martes, 13 de abril de 2021

FIEBRE, Roberto Rubiano Vargas

 

FIEBRE
Roberto Rubiano Vargas



Todo comenzó con unos golpes a través de la pared. Creí que mi vecino estaría colgando cuadros o haciendo un mueble. Pero el ruido se prolongó durante días. Entonces salí al corredor, timbré en su departamento y le reclamé.
Cuando abrió la puerta vi al fondo un agujero en la pared. Mi vecino, vestido como minero, excavaba un túnel.

—¿Qué hace? —pregunté.

Por toda respuesta puso un dedo en sus labios pidiéndome silencio. Me tomó del brazo y cerró la puerta.

—Ya me temía esto —murmuró—. Necesito que guarde el secreto o vendrán otros.
—¿Qué sucede? —insistí.

—Oro —dijo enseñándome una pepita del tamaño de un grano de maíz.
La observé con cuidado. Brillaba y pesaba como el oro. Seguro era un recuerdo de familia. Luego miré el túnel. Por esa pared y en esa dirección lo más seguro es que saldría a la fachada del edificio. Entonces comprendí que mi vecino estaba loco. Excavaba una mina de oro, en el piso veinte de un edificio en condominio.
Pero también pensé que cada cual es dueño de su locura. Esta ciudad ha crecido demasiado en desmedro de la salud mental de sus habitantes. Así que me retiré discreto, prometiéndole que no iba a revelar el secreto a nadie. A fin de cuentas el apartamento era suyo y lo que hiciera allí era asunto personal.

Al otro día lo vi subir decenas de colchones, de manera que los ruidos desaparecieron por completo. No había razón para quejarme a la administración y olvidé el asunto.

No volví a saber de mi vecino hasta la semana pasada, cuando vinieron los bomberos. Salí cuando escuché que rompían la puerta.

Al entrar todos quedamos enmudecidos. Mi vecino había muerto de hambre, víctima de una versión contemporánea de la fiebre del oro que destruyó al general Johann Suter. El apartamento estaba lleno de cascajo, arena y tierra excavada. El agujero que había iniciado en la pared parecía no tener fin. Y ninguno tuvo el valor para entrar en él.

Pero lo que me estremeció, fueron los pequeños sacos de yute junto a su cadáver. Había por lo menos doscientos kilos en pepitas de oro. De excelente calidad.


(Del libro Cincuenta agujeros negros, Panamericana Editorial)

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