GRITAR
Ricardo Menéndez Salmón
La primera vez que Balboa leyó el anuncio no pudo evitar sonreír:
«SE ALQUILA HABITACIÓN PARA GRITAR.
ECONÓMICA. ABSOLUTA DISCRECIÓN»
Y aunque pasó la página del diario buscando las
necrológicas, algo lo retuvo, una fuerza que tiró de él obligándole a volver
atrás, a leer por segunda vez, muy despacio, con extraordinaria atención, como
si cada una de aquellas ocho palabras pudiera contener un enigma, el texto que
hacía sólo un instante acababa de arrancarle una sonrisa.
«SE ALQUILA HABITACIÓN PARA GRITAR.
ECONÓMICA. ABSOLUTA DISCRECIÓN»
En efecto, minutos más tarde, mientras llamaba al
número de teléfono indicado e imaginaba la clase de voz que respondería al otro
lado de la línea, el ánimo de burla y la más pura admiración jugaban dentro de
él una partida confusa. En cualquier caso, se sintió bastante reconfortado
cuando una voz de hombre, una voz viril y autoritaria, un poco insolente, le
comunicó un precio y le sugirió una hora.
Balboa recordaría siempre aquella primera visita con una mezcla de
placer y pudor, como si estuviera yendo a un burdel o acudiendo a presenciar,
en lo más cerrado de la noche, una pelea clandestina de perros.
La casa le sorprendió por el buen gusto con que
sus paredes estaban decoradas, la profusión de libros que adornaban las
estanterías, las flores que perfumaban cada estancia. El propietario, el hombre
que respondió al teléfono, vestía un traje de un corte exquisito.
—No quiero saber su nombre —le dijo a Balboa tras estrechar su mano,
invitarle a sentarse y ofrecerle un café—. Y espero que usted no me pregunte el
mío. Lo que haga allí dentro es cosa suya. Así que disfrute. —Y añadió,
mirándose largo rato las uñas—: Y no se preocupe por el ruido. El inmueble está
insonorizado. Grite cuanto quiera.
El grito, tan ancestral, nos inflama de
vergüenza. Pocos actos como el grito nos permiten comprobar hasta qué punto
hemos olvidado nuestra animalidad y nuestro pasado, los lugares de donde
procedemos. Incluso quien sube a lo alto de una colina para gritar, aun
sabiendo que está completamente solo, experimenta cierto sonrojo al emitir sus
primeros gritos. Sólo los niños, que tienen una experiencia de la libertad que
los adultos hemos olvidado, y los agonizantes, a quienes ya no afecta la
escuela de las buenas costumbres, gritan sin avergonzarse.
En consecuencia, el primer encierro no fue el más memorable para Balboa.
Al comienzo sus gritos se le antojaron absurdos y
falsos, impostados, carentes de sentido, y aunque al final de los treinta
minutos (ese era el tiempo convenido) se fue sintiendo más confiado, más seguro
de sí mismo y del resquemor no del todo desagradable que notaba en la garganta,
abandonó la habitación prometiéndose no volver.
Su decisión duró apenas cuarenta y ocho horas. El
viernes por la tarde, al salir del trabajo y pisar la calle, echó algo de
menos, como dicen que los mutilados extrañan un miembro amputado o que los ex
fumadores añoran la nicotina décadas después de dejar el tabaco. Una dulce pero
rotunda nostalgia le había pillado desprevenido, como un hombre al que disparan
por la espalda. Acababa de descubrir que necesitaba gritar a toda costa.
De modo que, en vez de ir andando, cogió un taxi
para llegar a casa lo antes posible, subió las escaleras casi corriendo, se
quitó el traje y la corbata, se encerró en el baño, se aclaró la garganta y…
Y siguió callado.
Al descubrir su cara blanca y algo avejentada en
el espejo, al percatarse de la flacidez de las mejillas y la falta de carácter
del mentón, supo que no podía gritar allí dentro, que su lugar era otro, la
cálida y cómoda casa del hombre que se miraba las uñas al hablar.
Así que llamó, concertó una cita y respiró
aliviado.
Desde aquel viernes, indefectiblemente, Balboa
acudía a gritar media hora a la habitación del anuncio.
Aquello duró, más o menos, un mes. Balboa había
alcanzado un gran dominio sobre su grito, se había convertido en un perito
ciertamente diestro, en un notable gestor del ruido. En líneas generales,
podría decirse que estaba satisfecho. Pero también era consciente de que algo
le faltaba, de que su grito, al tiempo que ganaba perfección, perdía frescura.
Fue por eso que una tarde, al despedirse del
dueño, se atrevió a hacerle una oferta.
—Perdone que le moleste —dijo—, pero quiero proponerle algo. El hombre
le invitó a sentarse.
—Usted dirá, querido amigo. Le escucho.
La casa estaba tan silenciosa que las palabras
parecían poseer relieve, como si fueran de mármol. Balboa no vaciló. Le dijo
que le gustaría gritarle a él, al dueño de la casa, en vez de hacerlo a la
habitación vacía. Inmediatamente se sintió traicionado por su propia voz,
ganado por el pánico, y recordó la advertencia que, a propósito de los límites de
su intimidad, el hombre le había hecho durante su primera visita. Comprendió entonces
que había cruzado un punto sin retorno: le iban a echar sin mediar palabra…
Pero Balboa se equivocaba.
—En fin —dijo el hombre mirándose las uñas como quien mira un
prodigio—, es una proposición un tanto insólita. Nunca antes nadie me la había
planteado…
—Por supuesto —le interrumpió Balboa recuperando el pulso— le pagaré
más dinero.
Así fue como comenzó el segundo mes de alquiler.
Balboa había encontrado a quien gritarle.
Es probable que la esencia del grito sea la
insatisfacción. Gritamos porque no somos felices, porque estamos hambrientos,
porque queremos dormir, porque nos han abandonado o porque no aceptamos la
muerte. Gritamos lo que no tenemos.
Durante aquel segundo mes Balboa gritó al dueño de la casa como si
éste fuera la encarnación de todas sus desdichas. El dueño cumplía su papel
estoicamente. A Balboa le recordaba a Laurence Olivier interpretando a un
senador romano o a un cínico aristócrata educado en Eton, con una sonrisa
displicente flotando siempre en sus labios. Cada tarde, alrededor de las siete,
incluidos los fines de semana, Balboa se encerraba con su cómplice y empezaba la
representación.
La habitación, en la que había una cama de
hierro, dos sillas, un espejo de cuerpo entero y una jofaina con agua y toallas
para las abluciones, deslumbraba por su austeridad. Balboa había descubierto en
ella cuanto más fácil es gritar en un ambiente espartano que en un salón de la
alta sociedad.
A menudo el dueño se tumbaba en la cama, aunque
Balboa prefería que se mantuviera sentado en cualquiera de las sillas. (En todo
caso nunca se atrevió a exigírselo, pues el miedo a que el hombre diera marcha
atrás no dejó de acompañar a Balboa durante aquella segunda etapa.) Balboa
procedía siempre del mismo modo. Se quitaba la chaqueta del traje, que colgaba
meticulosamente del respaldo de una de las sillas, se remangaba los puños de la
camisa hasta la altura del codo, se aflojaba la corbata, se lavaba las manos,
los antebrazos y la cara, se secaba vigorosamente, hasta que la piel enrojecía,
y entonces, de pie en el centro geométrico de la estancia, encaraba a su
oyente. Sesión tras sesión, la destreza adquirida en el arte de gritar le
permitía acompañar su voz con elocuentes gestos de brazos y piernas, hasta el
punto de que, en ocasiones, se podría pensar que, trasunto de un derviche
atrapado por su musa, Balboa danzaba a la búsqueda de alguna enigmática forma
de inmortalidad.
El hombre es un animal de costumbres, cierto,
acaso lo mejor de su legado proceda de ahí, de su capacidad para reglar el
tiempo, crear una rutina y ordenar el caos.
Pero el hombre es también un animal disconforme,
y muchas de sus grandes conquistas —el hallazgo de la belleza, su capacidad
como arquitecto o inventor, el dominio de la naturaleza— proceden de esa fuente
de insatisfacción en la que a menudo abreva.
Por eso, al final de aquel segundo mes, Balboa
decidió dar un nuevo paso en su experiencia del grito.
La cosa empezó un sábado por la tarde, mientras
Balboa se hacía el nudo de la corbata en el portal de la casa. Hasta ese día, y
aunque era consciente de que otros hombres y mujeres acudían allí para gritar
(en más de una ocasión había oído cómo la puerta de la habitación del grito se
abría y cerraba), jamás se le había ocurrido abordar a uno de sus
correligionarios.
Pero esa tarde, envalentonado acaso por una
sesión excepcionalmente fecunda por la calidad y la cantidad de los gritos
proferidos, se sintió con ánimo de presentarse a un hombre que, consultando su
reloj de pulsera, le hizo una breve inclinación de cabeza al cruzar el umbral.
Las palabras que empleó no importan; sus
argumentos, en cualquier caso, debieron ser harto convincentes, pues a los
pocos minutos no sólo había salvado la inicial reticencia del hombre, sino que
le había convencido para subir juntos y exponerle al dueño la nueva idea.
Ésta, por otro lado consecuente con el rumbo que
los acontecimientos habían ido tomando en los últimos tiempos, consistía en
ampliar el teatro de los participantes en la ceremonia del grito, de modo que,
a partir de ahora, serían dos, y no una sola, las personas que gritarían al
propietario de la casa y, llegado el caso, se gritarían también la una a la
otra.
Al cabo de quince días, y salvo entre un puñado
de escépticos que prefirieron mantener su independencia, la idea de Balboa se
había extendido como un virus entre los usufructuarios de la habitación del
grito, quienes en grupos más o menos nutridos, y de forma periódica (Balboa era
el único que acudía todos los días a la casa y, como instigador de la idea, el
único al que se le concedía el privilegio de gritar con todos los grupos), se
encerraban para satisfacer su íntimo deseo de aullar. Estas comunidades,
autodenominadas «falansterios del grito», adquirieron pronto una serie de
peculiaridades (intensidad, frecuencia, carácter homo o heterosexual del grito)
de las que se sirvieron para diferenciarse unas de otras.
A ella le sucedió lo mismo, aunque en su caso es
más que probable que el prestigio adquirido por Balboa dentro de la casa jugara
un papel no del todo despreciable. Fue así como en horas insólitas, cuando ya
nadie acudía a la casa, ambos buscaban un hueco en sus agendas para poder
encontrarse y gritar a dúo al hombre que se miraba las uñas, quien, por lo
demás, no había perdido, a pesar del diluvio de gritos que ahora soportaba cada
día, un ápice de aquel aspecto laurenceoliveriano que tanto admiraba a Balboa.
(El mundo es un lugar muy extraño, y es razonable deducir que también él, el
propietario de la casa, había hallado, por caminos insospechados, una vocación
genuina: la de ser gritado.)
Y también fue así como cada vez ambos sintieron
con mayor fuerza la necesidad de apartarse del resto de gritadores, al punto de
que Balboa fingía toda clase de excusas (persistentes ronqueras, inexcusables
obligaciones laborales, misteriosas enfermedades de misteriosos familiares)
para eludir la casa durante las horas de luz y ya sólo acudía cerca de la
medianoche para encontrarse con la mujer.
Su amor, huelga decirlo, era purísimo, no contaminado por contacto
físico alguno. Se amaban a distancia, a través de sus gargantas, expresando en
aquellos gritos todo lo que millones de amantes a lo largo y ancho del planeta,
las más de las veces de forma infructuosa, trataban de expresar mediante besos,
abrazos y coitos. De hecho, al abandonar la casa cada uno se iba por su lado, y
en muy raras ocasiones, por pura cortesía, se dirigían la palabra el uno al
otro.
Precisamente fue en una de aquellas raras
ocasiones en que Balboa le habló a la mujer, una noche tan fría que la voz
temblaba como hojas en el viento, cuando se atrevió a contarle su nueva idea.
—Me aterra perderla —le dijo sin mirarla a los ojos, avergonzado como
un chiquillo que declarara su amor a una compañera de pupitre.
Pero cuando Balboa le propuso no volver nunca a aquella casa, sino
citarse en su propio apartamento de soltero para gritarse a solas, sin la
presencia de un tercero vigilante, por vez primera desde que se conocían (y
también por vez última, pues jamás volvió a hacerlo) ella le tocó una mejilla y
dijo:
—Estaba deseando que me lo propusiera.
Balboa aguardaba la llegada de la mujer con una emoción imprecisa. Se
sentía al borde de algo, a punto para arrojarse al abismo, pero no sabía qué
encontraría allá abajo una vez dado el salto, si una recompensa o una condena.
Y cada medianoche, solventado el trámite de la
cordialidad, tras colgar el abrigo de la mujer de una percha y obviando todo
preámbulo que pudiera resultar enojoso, ambos se encerraban en la cocina.
Balboa había optado por la cocina por ser la
pieza más alejada de la entrada, en la que menos podían molestar a los vecinos,
y porque sugerir el dormitorio le había parecido ofensivo, un rasgo inoportuno
de seducción. Allí, entre la fría mecánica de los electrodomésticos y la
aséptica funcionalidad del suelo de gres, se entregaban a aquel canto gutural,
a aquella sinfonía anhelante en la que ambos sudaban como esforzados luchadores
y en la que sus carótidas, como cuerdas de violín, se tensaban a punto de
romperse.
Qué insólitas músicas no compondrían durante
aquellas largas jornadas. A qué grado de audacia, de vértigo, de nostalgia de
edades ya idas no llegarían con sus gritos. Y cómo no admirarlos allí reunidos,
a veces hasta que rompía el día, igual que pioneros a punto de descubrir un
nuevo país.
Por eso no es de extrañar que un miércoles, tras
una apabullante sesión que los dejó demacrados y exhaustos, como regresados de
una guerra, la mujer le pidiera permiso a Balboa para pasar lo que restaba de
noche en el sofá. Estaba tan rendida que la mera idea de volver a su casa se le
antojaba absurda, como levantar una pirámide con agua en vez de con piedra.
Balboa, todo un caballero, se deshizo en atenciones y le cedió su propia cama,
un gesto que ella aceptó con una mirada profunda en la que había más gratitud
que deseo.
A la mañana siguiente, cuando Balboa despertó de
un agitado sueño en el que aparecían cantantes de ópera y cristales que se
rompían, se dirigió a la cocina para preparar el desayuno, pero se encontró a
la mujer esperándole con el café, la leche y las tostadas ya sobre la mesa.
Ella no dijo nada, limitándose a señalar el desayuno y a gritarle con toda su
alma. Balboa suspiró, sonrió y le devolvió el barrito de amor, como un elefante
en celo. Al fin había tocado con los dedos el fondo del abismo. Y era dulce.
Dulce como un grito.
Entonces los dos supieron que lo habían logrado.
Había llegado el momento de gritarse a todas horas, sin protocolo, sin pautas
establecidas, sin otro antojo que el de la expresión de su amor.
Al fin, como los primeros hombres, ambos estaban más allá de las palabras.
Ricardo Menéndez Salmón (Gijón, 1971) es autor de libros de cuentos como Los caballos azules o Gritar, y de novelas como La ofensa, Derrumbe, La luz es más antigua que el amor o Medusa.
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