CUANDO TODO BRILLE
Liliana Heker
Todo
empezó con el viento. Cuando Margarita le dijo a su marido aquello del viento.
El ni atinó a cerrar la puerta de su casa. Se quedó como congelado en la
actitud de empujar, el brazo extendido hacia el picaporte, los ojos clavados en
los ojos de su mujer. Pareció que iba a perpetuarse en esta situación pero al
fin aulló. Fue sorprendente. Durante varios segundos los dos permanecieron
estáticos, estudiándose, como si trataran de confirmar en la presencia del otro
lo que acababa de suceder. Hasta que Margarita rompió el sortilegio. Con
familiaridad, casi con ternura, como si en cierto modo nada hubiera pasado,
apoyó una mano en el brazo de su marido para mantener el equilibrio mientras
con la otra mano daba un suave empujón a la puerta y, con el pie derecho y un
patín de fieltro, eliminaba del piso el polvo que había entrado.
–¿Cómo te fue hoy, querido?
–preguntó. Y lo preguntó menos por curiosidad (dadas las circunstancias no
esperaba una respuesta, y tampoco la obtuvo) que por restablecer un rito.
Necesitaba comunicarse cifradamente con él, transmitirle un mensaje mediante su
pregunta habitual de todos los atardeceres. Todo está en orden sin embargo.
Nada ha pasado. Nada nuevo puede pasar.
Acabó de limpiar la entrada y
soltó el brazo de su marido. Él se alejó muy rápido camino del dormitorio y le
dejó la impresión que deja en los dedos una mariposa a la que se ha tenido
sujeta por las alas y a la que de pronto se libera. No había usado los patines
para desplazarse; así pudo verificar Margarita que su marido estaba furioso.
Sin duda exageraba: ella no le había pedido que se arrojara desnudo desde lo
alto del Obelisco al fin y al cabo. Pero no le dijo nada. Con sus propios
patines fue limpiando las marcas de zapatos que él había dejado. Sin embargo al
dormitorio no entró: sabía que mejor es no echarle leña al fuego. Justo en la
puerta desvió su trayectoria hacia la cocina; más tarde encontraría el momento
oportuno para hablarle del viento.
Ya había terminado de preparar
la cena (al principio, sólo por complacerlo y a pesar de que era miércoles
había pensado en unos bifes con papas fritas pero enseguida desistió: la grasa
vaporizada impregna las alacenas, impregna las paredes, impregna hasta las
ganas de vivir; si una la deja desde un miércoles hasta un lunes, que es el día
de la limpieza profunda, la grasitud tiene tiempo de penetrar hasta el fondo de
los poros de las cosas y se queda para siempre; de modo que al fin Margarita
sacó una tarta de la heladera y la puso en el horno) y estaba tendiendo la mesa
cuando oyó que su marido entraba al baño. Un minuto después, como un buen
agüero, el alegre zumbido de la ducha resonaba en la casa.
Era el momento de ir al
dormitorio. Apenas entró, Margarita pudo comprobar que él había dejado todo en
desorden. Cepilló el saco, cepilló el pantalón, los colgó, hizo un montoncito
con la camisa y las medias, y fue a golpear la puerta del baño.
–Voy a entrar, querido –dijo con
dulzura.
Él no contestó, pero
canturreaba. Margarita se llevó la camiseta y los calzoncillos y los agregó al
montoncito. Lavó todo con entusiasmo. Cuando cerró la canilla lo oyó a él, en
el living, tarareando el vals “Sobre las olas”. La tormenta había pasado.
Sin embargo recién a la mañana
siguiente, mientras tomaban el desayuno, medio riéndose como para restarle
importancia a la escena del día anterior, Margarita mencionó lo del viento. Una
bobada, ella estaba dispuesta a admitirlo, pero costaba tan poco, ¿sí? Él no
tenía que pensar que eso le iba a complicar la vida de algún modo. Simplemente,
ella le pedía que cuando el viento soplaba del norte él entrara por la puerta
del fondo que daba al sur; y cuando soplaba del sur, entrara por la puerta del
frente, que daba al norte. Un caprichito, si a él le gustaba llamarlo así, pero
la ayudaría tanto, él ni se imaginaba. Ella había notado que por más que
barriera y lustrara, el piso de la entrada siempre se llenaba de tierra cuando
había viento norte. Por supuesto, él podía entrar por donde se le antojase
cuando el viento soplara del este o del oeste. Y ni que hablar de cuando no
había viento.
–Vio, mi salvaje, vio, mi
protestón, que no era para hacer tanto escándalo –dijo. Rió traviesamente.
Él se puso de pie como quien va
a pronunciar un discurso, gargajeó con sonoridad, casi con delectación. Después
inclinó levemente el torso, escupió en el suelo, recuperó su posición erguida
y, con pasos mesurados, salió de la cocina.
Margarita se quedó mirando el
redondel, refulgente a la luz del sol matinal, como se debe mirar a un diminuto
ser de otro planeta sentado muy orondo sobre el piso de nuestra cocina. Una
puerta se cerró y se abrió, unas paredes retumbaron, pasos cruzaron la casa,
otra puerta se cerró con estrépito. El cerebro de Margarita apenas detectó
estos acontecimientos. Toda su persona parecía converger hacia el pequeño foco
del suelo. Foco infeccioso. La expresión aleteó livianamente en su cabeza, se
expandió como una onda, la inundó. En los colectivos, cuando la gente tose
desparrama invisibles gotitas de saliva, cada gotita es portadora de millares
de gérmenes, cuántos gérmenes hay en... Millares de millones de gérmenes se
agitaron, se refocilaron y brincaron sobre el mosaico rojo. Mecánicamente
Margarita tomó lo primero que tuvo a mano: una servilleta. De rodillas en el
piso se puso a frotar con energía el mosaico. Fue inútil: por más que frotaba
la zona pegajosa resaltaba como un estigma. Gérmenes achatados arrastrándose
como amebas. Margarita dejó la servilleta sobre la mesa y fue a embeber una
esponjita en detergente. Friccionó el mosaico con la esponjita y echó un balde
de agua. Iba a secar el piso cuando se quedó paralizada. ¿Había estado loca
ella? ¿No había usado una servilleta para? Dios mío, con lo fácil que es
llevarse una servilleta a los labios. La tomó por una punta y la contempló con
pavura. ¿Qué haría ahora? Lavarla le pareció poco prudente de modo que llenó
una cacerola con agua, la puso al fuego, y echó la servilleta adentro.
Estaba friccionando la mesa con
desinfectante (la servilleta había estado largo tiempo en contacto con la mesa)
cuando sonó el teléfono. Fue a atender y apenas traspuso la puerta del
dormitorio captó algo inusual, algo que se le manifestó bajo la forma de una
opresión en el pecho y cuya realidad no pudo constatar hasta que colgó el
teléfono y abrió la puerta del placard. Entonces si lo supo con certeza, la
ropa de él no estaba, muy bien, se había ido, maravillosamente bien, ¿iba a
llorar ella por eso? No iba a llorar. ¿Iba a arrancarse los pelos o tirarse de
cabeza contra las paredes? No iba a arrancarse los pelos y mucho menos iba a
tirarse de cabeza contra las paredes. ¿Acaso un hombre es algo cuya pérdida hay
que lamentar? Tan desprolijos como son, tan sucios, cortan el pan sobre la
mesa, dejan las marcas de sus zapatos embarrados, abren las puertas contra el
viento, escupen en el suelo y una nunca puede tener su casa limpia, el cuerpo,
una nunca puede tener su cuerpo limpio, de noche son como bestias babosas, oh
su aliento y su sudor, oh su semen, la asquerosa humedad del amor, por qué,
Dios mío, Tú que todo lo podías, por qué hiciste tan sucio el amor, el cuerpo
de tus hijos tan lleno de inmundicia, el mundo que creaste tan colmado de
basura. Pero nunca más. En su casa nunca más. Margarita arrancó las sábanas de
la cama, sacó las cortinas de sus rieles, levantó las alfombras, removió
almohadones, apiló carpetas.
Margarita fregó y sacudió y
cepilló hasta que se le enrojecieron los nudillos y se le acalambraron los
brazos. Lavó paredes, enceró pisos, bruñó metales, arrancó resplandores solares
de las cacerolas, otorgó un centelleo diamantino a los caireles, bañó como a
hijos adorados a bucólicas pastoras de porcelana, pulió maderas, perfumó
armarios, blanqueó opalinas, abrillantó alabastros. Y a las siete de la tarde,
como un pintor que le pone la firma al cuadro con que había soñado toda su
vida, empuñó el escobillón y lo sacudió en el tacho de basura.
Después respiró profundamente el
aire embalsamado de cera. Echó una lenta mirada de satisfacción a su alrededor.
Captó fulgores, paladeó blancuras, degustó transparencias, advirtió que un poco
de polvo había caído fuera del tacho al sacudir el escobillón. Lo barrió; lo
recogió con la pala, vació la pala en el tacho. De nuevo sacudió el escobillón,
pero esta vez con extrema delicadeza, para que ni una mota de polvo cayera
afuera del tacho. Lo guardó en el armario e iba a guardar también la pala
cuando un pensamiento la acosó: la gente suele ser ingrata con las palas; las
usa para recoger cualquier basura pero nunca se le ocurre que un poco de esa
basura ha de quedar por fuerza adherida a su superficie. Decidió lavar la pala.
Le puso detergente y le pasó el cepillo, un líquido oscuro se desparramó sobre
la pileta. Margarita hizo correr el agua pero quedaba como una especie de
encaje negro en el fondo. Lo limpió con un trapo enjabonado, enjuagó la pileta
y lavó el trapo. Entonces se acordó del cepillo. Lo lavó y se volvió a ensuciar
la pileta. Fregó la pileta con el trapo y se dio cuenta de que si ahora lavaba
el trapo en la pileta esto iba a ser un cuento de nunca acabar. Lo más
razonable era quemar el trapo. Primero lo secó con el secador de pelo y después
lo sacó a la calle y le prendió fuego. Justo cuando entraba a la casa vino un
golpe de viento norte y Margarita no pudo evitar que algo de ceniza entrara en
el living. Era mejor no usar el escobillón, ahora que ya estaba limpio. Utilizó
un trapito con un poco de cera (con los trapitos siempre queda la posibilidad
de prenderles fuego). Pero fue un error. El color quedaba desparejo. Lustró,
extendió la cera a una zona más amplia: todo fue inútil.
Aproximadamente a las cinco de
la mañana los pisos de toda la casa estaban rasqueteados pero un polvo rojo
flotaba en el aire, cubría los muebles, se había adherido a los zócalos.
Margarita abrió las ventanas, barrió (ya encontraría el momento de limpiar el
escobillón y en el peor de los casos podía tirarlo), estaba terminando de lavar
los zócalos cuando advirtió que un poco de agua se había derramado. Miró con
desaliento las manchas de humedad en el suelo, le faltaban fuerzas, por el
color del cielo debían ser casi las siete de la mañana. Decidió dejar eso para
más tarde, con buena suerte no iba a tener que rasquetear todos los pisos otra
vez. Se tiró en la cama vestida (no olvidarse, después, de cambiar nuevamente
las sábanas) y se durmió de inmediato pero las manchas húmedas se expandieron,
se ablandaron, extendían sus seudópodos. La atraparon. Eran una ciénaga donde
Margarita se hundía, se hundía. Se despertó sobresaltada. No había dormido ni
media hora. Se levantó y fue a ver las manchas: ya estaban bastante secas pero
no habían desaparecido. Rasqueteó la zona pero nunca quedaba del mismo color.
Un ligero desvanecimiento la hizo caer; abrió soñadoramente los ojos, vislumbró
las vetas blancuzcas y dio un suspiro; calculó que no había comido nada en las
últimas veinticuatro horas.
Se levantó y fue a la cocina.
Una comida caliente tal vez la haría sentirse mejor pero no: después hay que
lavar las ollas. Abrió la heladera e iba a sacar una manzana cuando la invadió
una ola de terror: no había barrido el polvo del rasqueteo y las ventanas
estaban abiertas. Retiró con brusquedad la mano de la heladera y tiró una
canastita con huevos. Observó el charco amarillo que se dilataba lenta y
viscosamente. Creyó que iba a llorar. De ninguna manera: cada cosa a su tiempo.
Ahora, a barrer el polvo del rasqueteo; ya le llegaría su turno al piso de la
cocina, no hay como el orden. Buscó el escobillón y la pala, fue hasta el
living y cuando estaba por ponerse a barrer, reparó en las suela de sus
zapatos; sin duda no estaban limpias: habían trazado sobre el parqué un
discontinuo senderito de huevo. A Margarita casi le dio risa verse con el
escobillón y la pala. Polvo del rasqueteo, murmuró, polvo del rasqueteo.
Recordó que todavía no había comido nada, dejó el escobillón y la pala y se fue
para la cocina.
La manzana estaba en el centro
del charco amarillo. Margarita la alzó, ávidamente le dio unos mordiscos y de
golpe descubrió que era absurdo no prepararse una comida caliente, ahora que
todo estaba un poco sucio. Puso la plancha sobre el fuego, peló papas (era
agradable dejar que las largas tiras en espiral se hundieran esponjosamente en
las yemas y las claras ahora que las cosas habían empezado a ensuciarse y de
cualquier manera habría que limpiar todo más tarde). Puso un bife sobre la
plancha y aceite en la sartén. La grasa se achicharró alegremente, las papas
chisporrotearon, Margarita se dio cuenta de que se había olvidado de abrir la
ventana de la cocina pero de cualquier modo era demasiado tarde: la grasa
vaporizada ya había penetrado en los poros de las cosas, y en sus propios
poros, había impregnado su ropa y su pelo, espesaba el aire. Margarita aspiró
profundamente. El olor de la carne y de lo frito entró por su nariz, la anegó,
la hizo enloquecer de deleite.
La impaciencia puede volver a la
gente un poco torpe. Algo de aceite se le volcó a Margarita al sacar las papas;
ella disimuladamente lo desparramó con el pie, sacó el bife, se le cayó al
suelo, al levantarlo la cercanía, el contacto, el maravilloso aroma de la carne
asada la embriagaron: no pudo resistir darle algunas dentelladas antes de
colocarlo en el plato.
Comió con ferocidad. Puso las
cosas sucias en la pileta pero no las lavó: tenía mucho sueño, ya llegaría el
momento de lavar todo. Abrió la canilla para que el agua corriera y se fue para
el dormitorio. No llegó. Antes de salir de la cocina el aceite de las suelas la
hizo patinar y cayó al suelo. De cualquier manera se sentía muy cómoda en el
suelo. Apoyó la cabeza en los mosaicos y se quedó dormida. La despertó el agua.
Ligeramente aceitosa, el agua serpenteaba por la cocina, se ramificaba en
sutiles hilos por las junturas de los mosaicos y, adelgazándose pero
persistente, avanzaba hacia el comedor. A Margarita le dolía un poco la cabeza.
Hundió su mano en el agua y se refrescó las sienes. Torció el cuello, sacó la
lengua todo lo que le fue posible, y consiguió beber: ahora ya se sentía mejor.
Un poco descompuesta, nomás, pero le faltaban fuerzas para levantarse e ir al
baño. Todo estaba ya bastante sucio de todos modos. No debía ensuciarse el
vestidito. Margarita tenía seis años y no debía ensuciarse el vestidito. Ni las
rodillas. Debía tener mucho cuidado de no ensuciarse las rodillas. Hasta que al
caer la noche una voz gritaba: ¡a bañarse!, entonces ella corría frenéticamente
al fondo de la casa, se revolcaba en la tierra, se llenaba el pelo y las uñas y
las orejas de tierra, ella debía sentir que estaba sucia, que cada recoveco de
su cuerpo estaba sucio para poder hundirse después en el baño purificador, el
baño que arrastrará toda la mugre del cuerpo de Margarita y la dejará blanca y
radiante como un pimpollo. ¿Hay pimpollos de margarita, mamá? Sintió una
inefable sensación de bienestar. Se corrió un poco del lugar donde estaba
tendida y tuvo ganas de reírse. Su dedo señaló un punto, próximo a ella, sobre
el suelo. Caca, dijo. Su dedo se hundió voluptuosamente y después escribió su
nombre en el piso. Margarita. Pero sobre el mosaico rojo no se notaba bien. Se
levantó, ahora sin esfuerzo, y escribió sobre la pared. Mierda. Firmó:
Margarita. Después envolvió toda la leyenda en un gran corazón. Una corriente
en la espalda la hizo estremecer. El viento. Entraba por las ventanas abiertas,
arrastraba el polvo de la calle, arrastraba la basura del mundo que se adhería
a las paredes y a su nombre escrito en las paredes y a su corazón, se mezclaba
con el agua que corría en el comedor, entraba por su nariz y por sus orejas y
por sus ojos, le ensuciaba el vestidito.
Cinco días después, un luminoso
día de sol con el cielo gloriosamente azul y pájaros cantando, el marido de
Margarita se detuvo ante un puesto de flores.
–Margaritas –le dijo al
puestero–. Las más blancas. Muchas margaritas.
Y con el ramo enorme caminó
hasta su casa. Antes de introducir la llave hizo una travesura, un gesto pícaro
y colmado de amor, digno de ser contemplado por una esposa amante que estuviera
espiando detrás de los visillos: se chupó el dedo índice y, levantándolo como
un estandarte, analizó la dirección del viento. Venía del norte. De modo que el
hombre, dócilmente, alegremente, paladeando de antemano el inigualable sabor de
la reconciliación, dio la vuelta a su casa. Silbando una canción festiva abrió
la puerta. Un chapoteo blando, gorgoteante, le llegó desde la cocina.
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