiladores enormes. Con el fondo del ruido mecánico de esos aparatos, el Gran Escritor fijó su mirada melancólica en la calle y me dijo: “Una vez, cuando era muy joven, me tocó acompañar a Borges en una visita que hizo a mi pueblo... Era un tipo muy divertido... Me acuerdo que la noche anterior casi no pude dormir... Si usted va a ser escritor tiene que leer a Borges... Sobre todo el Borges de El AlephFiccionesDiscusión... Después empezó a repetirse ¡y es un poeta malísimo!”.

El Gran Escritor se quedó rumiando algo. Entonces, como si fuera un medium en trance, me empezó a dictar el súper canon: Borges, Macedonio, Juan L. Ortiz, Faulkner, Onetti, Musil, Joyce, Kafka. Me parecía estar en la cancha escuchando a La voz del Estadio pasar la formación de un equipo de muertos. Cuando el listado pareció llegar a su fin, yo, tímidamente, le pregunté si le gustaba Ricardo Zelarayán. “¿Zelarayán?”, me dijo. “¿Es un escritor argentino?”. Le dije que sí. Se quedó pensativo un rato largo, mirando la mesa, la tacita blanca de café. Era Anatoli Karpov pensando qué pieza mover. Después agachó el mentón, se durmió, roncó, pedorreó.

            El café librería estaba repleto. Entramos abriéndonos paso entre el gentío. Muchos tenían sus libros —los del Gran Escritor— en la mano, para ser firmados. Un joven guapo —también escritor— iba a presentarlo. Cuando mi enlace, es decir, mi compañero de Normas que se tenía que encargar del Gran Escritor mientras durara el evento, me dijo el nombre del muchacho, me di cuenta de que lo había leído: Era un clown del Gran Escritor. Uno más parecido a esos tipos curiosos que andan por ahí imitando a los Beatles.

          La performance estuvo perfecta. El Gran Escritor hizo chistes, despedazó a otros escritores —se ensañó especialmente con García Márquez— y terminó leyendo un fragmento de una novela in progress. El Mini Escritor dijo una sarta de boludeces, nombró a Deleuze y habló de la influencia del Gran Escritor en la literatura argentina.
            A pesar del violento aire acondicionado del café, el Gran Escritor transpiraba como si estuviera en el horno de Banchero. Tanto que las manos se le hacían agua y se le resbalan los libros que le daban para que estampara su firma.

            La cosa terminó con un clásico de los eventos literarios: todos a cenar —los de la editorial, el clown, algunos fans y amigos— en un bar de las inmediaciones donde —eso sí— hicieran asado, ya que esta comida típica nuestra era un motivo recurrente “un símbolo ontológico”, según explicó El Mini, de la obra del Gran Escritor.
            “Antes de que se vaya quisiera mostrarle algo”, me dijo, mientras se tambaleaba por la alfombra peluda y blanca de su suite. Los libros del Gran Escritor están llenos de comas, y en la cena, el tipo se había tomado un vaso de vino por cada una de las comas que puso en todas sus novelas. Entró al dormitorio hablando en voz alta, buscando algo, pero yo, despatarrado en un sillón, apenas lo escuchaba. No veía la hora de poder zafar hacia lo de Norman y sacarme el día de encima duchándome con unos buenos whiskys.

            Al final, a los tumbos, el gran escritor consiguió salir de la pieza por donde anduvo rebotando y se sentó en el suelo, frente a mí. Como pudo se sacó los mocasines y me mostró una carpeta negra donde estaban enganchados con ojalillos unos poemas de su puño y letra. “Esto es lo más importante que escribí en mi vida”, me dijo. “La poesía se escribe a mano”, me dijo. Hablaba como un compadrito. “Nada de lo que escribí se puede comparar con esto. Acá está mi alma”. Miré la carpeta negra, rugosa, las hojas escritas con tinta azul en una letra grande y redonda. “Tal vez —empezó a decir lentamente— si alguien los pasara a la computadora...” Fue clarísimo. El Gran Escritor me había elegido de secretario. No dudé ni un segundo. Le dije que era un honor enviar sus poemas a la realidad virtual. Y sin dejarle emitir un mísero sonido, agarré la carpeta, le estreché la mano como pude —el brazo se le movía como la trompa de un elefante arisco— y salí del cuarto echando putas. Sin mirar para atrás.

            ¡Los pensamientos brotan de mi cabeza como el sudor! Norman, parapetado detrás de la barra, hace mímica y tararea las canciones que pone. ¡Es un karaoke infernal! Yo canto, bebo, todo el bar empieza a estar bajo la luz amarilla del whisky. Abro la carpeta con los poemas del Gran Escritor. Leo uno sobre un paso a nivel, con chicos que ponen monedas en las vías para que las alise el tren ¡Qué boludez! Y también está el infaltable sobre Rimbaud

            Giro hacia mi izquierda, las chicas de Norman cuchichean en una esquina. Las veo por el rabillo del ojo. Parecen cuervos.

            Hay también hombres con sombreros de cowboys, astronautas, reptiles. ¡Todos cantan la más maravillosa música, que es la música de Norman! “Ésta es para vos, papá”, me dice mientras me agarra la mano y me atrae por sobre la barra para que lo bese. Y después, como Maradona en México cuando giró para dejar solo a Burruchaga frente al arquero nazi, pasa de “Trigal”, de Sandro, a “Una casa con diez pinos”, de Manal, una de mis canciones preferidas. La que siempre le pido que ponga. ¿Toda la filosofía especulativa del mundo se hace trizas frente a la letra de esta canción! ¡Vayan a laburar Kant, Hegel, Lacan y demás enfermos mentales! ¡Ahora sí que funciona la martingala cerebral! Una casa con diez pinos. Una casa con diez pinos. Hacia el sur hay un lugar. Ahora mismo voy allá. Porque ya no puedo más. Abro la carpeta, arranco las hojas con los poemas. Un jardín y mis amigos, no se puede comparar, con el ruido infernal de esta guerra de ambición. Norman aplaude con las manos en alto, todo el bar lo sigue. Empiezo a regalarles los poemas a las chicas. “Son flores de papel”, les digo. Se ríen. Para triunfar y conseguir dinero nada más, sin tiempo de mirar, un jardín, bajo el sol, antes de morir. Casi todo el bar tiene en sus manos un poema. Si alguien nos viera desde afuera, pensaría que estamos ensayando una canción, que somos un coro de monstruos. No hay preguntas que hacer. Sólo se puede elegir oxidarse o resistir, poder ganar o empatar, prefiero sonreír, andar dentro de mí, fumar o dibujar. Para qué complicar, complicar.

LA CERILLA SUECA, Antón Chejov

  LA CERILLA SUECA Antón Chejov   I       En la mañana del 6 de octubre de 1885, un joven correctamente vestido se presentó en la of...