Microficciones de Julio Torri
A CIRCE
¡Circe,
diosa venerable! He seguido puntualmente tus avisos. Más no me hice amarrar al
mástil cuando divisamos la isla de las sirenas, porque iba resuelto a perderme.
En medio del mar silencioso estaba la pradera fatal. Parecía un cargamento de violetas
errante por las aguas.
¡Circe,
noble diosa de los hermosos cabellos! Mi destino es cruel. Como iba resuelto a
perderme, las sirenas no cantaron para mí.
DE FUNERALES
Hoy
asistí al entierro de un amigo mío. Me divertí poco, pues el panegirista estuvo
muy torpe. Hasta parecía emocionado. Es inquietante el rumbo que lleva la
oratoria fúnebre. En nuestros días se adereza un panegírico con lugares comunes
sobre la muerte y ¡cosa increíble y absurda! con alabanzas para el difunto. El
orador es casi siempre el mejor amigo del muerto, es decir, un sujeto
compungido y tembloroso que nos mueve a risa con sus expresiones sinceras y sus
afectos incomprensibles. Lo menos importante en un funeral es el pobre hombre
que va en el ataúd. Y mientras las gentes no acepten estas ideas, continuaremos
yendo a los entierros con tan pocas probabilidades de divertirnos como a un
teatro.
LITERATURA
El
novelista, en mangas de camisa, metió en la máquina de escribir una hoja de
papel, la numeró, y se dispuso a relatar un abordaje de piratas. No conocía el
mar y sin embargo iba a pintar los mares del sur, turbulentos y misteriosos; no
había tratado en su vida más que a empleados sin prestigio romántico y a
vecinos pacíficos y oscuros, pero tenía que decir ahora cómo son los piratas;
oía gorjear a los jilgueros de su mujer, y poblaba en esos instantes de
albatros y grandes aves marinas los cielos sombríos y empavorecedores.
La
lucha que sostenía con editores rapaces y con un público indiferente se le antojó
el abordaje; la miseria que amenazaba su hogar, el mar bravío. Y al describir
las olas en que se mecían cadáveres y mástiles rotos, el mísero escritor pensó
en su vida sin triunfo, gobernada por fuerzas sordas y fatales, y a pesar de
todo fascinante, mágica, sobrenatural.
ESTAMPA
El
día fue caluroso. Se comienza a llenar de opalina sombra la hondonada, por cuyo
fondo discurren ondas brillantes y tersas. Los árboles extienden espesas copas
sobre la grama. En rústicos bancos están repartidas algunas parejas, las
cabezas inclinadas, las caras graves y felices, perdidas las miradas en el
tramonto. No se escuchan las palabras que murmuran los labios, pero se adivinan
apasionadas y dulces, de las que levantan hondas resonancias en el espíritu. Ponen
las girándulas su amarilla nota en el cielo verdemar, color de alma de Novalis.
Los astros arden entre el follaje. Un niño juega con su perro. De las aguas
asciende frescor perfumado que orea las frentes y extasía nuestros sentidos,
penetrándolos con su caricia clara. Lucen al escondite las luciérnagas.
Fuera
del cuadro un melancólico, la cara negra de sombra bajo el puntiagudo
sombrerillo, herido de amorosas penas tasca desdenes y medita en insolubles
enigmas. La tarde divina armoniza sus querellosas preocupaciones.
MUJERES
Siempre
me descubro reverente al paso de las mujeres elefantas, maternales, castísimas,
perfectas.
Sé
del sortilegio de las mujeres reptiles -los labios fríos, los ojos zarcos- que
nos miran sin curiosidad ni comprensión desde otra especie zoológica.
Convulso,
no recuerdo si de espanto o atracción, he conocido un raro ejemplar de mujeres
tarántulas. Por misteriosa adivinación de su verdadera naturaleza vestía
siempre de terciopelo negro. Tenía las pestañas largas y pesadas, y sus ojillos
de bestezuela cándida me miraban con simpatía casi humana.
Las
mujeres asnas son la perdición de los hombres superiores. Y los cenobitas
secretamente piden que el diablo no revista tan terrible apariencia en la hora
mortecina de las tentaciones.
Y
tú, a quien acompasadas dichas del matrimonio han metamorfoseado en lucia vaca
que rumia deberes y faenas, y que miras con tus grandes ojos el amanerado
paisaje donde paces, cesa de mugir, amenazadora al incauto que se acerca a tu
vida, no como el tábano de la fábula antigua, sino llevado por veleidades de
naturalista curioso.
LA HUMILDAD PREMIADA
En una
Universidad poco renombrada había un profesor pequeño de cuerpo, rubicundo,
tartamudo, que como carecía por completo de ideas propias era muy estimado en
sociedad y tenía ante sí brillante porvenir en la crítica literaria.
Lo que leía en
los libros lo ofrecía trasnochado a sus discípulos la mañana siguiente. Tan
inaudita facultad de repetir con exactitud constituía la desesperación de los
más consumados constructores de máquinas parlantes.
Y así
transcurrieron largos años hasta que un día, en fuerza de repetir ideas ajenas,
nuestro profesor tuvo una propia, una pequeña idea propia luciente y bella como
un pececito rojo tras el irisado cristal de una pecera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario