En
el fondo del caño hay un negrito
José Luis González
A
René Depestre
I
La primera vez que el
negrito Melodía vio al otro negrito en el fondo del caño1 fue
en la mañana del tercero o cuarto día después de la mudanza, cuando llegó
gateando hasta la única puerta de la nueva vivienda y se asomó para mirar hacia
la quieta superficie del agua allá abajo.
Entonces el padre,
que acababa de despertar sobre el montón de sacos vacíos extendidos en el piso,
junto a la mujer semidesnuda que aún dormía, le gritó:
—¡Mire… eche
p’adentro! ¡Diantre’e muchacho desinquieto!
Y Melodía, que no
había aprendido a entender las palabras pero sí a obedecer los gritos, gateó
otra vez hacia adentro y se quedó silencioso en un rincón, chupándose un dedito
porque tenía hambre.
El hombre se
incorporó sobre los codos. Miró a la mujer que dormía a su lado y la sacudió
flojamente por un brazo. La mujer despertó sobresaltada, mirando al hombre con
ojos de susto. El hombre rió. Todas las mañanas era igual: la mujer salía del
sueño con aquella expresión de susto que a él le provocaba un regocijo sin
maldad. La primera vez que vio aquella expresión en el rostro de su mujer no
fue en ocasión de un despertar, sino la noche que se acostaron juntos por
primera vez. Quizá por eso a él le hacía gracia verla despabilarse así todas
las mañanas.
El hombre se sentó
sobre los sacos vacíos.
—Bueno -se dirigió
entonces a la mujer—. Cuela el café.
Ella tardó un poco en
contestar:
—Ya no queda.
—¿Ah?
—No queda. Se acabó
ayer.
Él empezó a decir:
“¿Y por qué no compraste más?”, pero se interrumpió cuando vio que en el rostro
de su mujer comenzaba a dibujarse aquella otra expresión, aquella mueca que a
él no le causaba regocijo y que ella sólo hacía cuando él le dirigía preguntas como
la que acababa de truncar ahora. La primera vez que vio aquella expresión en el
rostro de su mujer fue la noche que regresó a casa borracho y deseoso de ella
pero la borrachera no lo dejó hacer nada. Tal vez por eso al hombre no le hacía
gracia aquella mueca.
—¿Conque se acabó
ayer?
—Ajá.
La mujer se puso de
pie y empezó a meterse el vestido por la cabeza. El hombre, todavía sentado
sobre los sacos vacíos, derrotó su mirada y la fijó durante un rato en los
agujeros de su camiseta.
Melodía, cansado ya de
la insipidez del dedo, se decidió a llorar. El hombre lo miró y le preguntó a
la mujer:
—¿Tampoco hay na pal
nene?
—Sí. Conseguí unas
hojitas de guanábana y le gua hacer un guarapillo horita.
—¿Cuántos días va que
no toma leche?
—¿Leche? -la mujer
puso un poco de asombro inconsciente en la voz-. No me acuerdo.
El hombre se levantó
y se puso los pantalones. Después se allegó a la puerta y miró hacia afuera. Le
dijo a la mujer:
—La marea ta alta.
Hoy hay que dir en bote.
Luego miró hacia
arriba, hacia el puente y la carretera. Automóviles, guaguas y camiones pasaban
en un desfile interminable. El hombre observó cómo desde casi todos los
vehículos alguien miraba con extrañeza hacia la casucha enclavada en medio de
aquel brazo de mar: el “caño” sobre cuyas márgenes pantanosas había ido
creciendo hacía años el arrabal. Ese alguien por lo general empezaba a mirar la
casucha cuando el automóvil, la guagua o el camión llegaba a la mitad del
puente, y después seguía mirando, volviendo gradualmente la cabeza hasta que el
automóvil, la guagua o el camión tomaba la curva allá adelante y se perdía de
vista. El hombre se llevó una mano desafiante a la entrepierna y masculló:
—¡Pendejos!
Poco después se metió
en el bote y remó hasta la orilla. De la popa del bote a la puerta de la casa
había una soga larga que permitía a quien quedara en la casa atraer nuevamente
el bote hasta la puerta. De la casa a la orilla había también un puentecito de
tablas, que se cubría con la marea alta.
Ya en tierra, el
hombre caminó hacia la carretera. Se sintió mejor cuando el ruido de los
automóviles ahogó el llanto del negrito en la casucha.
II
La segunda vez que el
negrito Melodía vio al otro negrito en el fondo del caño fue poco después del
mediodía, cuando volvió a gatear hasta la puerta y se asomó y miró hacia abajo.
Esta vez el negrito
en el fondo del caño le regaló una sonrisa a Melodía. Melodía había sonreído
primero y tomó la sonrisa del otro negrito como una respuesta a la suya.
Entonces hizo así con su manita, y desde el fondo del caño el otro negrito
también hizo así con su manita. Melodía no pudo reprimir la risa, y le pareció
que también desde allá abajo llegaba el sonido de otra risa. La madre lo llamó
entonces porque el segundo guarapillo de hojas de guanábana ya estaba listo.
Dos mujeres, de las afortunadas que vivían en tierra firme, sobre el fango
endurecido de las márgenes del caño, comentaban:
—Hay que velo. Si me
lo bieran contao, biera dicho que era embuste.
—La necesidá, doña. A
mí misma, quién me lo biera dicho, que yo diba llegar aquí. Yo que tenía hasta
mi tierrita.
—Pues nosotros juimos
de los primeros. Casi no bía gente y uno cogía la parte más sequecita, ¿ve?
Pero los que llegan ahora, fíjese, tienen que tirarse al agua, como quien dice.
Pero, bueno y esa gente, ¿de ónde diantre haberán salío?
—A mí me dijieron que
por ai por Isla Verde tan orbanisando y han sacao un montón de negros arrimaos.
A lo mejor son desos.
—¡Bendito!… ¿Y usté
se ha fijao en el negrito qué mono? La mujer vino ayer a ver si yo tenía unas
hojitas de algo pa hacele un guarapillo, y yo le di unas poquitas de guanábana
que me quedaban.
—¡Ay, Virgen,
bendito…!
Al atardecer, el
hombre estaba cansado. Le dolía la espalda, pero venía palpando las monedas en
el fondo del bolsillo, haciéndolas sonar, adivinando con el tacto cuál era un
vellón, cuál de diez, cuál una peseta. Bueno, hoy había habido suerte. El
blanco que pasó por el muelle a recoger su mercancía de Nueva York. Y el
compañero de trabajo que le prestó su carretón toda la tarde porque tuvo que
salir corriendo a buscar a la comadrona para su mujer, que estaba echando un
pobre más al mundo. Sí, señor. Se va tirando. Mañana será otro día.
Entró en un colmado y
compró café y arroz y habichuelas y unas latitas de leche evaporada. Pensó en
Melodía y apresuró el paso. Se había venido a pie desde San Juan para ahorrarse
los cinco centavos del pasaje.
III
La tercera vez que el
negrito Melodía vio al otro negrito en el fondo del caño fue al atardecer, poco
antes de que el padre regresara. Esta vez Melodía venía sonriendo antes de
asomarse, y le asombró que el otro también se estuviera sonriendo allá abajo.
Volvió a hacer así con la manita y el otro volvió a contestar. Entonces Melodía
sintió un súbito entusiasmo y un amor indecible por el otro negrito. Y se fue a
buscarlo.
En
este lado, 1954
1. Caño: Canal angosto, aunque navegable, de un
puerto o bahía.
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