viernes, 30 de abril de 2021

EL HOMBRE QUE CONTABA HISTORIAS, Oscar Wilde

 

EL HOMBRE QUE CONTABA HISTORIAS

Oscar Wilde

 


Había una vez un hombre muy querido de su pueblo porque contaba historias. Todas las mañanas salía del pueblo y, cuando volvía por las noches, todos los trabajadores del pueblo, tras haber bregado todo el día, se reunían a su alrededor y le decían:

—Vamos, cuenta, ¿qué has visto hoy?

Él explicaba:

—He visto en el bosque a un fauno que tenía la flauta y que obligaba a danzar a un corro de silvanos.

—Sigue contando, ¿qué más has visto? -decían los hombres.

—Al llegar a la orilla del mar he visto, al filo de las olas, a tres sirenas que peinaban sus verdes cabellos con un peine de oro.

Y los hombres lo apreciaban porque les contaba historias.

Una mañana dejó su pueblo, como todas las mañanas… Mas al llegar a la orilla del mar, he aquí que vio a tres sirenas, tres sirenas que, al filo de las olas, peinaban sus cabellos verdes con un peine de oro. Y, como continuara su paseo, en llegando cerca del bosque, vio a un fauno que tañía la flauta y a un corro de silvanos…

Aquella noche, cuando regresó a su pueblo y, como los otros días, le preguntaron:

—Vamos, cuenta: ¿qué has visto?

Él respondió:

—No he visto nada.

 

Oscar Wilde

 

Había una vez un hombre muy querido de su pueblo porque contaba historias. Todas las mañanas salía del pueblo y, cuando volvía por las noches, todos los trabajadores del pueblo, tras haber bregado todo el día, se reunían a su alrededor y le decían:

-Vamos, cuenta, ¿qué has visto hoy?

Él explicaba:

-He visto en el bosque a un fauno que tenía la flauta y que obligaba a danzar a un corro de silvanos.

-Sigue contando, ¿qué más has visto? -decían los hombres.

-Al llegar a la orilla del mar he visto, al filo de las olas, a tres sirenas que peinaban sus verdes cabellos con un peine de oro.

Y los hombres lo apreciaban porque les contaba historias.

Una mañana dejó su pueblo, como todas las mañanas… Mas al llegar a la orilla del mar, he aquí que vio a tres sirenas, tres sirenas que, al filo de las olas, peinaban sus cabellos verdes con un peine de oro. Y, como continuara su paseo, en llegando cerca del bosque, vio a un fauno que tañía la flauta y a un corro de silvanos… Aquella noche, cuando regresó a su pueblo y, como los otros días, le preguntaron:

-Vamos, cuenta: ¿qué has visto?

Él respondió:

-No he visto nada.

 

LA VERDAD SOBRE SANCHO PANZA, Franz Kafka

 

LA VERDAD SOBRE SANCHO PANZA

Franz Kafka

 


Sancho Panza, que por lo demás nunca se jactó de ello, logró, con el correr de los años, mediante la composición de una cantidad de novelas de caballería y de bandoleros, en horas del atardecer y de la noche, apartar a tal punto de sí a su demonio, al que luego dio el nombre de don Quijote, que este se lanzó irrefrenablemente a las más locas aventuras, las cuales empero, por falta de un objeto predeterminado, y que precisamente hubiese debido ser Sancho Panza, no hicieron daño a nadie. Sancho Panza, hombre libre, siguió impasible, quizás en razón de un cierto sentido de la responsabilidad, a don Quijote en sus andanzas, alcanzando con ello un grande y útil esparcimiento hasta su fin.

LA CHICA MÁS GUAPA DE LA CIUDAD, Charles Bukowski

 

LA CHICA MÁS GUAPA DE LA CIUDAD

Charles Bukowski

 

Cass era la más joven y la más bella de cinco hermanas. Cass era la chica más guapa de la ciudad. Medio aindiada, con un cuerpo extraño y flexible; un cuerpo de serpiente fiera con ojos a juego. Cass era fuego fluido en movimiento. Era como un espíritu atrapado en una forma incapaz de contenerla. Su pelo era negro y largo y sedoso y ondulaba por ahí tal como lo hacía su cuerpo. Su espíritu estaba siempre demasiado alto o demasiado bajo. No había punto medio para Cass. Algunos decían que estaba loca. Los aburridos lo hacían. Los aburridos nunca entenderían a Cass. Para los hombres ella era simplemente una máquina de sexo, y en realidad no les importaba si estaba loca o no. Y Cass bailaba y coqueteaba y los besaba, pero, a excepción de una vez o dos, cuando era hora de hacerlo con Cass ella siempre se escabullía, los eludía.

Sus hermanas la acusaban de desperdiciar su belleza, de no usar lo suficiente la cabeza, pero Cass tenía mente y espíritu; ella pintaba, bailaba, cantaba, hacía cosas con arcilla, y cuando la gente estaba lastimada, de espíritu o de cuerpo, Cass sufría profundamente por ellos.

Su mente era distinta; simplemente impráctica. Sus hermanas estaban celosas porque ella atraía a sus hombres, y estaban enojadas porque sentían que no sacaba el mejor provecho de ellos. Tenía el hábito de ser amable con los más feos; los hombres guapos la aburrían. “No tienen agallas”, decía, “cuentan demasiado con esos pequeños y perfectos lóbulos y esas bien formadas aletas de la nariz… pura superficie, sin entrañas…”.

Su temperamento era cercano a la locura, algunos lo llamarían locura. Su padre murió alcoholizado y su madre huyó, abandonándolas. Fueron a parar donde un familiar que las llevó a un convento. El convento era un lugar triste, más para Cass que para sus hermanas. Todas las chicas estaban celosas de ella, y había peleado con la mayoría. Tenía cicatrices de hojillas en todo el largo de su brazo izquierdo, producto de defenderse en dos peleas. También tenía una cicatriz en la mejilla izquierda, pero más allá de afearla, parecía embellecerla.

La conocí en el bar West End, cuando había apenas salido del convento. Por ser la más joven, fue la última en ser liberada. Simplemente entró y se sentó a mi lado. Yo era, probablemente, el hombre más feo de la ciudad y puede que tuviese algo que ver con eso.

“¿Bebes?” le pregunté.

“Claro, ¿por qué no?”

No creo que hubiese nada de inusual en nuestra conversación esa noche, simplemente ese era la sensación que Cass me transmitía. Ella me había elegido y era tan simple como eso. Sin presiones. Le gustaron sus bebidas y tomó varias. No parecía ser mayor de edad pero de igual manera le servían. Tal vez había olvidado su identificación, no lo sé. De cualquier manera, cada vez que volvía del baño y se sentaba a mi lado tengo que admitir que sentía algo de orgullo. No era tan solo la mujer más bella de la ciudad sino una de las más hermosas que yo había visto nunca.

Le rodeé la cintura con el brazo y la besé.

“¿Piensas que soy bonita?” me preguntó.

“Sí, claro, pero hay algo más… hay algo más allá de tu apariencia…”

“La gente siempre está acusándome de ser bonita. ¿Realmente crees que soy bonita?”

“Bonita no es la palabra, difícilmente te hace justicia.”

Cass alcanzó su bolso. Pensé que buscaba su pañuelo. Sacó un alfiler largo, de esos para fijar sombreros. Antes de que pudiese detenerla se clavó el alfiler en la nariz, atravesándola de lado a lado, justo encima de las aletas. Sentí asco y terror. Ella me miró y se rió.

“¿Todavía crees que soy bonita? ¿Qué piensas ahora, hombre?”

Le saqué el alfiler y detuve el sangrado con mi pañuelo. Varias personas, incluyendo el bartender, habían presenciado la escena. El bartender se acercó:

“Mira,” le dijo a Cass “lo haces de nuevo y te vas. No necesitamos tus actuaciones aquí.”

“Vete a la mierda, hombre.” le respondió.

“Haz que se comporte.” me dijo el bartender.

“Estará bien.” dije.

“Es mi nariz, puedo hacer lo que quiera con mi nariz.”

“No.” le dije “Me hace daño.”

“¿Me estás diciendo que te duele cuando me clavo una aguja en la nariz?”

“Sí, me duele. De verdad.”

“Está bien, no lo vuelvo a hacer. Anímate.”

Me besó sonriente mientras sostenía el pañuelo contra su nariz. Nos fuimos a mi casa cuando cerraron. Tenía algo de cerveza y nos sentamos a hablar. Fue ahí donde comencé a percibirla como una persona llena de amabilidad y preocupación. Se entregaba a sí misma sin darse cuenta. Y al mismo tiempo se refugiaba en zonas de salvaje incoherencia. Shitzi. Una hermosa y espiritual Schitzi. Tal vez algún hombre, algo, la arruinaría para siempre. Esperé no ser yo. Nos fuimos a la cama y luego de apagar las luces Cass me preguntó:

“¿Cuándo lo quieres? ¿Ahora o en la mañana?”

“En la mañana.” Le dije y me volteé de espaldas.

En la mañana me levanté e hice un par de cafés, le llevé uno a la cama. Ella se rió.

“Eres el primer hombre que lo ha rechazado en la noche.”

“Está bien.” Le dije “No tenemos que hacerlo.”

“No, espera, ahora quiero. Déjame refrescarme.”

Cass entró en el baño y salió poco después, maravillosa; su pelo largo y negro brillando, sus ojos y labios brillando, ella brillando… Mostraba su cuerpo calmadamente, como se muestran las cosas buenas. Se metió bajo las sábanas.

“Ven, amor mío.”

Me metí a su lado. Besaba con abandono pero sin prisa. Dejé que mis manos recorrieran su cuerpo, se metieran entre su pelo. La monté. Era caliente y estrecha. Comencé a moverme suavemente, queriendo que durase. Me miraba directamente a los ojos.

“¿Cómo te llamas?” le pregunté.

“¿Qué maldita diferencia hace?” me preguntó.

Me reí y continué. Luego se vistió y la llevé de nuevo al bar, pero era difícil olvidarla. No estaba trabajando por lo que dormía hasta las 2, luego me despertaba y leía el periódico. Estaba en la bañera cuando ella entró con una hoja grande ¾una oreja de elefante.

“Sabía que estarías en la bañera,” dijo “así que te traje algo para cubrir esa cosa, hijo de la naturaleza.”

Me arrojó la hoja de elefante.

“¿Cómo sabías que iba a estar en la bañera?”

“Lo sabía.”

Casi todos los días Cass llegaba cuando estaba en la bañera. Eran horarios distintos pero casi nunca se equivocaba, y siempre traía consigo la hoja de elefante. Y luego hacíamos el amor.

Una o dos noches me llamó por teléfono y tuve que pagar la fianza para sacarla de la cárcel por ebriedad y peleas.

“Esos hijos de puta.” decía “Sólo porque te compran un par de tragos piensan que pueden quitarte los pantalones.”

“Una vez que aceptas un trago creas tú misma el problema.”

“Pensé que estaban interesados en mí, no sólo en mi cuerpo.”

“Yo estoy interesado en ti y en tu cuerpo. Dudo, por otra parte, que la mayoría de los hombres puedan ver más allá de tu cuerpo.”

Dejé la ciudad por seis meses, deambulé por los alrededores, volví. Nunca olvidé a Cass, pero habíamos tenido una especie de discusión y yo tenía ganas de ponerme en marcha. Cuando volví imaginé que se había ido, pero no había pasado ni 30 minutos en el West End y ella entró y se sentó a mi lado.

“Bueno, bastardo, veo que volviste.”

Ordené una bebida, luego la miré. Tenía un vestido de cuello alto. Nunca la había visto con algo parecido, y bajo cada ojo, clavados, estaban dos alfileres con cabezas de cristal. Solo podías ver las cabezas, pero los tenía clavados en la cara.

“Maldita, ¿todavía intentas destruir tu belleza, no?”

“No, es la moda, tonto.”

“Estás loca.”

“Te he extrañado.” me dijo

“¿Hay alguien más?”

“No, no hay nadie más. Solo tú. Ahora trabajo, cuesta diez  dólares, pero para ti es gratis.”

“Quítate los alfileres.”

“No, es la moda.”

“Me ponen muy triste.”

“¿Estás seguro?”

“Claro que estoy seguro.”

Cass se sacó las agujas lentamente y las guardó en su bolso.

“¿Por qué peleas con tu belleza?” le pregunté “¿Por qué no vives con ella y ya?”

“Porque la gente cree que es todo lo que tengo. La belleza no es nada, no dura. No sabes lo afortunado que eres al ser feo, porque si la gente te quiere, sabes que es por otra cosa.”

“Ok.” dije “Soy afortunado.”

“No quiero decir que seas feo, la gente lo piensa. Yo creo que tienes una cara fascinante.”

“Gracias.”

Tomamos otro trago.

“¿Qué estás haciendo?” me preguntó.

“Nada. No puedo hacer nada. No tengo interés.”

“Yo tampoco. Si fueses mujer podrías ser puta.”

“No creo que podría mantener contacto con tantos extraños. Es agotador.”

“Tienes razón, es agotador. Todo es agotador.”

Nos fuimos juntos. La gente miraba a Cass por la calle. Era una mujer hermosa, tal vez más hermosa que nunca. Llegamos a mi casa y abrí una botella de vino y hablamos. Entre Cass y yo las cosas eran fáciles. Ella hablaba un rato y yo escuchaba y luego hablaba. Nuestra conversación fluía, parecíamos descubrir secretos juntos. Cuando descubríamos uno bueno Cass reía con esa risa ¾de la única forma en que sabía. Era como una alegría fogosa. Mientras hablábamos nos besábamos y nos acercábamos más y más. Luego nos calentábamos y decidíamos irnos a la cama. Fue luego, cuando Cass se quitó el vestido de cuello alto, que la vi ¾la fea y áspera cicatriz cruzándole la garganta. Era larga y gruesa.

“Maldita seas” le dije desde la cama “Maldita seas ¿qué hiciste?”

“Lo intenté con una botella rota una noche. ¿Ya no te gusto? ¿Todavía soy bonita?”

La atraje hacia la cama y la besé. Se alejó riendo.

“Algunos hombres me pagan los diez y me desvisto y luego ya no quieren hacerlo. Me quedo con los diez. Es muy gracioso.”

“Sí” le dije “No puedo parar de reírme… Cass, perra, te amo… deja de destruirte; eres la mujer más viva que he conocido.”

Nos besamos de nuevo. Cass lloraba silenciosamente. Podía sentir las lágrimas. El largo cabello negro yacía a mi lado como una bandera de muerte. Nos juntamos e hicimos el amor de forma lenta, sombría y maravillosa. En la mañana Cass se levantó para hacer el desayuno. Parecía calmada y feliz, hasta cantaba. Me quedé en la cama disfrutando de su felicidad. Finalmente se acercó a la cama y me sacudió.

“¡Despierta, bastardo! ¡Échate agua fría en la cara y en el pajarito y ven a disfrutar el festín!”

La llevé a la playa ese día. Era un día de semana y todavía no era verano así que todo estaba espléndidamente desierto. Los vagabundos de la playa, con sus harapos, dormían en el césped que nacía sobre la arena. Otros estaban sentados en bancos de piedra compartiendo una botella solitaria. Las gaviotas sobrevolaban distraídas. Ancianas de 70 u 80 discutían, sentadas en los bancos, si vender propiedades dejadas por sus esposos, asesinados hace mucho tiempo por el ritmo y la estupidez de la supervivencia.

Todo esto hacía que se respirara paz en el aire y caminamos y nos estiramos en el césped y no dijimos demasiado. Simplemente se sentía bien estar juntos. Compré un par de sándwiches, unas papas y bebidas y nos sentamos a comer en la arena. Luego abracé a Cass y nos dormimos como por una hora. De alguna manera era mejor que hacer el amor. Era un flujo sin tensiones.

Cuando nos despertamos volvimos a mi casa y cociné la cena.  Luego de comer le sugerí que viviésemos juntos. Esperó un largo tiempo, mirándome, y luego lentamente dijo “No.”

La llevé de nuevo al bar, le compré un trago y me fui. Conseguí un trabajo como parquero en una fábrica así que al día siguiente y el resto de la semana estuve trabajando. Estaba demasiado cansado pero el viernes fui al West End. Me senté y esperé a Cass. Las horas pasaban. Luego de que estuviera lo bastante borracho el bartender me dijo:

“Lo siento por tu novia.”

“¿Qué pasó?” pregunté.

“Lo siento ¿no lo sabías?”

“No.”

“Suicidio. La enterraron ayer.”

“¿Enterraron?” pregunté. Parecía que en cualquier momento fuese a entrar por la puerta. ¿Cómo podía haberse ido?

“Sus hermanas la enterraron.”

“¿Un suicidio? ¿Te importaría decirme cómo?”

“Se cortó la garganta.”

“Ya veo. Dame otro trago.”

Bebí hasta que cerraron. Cass era la más hermosa de cinco hermanas, la chica más bella de la ciudad. Logré manejar hasta mi casa y seguía pensando, debí de haber insistido en que se quedara conmigo en vez de conformarme con ese “No.”. Todo decía que yo le había importado. Simplemente había sido demasiado indeciso al respecto, demasiado flojo, demasiado despreocupado. Me merecía mi muerte y la de ella. Yo era un perro. No. ¿Por qué culpar a los perros?

Me levanté y conseguí una botella de vino que bebí entera. Cass, la chica más hermosa de la ciudad, estaba muerta a los 20 años. Afuera alguien tocaba la corneta con insistencia. Dejé la botella de vino y grité:

“MALDITO SEAS, HIJO DE PUTA, ¡CÁLLATE DE UNA BUENA VEZ!”

Y la noche siguió pasando y no había nada que yo pudiese hacer.

 

UNA CONFLAGRACIÓN IMPERFECTA, Ambrose Bierce

 

Una conflagración imperfecta (1886)
Ambrose Bierce


      En junio de 1872, una mañana temprano, asesiné a mi padre, acto que me produjo una tremenda impresión. Fue antes de mi boda, cuando aún vivía en Wisconsin con mi familia. Estábamos mi padre y yo en la biblioteca de casa repartiéndonos el producto de un robo que habíamos cometido aquella noche. Se trataba, en su mayor parte, de enseres domésticos, y la tarea de dividirlos equitativamente se presentaba difícil. Al principio nos entendimos muy bien sobre el reparto de las servilletas, toallas y cosas así, e incluso el reparto que hicimos de la plata fue bastante justo; pero cuando le tocó el turno a una caja de música, vimos que era muy problemático dividirla entre dos sin que esta división diera mucho resto. Aquella caja fue la que ocasionó el desastre y la desgracia de mi familia: si no la hubiéramos robado, mi padre aún estaría vivo.

       Era una obra de la más bella y exquisita artesanía, con incrustaciones de ricas maderas labradas con gran trabajo. No sólo tocaba una gran variedad de melodías sino que, incluso sin haberle dado cuerda, podía silbar como una codorniz, ladrar como un perro y cacarear al amanecer, además de recitar los diez mandamientos. Esta última característica fue la que más gustó a mi padre y le llevó a cometer el único acto deshonroso de su vida (aunque de haber seguido viviendo habría cometido alguno más): trató de ocultarme la caja y me juró por su honor que no la había cogido. Sin embargo, yo sabía de sobra que su intención al intervenir en el robo no había sido otra que la de hacerse con ella.

       La había escondido bajo su capa (nos las habíamos puesto para evitar ser reconocidos) y afirmaba solemnemente que no la tenía. Yo sabía que era mentira y además estaba al tanto de algo que él desconocía: si conseguía prolongar el reparto de los beneficios hasta el amanecer, la caja cacarearía y le delataría. Y así fue. Cuando la luz de gas de la biblioteca empezaba a palidecer y se adivinaban las formas de las ventanas tras las cortinas, un largo kikirikí salió de la capa de mi padre, seguido de unos cuantos compases del Tannhauser que terminaron en un sonoro “click”. El hacha que habíamos utilizado para entrar en la desafortunada mansión estaba sobre la mesa. La cogí. El anciano, al comprender que era inútil ocultar la caja por más tiempo, la sacó y la puso sobre la mesa.
       —Bueno, pártela por la mitad si así lo prefieres —dijo—. Yo sólo intentaba salvarla de la destrucción.

       Mi padre era un apasionado amante de la música: tocaba el acordeón con gran sentimiento.

       —No discuto la pureza de tus razones. Sería presuntuoso por mi parte juzgarte. Pero los negocios son los negocios y estoy dispuesto a disolver nuestra sociedad con esta hacha a menos que consientas llevar un cascabel en los robos futuros.
       —Imposible —dijo después de reflexionar—. No, no podría hacerlo, sería como una confesión de mi deshonra. La gente diría que no confiabas en mí.
       Su carácter y sensibilidad resultaban admirables. Me sentí orgulloso de él y a punto estuve de pasar por alto su falta. Pero una mirada rápida a la caja ricamente adornada me decidió y, como dije, despaché al viejo de este valle de lágrimas. Después de hacerlo me sentí un poco a disgusto. No sólo era mi padre —mi procreador—, sino que además iban a descubrir su cuerpo. Era ya pleno día y mi madre podía entrar en la biblioteca en cualquier momento. En tales circunstancias, lo más oportuno era acabar también con ella, y eso fue lo que hice. Después, pagué a los criados y los despedí.

       Aquella misma tarde fui a ver al comisario de policía; le conté todo y le pedí consejo. Sería muy doloroso para mí que los hechos salieran a la luz. Todo el mundo condenaría mi conducta y, si alguna vez intentaba presentarme a unas elecciones, los periódicos sacarían a relucir el asunto. El comisario comprendió el peso de estas consideraciones; él también era un asesino con gran experiencia. Tras consultar con el magistrado que presidía el Tribunal de Jurisdicción Variable, me aconsejó que ocultara los cadáveres en una de las estanterías de la biblioteca, que hiciera un buen seguro a la casa y le prendiera fuego. Enseguida me puse manos a la obra.

       En la biblioteca había una estantería que mi padre había comprado a un inventor chiflado hacía poco tiempo y que aún estaba vacía. Su forma y tamaño recordaban a los armarios antiguos que hay en los dormitorios que no tienen ropero. Se abría de arriba abajo, como los camisones de señora, y las puertas eran de cristal. Había amortajado a mis padres hacía unas horas y sus cuerpos estaban bastante rígidos para mantenerse erectos. Entonces los metí en una estantería, a la que había quitado las baldas, y tapé sus cristales con unas cortinas. Aunque el inspector de la compañía de seguros pasó media docena de veces por delante, no se dio cuenta de nada.

       Por la noche, después de obtener la póliza, prendí fuego a la casa y, a través del bosque, me dirigí a la ciudad que quedaba a unas dos millas. Allí me las ingenié para que me vieran en el momento en que más animación había. Dos horas después de haber provocado el incendio, me uní a la multitud y, dando gritos de dolor por la suerte de mis padres, volví a la casa en llamas. Cuando llegué, toda la ciudad estaba allí. El fuego había arrasado la casa, pero entre los rescoldos aún incandescentes, cerrada y en pie, estaba la estantería, completamente intacta. Las cortinas, evidentemente, habían ardido y, al quedar los cristales a la vista, la luz de las ascuas iluminaba su interior. Allí estaba mi querido padre, “tal y como era”, y a su lado la compañera de sus penas y alegrías. No tenían ni un solo pelo chamuscado y sus ropas estaban como nuevas. Las heridas que me vi obligado a causarles para llevar a cabo mis planes se podían apreciar claramente, en la cabeza y en la garganta. La gente se había quedado sin habla, como en presencia de un milagro. El respeto y el temor habían paralizado sus lenguas. Yo también me sentía muy afectado.

       Unos tres años después, cuando los sucesos aquí relatados ya casi se habían borrado de mi memoria, fui a Nueva York para ayudar a pasar unos bonos falsificados. Un día, al mirar el escaparate de una tienda de muebles, vi la réplica exacta de la estantería.

       —La compré por una miseria a un inventor arrepentido —me explicó el propietario—. Decía que era una estantería a prueba de fuego, que los poros de la madera habían sido rellenados con alumbre y que el cristal estaba hecho de asbestos. Supongo que no será cierto. Se la dejo al precio de una estantería normal.
       —No —dije—. Si no me puede garantizar que es a prueba de fuego, no la quiero.
       Le di los buenos días y me marché.

       No me la habría quedado por nada del mundo. Despertaba en mí unos recuerdos excesivamente desagradables.

 

jueves, 29 de abril de 2021

LA NIÑA, LA PUTA Y TÚ, Emerio Medina Peña

 

LA NIÑA, LA PUTA Y TÚ

Emerio Medina Peña

 


Tú nunca te quedas en el cuarto con la puta cuando los hombres entran. Tú no eres como ella. Tú eres otro tipo de gente. Otra clase de mujer. Eso lo tienes más que claro. Eso lo has sabido siempre.

Cuando los hombres entran, tú siempre los dejas solos con la puta. Los dejas solos con ella y te vas a caminar un poco. Andas por el barrio mirando a la gente que te ve pasar. Miras las casas con verjas y jardines. Las casas buenas del barrio con tanto color y tanta luz por dentro. Ninguna es como la tuya. La tuya es ese cuarto sin jardín y sin color. En ese cuarto sin jardín y sin color es donde la puta se ríe con los hombres.

Pero tú nunca te quedas en el cuarto. Te retiras de allí cuando los hombres llegan. Sales a dar una vuelta y los dejas solos con la puta. Caminas un poco por el barrio y te detienes a mirar las ventanas de la escuela. Te detienes a oír y te llega la voz de la niña.

La voz te llega entre todas las voces. Eso que llega y te martilla es la voz de la niña. Te ríes un poco recordando las cosas que la niña te cuenta. Ella siempre dice algo que te hace reír aunque no quieras. Te ríes siempre de sus cosas aunque tengas ganas de llorar. Aunque recuerdes que la puta se ríe con los hombres en tu cuarto.

A ti nunca te ha gustado reírte con la puta. Las cosas que la puta te cuenta te dan ganas de llorar. A ti te pueden acusar de cualquier cosa en el barrio junto quien menos de reírte con ella. A ti de cuántas cosas te acusó la gente. Pero no importa. A ti la gente nunca te dio nada.

La gente vive encerrada en sus casas con jardines y verjas. Siempre te ven pasar y te acusan de algo nuevo. La gente nunca se preocupó por ayudarte. Te criticaron, sí. Te criticaron. Siempre lo han hecho.

Te criticaron cuando quedaste embarazada. Cuando alguien preguntó quién era el padre y no supiste qué decir. Cuando te crecía la barriga y no pudiste ir más a la escuela. Te criticaron después cuando nació la niña y pedías que te ayudaran a criarla.

A ti nadie en este barrio te ayudó. Nadie vino a verte llorar en ese cuarto. A preguntar si te hacía falta cualquier cosa. A ti solo te miraban pasar entre las casas con jardines y verjas.

Y tú tratando de vivir. Tú tratando de salir adelante. Tú con la niña tratando de que las dos vivieran. Ella lo sabe todo. Sí, la puta. Todo es más fácil desde que ella apareció. Y a ti no te gustan las cosas de la puta. No quieres esa vida para ti. Tú quieres algo más. Siempre estabas queriendo otra cosa, pero la niña estaba allí.

La niña pedía cosas y solo la puta podía resolverlas. Tú no. Tú nunca podías nada. Tú sin un trabajo no podías. Sin alguien que ayudara un poco. Tú sola en ese cuarto con la niña. Tú pensando y pensando y mirando las  cosas que hacían falta. Tú esperando que la vida fuera otra. Tú recordando a los hombres del barrio que ofrecían ayudarte. Y qué podías hacer tú. Tú nada puedes todavía.

Pero la puta, sí. Ella se encierra con los hombres en el cuarto y tú te vas a dar unas vueltas por ahí. Te detienes cerca de la escuela y  miras las ventanas de las aulas. La voz de la niña te llega entre todas las voces y  te martilla en los oídos. Por dentro ríes un poco cuando oyes la voz de la niña. Te ríes un poco y piensas en la puta.

La puta y tú lloran juntas en el cuarto cuando se van los hombres. La puta tiene cosas que no entiendes. La puta llora un poco y te hace llorar a ti con las cosas que te cuenta. Y tú la dejas llorar porque no puedes hacer otra cosa. Pero tú no quieres que la puta llore delante de la niña. Tú le dices que no, que llore para ti, y tú con ella.

Cuando la niña llega de la escuela te cuenta cosas que te hacen reír. Y tú te ríes bastante con la niña. Te ríes de las cosas que te cuenta. Y ríen las tres dentro del cuarto: la niña, la puta y tú.

 

 

sábado, 24 de abril de 2021

LUNA DEL PARAÍSO, Vicente Aleixandre

LUNA DEL PARAÍSO

Vicente Aleixandre

 


Símbolo de la luz tú fuiste,
oh luna, en las nocturnas horas coronadas.
Tu pálido destello,
con el mismo fulgor que una muda inocencia,
aparecía cada noche presidiendo mi dicha,
callando tiernamente sobre mis frescas horas.

Un azul grave, pleno, serenísimo,
te ofrecía su seno generoso
para tu alegre luz, oh luna joven,
y tú tranquila, esbelta, resbalabas
con un apenas insinuado ademán de silencio.

¡Plenitud de tu estancia en los cielos completos!
No partida por la tristeza,
sino suavemente rotunda, liminar, perfectísima,
yo te sentía en breve como dos labios dulces
y sobre mi frente oreada de los vientos clementes
sentía tu llamamiento juvenil, tu posada ternura.

No era dura la tierra. Mis pasos resbalaban
como mudas palabras sobre un césped amoroso.
Y en la noche estelar, por los aires, tus ondas
volaban, convocaban, musitaban, querían.

¡Cuánto te amé en las sombras! Cuando aparecías en el monte,
en aquel monte tibio, carnal bajo tu celo,
tu ojo lleno de sapiencia velaba
sobre mi ingenua sangre tendida en las laderas,
Y cuando de mi aliento ascendía el más gozoso cántico
hasta mí el río encendido me acercaba tus gracias.

Entre las frondas de los pinos oscuros
mudamente vertías tu tibieza invisible,
y el ruiseñor silencioso sentía su garganta desatarse de amor
si en sus plumas un beso de tus labios dejabas.

Tendido sobre el césped vibrante,
¡cuántas noches cerré mis ojos bajo tus dedos blandos,
mientras en mis oídos el mágico pájaro nocturno
se derretía en el más dulce frenesí musical!

Toda tu luz velaba sobre aquella cálida bola de pluma
que te cantaba a ti, luna bellísima,
enterneciendo a la noche con su ardiente entusiasmo,
mientras tú siempre dulce, siempre viva, enviabas
pálidamente tus luces sin sonido.

En otras noches, cuando el amor presidía mi dicha,
un bulto claro de una muchacha apacible,
desnudo sobre el césped era hermoso paisaje.
Y sobre su carne celeste, sobre su fulgor rameado
besé tu luz, blanca luna ciñéndola.

Mis labios en su garganta bebían tu brillo, agua pura, luz pura;
en su cintura estreché tu espuma fugitiva,
y en sus senos sentí tu nacimiento tras el monte incendiado,
pulidamente bella sobre su piel erguida.

Besé sobre su cuerpo tu rubor, y en los labios,
roja luna, naciste, redonda, iluminada,
luna estrellada, por mi beso, luna húmeda
que una secreta luz interior me cediste.

Yo no tuve palabras para el amor. Los cabellos
acogieron mi boca como los rayos tuyos.
En ellos yo me hundí, yo me hundí preguntando
si eras tú ya mi amor, si me oías besándote.

Cerré los ojos una vez más y tu luz límpida
tu luz inmaculada me penetró nocturna.
Besando el puro rostro, yo te oí ardientes voces,
dulces palabras que tus rayos cedían,
y sentí que mi sangre, en tu luz convertida,
recorría mis venas destellando en la noche.

Noches tuyas, luna total: ¡oh luna, luna entera!
Yo te amé en los felices días coronados.
Y tú, secreta luna, luna mía,
fuiste presente en la tierra, en mis brazos humanos.

 

AL QUE INGRATO ME DEJA, BUSCO AMANTE…, Sor Juana Inés de la Cruz

 

AL QUE INGRATO ME DEJA, BUSCO AMANTE…

Sor Juana Inés de la Cruz

 


Al que ingrato me deja, busco amante;
al que amante me sigue, dejo ingrata;
constante adoro a quien mi amor maltrata;
maltrato a quien mi amor busca constante.

Al que trato de amor hallo diamante;
y soy diamante al que de amor me trata;
triunfante quiero ver al que me mata
y mato a quien me quiere ver triunfante.

Si a este pago, padece mi deseo:
si ruego aquel, mi pundonor enojo:
de entrambos modos infeliz me veo.

Pero yo por mejor partido escojo
de quien no quiero, ser violento empleo,
que de quien no me quiere, vil despojo.

 

viernes, 23 de abril de 2021

44 CONSEJOS PARA JÓVENES ESCRITORES, anónimo

 

44 CONSEJOS PARA JÓVENES ESCRITORES

Anónimo – Consejos



  1. Copiar en fichas todos los finales que se nos ocurran para un relato así como sus inicios, probar todas las combinaciones posibles y elegir la más eficaz.
  2. Contemplar la vida, los hechos, los sentimientos, las cosas, las palabras… con actitud de asombro, de extrañeza, y escribir a partir de las nuevas percepciones que así tengamos de todo ello.
  3. Inventar nuevas formas de enfocar nuestros actos cotidianos y escribir sobre ellos.
  4. Mirar los objetos de nuestra casa como si pertenecieran a otro mundo y escribir sobre la nueva forma de percibirlos.
  5. Inventar un mundo en el que las personas hablen con las cosas y las cosas hablen entre sí.
  6. De entre todas las ideas que se agolpan en nuestra mente, apuntar una; la más simple, la más atractiva o la primera que podamos atrapar, sin preocuparnos por perder las restantes en el camino.
  7. Es bueno relajarse unos minutos antes de comenzar a escribir, concentrarse en la respiración, para dejar fluir los pensamientos; coger al vuelo palabras que pasen por la mente y llevarlas a la página.
  8. Se puede trabajar con listas existentes, tales como las del listín telefónico, la carta de un restaurante o la cartelera de los cines.
  9. Plantearse la mayor cantidad posible de formas de soledad existentes para desarrollar en un texto la que más nos conmueva.
  10. Observar lugares bucólicos y describirlos. Extraer noticias truculentas de periódicos sensacionalistas y ambientar los sucesos en dichos lugares.
  11. Estar alerta cuando nos sentimos angustiados para rescatar aquellas imágenes que dan forma a la angustia.
  12. Escribir sin estar pendientes del calendario, del reloj ni de lo que consigamos; simplemente, hacerlo.
  13. Escribir sobre un tema, elegido a conciencia, que nos produzca la más intensa e íntima liberación.
  14. Imaginar varias situaciones que ocurren en distintos lugares a la misma hora como método para contar algo desde distintos puntos de vista.
  15. Repetir un mismo itinerario mental en distintas ocasiones para comparar resultados y recoger la mayor cantidad posible de material vivencial.
  16. Imaginar un viaje de afuera hacia adentro y otro de adentro hacia fuera de uno mismo y escribir «durante» el viaje.
  17. Planificar un viaje interior por el territorio que sea más propicio para las representaciones imaginarias.
  18. Practicar el aislamiento durante un período programado de tiempo que puede ir desde un día completo hasta una semana, un mes… y anotar lo que experimentamos en ese lapso.
  19. Escribir un texto a partir de la comparación de dos realidades: recuerdos, sueños, experiencias vividas, sonidos, perfumes…
  20. Escribir un texto a partir de semejanzas y diferencias que resulten de compararse uno mismo con otra persona.
  21. Encontrar las palabras que más placer nos produzcan o más significaciones nos provoquen, para constituirlas en componentes de una imagen.
  22. Apelar a nuestros sentidos diferenciando aromas, sabores, sonidos, observaciones y sensaciones táctiles de todo tipo para incluir en nuestra lista para constituir imágenes.
  23. Dividir un objeto en el mayor número posible de piezas que lo componen para jugar con ellas en un texto, llamando al objeto por el nombre de algunas de esas piezas o partes.
  24. Inventar situaciones, personajes, conceptos que nos permitan transgredir las funciones del lenguaje.
  25. Reunir todo tipo de géneros y discursos y a partir del contraste entre dos de ellos, para constituir una narración: noticias periodísticas, telegramas, poemas, diálogos escuchados al pasar, etcétera.
  26. Analizar todo tipo de palabras buscando la mayor cantidad de explicaciones posibles que en torno a ellas nos aporta material para un texto o nos permite, directamente, constituir el texto.
  27. Inventar imágenes inexistentes, con mecanismos similares a los productores de frases hechas, y desplegarlas literalmente en un texto.
  28. Tomar una idea conocida y asombrarse frente a ella como si nos resultara desconocida como método para conseguir material literario.
  29. Coleccionar refranes de distintas procedencias para trabajar con ellos en un texto.
  30. Inventar refranes y jugar con su sentido literal.
  31. Prestar atención a los episodios cotidianos, y convertir cada mínimo movimiento ocurrido en un espacio común —un bar, el metro, un edificio, la playa— en un episodio capaz de desencadenar otros muchos.
  32. Elegir momentos a distintas horas del día y describir todo lo que sentimos y lo que sucede a nuestro alrededor, más cerca y más lejos.
  33. Inventariar palabras a partir del alfabeto y crear entre ellas un itinerario, el esqueleto de una historia.
  34. Tomar todo tipo de secretos: un «secreto de familia», un «secreto de confesión», «el secreto de estado», «el secreto profesional», como motores de un texto.
  35. Hurgar en nuestro mundo interior, rescatar de él algún aspecto que no nos atrevemos a expresar y ponerlo en boca de un personaje.
  36. Confeccionar una lista de afirmaciones y otra de negaciones como posible material para un texto en el que se omita algo específico.
  37. Invertir el mecanismo lógico: secreto/confesión, es una manera de enfrentar la ficción. En consecuencia, partir de una confesión para luego inventar el secreto.
  38. Emborronar folios durante diez minutos exactos cada día. Al cabo de cada mes (y por ninguna razón antes) leer lo apuntado. Dicha lectura constituirá una grata sorpresa para su autor. Dado que escribió asociando libremente, el material acopiado será heterogéneo y muy aprovechable para ser transformado en texto literario.
  39. Contar lo diferente y no lo obvio de cada día.
  40. Trazarse un boceto de escritura «en ruta» y atrapar las ideas susceptibles de ser incorporadas a nuestra futura obra.
  41. Recopilar anécdotas ajenas y apropiarse de algún detalle de cada una o de su totalidad.
  42. Del intercambio de textos con otros escritores pueden surgir propuestas y comentarios reveladores.
  43. Imitar una página del texto de un escritor consagrado y comprobar el ensamblaje de las palabras.
  44. Rescatar la espontaneidad del niño. Jugar y crear con todo lo que se tiene a mano.

 

CONSIDERANDO EN FRÍO, IMPARCIALMENTE..., César Vallejo

 CONSIDERANDO EN FRÍO, IMPARCIALMENTE...

César Vallejo

 


Considerando en frío, imparcialmente,
que el hombre es triste, tose y, sin embargo,
se complace en su pecho colorado;
que lo único que hace es componerse
de días;
que es lóbrego mamífero y se peina...

Considerando
que el hombre procede suavemente del trabajo
y repercute jefe, suena subordinado;
que el diagrama del tiempo
es constante diorama en sus medallas
y, a medio abrir, sus ojos estudiaron,
desde lejanos tiempos,
su fórmula famélica de masa...

Comprendiendo sin esfuerzo
que el hombre se queda, a veces, pensando,
como queriendo llorar,
y, sujeto a tenderse como objeto,
se hace buen carpintero, suda, mata
y luego canta, almuerza, se abotona...

Considerando también
que el hombre es en verdad un animal
y, no obstante, al voltear, me da con su tristeza en la cabeza...

Examinando, en fin,
sus encontradas piezas, su retrete,
su desesperación, al terminar su día atroz, borrándolo...

Comprendiendo
que él sabe que le quiero,
que le odio con afecto y me es, en suma, indiferente...

Considerando sus documentos generales
y mirando con lentes aquel certificado
que prueba que nació muy pequeñito...

le hago una seña,
viene,
y le doy un abrazo, emocionado.
¡Qué más da! Emocionado... Emocionado...

 

 

EL VICIO DE LEER, Edith Wharton

 

EL VICIO DE LEER

Edith Wharton



El hecho de que «la difusión del conocimiento» suela ser clasificada, junto con la máquina de vapor y el sufragio universal, en la categoría de los avances modernos ha dado lugar al surgimiento de un vicio nuevo: el vicio de la lectura.

No hay vicios tan difíciles de erradicar como aquellos que popularmente se consideran virtudes. Entre estas virtudes la más notable es el vicio de la lectura. Se suele admitir que la lectura de basura es un vicio y sin embargo la lectura per se —el hábito de leer— pese a ser nuevo, figura ya entre virtudes tan bien reputadas como la sobriedad, el ahorro, madrugar y practicar regularmente ejercicio. Sin embargo, hay algo particularmente agresivo en la virtud del sentido del deber que posee un lector. Para quienes se atienen a las indicaciones más estrictas de la preceptiva, el lector aparece como alguien que cumple con las reglas de la perfección: «Cuánto me hubiese gustado haber leído tanto como usted», le confiesa el novicio iletrado al adepto a la excelencia, y el lector, tan acostumbrado al incienso del aplauso indiscriminado, mira su ocupación con toda naturalidad como un logro intelectual notable.

La lectura como ejercicio deliberado lo que podríamos llamar lectura volitiva— es equiparable a la erudición con relación a la cultura. La verdadera lectura es una acción refleja. El lector nato lee de forma tan inconsciente como respira y, para llevar la analogía un grado más lejos, podría decirse que la lectura tiene tanto de virtuoso como respirar. Resulta meritoria en la misma proporción en que se convierte en una tarea gratuita. ¿En última instancia, qué es la lectura sino el intercambio de pensamiento entre el lector y el escritor? Si el libro entra en la mente del lector del mismo modo que abandonó la del escritor —sin ningún añadido o modificación como las que inevitablemente se producen por contacto con un nuevo cuerpo de pensamiento— entonces ha sido leído sin propósito alguno. En estos casos, naturalmente, la culpa no siempre es del lector. Hay libros que son siempre el mismo, incapaces de modificar o de ser modificados, pero este tipo de libros no cuentan como factores en la literatura. El valor de los libros es proporcional a lo que podría llamarse su plasticidad, es decir, su cualidad de ser todas las cosas para todos los hombres, de ser moldeados de muchas maneras por efecto del impacto con formas frescas de pensamiento. Cuando, por una razón o por otra, falta esta adaptabilidad recíproca, la auténtica cópula entre el libro y el lector no es posible. En este sentido puede decirse que no hay un patrón abstracto de valores en literatura: la medida de los libros más grandes que se han escrito es únicamente lo que cada lector es capaz de sacar de ellos. Los mejores libros son aquellos de los que los mejores lectores han conseguido extraer la mayor cantidad de los mejores pensamientos. Pero generalmente de este tipo de libros es de los que menos obtiene el lector pobre.

Por consiguiente, ser un lector pobre debe considerarse una desgracia, pero no es un fallo en absoluto. ¿Por qué deberíamos ser todos lectores? No se espera de todos nosotros que seamos músicos: en cambio debemos leer, de modo que quienes no son capaces de leer creativamente lo hacen mecánicamente. ¡Como si el que no tiene aptitud para el violín pensara que es lo mismo tocar el violín que darle a la manivela de un organillo! En materia de lectura hay que entender de buen principio que quienes la ofenden de verdad no son los que se limitan a leer la consabida basura. El que se confiesa devorador de narrativa estúpida es muy poco dañino. Quien festeja «la novela del momento», no constituye un obstáculo serio para el desarrollo de la literatura. El criterio que considera las divisiones naturales del melón como una indicación de que es una fruta que debe comerse en famille, podría considerar también que ciertas obras, —libros automáticos, que no requieren esfuerzo como no sea pasar las páginas y usar los ojos— están especialmente diseñadas para el consumo del lector mecánico. La providencia nos proporciona innumerables autores cuya misión obvia consiste en proteger a la literatura de los estragos de los tontos. El lector mecánico se convierte en un peligro para las letras sólo cuando osa pastar en prados que no son los que le están predestinados. Por desgracia, la idea de que la lectura es una cualidad moral ha llevado a muchas personas razonables a renunciar a la lectura ligera e inocua a favor de cópulas más agotadoras. Son personas para quienes «leer es una disciplina». ¡La «plataforma» de los más ambiciosos en efecto implica la determinación de mantenerse al día de todo lo que se escribe! Para este tipo de lectores el mayor y más fuerte incentivo aparentemente es este deseo de mantenerse al día: parecen considerar la literatura como un tranvía que sólo puede «abordarse» a la carrera; mientras que muchos lectores natos no tienen empacho en holgazanear a la hora del té en calesas o en coches tirados por caballos, sin preocuparse demasiado de los nuevos medios de locomoción.

El vicio de la lectura se convierte en una amenaza para la literatura cuando el lector mecánico, armado con esta elevada concepción de su propio deber, invade el ámbito de las letras: analiza, critica, condena, o peor aún, elogia. Aun así, sería de un gusto más bien dudoso reprobar una intrusión movida por motivos tan respetables sino fuera que la incorregible autosuficiencia del lector mecánico lo convierte en un típico objeto de ataque. El que da vueltas a la manivela del organillo no puede compararse con Paderewski, pero el lector mecánico jamás pone en duda su propia competencia intelectual. Del mismo modo que la gracia da la fe, se supone que la mejora de uno mismo confiere inteligencia.

Leer no es una virtud, pero leer bien es un arte, un arte que sólo el lector nato puede adquirir. El don de la lectura no es una excepción a la regla según la cual las dotes naturales han de ser cultivadas por medio de la práctica y la disciplina; pero si no hay una aptitud innata el entrenamiento no sirve de nada. Es típico del lector mecánico creer que las intenciones pueden suplir a las aptitudes.

Tanto es así que hay algunos signos genéricos por los cuales el lector nato detecta a su copia manufacturada, cualquiera que sea el disfraz detrás del que se oculte. Una de estas idiosincrasias es el hábito de mirar objetivamente la lectura. Puesto que siempre lee conscientemente, el lector mecánico sabe con exactitud cuánto ha leído y nos lo dirá con el orgullo de la hacendosa ama de casa que es capaz de calcular al dedillo el consumo diario de comida en su casa. Así como el ama de casa suele acudir al mercado cada día a una hora determinada, así también el lector mecánico tiene un tiempo fijo para dedicar a sus actividades intelectuales, y suele leer un número determinado de horas al día. Una afirmación en los diarios juveniles de Hamerton —«comienzo ahora un curso de lectura poética que empieza con cincuenta horas de Chaucer; y como le dediqué una hora y media anoche, me quedan exactamente cuarenta y ocho horas y media»— es un buen ejemplo de este tipo de lectura. De esto se sigue que quien lee por tiempos, suele «no tener tiempo para leer», problema desconocido para el lector nato cuya lectura forma una corriente continua, que fluye por debajo de todas sus ocupaciones.

El lector mecánico es el esclavo de su marca en el libro: si la pierde se ve obligado a volver a empezar desde el comienzo. Dicen que uno de esos lectores estuvo atrapado en el «fuego y la espada en el Sudán» durante todo un año por obra de un travieso pariente que se las ingenió para desplazar el punto de lectura del libro cada noche. El lector nato es su propia marca en el libro. Recuerda instintivamente en qué punto del argumento dejó el libro y las páginas se abren justo allí donde debe proseguir la lectura. Típico del lector mecánico es decir que es uniformemente escrupuloso en su tarea: una de sus reglas es no saltarse nunca una palabra y siempre contesta con un triunfante sí a aquella pregunta inmortal del doctor Johnson: «¿Lee usted los libros de cabo a rabo?». Evidentemente, este principio inexorable se basa en el hecho de que el lector mecánico es incapaz de discernir intuitivamente si un libro merece ser leído o no. De hecho es incapaz de formarse una opinión de lo que lee hasta que consigue terminar la última línea del texto, y ni siquiera es capaz de dar razones adecuadas sobre su opinión cuando consigue formarse alguna. Como ve todos los libros desde afuera, y no establece ningún punto de contacto con la mente del autor, no hace ninguna concesión al temperamento o al contexto, pues ese proceso de transposición y selección hace que el más impersonal de los libros se convierta en el producto de condiciones únicas.

Es obvio que al lector mecánico, al tomar cada libro por separado como si fuera un ente suspendido en lo inane, se le escapan todos los atajos y encrucijadas de su asunto. Se parece a un turista que va de una «vista» a otra sin mirar nada que no esté en su guía de viaje. Las delicias del merodeo intelectual, la busca improvisada tras una alusión fugaz, sugerida a veces por el giro de una frase o por la mera complexión de una palabra, las ignora serenamente. Con él la cosa es el libro: la idea de usarlo como clave de armonías imprevistas, como vía de acceso a algún paysage choisi del espíritu está más allá de su alcance.

El lector mecánico considera que su deber es leer cada libro del que se habla; un deber que le resulta menos oneroso por el hecho de que puede juzgar de antemano, a partir de las dimensiones materiales de cada libro, cuánto espacio ocupará en su cabeza: no tiene necesidad de expandirse. Para el lector mecánico los libros leídos no son plantas que enraízan y dan ramas, que se entrelazan unas con otras, sino fósiles etiquetados y guardados en estanterías del gabinete de un geólogo; o quizás prisioneros condenados una reclusión solitaria para toda la vida. En mentes como ésta los libros nunca conversan entre sí.

Los pasos del lector mecánico están guiados por la vox populi: va directamente en busca del libro del que todo el mundo habla, y su sentido de la importancia del libro es proporcional al número de ediciones agotadas antes que a la publicación, pues no sabe distinguir entre las diferentes clases de libros de los que todo el mundo habla, ni entre las voces que hablan acerca de ellos.

Una parte del deber del lector mecánico es opinar acerca de cada libro que lee, y a veces es llevado a extraños desvíos en su tarea. Es natural en él desconfiar y rechazar un libro si no lo entiende. «Puesto que no puedo leer quisiera quemar todos los libros». En lo más hondo de su corazón, el lector mecánico a veces puede hacerse eco de este momento de envidia del doctor Fausto, pero como también es parte de su deber «estar orgulloso de la lectura», se siente obligado a reprimir este impulso bibliócida, de modo que sigue adelante cuando en realidad el linchamiento habría sido tanto más simple.

Es natural que quien considera la lectura como una obligación moral confunda los juicios morales con los juicios intelectuales. He aquí un libro del que todo el mundo habla; la cantidad de ediciones de que ha sido objeto es una prueba casi incontestable de su mérito. Pero para el lector mecánico es un libro críptico y, por consiguiente, él se limita a desaprobarlo. Por supuesto, admite que es un libro inteligente, pero —dice— uno de los personajes «no es simpático»; ergo, el libro no es simpático; le sorprende haberlo leído. Tras algunos experimentos como estos, el lector mecánico se da cuenta de la potencia de la desaprobación como arma crítica, y muy pronto ésta se convierte en su principal defensa contra la irritante exigencia de tener que admirar lo que no entiende. A veces su desaprobación es mitigada por efecto de algunas concesiones filosóficas a la laxitud humana: como ocurrió con aquella señora que no podía aprobar las novelas de Balzac pero que estaba perfectamente dispuesta a admitir “que estaban escritas en un francés muy bello”. Un ejemplo muy refinado de esta desaprobación atemperada lo proporciona el veredicto de la señora Barbauld acerca de The Ancient Mariner: lo declaró «improbable».

La obligación de expresar una opinión sobre cualquier libro del que se esté hablando en determinado momento ha terminado imponiendo ese hábito, tan natural como reprobable, de hablar por boca de otros. Cualquiera que frecuente un grupo de lectores mecánicos enseguida se acostumbra a su manera socialista de compartir algunas fórmulas, así como al rápido proceso de erosión y distorsión que sufren las opiniones prestadas. Tenemos noticia de algunos individuos suficientemente desalmados como para disfrutar cogiendo desprevenido al lector mecánico que reclama una opinión, y hay que admitir que a veces el resultado justifica la teoría de que los pasatiempos más divertidos son los que se sazonan con crueldad. Los recursos de los lectores mecánicos suelen dar prueba de lo inventivos que pueden llegar a ser: hubo una señora que, cuando le preguntaron de improviso qué pensaba sobre «Quo Vadis», contestó que no había encontrado problema alguno en el libro salvo que «no pasaba nada».

Hasta ahora nos hemos ocupado solamente de lo que podría llamarse el lector mecánico medio: una designación que cabe a la inmensa mayoría de los consumidores de libros. Sin embargo, hay otro tipo de lector mecánico mucho más sorprendente: el que practica la diversión filistea de «entender lo obvio» e incursiona de forma atrevida «en la amargura de las cosas ocultas». El trascendentalismo debe mucho de su perenne popularidad a este culto por lo ininteligible, y sus discípulos proceden en gran medida de esta clase de lectores, que consideran una hazaña intelectual leer un libro para entenderlo. Sin embargo, estos devotos de lo esotérico son demasiado infrecuentes para resultar dañinos. Quien verdaderamente pone en peligro la integridad de las letras es el lector mecánico medio, aunque parezca curioso que carguemos contra esta voraz mayoría de lectores. ¿Por qué deberíamos acusar de malicia a quienes sostienen la demanda de centenares de miles de libros?

En aquel agudo estudio de personajes, «Manoeuvring», la señorita Edgeword afirma de uno de sus personajes: «Su pensamiento nunca había sido abrumado por un torrente de enseñanzas inútiles. Que el flujo de la literatura no le había afectado se veía simplemente por su fertilidad». No hay forma más afortunada de describir a quienes leen intuitivamente; el lector mecánico es exactamente la antítesis de esto. Su pensamiento está devastado por ese torrente de enseñanzas inútiles que sus exigencias han hecho prosperar. Es muy probable que si los únicos que leyeran fuesen aquellos que saben leer, los únicos que produjeran libros fueran quienes saben cómo escribirlos; lo mínimo que cabría reprocharle al lector mecánico es que haya alentado al autor mecánico. De hecho, está hecho el uno para el otro y se aprecian el uno al otro impunemente.

Cuatro son los perjuicios que causa el lector mecánico. En primer lugar estimula la demanda de la escritura mediocre, facilita la carrera del autor mediocre. El crimen de empujar al talento creativo hacia la categoría de la producción mecánica constituye de hecho el atentado más grave que comete el lector mecánico.

En segundo lugar, dada su pasión por convertir en «populares» los asuntos más abstrusos y difíciles, y dada su confusión entre los tópicos científicos recalentados a toda prisa con las concepciones maduradas lentamente propias del pensador original, el lector mecánico se convierte en un factor de retraso de la verdadera cultura, y rebaja el caudal de posibles obras verdaderamente perdurables.

El tercer perjuicio que este tipo de lectores causa a la literatura es confundir los juicios morales con los intelectuales. Hace tiempo que se reconoce la pobreza del credo literario según el cual se escribe «por amor al arte». El lector mecánico impide la producción de obras maestras no sólo por el hecho de requerir que el escritor imaginativo se dedique a los “asuntos refinados” sino por su propia incapacidad de discernir los “asuntos refinados” en un libro cualquiera, por maravilloso que éste sea. Lo cual implica un obstáculo insalvable para sus capacidades. Para quienes consideran la literatura como una crítica de la vida nada es más desconcertante que esta incapacidad para distinguir entre la tendencia principal de un libro –su valor técnico e imaginativo conjuntamente— y sus cualidades meramente episódicas. Quizás sea natural que el lector mecánico confunda lo que no es moral con lo inmoral; se le puede perdonar que clasifique erróneamente libros tales como La cartuja de Parma o La vida de Benvenuto Cellini. Los daños que causa a la literatura se deben a que ignora irremediablemente el hecho de que un retrato biográfico serio no debe ser juzgado por los incidentes que cuenta sino por el sentido que les da el autor. El libro dañino es el libro trivial: que la contemplación de la vida dé por resultado Fausto o Faublase depende del escritor, no del tema. Para verificar la ausencia de esta percepción en el lector medio, hay que mirar los libros «impropios» de la narrativa actual en inglés. En estas obras, que son objeto de goce bajo protesta, con el argumento de que son «desagradables pero tan poderosas», se ve el reflejo de la imagen que los grandes retratos biográficos dejan en las mentes del lector mecánico y de su novelista. Se urden con coherencia incidentes «dolorosos»; pero como todo lo demás pasa desapercibido, se deja a un lado.

Por último, al demandar una literatura ya masticada y dada a su incapacidad para distinguir entre los medios y el fin, el lector mecánico orienta de modo erróneo las tendencias de la crítica o, mejor dicho, produce una criatura a su imagen y semejanza: el crítico mecánico. No hace mucho, el corresponsal en Londres de un periódico en Nueva York citaba a «un comentarista inglés muy conocido» que afirmaba que los lectores ya no tienen tiempo para leer análisis críticos de los libros, y que lo que querían era un resumen de sus contenidos. Por supuesto que determinar hasta qué punto se beneficia la literatura de la crítica es un asunto abierto (y que supera con mucho al alcance de nuestro argumento); pero evidentemente hablar del análisis de un libro como un tipo de crítica y del catalogar su contenido como otro tipo de crítica es absurdo. El lector nato puede querer o no oír lo que tiene que decir un crítico acerca de un libro, pero si le interesa la crítica le importa la única que merece ese nombre: el análisis de un tema y su estilo. Seguramente quien no tiene tiempo para una crítica semejante tampoco lo tiene para pasar revista a los contenidos de un libro: el inventario de sus incidentes que concluye con el convencional «pero no vamos a estropear el goce del lector revelando…». Quien reclama este tipo de inventarios y los llama crítica es el lector mecánico, y como este tipo de lector configura la mayoría, se produce inevitablemente la rápida sustitución del crítico por el comentarista que se limita a extraer mecánicamente la trama de un libro. Tanto si la verdadera crítica es útil a la literatura como si no lo es, está claro que dichas seudo reseñas son dañinas puesto que colocan libros de cualidades muy diferentes en el mismo nivel de mediocridad, ignorando sus verdaderos atributos y su importancia. Resulta imposible dar una idea del valor de un libro cualquiera, salvo quizás de las historias de detectives, por el mero resumen de sus contenidos; e incluso cuando se trata de un relato policiaco malo las cualidades que lo diferencian de otro bueno no son la forma en que se distribuyen los incidentes sino el modo en que se maneja el tema y la elección de los medios adecuados para producir un efecto determinado. Todas las formas del arte se basan en el principio de selección, y si ese principio no se aplica a la suma total de cualquier producción intelectual no puede haber crítica genuina.

 De modo que el lector mecánico trabaja sistemáticamente contra la literatura. Como es obvio, para quien es más perjudicial es para el escritor. La ancha vía que conduce a la aprobación de este lector es tan fácil de hollar y está tan firmemente amarrada a prósperos compañeros de ruta, que más de un joven peregrino se ha sentido atraído por ella a causa de un simple afán de compañía; y es muy probable que sólo al final del viaje —cuando llegue al palacio de las perogrulladas y se entregue a un festín de elogios indiscriminados, con los garabateadores que tanto ha despreciado sirviéndose una y otra vez del mismo plato ufano que ha sido preparado en su honor—, sus pensamientos vuelvan con nostalgia en busca de aquel otro camino, el sendero recto que conduce al reino de «los pocos afortunados».

 Edith Wharton (Trad. Pedro Santander).  Revista Trama & texturas, Nº. 6, 2008, páginas 9-15

LA CERILLA SUECA, Antón Chejov

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