SOBRE LOS CLÁSICOS
Jorge Luis
Borges
Escasas disciplinas habrá de mayor interés que la
etimología: ello se debe a las imprevisibles transformaciones del sentido
primitivo de las palabras, a lo largo del tiempo. Dadas tales transformaciones,
que pueden lindar con lo paradójico, de nada o de muy poco nos servirá para la
aclaración de un concepto el origen de una palabra. Saber que cálculo, en
latín, quiere decir piedrecita y que los pitagóricos las usaban antes de la
invención de los números, no nos permite dominar los arcanos del álgebra; saber
que hipócrita es actor, y persona, máscara, no es un instrumento valioso para
el estudio de la ética. Parejamente, para fijar lo que hoy entendemos por lo
clásico, es inútil que este adjetivo descienda del latín classis,
flota, que luego tomaría el sentido del orden. (Recordemos de paso la
información análoga de ship-shape.)
¿Qué es, ahora, un libro clásico? Tengo al alcance
de la mano las definiciones de Eliot, de Arnold y de Sainte-Beuve, sin duda,
razonables y luminosas, y me sería grato estar de acuerdo con esos ilustres
autores, pero no los consultaré. He cumplido sesenta y tantos años: a mi edad,
las coincidencias o novedades importan menos que lo que uno cree verdadero. Me
limitaré, pues, a declarar lo que sobre este punto he pensado.
Mi primer estímulo fue una Historia de la
literatura china (1901) de Herbert Allen Giles. En su capítulo segundo
leí que uno de los cinco textos canónicos que Confucio editó es el Libro
de los Cambios o I King, hecho de 64 hexagramas, que
agotan las posibles combinaciones de seis líneas partidas o enteras. Uno de los
esquemas, por ejemplo, consta de dos líneas enteras, de una partida y de tres
enteras, verticalmente dispuestas. Un emperador prehistórico los habría
descubierto en la caparazón de una de las tortugas sagradas. Leibniz creyó ver
en los hexagramas un sistema binario de numeración; otros, una filosofía
enigmática; otros, como Wilhelm, un instrumento para la adivinación del futuro,
ya que las 64 figuras corresponden a las 64 fases de cualquier empresa o
proceso; otros, un vocabulario de cierta tribu; otros, un calendario. Recuerdo
que Xul-Solar solía reconstruir ese texto con palillos y fósforos. Para los
extranjeros, el Libro de los Cambios corre el albur de parecer
una mera chinoiserie; pero generaciones milenarias de hombres muy
cultos lo han leído y referido con devoción y seguirán leyéndolo. Confucio
declaró a sus discípulos que si el destino le otorgara cien años más de vida,
consagraría la mitad a su estudio y al de los comentarios o alas.
Deliberadamente he elegido un ejemplo extremo, una
lectura que reclama un acto de fe. Llego, ahora, a mi tesis. Clásico es aquel
libro que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer
como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y
capaz de interpretaciones sin término. Previsiblemente, esas decisiones varían.
Para los alemanes y austríacos el Fausto es una obra genial;
para otros, una de las más famosas formas del tedio, como el segundo Paraíso de
Milton o la obra de Rabelais. Libros como el de Job, la Divina
Comedia, Macbeth (y, para mí, algunas de las sagas del
Norte) prometen una larga inmortalidad, pero nada sabemos del porvenir, salvo
que diferirá del presente. Una preferencia bien puede ser una superstición.
No tengo vocación de iconoclasta. Hacia el año
treinta creía, bajo el influjo de Macedonio Fernández, que la belleza es
privilegio de unos pocos autores; ahora sé que es común y que está acechándonos
en las casuales páginas del mediocre o en un diálogo callejero. Así, mi
desconocimiento de las letras malayas o húngaras es total, pero estoy seguro de
que si el tiempo me deparara la ocasión de su estudio, encontraría en ellas
todos los alimentos que requiere el espíritu. Además de las barreras
lingüísticas intervienen las políticas o geográficas. Burns es un clásico en
Escocia; al sur del Tweed interesa menos que Dunbar o Stevenson. La gloria de
un poeta depende, en suma, de la excitación o de la apatía de las generaciones
de hombres anónimos que la ponen a prueba, en la soledad de sus bibliotecas.
Las emociones que la literatura suscita son quizá
eternas, pero los medios deben constantemente variar, siquiera de un modo
levísimo, para no perder su virtud. Se gastan a medida que los reconoce el
lector. De ahí el peligro de afirmar que existen obras clásicas y que lo serán
para siempre.
Cada cual descree de su arte y de sus artificios.
Yo, que me he resignado a poner en duda la indefinida perduración de Voltaire o
de Shakespeare, creo (esta tarde uno de los últimos días de 1965) en la de
Schopenhauer y en la de Berkeley.
Clásico no es un libro (lo repito) que
necesariamente posee tales o cuales méritos; es un libro que las generaciones
de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una
misteriosa lealtad.
Otras inquisiciones (1952)
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