EL
ARMARIO, Olga Tokarczuk
Cuando llegamos a vivir aquí,
compramos un armario. Era antiguo y oscuro y pagamos por él menos de lo que
costó traerlo desde la tienda a la casa. Dos de las puertas estaban decoradas
con ornamentos vegetales y la tercera tenía una cristalera en la que se
reflejaba toda la ciudad cuando lo llevábamos en lo alto del camión de la
mudanza. Tuvimos que atarlo para evitar que se abriera durante el camino. Fue
entonces, por primera vez, de pie ante el armario, el cual estaba envuelto en
aquella apretada cuerda, cuando me asaltó una absurda sensación.
―Pega con
nuestros muebles ―dijo R. y acarició tiernamente su cuerpo de madera, casi como
a una vaca que se compra para una granja nueva. Primero lo pusimos en el
pasillo, como si se tratara de una cuarentena antes de penetrar en el mundo de
nuestro dormitorio. En algunos agujeros poco visibles inyecté trementina, esa
vacuna infalible contra los ataques del tiempo. Por la noche, el armario,
colocado en su nuevo hogar, gemía y rechinaba. Eran los lamentos de las
carcomas moribundas.
Al siguiente día ordenamos
nuestra vieja vivienda. En una hendidura del suelo encontré hundido un tenedor
con una svástica labrada en la empuñadura. Detrás del revestimiento de madera
aparecieron restos de periódicos podridos en los que sólo podía leerse la
palabra proletarios. R. abrió la amplia ventana para colgar las cortinas, y
entonces entró en el cuarto el ruido de una orquesta de mineros que recorrían
la ciudad por las tardes.
La primera noche que el armario
se convirtió en partícipe de nuestro descanso, no pudimos conciliar el sueño
durante mucho tiempo. La mano insomne de R. vagabundeaba por mi vientre. Y
luego soñamos ambos el mismo sueño y desde entonces los dos solemos tener
siempre sueños comunes. Nos vimos a nosotros mismos en absoluta paz y todo
estaba en orden, como la decoración en el escaparate de una tienda, y éramos
felices en esa paz porque estábamos ausentes de todas partes. Por la mañana no
fue preciso en absoluto contárnoslo, sólo bastó una palabra. Y ahora ya no nos
contamos los sueños.
Cierto día, sucedió que no había
ya nada que hacer en nuestra vivienda. Todo estaba en su sitio, limpio y
colocado. Calenté la espalda en la estufa mientras examinaba las servilletas.
En sus dibujos de hilo no había, sin embargo, orden. Alguien a ganchillo había
hecho un agujero en la continuidad de su materia. A través de este agujero miré
el armario y me acordé de aquel sueño. De él provenía aquella paz. Estábamos de
pie uno frente a otro y era yo quien resultaba frágil, movible y efímera. Él
aparecía simplemente como él mismo. De la manera más perfecta, era aquello que
era. Toqué con los dedos el resbaladizo pomo y el armario se abrió ante mí.
Contemplé en la oscuridad mis vestidos y un par de desgastados trajes de R.
Todo tenía en la penumbra el mismo color. En el armario no se diferenciaba en
nada mi feminidad de la masculinidad de R. No tenía tampoco significado alguno si
algo era liso o arrugado, redondo o cuadrado, si estaba lejos o cerca, si era
ajeno o propio. Surgía de allí un aroma de otros lugares y tiempos que me eran
extraños pero, Dios mío, al mismo tiempo me recordaba algo tan conocido, tan
cercano, que no bastaban las palabras para nombrarlo (las palabras necesitan
poseer cierta distancia con respecto a lo nombrado). Mi figura alcanzaba la
superficie del espejo en la parte interior de la puerta. Me reflejaba en él
como oscura presencia, apenas diferente de los vestidos que colgaban en las
perchas. No había diferencia entre los vivos y los muertos. Así pues, estaba a
un lado del ojo especular del armario. Bastaba ahora tan sólo alzar el pie y
entrar en él. Lo hice. Me senté en las bolsas de lana y escuché mi propia
respiración, reforzada en aquel espacio cerrado.
Cuando la mente se encuentra
frente a sí misma, sola por completo, comienza a rezar. Porque así es la
naturaleza de la mente. “Ángel de la guarda, dulce compañía” ―vi a mi ángel con
un rostro tan hermoso que yo debía estar muerta; “no me desampares…” ―sus
alas de cera formaban un amoroso espacio alrededor de mí; “ni por la mañana”
―olor a café y la claridad de la ventana hiriendo los somnolientos ojos; “ni
por la tarde” ―tiempo perezoso cuando el sol se pone; “ni por el día” ―la vida
se levanta, lo mismo que siempre, ruido, movimiento, millones de acciones sin
sentido; “ni por la noche” ―inerte y abandonado cuerpo en la oscuridad; “dame
siempre tu ayuda” ―ángel que protege a los niños que caen en el abismo;
“Guarda, protege mi alma y mi cuerpo” ―cajas de cartón con el cartel de :
CUIDADO, FRÁGIL; “y condúceme a la vida eterna, amén” ―los vestidos colgando en
la penumbra del armario.
Y desde entonces, cada día el
armario me arrastraba hacia sí, como un gran cráter en nuestro dormitorio. Al
principio, me sentaba en él por la tarde, cuando R. no estaba en casa. Después,
hacía por la mañana las cosas más necesarias, la compra, poner la lavadora,
alguna llamada de teléfono, y entraba, en el armario, cerrando silenciosamente
la puerta detrás de mí. En su interior no tenía importancia qué hora era, ni
qué estación del año, ni qué año. Siempre era maravilloso. Me alimentaba de mi
propia respiración.
Una vez me desperté por la noche
de un sueño pesado como aire sofocante y deseé al armario como si fuera un
hombre. Hube de entrelazar mis pies y mis manos con el cuerpo de R., tuve que
aferrarme a él con uñas y dientes para no salir. R. dijo algo entre sueños pero
sus palabras no tenían sentido. Y al final, cierta noche, lo desperté. No
quería salir de la confortable cama. Lo arrastré conmigo y nos pusimos delante
del armario. Aparecía invariable, potente y tentador. Toqué con mis dedos el
resbaladizo pomo y el armario se abrió ante nosotros. Había en él sitio
suficiente para el mundo entero. El espejo interior nos reflejaba a los dos,
perfilando en la oscuridad nuestras figuras. Nuestras respiraciones, primero
desiguales y entrecortadas, hallaron un mismo ritmo y no hubo entre nosotros la
más mínima diferencia. Nos sentábamos en el armario uno enfrente del otro. La
ropa colgada ocultaba nuestros rostros. El armario cerró su puerta detrás de
nosotros. Y así comenzamos a vivir en él.
Al principio R. salía a algún
lugar en el exterior, alguna compra, algún trabajo o algo por el estilo. Pero,
con el tiempo, salir se le hizo doloroso. Los días se han vuelto más largos. De
la calle llega a veces una débil música de la orquesta de mineros. El sol va y
viene, y entonces las ventanas intentan sin éxito arrastrarlo al interior. Los
muebles, las servilletas y las porcelanas van cubriéndose de una capa de polvo
cada vez más gruesa y nuestro piso está siempre ahogado en las tinieblas.
(Traducción
de José María Faraldo. En: Elogio del cuento polaco. Cien del Mundo. Conaculta.
Mexico: 2012. Edición de Sergio Pitol y Rodolfo Mendoza).
Excelente pero excelente...
ResponderEliminar