UN
HOMBRE SIN SUERTE
Samanta Schweblin
El día que cumplí
ocho años, mi hermana —que no soportaba que dejaran de mirarla un solo segundo—
se tomó de un saque una taza entera de lavandina. Abi tenía tres años. Primero
sonrió, quizá por el mismo asco, después arrugó la cara en un asustado gesto de
dolor. Cuando mamá vio la taza vacía colgando de la mano de Abi, se puso más
blanca todavía que ella.
—Abi-mi-dios —eso fue
todo lo que dijo mamá—. Abi-mi-dios —y todavía tardó unos segundos en ponerse
en movimiento.
La sacudió por los
hombros, pero Abi no respondió. Le gritó, pero Abi tampoco respondió. Corrió
hasta el teléfono y llamó a papá y, cuando volvió corriendo, Abi todavía seguía
de pie, con la taza colgándole de la mano. Mamá le sacó la taza y la tiró en la
pileta. Abrió la heladera, sacó la leche y la sirvió en un vaso. Se quedó
mirando el vaso, luego a Abi, luego el vaso y finalmente tiró también el vaso a
la pileta. Papá, que trabajaba muy cerca de casa, llegó casi de inmediato, pero
todavía le dio tiempo a mamá de hacer todo el show del vaso de leche una vez
más, antes de que él empezara a tocar la bocina y a gritar.
Cuando me asomé al
living, vi que la puerta de entrada, la reja y las puertas del coche ya estaban
abiertas. Papá volvió a tocar bocina y mamá pasó como un rayo cargando a Abi contra
su pecho. Sonaron más bocinas y mamá, que ya estaba sentada en el auto, empezó
a llorar. Papá tuvo que gritarme dos veces para que yo entendiera que era a mí
a quien le tocaba cerrar.
Hicimos las diez
primeras cuadras en menos tiempo de lo que me llevó cerrar la puerta del coche
y ponerme el cinturón. Pero cuando llegamos a la avenida el tráfico estaba
prácticamente parado. Papá tocaba bocina y gritaba: ¡Voy al hospital! ¡Voy al
hospital! Los coches que nos rodeaban maniobraban un rato y milagrosamente
lograban dejarnos pasar, pero entonces, un par de autos más adelante, todo
empezaba de nuevo. Papá frenó detrás de otro coche, dejó de tocar bocina y se
golpeó la cabeza contra el volante. Nunca lo había visto hacer una cosa así.
Hubo un momento de silencio y entonces se incorporó y me miró por el espejo
retrovisor. Se dio vuelta y me dijo:
—Sacate la bombacha.
Tenía puesto mi
jumper del colegio. Todas mis bombachas eran blancas, pero eso era algo en lo
que yo no estaba pensando en ese momento y no podía entender el pedido de papá.
Apoyé las manos sobre el asiento para sostenerme mejor. Miré a mamá y entonces
ella gritó:
—¡Sacate la puta
bombacha!
Y yo me la saqué.
Papá me la quitó de las manos. Bajó la ventanilla, volvió a tocar bocina y sacó
afuera mi bombacha. La levantó bien alto mientras gritaba y tocaba bocina, y
toda la avenida se dio vuelta para mirarla. La bombacha era chica, pero también
era muy blanca. Una cuadra más atrás, una ambulancia encendió las sirenas, nos
alcanzó rápidamente y nos escoltó, pero papá siguió sacudiendo la bombacha
hasta que llegamos al hospital.
Dejaron el coche
junto a las ambulancias y se bajaron de inmediato. Sin esperarnos, mamá corrió
con Abi y entró en el hospital. Yo dudaba si debía o no bajarme: estaba sin bombacha
y quería ver dónde la había dejado papá, pero no la encontré ni en los asientos
delanteros ni en su mano, que cerraba ahora la puerta.
—Vamos, vamos —dijo
papá.
Abrió mi puerta y me
ayudó a bajar. Cerró el coche. Me dio unas palmadas en el hombro cuando
entramos en el hall central. Mamá salió de una habitación del fondo y nos hizo
una seña. Me alivió ver que volvía a hablar, daba explicaciones a las
enfermeras.
—Quedate acá —me dijo
papá, y me señaló unas sillas naranjas al otro lado del pasillo.
Me senté. Papá entró
en el consultorio con mamá y yo esperé un buen rato. No sé cuánto, pero fue un
buen rato. Junté las rodillas, bien pegadas, y pensé en todo lo que había
pasado en tan pocos minutos y en la posibilidad de que alguno de los chicos del
colegio hubiera visto el espectáculo de mi bombacha. Cuando me puse derecha el
jumper se estiró y mi cola tocó parte del plástico de la silla. A veces la
enfermera entraba o salía del consultorio y se escuchaba a mis padres discutir
y, una vez que me estiré un poquito, llegué a ver a Abi moverse inquieta en una
de las camillas y supe que al menos ese día no iba a morirse. Y todavía esperé
un rato más. Entonces un hombre vino y se sentó a mi lado. No sé de dónde
salió, no lo había visto antes.
—¿Qué tal? —preguntó.
Pensé en decir muy
bien, que es lo que siempre contesta mamá si alguien le pregunta, aunque acabe
de decir que la estamos volviendo loca.
—Bien —dije.
—¿Estás esperando a
alguien?
Lo pensé. Y me di
cuenta de que no estaba esperando a nadie o, al menos, de que no era lo que
quería estar haciendo en ese momento. Así que negué y él dijo:
—¿Y por qué estás
sentada en la sala de espera?
No sabía que estaba
sentada en una sala de espera y me di cuenta de que era una gran contradicción.
Él abrió un pequeño bolso que tenía sobre las rodillas. Revolvió un poco, sin
apuro. Después sacó de una billetera un papelito rosado.
—Acá está —dijo—,
sabía que lo tenía en algún lado.
El papelito tenía el
número 92.
—Vale por un helado,
yo te invito —dijo.
Dije que no. No hay
que aceptar cosas de extraños.
—Pero es gratis —dijo
él—, me lo gané.
—No.
Miré al frente y nos
quedamos en silencio.
—Como quieras —dijo
él al final, sin enojarse.
Sacó del bolso una
revista y se puso a llenar un crucigrama. La puerta del consultorio volvió a
abrirse y escuché a papá decir: “No voy a acceder a semejante estupidez.” Me
acuerdo porque ése es el punto final de papá para casi cualquier discusión,
pero el hombre no pareció escucharlo.
—Es mi cumpleaños
—dije.
“Es mi cumpleaños”,
repetí para mí misma, “¿qué debería hacer?” Él dejó el lápiz marcando un
casillero y me miró con sorpresa. Asentí sin mirarlo, consciente de tener otra
vez su atención.
—Pero… —dijo y cerró
la revista—, es que a veces me cuesta mucho entender a las mujeres. Si es tu
cumpleaños, ¿por qué estás en una sala de espera?
Era un hombre
observador. Me enderecé otra vez en mi asiento y vi que, aun así, apenas le
llegaba a los hombros. Él sonrió y yo me acomodé el pelo. Y entonces dije:
—No tengo bombacha.
No sé por qué lo
dije. Es que era mi cumpleaños y yo estaba sin bombacha, y era algo en lo que
no podía dejar de pensar. Él todavía estaba mirándome. Quizá se había asustado,
u ofendido, y me di cuenta de que, aunque no era mi intención, había algo
grosero en lo que acababa de decir.
—Pero es tu
cumpleaños —dijo él.
Asentí.
—No es justo. Uno no
puede andar sin bombacha el día de su cumpleaños.
—Ya sé —dije, y lo
dije con mucha seguridad, porque acababa de descubrir la injusticia a la que
todo el show de Abi me había llevado.
Él se quedó un
momento sin decir nada. Luego miró hacia los ventanales que daban al
estacionamiento.
—Yo sé dónde
conseguir una bombacha —dijo.
—¿Dónde?
—Problema solucionado
—guardó sus cosas y se incorporó.
Dudé en levantarme.
Justamente por no tener bombacha, pero también porque no sabía si él estaba
diciendo la verdad. Miró hacia la mesa de entrada y saludó con una mano a las
asistentes.
—Ya mismo volvemos
—dijo, y me señaló—, es su cumpleaños —, y yo pensé: “Por dios y la virgen
María, que no diga nada de la bombacha”, pero no lo dijo: abrió la puerta, me
guiñó un ojo y yo supe que podía confiar en él.
Salimos al
estacionamiento. De pie yo apenas pasaba su cintura. El coche de papá seguía
junto a las ambulancias, un policía le daba vueltas alrededor, molesto. Me
quedé mirándolo y él nos vio alejarnos. El aire me envolvió las piernas y subió
acampanando mi jumper, tuve que caminar sosteniéndolo, con las piernas bien
juntas.
—Mi dios y la virgen
María —dijo él cuando se volvió para ver si lo seguía y me vio luchando con mi
uniforme—, es mejor que vayamos rodeando la pared.
—No digas “mi dios y
la virgen María” —dije, porque eso era algo de mamá y no me gustó cómo lo había
dicho él.
—Okey, darling —dijo.
—Quiero saber a dónde
vamos.
—Te estás poniendo
muy quisquillosa.
Y no dijimos nada
más. Cruzamos la avenida y entramos en un shopping. Era un shopping bastante
feo, no creo que mamá lo conociera. Caminamos hasta el fondo, hacia una gran
tienda de ropa, una realmente gigante que tampoco creo que mamá conociera.
Antes de entrar él dijo “no te pierdas” y me dio la mano, que era fría pero muy
suave. Saludó a las cajeras con el mismo gesto que les había hecho a las
asistentes a la salida del hospital, pero no vi que nadie le respondiera.
Avanzamos entre los pasillos de ropa. Además de vestidos, pantalones y remeras,
había ropa de trabajo. Cascos, jardineros amarillos como los de los basureros,
guardapolvos de señoras de limpieza, botas de plástico y hasta algunas
herramientas. Me pregunté si él compraría su ropa ahí y si usaría alguna de
esas cosas y entonces también me pregunté cómo se llamaría.
—Es acá —dijo.
Estábamos rodeados de
mesadas de ropa interior masculina y femenina. Si estiraba la mano, podía tocar
un gran contenedor de bombachas gigantes, más grandes que las que yo podría
haber visto alguna vez, y a sólo tres pesos cada una. Con una de esas bombachas
podían hacerse tres para alguien de mi tamaño.
—Ésas no —dijo él—,
acá —y me llevó un poco más allá, a una sección de bombachas más pequeñas—.
Mirá todas las bombachas que hay. ¿Cuál será la elegida, my lady?
Miré un poco. Casi
todas eran rosas o blancas. Señalé una blanca, una de las pocas que había sin
moño.
—Ésta —dije—. Pero no
tengo plata.
Se acercó un poco y
me dijo al oído:
—Eso no hace falta.
—¿Sos el dueño de la
tienda?
—No. Es tu
cumpleaños.
Sonreí.
—Pero hay que buscar
mejor. Estar seguros.
—Okey, darling —dije.
—No digas “okey,
darling” —dijo él—, que me pongo quisquilloso —y me imitó sosteniéndome la
pollera en la playa de estacionamiento.
Me hizo reír. Y,
cuando terminó de hacerse el gracioso, dejó frente a mí sus dos puños cerrados
y así se quedó hasta que entendí y toqué el derecho. Lo abrió y estaba vacío.
—Todavía podés elegir
el otro.
Toqué el otro. Tardé
en entender que era una bombacha porque nunca había visto una negra. Y era para
chicas, porque tenía corazones blancos, tan chiquitos que parecían lunares, y
la cara de Kitty al frente, donde suele estar ese moño que ni a mamá ni a mí
nos gusta.
—Hay que probarla
—dijo.
Apoyé la bombacha en
mi pecho. Él me dio otra vez la mano y fuimos hasta los probadores femeninos,
que parecían estar vacíos. Nos asomamos. Él dijo que no sabía si podría entrar.
Que tendría que hacerlo sola. Me di cuenta de que era lógico porque, a menos
que sea alguien muy conocido, no está bien que te vean en bombacha. Pero me
daba miedo entrar sola al probador, entrar sola o algo peor: salir y no
encontrar a nadie.
—¿Cómo te llamás?
—pregunté.
—Eso no puedo
decírtelo.
—¿Por qué?
Él se agachó. Así
quedaba casi a mi altura, quizá yo unos centímetros más alta.
—Porque estoy ojeado.
—¿Ojeado? ¿Qué es
estar ojeado?
—Una mujer que me
odia dijo que la próxima vez que yo diga mi nombre me voy a morir.
Pensé que podía ser
otra broma, pero lo dijo todo muy serio.
—Podrías
escribírmelo.
—¿Escribirlo?
—Si lo escribieras,
no sería decirlo, sería escribirlo. Y, si sé tu nombre, puedo llamarte y no me
daría tanto miedo entrar sola al probador.
—Pero no estamos
seguros. ¿Y si para esa mujer escribir es también decir…? ¿Si con “decir” ella
se refirió a dar a entender, a informar mi nombre del modo que sea?
—¿Y cómo se enteraría?
—La gente no confía
en mí y soy el hombre con menos suerte del mundo.
—Eso no es verdad,
eso no hay manera de saberlo.
—Yo sé lo que te
digo.
Miramos juntos la
bombacha, en mis manos. Pensé que mis padres podrían estar terminando.
—Pero es mi
cumpleaños —dije.
Y quizá sí lo hice a
propósito, pero así lo sentí en ese momento: los ojos se me llenaron de
lágrimas. Entonces él me abrazó, fue un movimiento muy rápido, cruzó sus brazos
a mis espaldas y me apretó tan fuerte que mi cara quedó un momento hundida en
su pecho. Después me soltó, sacó su revista y su lápiz, escribió algo en el
margen derecho de la tapa, lo arrancó y lo dobló tres veces antes de dármelo.
—No lo leas —dijo, se
incorporó y me empujó suavemente hacia los cambiadores.
Dejé pasar cuatro
vestidores vacíos, siguiendo el pasillo, y, antes de juntar valor y meterme en
el quinto, guardé el papel en el bolsillo de mi jumper, me volví para verlo y
nos sonreímos.
Me probé la bombacha.
Era perfecta. Me levanté el jumper para ver bien cómo me quedaba. Era tan, pero
tan perfecta… Me quedaba increíblemente bien, papá nunca me la pediría para
revolearla detrás de las ambulancias y, si lo hacía, no me daría tanta
vergüenza que mis compañeros la vieran. Mirá qué bombacha tiene esta piba,
pensarían, qué bombacha tan perfecta. Me di cuenta de que ya no podía
sacármela. Y me di cuenta de algo más, y es que la prenda no tenía alarma.
Tenía una pequeña marquita en el lugar donde suelen ir las alarmas, pero no
tenía ninguna alarma. Me quedé un momento más mirándome al espejo, y después no
aguanté más y saqué el papelito, lo abrí y lo leí.
Cuando salí del
probador, él no estaba donde nos habíamos despedido, pero sí un poco más allá,
junto a los trajes de baño. Me miró y, cuando vio que no tenía la bombacha a la
vista, me guiñó un ojo y fui yo la que lo tomó de la mano. Esta vez me sostuvo
más fuerte, a mí me pareció bien y caminamos hacia la salida. Confiaba en que
él sabía lo que hacía. En que un hombre ojeado y con la peor suerte del mundo
sabía cómo hacer esas cosas. Cruzamos la línea de cajas por la entrada
principal. Uno de los guardias de seguridad nos miró acomodándose el cinto.
Para él, mi hombre sin nombre sería papá, y me sentí orgullosa. Pasamos los
sensores de la salida, hacia el shopping, y seguimos avanzando en silencio,
todo el pasillo, hasta la avenida. Entonces vi a Abi, sola, en medio del
estacionamiento. Y vi a mamá más cerca, de este lado de la avenida, mirando
hacia todos lados. Papá también venía hacia nosotros desde el estacionamiento.
Seguía a paso rápido al policía que antes miraba su coche y ahora, en cambio,
nos señalaba. Pasó todo muy rápido. Cuando papá nos vio, gritó mi nombre y unos
segundos después el policía y dos más que no sé de dónde salieron ya estaban sobre
nosotros. Él me soltó, pero dejé unos segundos mi mano suspendida hacia él. Lo
rodearon y lo empujaron de mala manera. Le preguntaron qué estaba haciendo, le
preguntaron su nombre, pero él no respondió. Mamá me abrazó y me revisó de
arriba a abajo. Tenía mi bombacha blanca enganchada en la mano derecha.
Entonces, quizá tanteándome, se dio cuenta de que llevaba otra bombacha. Me
levantó el jumper en un solo movimiento: fue algo tan brusco y grosero, delante
de todos, que yo tuve que dar unos pasos hacia atrás para no caerme. Él me
miró, yo lo miré. Cuando mamá vio la bombacha negra, gritó: “Hijo de puta, hijo
de puta”, y papá se tiró sobre él y trató de golpearlo. Mientras los guardias
los separaban, yo busqué el papel en mi jumper, me lo puse en la boca y,
mientras me lo tragaba, repetí en silencio su nombre, varias veces, para no
olvidármelo nunca.
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