EL
ÁNGEL DE LA MUERTE Y EL REY DE ISRAEL
—¿Quién
eres? ¿Quién te ha permitido entrar? ¿Quién te ha mandado venir a mi casa?
—Me lo ha
mandado el Dueño de la casa. A mí no me anuncian los chambelanes ni necesito
permiso para presentarme ante reyes ni me asusta la autoridad de los sultanes
ni sus numerosos soldados. Yo soy aquel que no respeta a los tiranos. Nadie
puede escapar a mi abrazo; soy el destructor de las dulzuras, el separador de
los amigos.
El rey cayó
por el suelo al oír estas palabras y un estremecimiento recorrió todo su
cuerpo, quedándose sin sentido. Al volver en sí, dijo:
—¡Tú eres
el Ángel de la Muerte!
—Sí.
—¡Te ruego,
por Dios, que me concedas el aplazamiento de un día tan sólo para que pueda
pedir perdón por mis culpas, buscar la absolución de mi Señor y devolver a sus
legítimos dueños las riquezas que encierra mi tesoro; así no tendré que pasar
las angustias del juicio ni el dolor del castigo!
—¡Ay! ¡Ay!
No tienes medio de hacerlo. ¿Cómo te he de conceder un día si los días de tu
vida están contados, si tus respiros están inventariados, si tu plazo de vida
está predeterminado y registrado?
—¡Concédeme
una hora!
—La hora
también está en la cuenta. Ha transcurrido mientras tú te mantenías en la
ignorancia y no te dabas cuenta. Has terminado ya con tus respiros: sólo te
queda uno.
—¿Quién
estará conmigo mientras sea llevado a la tumba?
—Únicamente
tus obras.
—¡No tengo
buenas obras!
—Pues
entonces, no cabe duda de que tu morada estará en el fuego, de que en el
porvenir te espera la cólera del Todopoderoso.
A
continuación le arrebató el alma y el rey se cayó del trono al suelo.
Los
clamores de sus súbditos se oyeron; se elevaron voces, gritos y llantos; si
hubieran sabido lo que le preparaba la ira de su Señor, los lamentos y sollozos
aún hubieran sido mayores y más y más fuertes los llantos.
Cuento
anónimo de Las mil y una noches.
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