MANUAL
DE INSTRUCCIONES (fragmento)
Julio Cortázar
La tarea de ablandar
el ladrillo todos los días, la tarea de abrirse paso en la masa pegajosa que se
proclama mundo, cada mañana topar con el paralelepípedo de nombre repugnante,
con la satisfacción perruna de que todo esté en su sitio, la misma mujer al
lado, los mismos zapatos, el mismo sabor de la misma pasta dentífrica, la misma
tristeza de las casas de enfrente, del sucio tablero de ventanas de tiempo con
su letrero «Hotel de Belgique».
Meter la cabeza como
un toro desganado contra la masa transparente en cuyo centro tomamos café con
leche y abrimos el diario para saber lo que ocurrió en cualquiera de los
rincones del ladrillo de cristal. Negarse a que el acto delicado de girar el
picaporte, ese acto por el cual todo podría transformarse, se cumpla con la
fría eficacia de un reflejo cotidiano. Hasta luego, querida. Que te vaya bien.
Apretar una cucharita
entre los dedos y sentir su latido de metal, su advertencia sospechosa. Cómo
duele negar una cucharita, negar una puerta, negar todo lo que el hábito lame
hasta darle suavidad satisfactoria. Tanto más simple aceptar la fácil solicitud
de la cuchara, emplearla para revolver el café.
Y no que esté mal si
las cosas nos encuentran otra vez cada día y son las mismas. Que a nuestro lado
haya la misma mujer, el mismo reloj, y que la novela abierta sobre la mesa eche
a andar otra vez en la bicicleta de nuestros anteojos, ¿por qué estaría mal?
Pero como un toro triste hay que agachar la cabeza, del centro del ladrillo de
cristal empujar hacia afuera, hacia lo otro tan cerca de nosotros, inasible
como el picador tan cerca del toro. Castigarse los ojos mirando eso que anda
por el cielo y acepta taimadamente su nombre de nube, su réplica catalogada en
la memoria. No creas que el teléfono va
a darte los números que buscas. ¿Por qué te los daría? Solamente vendrá lo que
tienes preparado y resuelto, el triste reflejo de tu esperanza, ese mono que se
rasca sobre una mesa y tiembla de frío.
Rómpele la cabeza a
ese mono, corre desde el centro de la pared y ábrete paso. ¡Oh, como cantan en
el piso de arriba! Hay un piso de arriba en esta casa, con otras gentes. Hay un
piso de arriba donde vive gente que no sospecha su piso de abajo, y estamos
todos en el ladrillo de cristal. Y si de pronto una polilla se para al borde de
un lápiz y late como un fuego ceniciento, mírala, yo la estoy mirando, estoy
palpando su corazón pequeñísimo, y la oigo, esa polilla resuena en la pasta de
cristal congelado, no todo está perdido. Cuando abra la puerta y me asome a la
escalera, sabré que abajo empieza la calle; no el molde ya aceptado, no las
casas ya sabidas, no el hotel de enfrente; la calle, la viva floresta donde
cada instante puede arrojarse sobre mí como una magnolia, donde las caras van a
nacer cuando las mire, cuando avance un poco más, cuando con los codos y las
pestañas y las uñas me rompa minuciosamente contra la pasta del ladrillo de
cristal, y juegue mi vida mientras avanzo paso a paso para ir a comprar el
diario a la esquina.
Tomado
de: Historias de cronopios y de famas (1962)
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