Una conflagración imperfecta (1886)
Ambrose Bierce
En junio de 1872, una mañana
temprano, asesiné a mi padre, acto que me produjo una tremenda impresión. Fue
antes de mi boda, cuando aún vivía en Wisconsin con mi familia. Estábamos mi
padre y yo en la biblioteca de casa repartiéndonos el producto
de un robo que habíamos cometido aquella noche. Se trataba, en su mayor parte,
de enseres domésticos, y la tarea de dividirlos equitativamente se presentaba
difícil. Al principio nos entendimos muy bien sobre el reparto de las
servilletas, toallas y cosas así, e incluso el reparto que hicimos de la plata
fue bastante justo; pero cuando le tocó el turno a una caja de música, vimos
que era muy problemático dividirla entre dos sin que esta división diera mucho
resto. Aquella caja fue la que ocasionó el desastre y la desgracia de mi
familia: si no la hubiéramos robado, mi padre aún estaría vivo.
Era una obra de la más bella y exquisita artesanía, con incrustaciones de ricas
maderas labradas con gran trabajo. No sólo tocaba una gran variedad de melodías
sino que, incluso sin haberle dado cuerda, podía silbar como una codorniz,
ladrar como un perro y cacarear al amanecer, además de recitar los diez
mandamientos. Esta última característica fue la que más gustó a mi padre y le
llevó a cometer el único acto deshonroso de su vida (aunque de haber seguido
viviendo habría cometido alguno más): trató de ocultarme la caja y me juró por
su honor que no la había cogido. Sin embargo, yo sabía de sobra que su
intención al intervenir en el robo no había sido otra que la de hacerse con
ella.
La
había escondido bajo su capa (nos las habíamos puesto para evitar ser
reconocidos) y afirmaba solemnemente que no la tenía. Yo sabía que era mentira
y además estaba al tanto de algo que él desconocía: si conseguía prolongar el
reparto de los beneficios hasta el amanecer, la caja cacarearía y le delataría.
Y así fue. Cuando la luz de gas de la biblioteca empezaba a palidecer y se
adivinaban las formas de las ventanas tras las cortinas, un largo kikirikí
salió de la capa de mi padre, seguido de unos cuantos compases del Tannhauser que
terminaron en un sonoro “click”. El hacha que habíamos utilizado para entrar en
la desafortunada mansión estaba sobre la mesa. La cogí. El anciano, al
comprender que era inútil ocultar la caja por más tiempo, la sacó y la puso
sobre la mesa.
—Bueno, pártela por la mitad si así lo
prefieres —dijo—. Yo sólo intentaba salvarla de la destrucción.
Mi
padre era un apasionado amante de la música: tocaba el acordeón con gran
sentimiento.
—No discuto la pureza de tus razones. Sería presuntuoso por mi parte juzgarte.
Pero los negocios son los negocios y estoy dispuesto a disolver nuestra
sociedad con esta hacha a menos que consientas llevar un cascabel en los robos
futuros.
—Imposible —dijo después de reflexionar—. No,
no podría hacerlo, sería como una confesión de mi deshonra. La gente diría que
no confiabas en mí.
Su carácter y sensibilidad resultaban
admirables. Me sentí orgulloso de él y a punto estuve de pasar por alto su
falta. Pero una mirada rápida a la caja ricamente adornada me decidió y, como
dije, despaché al viejo de este valle de lágrimas. Después de hacerlo me sentí
un poco a disgusto. No sólo era mi padre —mi procreador—, sino que además iban
a descubrir su cuerpo. Era ya pleno día y mi madre podía entrar en la
biblioteca en cualquier momento. En tales circunstancias, lo más oportuno era
acabar también con ella, y eso fue lo que hice. Después, pagué a los criados y
los despedí.
Aquella misma tarde fui a ver al comisario de policía; le conté todo y le pedí
consejo. Sería muy doloroso para mí que los hechos salieran a la luz. Todo el
mundo condenaría mi conducta y, si alguna vez intentaba presentarme a unas
elecciones, los periódicos sacarían a relucir el asunto. El comisario
comprendió el peso de estas consideraciones; él también era un asesino con gran
experiencia. Tras consultar con el magistrado que presidía el Tribunal de
Jurisdicción Variable, me aconsejó que ocultara los cadáveres en una de las
estanterías de la biblioteca, que hiciera un buen seguro a la casa y le
prendiera fuego. Enseguida me puse manos a la obra.
En
la biblioteca había una estantería que mi padre había comprado a un inventor
chiflado hacía poco tiempo y que aún estaba vacía. Su forma y tamaño recordaban
a los armarios antiguos que hay en los dormitorios que no tienen ropero. Se
abría de arriba abajo, como los camisones de señora, y las puertas eran de
cristal. Había amortajado a mis padres hacía unas horas y sus cuerpos estaban
bastante rígidos para mantenerse erectos. Entonces los metí en una estantería,
a la que había quitado las baldas, y tapé sus cristales con unas cortinas.
Aunque el inspector de la compañía de seguros pasó media docena de veces por
delante, no se dio cuenta de nada.
Por la noche, después de obtener la póliza, prendí fuego a la casa y, a través
del bosque, me dirigí a la ciudad que quedaba a unas dos millas. Allí me las
ingenié para que me vieran en el momento en que más animación había. Dos horas
después de haber provocado el incendio, me uní a la multitud y, dando gritos de
dolor por la suerte de mis padres, volví a la casa en llamas. Cuando llegué,
toda la ciudad estaba allí. El fuego había arrasado la casa, pero entre los
rescoldos aún incandescentes, cerrada y en pie, estaba la estantería,
completamente intacta. Las cortinas, evidentemente, habían ardido y, al quedar
los cristales a la vista, la luz de las ascuas iluminaba su interior. Allí
estaba mi querido padre, “tal y como era”, y a su lado la compañera de sus
penas y alegrías. No tenían ni un solo pelo chamuscado y sus ropas estaban como
nuevas. Las heridas que me vi obligado a causarles para llevar a cabo mis
planes se podían apreciar claramente, en la cabeza y en la garganta. La gente
se había quedado sin habla, como en presencia de un milagro. El respeto y el
temor habían paralizado sus lenguas. Yo también me sentía muy afectado.
Unos tres años después, cuando los sucesos aquí relatados ya casi se habían
borrado de mi memoria, fui a Nueva York para ayudar a pasar unos bonos
falsificados. Un día, al mirar el escaparate de una tienda de muebles, vi la
réplica exacta de la estantería.
—La compré por una miseria a un inventor arrepentido —me explicó el
propietario—. Decía que era una estantería a prueba de fuego, que los poros de
la madera habían sido rellenados con alumbre y que el cristal estaba hecho de
asbestos. Supongo que no será cierto. Se la dejo al precio de una estantería
normal.
—No —dije—. Si no me puede garantizar que
es a prueba de fuego, no la quiero.
Le di los buenos días y me marché.
No
me la habría quedado por nada del mundo. Despertaba en mí unos recuerdos
excesivamente desagradables.
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