LA OTRA PIEDAD
Laura Massolo
Dra. Bárbara Müller:
No espero que mi
carta sirva para esclarecer los aspectos relacionados con el caso de Gonzalo
Velázquez. No tengo datos precisos que aportar, no quiero aportarlos. Me he
tomado el atrevimiento de intervenir sin haber sido convocada. Soy madre de un
paciente del mismo sanatorio en el que Gonzalo estaba internado. Mi hijo,
Manuel Losada, de veinte años, padece una patología por la que debe concurrir a
la modalidad de Hospital de Día y recibe tratamiento psicológico y de
rehabilitación.
De modo que usted no encontrará
en mis palabras otro contenido que el de un mero punto de vista; punto de vista
que, asociado a la identificación con aquellos que vivimos esta realidad en
carne propia, he complementado con lo que pude ver y oír a partir de mi
cercanía con esa institución.
Allí presido una
pequeña cooperadora de padres destinada a subsanar algunas carencias que no son
consideradas por los seguros médicos. Este cargo, que no es más que una acción
benéfica, exige mi permanencia en el lugar durante los días de la semana. Con
otras madres que tampoco tienen otra ocupación, cumplo funciones de índole
práctica: recolecto fondos para alguna reparación, convoco, desde la
solidaridad o desde la exhortación a la culpa, a padres que, por su oficio,
puedan colaborar con tareas de mantenimiento y, fundamentalmente, promuevo una
especie de apoyo “espiritual” para los más desvalidos.
Aprovecho este
comentario para invitarla a los talleres de reflexión que organizamos los
jueves por la mañana. Pienso que respirar esta realidad, respirar el clima de
pretendido consuelo, respirar ese otro clima de decepción y agobio, escuchar
las ocasionales sentencias y las constantes quejas, ver cómo la angustia puede
adquirir forma en la voz o en la cara, ver cómo se intenta un tejido reparador sobre
la cáscara de un agujero, podrá serle útil, a lo mejor, para tomar distancia de
sus indagaciones y admitir que lo sucedido con este chico sólo tiene por causa
un designio que no comprendemos, - ni siquiera a fuerza de dolor y resignación
- los que tenemos que vivir bajo el peso de esta cruz.
Usted pensará que mis
ideas están ligadas a la religión y a la fe. En ese sentido, creo que no somos
quienes deban juzgar ciertas actitudes humanas. Dicen que daremos cuenta de
nuestros actos después del pasaje terrenal. Sin embargo, doctora, con respecto
a mi fe, debo confesar que permanece aplastada bajo el imperio de una voluntad
suprema que no dio lugar a ningún intercambio, que no me permitió pactar, que
me dejó al margen de la esperanza de las compensaciones; y si procedo en
conformidad con ciertas leyes es por una costumbre estereotipada, inyectada a
fuerza de temor y defectuosidades, practicada a modo de murmullo en oposición
al desaliento. Por mi experiencia, este pasaje terrenal nos deja intervenir
pobremente en su acontecer; y es tal vez esta carta un acto de misericordia
para con usted, y es, tal vez, un intento de soslayar la impotencia a la que
estamos habituados.
Por otro lado, puedo
aceptar la muerte de Gonzalo como el tránsito que le estaba destinado por esa
voluntad suprema, pero me resulta inadmisible el manoseo burocrático y judicial
al que han quedado sometidos estos sucesos.
Es cierto que
Gonzalo, durante su internación, no recibía más visitas que las de su padre,
esporádicas, quizá forzadas. Sin embargo, la señora Julia Velázquez no era la
única madre que no concurría al sanatorio, y más allá de las razones vinculadas
a su estado de salud, sería prudente contemplar que no todos venimos a este
mundo preparados para aceptar lo que nos toca. Es una cuestión de fortaleza.
Dicen que la
sabiduría inmensa de Dios distribuye en cada uno de nosotros la cruz que, por
su peso y su medida, podemos soportar. Sin embargo, y tal vez por la
intervención de otras fuerzas que desconozco, no siempre es posible sostener
esa cruz. Hay un ácido que flota en la columna vertebral. A veces, carcome; a
veces, sangra; a veces, nos entierra.
He sabido que se
sospecha de una confabulación entre Ernesto y Julia Velázquez para provocar la
muerte de Gonzalo. He sabido que se los acusa de haberle dado una sobredosis de
medicación con ayuda de una enfermera a la que sobornaron. He sabido que varias
personas relacionadas con el caso están siendo interrogadas para esclarecer
esta suposición. Y estos rumores me indignan. Nadie más que Dios ha resuelto
esa muerte, y si los instrumentos que el Señor usó para empujar el alma de ese
chico a la eternidad debieron ser el enajenamiento o la locura, pues este mismo
Señor sabrá por qué lo ha hecho.
Ante estos juicios y,
sin la posibilidad de persuadir ni frenar a quienes los emiten, no me queda
otro remedio que rezar. También rezo en estos momentos por usted.
Deberíamos pensar que
cualquiera de nosotros, ante la muerte de un hijo discapacitado, podría verse
injustamente inculpado; sobre todo, teniendo en cuenta que, precisamente, por
la fragilidad que caracteriza a estos enfermos, por su indefensión, por las
complicaciones que las dolencias mentales provocan, la muerte es una
posibilidad continua, como si colgaran de un hilo. Cabe citar el caso de una
chiquita Down que sufrió un paro cardiorespiratorio en terapia intensiva
mientras estaba sola, ya que no permitieron la compañía de la madre en esa
unidad. Sé que los padres han iniciado juicio al hospital. Sin embargo, creo
que lo han hecho presionados por la influencia de ciertos abogados con fines de
lucro, sin aceptar resignada y cristianamente la voluntad de Dios.
La muerte de Gonzalo,
el desarrollo de esta historia, acentúan mi sensación de que todo está
silenciosamente tejido de antemano en nuestros destinos, como si se tratara de
una sociedad entre las asfixias y las cargas.
Creo, en resumen, que
la indagatoria que usted está llevando a cabo es una locura, creo que es
promover una ofensa. Creo que usted está en riesgo. Creo que se equivoca. Creo
que se adentra en terrenos peligrosos.
Yo le reitero mi
invitación a nuestras reuniones de los jueves. Venga, doctora, verá que entre
alguna torta que llevamos, algunas galletas, algunas risas, va a desentrañar el
patetismo que reviste la misión para la que estos padres fuimos “elegidos”.
Venga, si quiere, al festival anual, donde disfrazamos a los chicos y nos
disfrazamos; venga y mire las máscaras que tapan la consternación, el baile
frenético de las sillas de ruedas, las sondas nasogástricas pintadas de verde
fluorescente, las cabezas sin sostén bamboleándose al compás de la música, las
manos al aire, sin asidero; el papel crepé roto, desgarrado, húmedo. Venga, si
quiere, al templo carismático donde llevo a Manuel los domingos. Mire, allí, las
crisis de histeria, los colapsos, los alaridos, los espíritus que, para quedar
liberados del demonio, creen que deben atormentarse en la crispación y en el
ahogo. Asómese a este mundo antes de juzgar a los que lo integramos. Venga a mi
casa, trate de conversar conmigo en paz, perciba cómo nos interrumpe la
inquietud, el estertor de una garganta que no articula, la baba que corre por
un trapo siempre inmundo. Míreme, imagine que estoy escribiendo esta carta a
las dos de la mañana porque es el único momento en que tengo silencio, porque
ya emboqué, dificultosamente, cuidando mis dedos de la mordedura, todas las
dosis de pastillas correspondientes, incluido un hipnótico para el sueño, media
píldora para mí, que nunca duermo, que no sé si voy a despertarme con un
cadáver o con un vegetal en la habitación de al lado. Créame, ahora que le digo
que me han pasado los años y me ha pasado la vida sin poder escapar de este
cuadro fatídico, de este encierro de aullidos, de médicos, de
electroencefalogramas, y turnos, y recetas, y horarios de rehabilitación, y
pañales enormes, y olores acres. Venga a ver las marcas en todas las paredes de
mi casa: son de la silla de ruedas. Venga a sentir el aroma: a pis, a tristeza.
Fíjese en mí, en mis arrugas, en mis puños, en los otros hijos que crecieron
sin mi energía, sin mi alegría, sin mi cuidado. Tómese un trago de este vómito
de amargura. Y, entonces, deje de mortificarse y mortificar a los demás con su
pesquisa.
Recuérdeme que le
muestre el certificado de incapacidad del noventa y ocho por ciento, mi
sentencia, la certeza de una vida inútil que necesita de mí todo lo que tengo,
todo lo que ya no tengo, todo lo que preciso fabricar con la ficción.
Acompáñeme, una de las tantas veces en que me miro en el espejo y me pregunto
quién soy. Quédese un día en este mundo. Vea que no se puede saber, ni
entender, ni razonar, ni escuchar. Si fuera posible, mida la raíz de mi
sentimiento, esta mezcla de amor y de rechazo, lo que se me desordena
constantemente en la imperfección, en la indignidad, en la tortura. Trate de
observar algo coherente en los ojos que no miran hacia ningún lado, en la
cabeza que se cae. Intente traducir, en el sonido que parece una gárgara, las
dos sílabas categóricas de la palabra mamá. Quédese quieta y contemple el espectáculo
siniestro de una convulsión, ese dislate, esa espiral sin fondo. Mire las
botellas vacías tiradas bajo la mesa, bajo la cama: son del hombre que pasará
tambaleándose por algún lugar de la casa, la barba crecida, la bragueta siempre
abierta, el pelo desprolijo. Ese desecho es el hombre con quien duermo sin
dormir. Mire, hoy, casualmente, la sábana sucia de mi hija, la sana, la normal,
la inteligente, la que nunca entendió por qué un día su madre desapareció de
golpe y pasa las horas y las horas en un instituto de rehabilitación, limpiando
mierda, mientras ella se revuelca sin sentido con cualquier hombre que pase.
Venga. Mire. Asómese.
Vaya, después, a conversar con cuanto profesional de la salud se le cruce. Le
van a decir las mismas resueltas idioteces: lo difícil, el daño, el emergente,
el caos, la contención, la incontención, la fábula, tal vez la inconsciencia de
una mujer que decidió no abortar para no irse al infierno y que, a los cuarenta
y pico, acunó dulcemente a un monstruo con la pretensión de que era un ángel.
Lea bien lo que le
escribo.
Vaya, después, y
converse con un cura, con un mago, con diez locos. Es lo mismo, atado y
desatado, el designio, el demonio, los dos filos cruzados en la espalda.
Pregúntele a
cualquiera de las asistentes del instituto. Pregúnteles por los abandonos, por
las ambulancias, por las convulsiones, por esos seres que de pronto adquieren
el aire espeluznante de un poseído y se agrandan y se retuercen y tiemblan y se
contorsionan, y se sacuden, y parecen tan magníficos como aterradores. O se
encogen, como cáscaras de hierro, como pedazos de piedra imposibles de abrazar.
Y se les mueven los brazos, y se les mueven las piernas, y se endurecen, y son
estatuas, y la cabeza para un costado porque si no se muerden la lengua, y que
se hagan todo encima, o que vomiten, o que se ahoguen, y los ojos, patéticos,
desaparecidos a los costados, las órbitas en blanco.
Además, las
convulsiones tienen sus causas: a veces la fiebre, a veces una emoción, a veces
la imposibilidad de expresarse de otra forma. Y, a veces porque faltó la
medicación, porque la hija de mil putas de la madre se olvidó de darle al ángel
la medicación, porque la máquina falló en el instante del olvido. Entonces el
ángel castiga retorciéndose.
Y ahí están, siempre,
todos los días, como lo único que nos gobierna, lo que nos pone de rodillas, lo
que nos hace cumplir, lo que nos obliga no sabemos a qué ni para qué. Y hay que
seguir, hay que seguir, hay que seguir. No se pueden bajar los brazos, ni un
minuto. No se pueden desatar las manos de las correas que sujetan al madero
horizontal de la cruz. No se puede dejar la vertical forzosa de la que
colgamos.
Y uno pretende
explicarse que lo que manda es el amor, que es del corazón, del útero, de no sé
dónde que sale la fuerza.
Pero son ellos los
que mandan, los que dan las órdenes, los que disponen de la vida de todos, los
que determinan lo cotidiano y lo perenne; que una se quede callada o que hable
o que mire un programa por televisión o que no mire; que piense, que no piense.
Absorben toda la energía, absolutamente toda.
Igual, a la mañana,
empezar de nuevo, aunque duelan los huesos.
Claro, yo no podría
dejar internado a Manuel. No podría por la culpa. Y es otra de las cosas que
gobiernan: la culpa, la mal entendida piedad. ¿No sería mejor suponer un error
de cálculo en la naturaleza?
Al principio, cuando
Manuel entraba en una convulsión, me provocaba una especie de parálisis.
Aparentemente, él no respiraba, pero la que no podía respirar era yo. A él se
le torcían los ojos, a mí se me agrandaban. A él se le alargaban las manos, a
mí se me encogían. Era un hechizo. Hubiera podido dominar a todos con una
palabra, con una sola palabra; y uno esperaba que esa palabra brotara, de
golpe, que rompiera el mutismo, como si Manuel fuera dueño de un lenguaje
oculto, de larvas, de bacterias, de algodón, de bichos, de fantasmas, y en el
momento de la convulsión ese lenguaje pudiera reptar hasta la lengua.
Gonzalo también tenía
convulsiones. Lo cuidé y lo limpié muchas veces en el sanatorio. Después se
dormía. Eran horas de paz.
Dicen que cuando
vuelven no se acuerdan de nada. Dicen que, a veces, escuchan ruidos, ven
visiones. Es un misterio. Y es como si el aire se quedara quieto alrededor.
Nadie sabe qué hacer, no se puede hacer nada. Una convulsión se parece a la
muerte, pero el corazón late, corre la sangre, hay una revolución como de
lastimadura, chispas, cortocircuitos, latigazos; es como si de adentro
emergiera otra vida, incontrolable. (Gonzalo, en cambio, era incontrolable todo
el tiempo. Lo tenían atado, por precaución).
Dicen que lo único
que hay que hacer es rezar.
En los primeros años
no pude rezar nunca. Me quedaba pegada a mi hijo, pero lejos; lo miraba, ni
siquiera podía tocarlo. Ahora, cuando tiene convulsiones, rezo, solamente por
costumbre, despacio, siempre las mismas oraciones, la repetición, el murmullo,
el vaciamiento.
También rezaba por
Gonzalo.
Además, doctora,
usted tendría que ver cómo cantan en el templo, con qué alegría. La alegría de
la fe, supongo. Y Manuel se alegra: aplaude, se ríe, mueve la cabeza, las
manos, grita. Y aunque nos cueste, mi marido y yo, vamos; mi marido y yo,
sobrios, porque a la iglesia es necesario ir sobrios, íntegros, sumisos,
humildes, resignados. Y lo cargamos en brazos. No entramos la silla. Es
peligroso porque hay gente que se descompone y se desmaya y se puede golpear
con los caños, porque los que se quedan catatónicos se pueden golpear con los
caños, porque las alucinaciones místicas y los alaridos y la espuma de la boca
y las uñas con filo y las manos con forma de garras golpean contra los caños.
Es hermoso ir al
templo. No sabe cómo ayuda. Hasta pude pedir una intención para que esa mujer y
ese hombre, los padres de Gonzalo, encuentren paz; para que usted también encuentre
paz, para que deje de buscar cruces, transportarlas, transferirlas.
Gonzalo Velázquez
murió, seguramente, en forma accidental o a consecuencia de alguna
complicación, como determinarán los médicos. Gonzalo Velázquez murió para
cerrar un círculo, para encerrarla a usted en ese círculo.
La muerte no es
ilógica. No todas las muertes son impredecibles.
Por otro lado, es tan
fácil dejarlos morir. Basta con no alimentarlos, basta con no darles la
medicación, basta con darles medicación de más, basta un descuido, un agua, una
canilla abierta. Pero la desesperación está en la culpa, no en las
resoluciones. Casi nadie sería capaz de tomar esa decisión. Casi nadie. Aunque.
Usted podría seguir
leyendo esta carta si sólo imaginara, con toda la nitidez posible, que algo a
lo que ama encarnizadamente pudiera convertirse en una estatua, aullar,
deshacerse, temblar, desparramar humores?
¿Usted cree que Julia
Velázquez y yo somos diferentes? No, doctora: la cruz tiene una proporción
determinada. Existe una pesadez exacta que quiebra la espalda, que dobla en
dos. Gonzalo llegó al límite del peso.
¿Usted cree que se
puede mentir una alegría? ¿Cree que esos bailes morbosos de los festivales no
son una puesta en escena de la desesperación, que la música misma no es un
absurdo? No, doctora: hay pedazos de vidrio en la orilla de la garganta, hay un
telón enganchado con alfileres a los ojos, hay una soga tensa a punto de
soltarse, dar el tirón, desatar la locura.
Dejé mi profesión,
hace veinte años; puntualmente, cuando tuve a Manuel. Soy psiquiatra. Pero todo
se alteró, todo empezó a chocar. Y el entendimiento no resiste, no resisten las
explicaciones; no hay explicaciones.
La razón impone un
orden. La fe se respalda en cierto desorden. Yo necesitaba cantar a gritos, encender
velas, y necesitaba estampitas y crucifijos y oraciones; necesitaba no pensar,
no preguntarme. No me alcanzó la lógica. Se me desmoronó. Se me terminó la
posibilidad de análisis.
Cambié la profesión
por el misticismo, la palabra por el rito, la duda por la certidumbre, la
consideración de la paradoja por el aplastamiento.
Son caminos, formas
de evadirse. Cada cual elige el suyo.
Igual, no hay alivio.
No tengo alivio.
Los Velázquez no
tendrían alivio. Las demandas no dejaban alivio, las críticas a las
inasistencias de Julia Velázquez, transmitidas a su marido en cada una de las
ocasionales visitas, no permitían ningún alivio.
¿Pudieron razonar los
Velázquez? ¿Hicieron un complot? ¿Lo mataron?
No sé.
Tal vez sea una forma
de eutanasia. Una llovizna de piedad.
Además, he llegado a
comprobar lo inverosímil. Hay algo que se teje en lo trágico, es un mecanismo,
algo extraño, un miedo: El último paciente que atendí en ejercicio se llamaba
Joaquín Müller.
¿Le dice algo esto,
doctora? ¿No es una increíble coincidencia?
No puedo amenazarla
con desertar de un secreto profesional. No lo haría. Pero tal vez usted esté
buscando, con su empecinamiento contra los Velázquez, castigar a sus propios
padres; revivir, con esta penitencia, al hermano imperfecto, al pobrecito que
se ahogó “sin querer” en la bañera de su casa natal.
Cuando haya llegado
al fondo de estas investigaciones, lo único que le va a quedar es un vacío sin
respuestas, algo que se volverá en su contra, definitivamente.
Tome en cuenta mi
consejo: abandone el caso.
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