LA
SEÑORITA BRILL
Katherine Mansfield
Aunque
hacía un tiempo maravilloso el azul del firmamento estaba salpicado de oro y
grandes focos de luz como uvas blancas bañaban los Jardins Publiques.
La señorita Brill se alegró de haber cogido las pieles. El aire permanecía
inmóvil, pero cuando una abría la boca se notaba una ligera brisa helada, como
el frío que nos llega de un vaso de agua helada antes de sorber, y de vez en
cuando caía revoloteando una hoja —no se sabía de dónde, tal vez del cielo—. La
señorita Brill levantó la mano y acarició la piel. ¡Qué suave maravilla! Era
agradable volver a sentir su tacto. La había sacado de la caja aquella misma
tarde, le había quitado las bolas de naftalina, la había cepillado bien y había
devuelto la vida a los pálidos ojitos, frotándolos. ¡Ah, qué agradable era
volverlos a ver espiándola desde el edredón rojo…! Pero el hociquito, hecho de
una especie de pasta negra, no se conservaba demasiado bien. No acababa de ver
cómo, pero debía haber recibido algún golpe. No importaba, con un poquito de
lacre negro cuando llegase el momento, cuando fuese absolutamente necesario…
¡Ah, picarón! Sí, eso era lo que en verdad sentía. Un zorrito picarón que se
mordía la cola junto a su oreja izquierda. Hubiera sido capaz de quitárselo,
colocarlo sobre su falda y acariciarlo. Sentía un hormigueo en los brazos y las
manos, aunque supuso que debía ser de caminar. Y cuando respiraba algo leve y
triste —no, no era exactamente triste— algo delicado parecía moverse en su
pecho.
Aquella
tarde había bastante gente paseando, bastante más que el domingo anterior. Y la
orquesta sonaba más alegre y estruendosa. Había empezado la temporada. Y aunque
la banda tocaba absolutamente todos los domingos, fuera de temporada nunca era
lo mismo. Era como si tocasen sólo para un auditorio familiar; cuando no había
extraños no les importaba mucho cómo tocaban. ¿Y no iba el director con una
levita nueva? Habría jurado que era nueva. Frotó los pies y levantó ambos
brazos como un gallo a punto de cantar, y los músicos, sentados en el quiosco
verde, hincharon los carrillos y atacaron la partitura.
Ahora hubo un
fragmento de flauta —¡hermosísimo!—, como una cadenita de refulgentes notas.
Estaba segura de que se repetiría. Y se repitió; la señorita Brill levantó la
cabeza y sonrió.
Solo
otras dos personas compartían su asiento «especial»: un anciano caballero con
un abrigo de terciopelo, que apoyaba las manos en un enorme bastón tallado, y
una robusta anciana, que se sentaba muy rígida, con un rollo de media sobre el
delantal bordado. Pero no hablaban. Lo cual en cierto modo fue una desilusión,
puesto que la señorita Brill siempre anhelaba un poco de conversación. Pensó
que, en verdad, empezaba a tener bastante experiencia en escuchar haciendo ver
que no escuchaba, en sentarse dentro de la vida de otra gente durante un
instante, mientras los otros charlaban a su alrededor.
Miró
de reojo a la pareja de ancianos. Quizá pronto se fuesen. El último domingo
tampoco había resultado tan interesante como de costumbre. Un inglés con su
esposa, él con un horripilante panamá y ella con botines. Y la mujer se había
pasado todo el rato insistiendo en que debería llevar gafas; diciendo que
notaba que las necesitaba; pero que de nada servía hacerse unas porque estaba
segura de que se le iban a romper y de que no se le sujetarían bien. Y su
marido se había mostrado tan paciente. Le había sugerido de todo: montura de
oro, del tipo que se sujeta a las orejas, unas pequeñas almohadillas dentro del
puente… Pero no, nada la satisfacía. «Seguro que siempre me resbalarían por la
nariz.» La señorita Brill le habría propinado una buena azotaina con muchísimo
gusto.
Los
ancianos continuaban sentados en el banco, quietos como estatuas. No importaba,
siempre había montones de gente a quien mirar. De un lado para otro, pasando
frente a los arriates cuajados de flores, junto al templete de la orquesta,
paseaban grupitos y parejas, se detenían a charlar, se saludaban, compraban un
ramito de flores a un viejo pordiosero que tenía la canastilla colgada de la
barandilla. Algunos niños corrían entre los grupos, empujándose y riendo;
chiquillos con grandes lazos de seda blanca atados al cuello, y niñitas,
muñequitas francesas, vestidas de terciopelo y puntillas. Y a veces algún
pequeño que apenas caminaba aparecía tambaleándose entre los árboles, se
detenía, miraba, y de pronto se dejaba caer sentado, ¡flop!, hasta que su
mamaíta, calzada con altos tacones, corría a socorrerlo, como una clueca joven,
regañándolo. Otros preferían sentarse en los bancos y en las sillas pintadas de
verde, pero estos eran casi siempre los mismos un domingo tras otro y -tal como
la señorita Brill había advertido a menudo- casi todos ellos tenían algún
detalle curioso y divertido. Eran gente rara, silenciosa, en su mayoría
ancianos y, por el modo como miraban, parecía que acabasen de salir de alguna
habitacioncita oscura o incluso de… ¡de un armario!
Detrás
del quiosco se levantaban esbeltos árboles de hojas amarillentas que pendían
hacia el suelo, y al fondo se divisaba el horizonte del mar, y más arriba el
cielo azul con nubes veteadas de oro.
¡Tum-tum-tum,
ta-ta-tararí, pachín, pachum, ta-ti-tirirí, pim, pum!, tocaba la banda.
Dos
jovencitas vestidas de rojo pasaron junto a ella y fueron a encontrarse con dos
soldados de uniforme azul, y juntos rieron, se aparejaron, y siguieron del
brazo. Dos mujeres rollizas, con ridículos sombreros de paja, cruzaron con toda
seriedad tirando de sendos borriquillos de hermoso pelaje gris ahumado. Una
monja lívida y fría pasó apresuradamente. Una hermosísima mujer perdió su
ramillete de violetas mientras se acercaba paseando, y un niñito corrió a
devolvérselas, pero ella las tomó y las arrojó lejos, como si estuviesen
envenenadas. ¡Vaya por Dios! ¡La señorita Brill no sabía si admirar o no aquel
gesto! Y ahora se reunieron exactamente delante de ella una toca de armiño y un
caballero vestido de gris. El hombre era alto, envarado, muy digno, y ella
llevaba la toca de armiño que había comprado cuando tenía el pelo rubio. Pero
ahora todo, el pelo, el rostro, los ojos, era del color de aquel ajado armiño,
y su mano, enfundada en un guante varias veces lavado, subió hasta tocarse los
labios, y era una patita amarillenta. ¡Oh, estaba tan contenta de volver a
verlo… estaba encantada! Había tenido el presentimiento de que iba a
encontrarlo aquella tarde. Describió dónde había estado: un poco por todas
partes, aquí y allí, y en el mar. Hacía un día maravilloso, ¿no le parecía? ¿Y
no le parecía que quizá podían…? Pero él negó con la cabeza, encendió un
cigarrillo, y soltó despacio una gran bocanada de humo al rostro de ella, y
mientras la mujer continuaba hablando y riendo, apagó la cerilla y siguió
caminando. La toca de armiño se quedó sola; y sonrió aún con mayor alegría. Pero
incluso la banda pareció adivinar sus sentimientos y se puso a tocar con mayor
dulzura, suavemente, mientras el tambor redoblaba repitiendo: «¡Qué bruto! ¡Qué
bruto!». ¿Qué iba a hacer? ¿Qué sucedería ahora? Pero mientras la señorita
Brill se planteaba estas preguntas la toca de armiño se giró, levantó una mano,
como si hubiese visto a algún conocido, a alguien mucho más agradable, por
aquel lado, y se dirigió hacia allí. Y la banda volvió a cambiar de música y se
puso a tocar a un ritmo más vivo, mucho más alegre, y el anciano matrimonio
sentado al lado de la señorita Brill se levantó y desapareció, y un viejo
divertidísimo con largas patillas que avanzaba al compás de la música estuvo a
punto de caer al tropezar con cuatro muchachas que venían cogidas del brazo.
¡Oh,
qué fascinante era aquello! ¡Cómo le divertía sentarse allí! ¡Le agradaba tanto
contemplarlo todo! Era como si estuviese en el teatro. Igualito que en el
teatro. ¿Quién habría adivinado que el cielo del fondo no estaba pintado? Pero
hasta que un perrito de color castaño pasó con un trotecillo solemne y luego se
alejó lentamente, como un perro «teatral», como un perro amaestrado para el
teatro, la señorita Brill no terminó de descubrir con exactitud qué era lo que
hacía que todo fuese tan excitante. Todos se hallaban sobre un escenario. No
era simplemente el público, la gente que miraba; no, también estaban actuando.
Incluso ella tenía un papel, por eso acudía todos los domingos. No le cabía la
menor duda de que si hubiese faltado algún día alguien habría advertido su
ausencia; después de todo ella también era parte de aquella representación.
¡Qué raro que no se le hubiese ocurrido hasta entonces! Y, sin embargo, eso
explicaba por qué tenía tanto interés en salir de casa siempre a la misma hora,
todos los domingos, para no llegar tarde a la función, y también explicaba por
qué tenía aquella sensación de rara timidez frente a sus alumnos de inglés, y
no le gustaba contarles qué hacía durante las tardes de los domingos. ¡Ahora lo
comprendía! La señorita Brill estuvo a punto de echarse a reír en alto. Iba al
teatro. Pensó en aquel anciano caballero inválido a quien le leía en voz alta
el periódico cuatro tardes por semana mientras él dormía apaciblemente en el
jardín. Ya se había acostumbrado a ver su frágil cabeza descansando en el cojín
de algodón, los ojos hundidos, la boca entreabierta y la nariz respingona. Si
hubiese muerto habría tardado semanas en descubrirlo; y no le hubiera
importado. ¡De pronto el anciano había comprendido que quien le leía el
periódico era una actriz. «¡Una actriz!» Su vieja cabeza se incorporó; dos
luceritos refulgieron en el fondo de sus pupilas. «Actriz…, usted es actriz,
¿verdad?», y la señorita Brill alisó el periódico como si fuese el libreto con
su parte y respondió amablemente: «Sí, he sido actriz durante mucho tiempo».
La
orquesta había hecho un intermedio, y ahora retomaba el programa. Las piezas
que tocaban eran cálidas, soleadas, y, sin embargo, contenían un algo frío —¿qué
podía ser?—; no, no era tristeza -algo que hacía que a una le entrasen ganas de
cantar-. La melodía se elevaba más y más, brillaba la luz; y a la señorita
Brill le pareció que dentro de unos instantes todos, toda la gente que se había
congregado en el parque, se pondrían a cantar. Los jóvenes, los que reían
mientras paseaban, empezarían primero, y luego les seguirían las voces de los
hombres, resueltas y valientes. Y después ella, y los otros que ocupaban los
bancos, también se sumarían con una especie de acompañamiento, con una leve
melodía, algo que apenas se levantaría y volvería a dulcificarse, algo tan
hermoso… emotivo… Los ojos de la señorita Brill se inundaron de lágrimas y
contempló sonriente a los otros miembros de la compañía. «Sí, comprendemos, lo
comprendemos», pensó, aunque no estaba segura de qué era lo que comprendían.
Precisamente
en aquel instante un muchacho y una chica tomaron asiento en el lugar que había
ocupado el anciano matrimonio. Iban espléndidamente vestidos; estaban
enamorados. El héroe y la heroína, naturalmente, que acababan de bajar del yate
del padre de él. Y mientras continuaba cantando aquella inaudible melodía,
mientras continuaba con su arrobada sonrisa, la señorita Brill se dispuso a
escuchar.
—No, ahora no —dijo
la muchacha—. No, aquí no puedo.
—Pero ¿por qué? ¿No
será por esa vieja estúpida que está sentada ahí? —Preguntó el chico—. No sé
para qué demonios viene aquí, si no la debe querer nadie. ¿Por qué no se
quedará en su casa con esa cara de zoqueta?
—Lo más di… divertido
es esa piel —rió la muchacha—.Parece una pescadilla frita.
—Bah, ¡déjala! —susurró
el chico enojado—. Dime, mapetite chère…
—No, aquí no —dijo
ella—. Todavía no.
Camino
de casa acostumbraba a comprar un trocito de pastel de miel en la pastelería.
Era su extra de los domingos. A veces le tocaba un trocito con almendra, otras
no. Aunque entre uno y otro existía una gran diferencia. Si tenía almendra era
como volver a casa con un pequeño regalo -con una sorpresa-, con algo que
habría podido dejar de estar allí perfectamente. Los domingos que le tocaba una
almendra corría a su casa y ponía el agua a hervir precipitadamente.
Pero
hoy pasó por la pastelería sin entrar y subió la escalera de su casa, entró en
el cuartucho oscuro -su aposento, que parecía un armario- y se sentó en el
edredón rojo. Estuvo allí sentada durante largo rato. La caja de la que había
sacado la piel todavía estaba sobre la cama. Desató rápidamente la tapa; y
rápidamente, sin mirar, volvió a guardarla. Pero cuando volvió a colocar la
tapa le pareció oír un ligero sollozo.
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