jueves, 4 de marzo de 2021

EL ARMARIO, Olga Tokarczuk

 

EL ARMARIO, Olga Tokarczuk



Cuando llegamos a vivir aquí, compramos un armario. Era antiguo y oscuro y pagamos por él menos de lo que costó traerlo desde la tienda a la casa. Dos de las puertas estaban decoradas con ornamentos vegetales y la tercera tenía una cristalera en la que se reflejaba toda la ciudad cuando lo llevábamos en lo alto del camión de la mudanza. Tuvimos que atarlo para evitar que se abriera durante el camino. Fue entonces, por primera vez, de pie ante el armario, el cual estaba envuelto en aquella apretada cuerda, cuando me asaltó una absurda sensación.

    ―Pega con nuestros muebles ―dijo R. y acarició tiernamente su cuerpo de madera, casi como a una vaca que se compra para una granja nueva. Primero lo pusimos en el pasillo, como si se tratara de una cuarentena antes de penetrar en el mundo de nuestro dormitorio. En algunos agujeros poco visibles inyecté trementina, esa vacuna infalible contra los ataques del tiempo. Por la noche, el armario, colocado en su nuevo hogar, gemía y rechinaba. Eran los lamentos de las carcomas moribundas. 

Al siguiente día ordenamos nuestra vieja vivienda. En una hendidura del suelo encontré hundido un tenedor con una svástica labrada en la empuñadura. Detrás del revestimiento de madera aparecieron restos de periódicos podridos en los que sólo podía leerse la palabra proletarios. R. abrió la amplia ventana para colgar las cortinas, y entonces entró en el cuarto el ruido de una orquesta de mineros que recorrían la ciudad por las tardes.

La primera noche que el armario se convirtió en partícipe de nuestro descanso, no pudimos conciliar el sueño durante mucho tiempo. La mano insomne de R. vagabundeaba por mi vientre. Y luego soñamos ambos el mismo sueño y desde entonces los dos solemos tener siempre sueños comunes. Nos vimos a nosotros mismos en absoluta paz y todo estaba en orden, como la decoración en el escaparate de una tienda, y éramos felices en esa paz porque estábamos ausentes de todas partes. Por la mañana no fue preciso en absoluto contárnoslo, sólo bastó una palabra. Y ahora ya no nos contamos los sueños.

Cierto día, sucedió que no había ya nada que hacer en nuestra vivienda. Todo estaba en su sitio, limpio y colocado. Calenté la espalda en la estufa mientras examinaba las servilletas. En sus dibujos de hilo no había, sin embargo, orden. Alguien a ganchillo había hecho un agujero en la continuidad de su materia. A través de este agujero miré el armario y me acordé de aquel sueño. De él provenía aquella paz. Estábamos de pie uno frente a otro y era yo quien resultaba frágil, movible y efímera. Él aparecía simplemente como él mismo. De la manera más perfecta, era aquello que era. Toqué con los dedos el resbaladizo pomo y el armario se abrió ante mí. Contemplé en la oscuridad mis vestidos y un par de desgastados trajes de R. Todo tenía en la penumbra el mismo color. En el armario no se diferenciaba en nada mi feminidad de la masculinidad de R. No tenía tampoco significado alguno si algo era liso o arrugado, redondo o cuadrado, si estaba lejos o cerca, si era ajeno o propio. Surgía de allí un aroma de otros lugares y tiempos que me eran extraños pero, Dios mío, al mismo tiempo me recordaba algo tan conocido, tan cercano, que no bastaban las palabras para nombrarlo (las palabras necesitan poseer cierta distancia con respecto a lo nombrado). Mi figura alcanzaba la superficie del espejo en la parte interior de la puerta. Me reflejaba en él como oscura presencia, apenas diferente de los vestidos que colgaban en las perchas. No había diferencia entre los vivos y los muertos. Así pues, estaba a un lado del ojo especular del armario. Bastaba ahora tan sólo alzar el pie y entrar en él. Lo hice. Me senté en las bolsas de lana y escuché mi propia respiración, reforzada en aquel espacio cerrado.

Cuando la mente se encuentra frente a sí misma, sola por completo, comienza a rezar. Porque así es la naturaleza de la mente. “Ángel de la guarda, dulce compañía” ―vi a mi ángel con un rostro tan hermoso que yo debía estar muerta; “no me desampares…”  ―sus alas de cera formaban un amoroso espacio alrededor de mí; “ni por la mañana” ―olor a café y la claridad de la ventana hiriendo los somnolientos ojos; “ni por la tarde” ―tiempo perezoso cuando el sol se pone; “ni por el día” ―la vida se levanta, lo mismo que siempre, ruido, movimiento, millones de acciones sin sentido; “ni por la noche” ―inerte y abandonado cuerpo en la oscuridad; “dame siempre tu ayuda” ―ángel que protege a los niños que caen en el abismo; “Guarda, protege mi alma y mi cuerpo” ―cajas de cartón con el cartel  de : CUIDADO, FRÁGIL; “y condúceme a la vida eterna, amén” ―los vestidos colgando en la penumbra del armario.

Y desde entonces, cada día el armario me arrastraba hacia sí, como un gran cráter en nuestro dormitorio. Al principio, me sentaba en él por la tarde, cuando R. no estaba en casa. Después, hacía por la mañana las cosas más necesarias, la compra, poner la lavadora, alguna llamada de teléfono, y entraba, en el armario, cerrando silenciosamente la puerta detrás de mí. En su interior no tenía importancia qué hora era, ni qué estación del año, ni qué año. Siempre era maravilloso. Me alimentaba de mi propia respiración.

Una vez me desperté por la noche de un sueño pesado como aire sofocante y deseé al armario como si fuera un hombre. Hube de entrelazar mis pies y mis manos con el cuerpo de R., tuve que aferrarme a él con uñas y dientes para no salir. R. dijo algo entre sueños pero sus palabras no tenían sentido. Y al final, cierta noche, lo desperté. No quería salir de la confortable cama. Lo arrastré conmigo y nos pusimos delante del armario. Aparecía invariable, potente y tentador. Toqué con mis dedos el resbaladizo pomo y el armario se abrió ante nosotros. Había en él sitio suficiente para el mundo entero. El espejo interior nos reflejaba a los dos, perfilando en la oscuridad nuestras figuras. Nuestras respiraciones, primero desiguales y entrecortadas, hallaron un mismo ritmo y no hubo entre nosotros la más mínima diferencia. Nos sentábamos en el armario uno enfrente del otro. La ropa colgada ocultaba nuestros rostros. El armario cerró su puerta detrás de nosotros. Y así comenzamos a vivir en él.

Al principio R. salía a algún lugar en el exterior, alguna compra, algún trabajo o algo por el estilo. Pero, con el tiempo, salir se le hizo doloroso. Los días se han vuelto más largos. De la calle llega a veces una débil música de la orquesta de mineros. El sol va y viene, y entonces las ventanas intentan sin éxito arrastrarlo al interior. Los muebles, las servilletas y las porcelanas van cubriéndose de una capa de polvo cada vez más gruesa y nuestro piso está siempre ahogado en las tinieblas.

(Traducción de José María Faraldo. En: Elogio del cuento polaco. Cien del Mundo. Conaculta. Mexico: 2012. Edición de Sergio Pitol y Rodolfo Mendoza).

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