MÁS LINDA
QUE NUNCA
Laura Massolo
Un día explotás. Te mirás, así, llena de cosas nuevas,
y te da un poco de risa.
Sabés que sos linda. Lo sabés, no porque te lo digan
las abuelas o las tías, sino por los hombres, de todas las edades, que te miran
de una forma nueva.
No entendés que lo que te pasa es que explotaron todas
tus hormonas, pero sí entendés que podés mover el cuerpo de otra manera,
vestirte de otra manera, sentir y pensar de otra manera.
Tu mamá dijo que ahora sos peligrosa, o así
entendiste. Te gusta ser peligrosa. Te gusta dominar, seleccionar, devolver
miradas, caminar a trancos y oscilaciones por la calle, ver que se dan vuelta.
Te parece que cualquiera de esos hombres que te miran, te mira con la
resignación de no poder tocarte, de no poder tenerte.
Es tanta la sensación de fuerza que, poco a poco, te
vas olvidando de la palabra peligro. Tampoco entendés que vas perdiendo la
inocencia, que el deseo de los otros hace que se acrecienten tus deseos, y
aunque tus deseos estén en un imaginario impreciso, los dejás vivir.
Es una escultura, dice la tía. Es un camión, dice tu
medio hermano, el hijo del primer matrimonio de tu padre. Camión o escultura,
vas incorporando poses y gestos que muestran más y más tu orgullo, tus tetas,
tus piernas largas, tu culo perfecto. Muy linda. La más linda.
Es un peligro, sigue diciendo tu mamá, pero te compra
las botas y la minifalda. Cuando llega el verano, te compra la bikini. Ésa no.
La que ella elige, no. La otra, aunque el corpiño desborde. Total, sos muy
linda. Te probás la bikini en casa, otra vez, ahora en soledad, frente al
espejo; bailás sensualmente, hacés caritas, como las de la televisión. Todo te
queda bien. Sos la más linda.
Fumás. Te parece que el cigarrillo te hace más grande.
Fumás y pensás en esta temporada en el club, en los chicos del equipo de
fútbol, que el año pasado ni te miraban aunque pasaras horas suspirando en la
tribuna. Así, fumando y en bikini, llamás por teléfono a Carmencita. Hablan de
los chicos. Se ríen hasta perder el aire. Te ves colorada y feliz en el espejo.
Este año. Este año.
Ese año pasa con novedades que ya ni recordás, o no
querés recordar.
Hubo una primera vez, fea, olvidable, con Juan Carlos,
el amigo de tu medio hermano, y tu medio hermano no te defendió cuando se lo
contaste. Dijo que te lo habías buscado. Te quedaste llorando de rabia y de
vergüenza porque no te gustó lo que pasó. Nada te gustó. Te sentiste sucia y
horrenda y dolorida. Hasta que se te borraron los moretones de los brazos.
Ya está, ahora es otra etapa, ahora sos más grande: lo
hacés con quien querés y cuando querés. Como sos muy linda, lo hacés siempre
que querés. Y eso te hace sentir poderosa.
En casa, no te controlan mucho. Están ocupados, por
suerte; te dejan sola muchas veces. Lo único que te piden es que estudies. No
te cuesta estudiar, traés boletines excelentes, nadie se da cuenta de nada.
Cuando llega la época de los exámenes, decís que vas a
estudiar a la casa de una compañera, y te quedás a dormir ahí. No es cierto: te
vas con Raúl, que tiene auto, a un hotel en el que no te piden documentos.
Igual, sabés que, maquillada, parecés más grande.
Llevás el uniforme en un bolso. A la mañana, Raúl te
deja a dos cuadras del colegio. Vos contás con la certeza de que nadie de la
familia preguntó por vos.
Te parece que estás enamorada de Raúl, aunque también
te parece que estás enamorada del pecoso, que es tímido y te mira todo el
tiempo mientras están en clase. Jurás que, antes de que termine el año, te vas
a acostar con él, porque sí, porque te gusta, porque es el más lindo de la
división. Pero un día, el pecoso, que se siente acorralado por tus caritas y
por tus notas anónimas, te dice que a él no le gustan las chicas.
No entendés. Te da rabia. Vos sos la más linda. Vos
les gustás a todos. No puede ser que a él no le gustes. Te empeñás en
convencerlo.
En el cumpleaños de Carmencita, con una excusa, lo
llevás hasta una habitación de arriba, cerrás con llave, te escondés la llave
en el corpiño, te acercás y empezás a besarlo. No solo te rechaza, sino que se
pone a llorar. Llorando, te pide por favor que lo dejes en paz. Furiosa, le
abrís la puerta y bajás.
Lo ves a Gabriel, que desde hace mucho está loco por
vos, y repetís el juego de subir, cerrar con llave, besarlo. Con Gabriel
funciona. Pero Gabriel considera, desde esa noche, que es tu novio. Todos, tus
compañeros, tus amigos y tus padres consideran que Gabriel es tu novio. Así,
sin darte cuenta, sos la novia de Gabriel. Seis meses, un año. Y quedás
embarazada.
Al principio, es pánico. Te querés morir. Matarte la
panza. Irte. Esconderte lejos. Saltar desde un lugar muy alto, que te pise un
auto, tirarte abajo del tren. O hacerte un aborto. Para hacerte un aborto hace
falta mucha plata y ni vos ni Gabriel la tienen. Entonces, no hay más remedio
que decirles a tus padres. Llorás y llorás mientras tu mamá te mira, esperando
que le digas lo que tenés que decirle. Llorás tanto que ella adivina: estás
embarazada, dice. Y en ese momento llorás a gritos, y pensás que va a pegarte;
pero ella te abraza.
Después, tus padres y los padres de Gabriel arreglan
todo, como si vos no existieras. A Gabriel tampoco le preguntan nada. Un
casamiento rápido, absurdo, al que va tu medio hermano que se ríe de vos, y
también tu abuela, que te toca todo el tiempo y te fastidia, y tus tías, que te
miran muy serias.
Lo único que te piden es que sigas yendo al colegio.
Aunque se te note la panza. Aseguran que ya no tenés que tener vergüenza,
porque te casaste.
A vos te da vergüenza todo: el espejo te da vergüenza,
irte a dormir a la misma habitación con Gabriel, después de decirles buenas
noches a tus padres, te da vergüenza. Gabriel, que te mira como si fueras un
monstruo, te hace sentir vergüenza. Tus compañeras, que te miran como si fueras
un ángel portando el prodigio divino, y te preguntan tonterías, y te hacen
sentar en los recreos, también te hacen sentir vergüenza. Y las profesoras, y
las monjas, y la portera, y el viejo del almacén, y los vecinos, y el maricón
del pecoso, y Raúl, que pasa por la puerta de tu casa en su auto nuevo y te mira
con cara de asco.
No vas a la fiesta de egresadas porque te da
vergüenza, no vas al viaje de egresadas porque estás embarazada. Estar
embarazada te da vergüenza, y miedo.
Cuando nace la nena, no podés creer que eso que llora
y se hace caca haya salido de vos. Es algo muy extraño. Darle la teta es algo
extraño. Tener que estar pendiente de ella todo el tiempo es algo extraño.
La nena no es tuya, es de todos. De tu mamá, que está
feliz; de tu papá, que le habla como un tonto; de tu medio hermano, que la mira
como vos, como si fuera un signo de interrogación; de los padres de Gabriel,
que vienen todos los días a decir que es igualita a Gabriel; de todos menos
tuya, que la sentís extraña. De todos menos de Gabriel, que un día anuncia que
se quiere volver a su casa porque no te quiere más. Es un nene, dicen. Vos te
quedás sola con la pequeña extraña que chupa y absorbe tu tiempo.
No te importa que Gabriel se vaya, vos tampoco lo
querías. Los sábados vienen los padres. Prometen que, cuando la nena tome
mamadera, se la van a llevar toda la tarde. Los demás opinan que no, que
mamadera todavía no, que así está más protegida, más sanita. Que vos te sientas
una esclava es problema tuyo. Una mamadera te separaría un poco de la
esclavitud, pero no, todavía no, opinan los demás.
Ahora que la nena camina, hay que tener más cuidado.
Te ayudan, es cierto. Pero si se golpea y llora, te llaman a gritos. Si tiene
fiebre, los padres de Gabriel no se la llevan: está mejor con vos. Para dormir,
tiene que estar con vos; si no, no se duerme.
Cuando te dice mamá, por primera vez, el mundo se
arregla un poco. Ya no es algo tan extraño: es tu hija, te ama. Vos también la
amás, aunque muchas veces quisieras irte lejos, tomarte vacaciones, empezar la
facultad, enamorarte, sea como sea eso de enamorarse. Todo llega, te dicen.
Te vas mirando en el espejo, de nuevo, con tus formas
recuperadas.
Todo llega, y llega Hugo, un amigo de tu papá, más
joven que tu papá, buen mozo, con plata. Te deslumbra, lo deslumbrás. Sos tan
linda.
Con Hugo cruzás por primera vez el umbral de tu casa
para ir al cine. Van al cine, y vuelven. Ni te toca. Otra noche te invita a
cenar. Otra noche, al teatro. Hablan de todo un poco, te da consejos, te dice
que estudies. Ni te besa. Ni te toca.
Tus padres están encantados con el asunto. Tan buen
muchacho. Vos quisieras explicarles que no pasa nada, que no se hagan
ilusiones. A ellos no parece interesarles lo que hacen Hugo y vos cuando salen.
Hablan, eso es todo. Hugo y vos hablan, nada más. Comentan la película, la
cena, la obra de teatro, el libro que te regala, la noticia del día, las
teorías de Lacan, la velocidad de los caballos en el hipódromo. Te aburrís
espantosamente. No podés concebir que, siendo tan linda, él no muera de deseo.
Querés piel, ardor, entrega. Hablan.
Todo llega, y llega Juan Carlos. Juan Carlos es aquel
amigo de tu medio hermano que prácticamente te violó. Pero cuando lo ves, en la
cancha de rugby a la que te invitó tu medio hermano, te empieza a circular la
sangre. En el tercer tiempo estás con Juan Carlos encerrada en un baño del
club, semidesnuda, transpirando, agachada, una mano apoyada en el inodoro, la
otra frotándote, gritando de placer.
Esa semana, cuando Hugo te invita a un recital de Serrat,
le decís que no podés, que te comprometiste con una vieja amiga. Mentira: te
vas a coger con Juan Carlos toda la noche, desesperadamente. Y cuando Hugo te
invita a ver el estreno de Love Story, diciéndote que es una película muy
romántica, volvés a mentirle, y otra vez te vas a coger con Juan Carlos,
desvergonzadamente. Así hasta que Hugo, que no es tonto, se da cuenta; te dice
que lamenta que no lo hayas entendido, que él te respetaba y te quería en
serio, que simplemente no había querido precipitar las cosas, porque vos
podrías haber sido la mujer de su vida, y, y, y. Y, aunque te quieras morir,
entendés que a lo mejor perdiste al hombre de tu vida; que tu papá perdió a un
amigo, que Juan Carlos no quiere otra cosa que cogerte, despiadadamente, y que lastimaste
a Hugo, lastimándote.
Quizá la culpa es de tu medio hermano, como si él
siempre fuera capaz de arrojarte hacia la oscuridad.
No hay universidad posible. Con la nena, no se puede.
Está hermosa, es muy inteligente, pero que entienda que vos estás estudiando es
pedirle demasiado. Además, las cosas no andan bien, los negocios de tu padre
tuvieron un revés, tu madre está un poco cansada. Más bien, te piden que
busques un trabajo. Que así, entre todos, van a poder sobrellevar mejor la
situación. Que igual sos muy joven, podés estudiar más adelante. Encima,
Gabriel y los padres de Gabriel, con todas las promesas de apoyo económico y sostén
afectivo, desaparecieron como si se hubieran ido a Júpiter.
Tu medio hermano te consigue el puesto en la
telefónica. Es un trabajo de mierda. No hay otro. No sabés mucho inglés, no
sabés contabilidad; lo único a tu favor es la buena presencia; te ponen en un
mostrador de gestiones.
Es horrible, aunque, por lo menos, salís de tu casa
unas cuantas horas. Ves gente distinta. Comprobás, de nuevo, que sos linda, muy
linda, y deseable. Tenés compañeros interesantes; algunos, casados, pero no
importa. Que llegues a tu casa dos o tres horas más tarde, a tu madre no la
preocupa: la nena es buenísima. Un día es uno, otro día es otro. Incluso, se te
ocurre inventar que estás haciendo un curso de computación. A tus padres les
parece interesante. Dicen que, en el futuro, la computación abrirá todas las
puertas.
Ningún curso: sexo. Con quien sea. Sos muy linda, te
gusta ejercer el poder, podés manejar a los hombres. No te enamorás de ninguno.
La nena crece sin problemas. Nunca fue del todo tuya.
Entonces llega Pablo, un viejo, un tipo que te lleva
como treinta años y está desesperado por que te acuestes con él. Le decís que
no, una vez, dos, tres. A la tercera, te dice que te paga lo que pidas. Lo que
pidas. Pensás en el monto de las facturas que paga en tu mostrador de
gestiones: muchos teléfonos, mucha plata; probablemente, una gran empresa.
Al principio, te quedás muda. Nunca te ofrecieron
plata. Es algo raro. En el fondo, sabés que está mal. Pero pensar en una cifra
equivalente a la mitad de tu sueldo, por ejemplo, resulta tentador.
Te hacés la ofendida, le decís que se vaya
inmediatamente del mostrador, lográs que los ojos te brillen un poco, como si
estuvieras a punto de llorar. Al día siguiente, cuando viene a pedirte
disculpas por el exabrupto, le decís que preferís que vayan a tomar un café a
la salida. Ahí le hablás, con toda la gravedad posible, de tu situación de
madre soltera, de las necesidades de la familia, de lo dura que es tu vida, de
que jamás hubieras aceptado una propuesta de esta índole, sin embargo.
Mientras, procurás apretarte el pecho con los brazos, para que por el escote
asomen las dos enormes esferas por las que el tipo se babea.
No te da tanto asco, después de todo. Una cierta
dificultad, porque es un tipo grande, un poco gordo; pero cuando lográs que se
excite, lo convertís en el hombre más feliz del universo. Y, cuando te paga, te
convertís en la mujer más feliz del universo. Tus padres, cuando pagás el
arreglo de la heladera y comprás un juego nuevo de platos, son los padres más
felices del universo. Tu hija, cuando le regalás esa muñeca que habla y hace
pis, es la nena más feliz del universo.
A Pablo le siguen otros, porque sos hermosa, porque la
maternidad ha delineado tus formas, porque todas las miradas masculinas van a
caer en tus nalgas y en tus pechos.
Y tu medio hermano se da cuenta de lo que estás
haciendo. Sabe cuánto cobras en la telefónica, sabe que con eso nunca podrías
comprar y pagar todo lo que estás comprando y pagando.
Como Juan Carlos es oscuro, como estuvo y está en
todas tus oscuridades, decide apoyarte. Aceptás.
Son varias fotos. Tenés que perder una tarde entera en
un estudio, posando desnuda. Eso vende. Vos querés venderte. Tu medio hermano
quiere un porcentaje.
Un teléfono portátil, y listo. Hasta podés dejar ese
trabajo de mierda.
La nena crece sin problemas.
Ahora la mandás a un colegio privado.
Un día, tu medio hermano te dice que siempre te tuvo
ganas y, dado que le debés muchos favores, te compromete a un polvo gratis.
Llevás años ganando bien, avanzando, complaciendo a
tus padres, manteniendo a tu hija como a una princesa. Todo gracias a él. Tenés
que aceptar.
Vas y tocás el timbre de su casa con bronca, con asco.
Cierto que hay algo de afecto: se conocen de toda la
vida, tienen la misma sangre, el mismo apellido. Te da mucha rabia que, no
obstante, te lo haya pedido. Decidís que lo vas a hacer como un trámite. Que lo
vas a hacer con furia, con rabia, con algo de dolor. Agresivamente. Porque le
debés mucho, y porque, de algún modo, le tenés cariño. Y gratitud.
Te desnudás de golpe, como si fueras una diosa, para
perturbarlo. Él enmudece, después dice que sos la mujer más hermosa que vio en
su vida, que siempre lo supo, que siempre te deseó. Te mira como nunca te
miraron, alucinado, absorto, como si estuviera viendo un milagro; como si él,
únicamente él, hubiera comprendido lo muy maravillosa que sos.
Y te hace el amor como no te lo hicieron nunca, con
toda la ternura, con todo el cariño que no te dieron nunca.
En un momento, la profundidad de esos sentimientos que
no podés identificar, te hace llorar de emoción. Es un orgasmo nuevo, distinto,
prolongadísimo, más allá del placer.
Lo mirás a los ojos, te mira a los ojos: él también
está llorando. Ninguno de los dos entiende. Siguen abrazados, como si se
estuvieran fundiendo.
Cuando estás llegando a tu casa, te das cuenta del
horror de lo que te está pasando. Sabés que es imposible ni el más mínimo
sueño. Y sabés que, sin duda, acabás de entender que él sí es el amor de tu
vida. De tu vida arruinada. De tu puta vida. El único amor de tu puta vida.
La nena duerme. Duermen tus padres.
Entonces pensás en romper el espejo, en el que esta
noche te ves más linda que nunca, y con uno de los pedazos rotos, sin vacilar,
cortarte las venas.
No creés llegar a tener el coraje de hacerlo.
Aunque deberías.
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