LA LENTITUD ENFERMA
Federico Vite
—Al Hyatt ―me ordenó cerrando la
portezuela del taxi 585 y puse en marcha la maquinaria del destino.
—¿De paseo? ―intenté hacer
plática.
—Trabajo ―respondió frotando sus
labios con el dedo índice, maniobra de hombre fino que me saca de quicio.
Temblaba. Era muy delgado; la complexión contrastaba con el tono grave de su
voz, podría jurar que se trataba de un cantante de ópera.
Había poco tráfico en la
Costera. Avancé tranquilo, de buen humor. El puerto me pareció la mejor opción
para vivir en este mundo.
—¿Sabes dónde puedo rentar un
arma? —preguntó.
—¿Corta, larga, especial, de
colección? ¿Cuál necesitas? ¿Un cigarro?
—No fumo ―dijo y comenzó a
lagrimear como si hubiera perdido algo valioso.
—¡Cálmate! Todo se va componer.
—Espío a mi mujer. Sale de
trabajar en un rato y de ahí la vamos a tener que seguir ―explicó entre
sollozos.
Aceleré, no sólo el auto sino
mis pensamientos y deduje: este hombre trae un itinerario armado, agenda
escrita con frustración.
—Si vas a trabajar conmigo, dime
tu nombre.
—Aldo. ¿Tú?
Me detuvo un semáforo.
—Federico —respondí―. Dime,
Aldo, ¿si tu mujer anda de cuzca no sería mejor buscarse otra?
—Es un asunto de amor.
He oído miles de respuestas como
ésta; sé que habla el pecho sangrado: canta la impotencia.
—Las mujeres —dije viendo cómo
reventaba sus lágrimas en el borde del asiento. Los ojos de Aldo eran la
combinación del jugo de menta con el vodka en una jarra de cristal.
Pisé el acelerador. Di vuelta a
la derecha.
—¿Te dejo en el hotel?
—¿Podrías asomarte para ver qué
hace? ―solicitó con miedo, sin levantar la mirada del tablero y cerró los
ojos―. Es morena. Lleva el pelo teñido de rubio; trabaja en recepción. La van a
esperar en el lobby, estoy seguro.
—¿Cuál es el color de sus ojos?
¿Usa el pelo corto? ¿Lleva pulseras en las muñecas? Con un detalle me basta.
Dime uno. Piensa.
—Hoy se hizo una trenza; los
ojos son azules. Melinda es alta, caderona y piernuda. Vas a notar el tamaño de
su pecho a lo lejos ―volvió a sollozar.
Si Aldo era engañado, seguro el
sancho sería un hombre de músculos portentosos, de pelo largo, arracada en la
oreja: un ex luchador. Caminé rumbo al vestíbulo con la fisonomía de varios
rostros en mi cabeza. Imaginé a Melinda con los labios gruesos, la nariz
delgada y fina. Ahí estaba, era imposible que no fuera ella. Melinda, decía el
gafete. A esa mujer la esperaba un tipo gordo, medio calvo, con uniforme de
mesero. Regresé al taxi a rendir el primero de los informes.
—Está platicando con un tipo
viejo, gordo y calvo. ¿Qué hacemos?
—Esperar.
Me instalé frente al volante.
Los rasgos apesadumbrados de Aldo hacían la historia más lacrimógena. No hay
duda, el amor templa las emociones al fuego. Me animé a fumar porque no conozco
manera distinta de aligerar una revelación dolorosa.
—¿Cuánto llevan tú y Melinda?
—Cinco años.
Aldo tendría unos veintidós
años; ella, no más de cuarenta.
—Bastante tiempo, hermano.
Se cubrió el rostro con las
palmas de las manos. Supongo que rebobinó los pensamientos hasta encontrar los
paisajes emocionalmente favorables para él. ¿Pensó en la primera vez que cogió
con Melinda? Quizá hizo un boceto del recuerdo más bello entre los dos: cuando
los ojos de amor nuevo destilaron flamas que hoy, en este momento, se
extinguen. Sé que Aldo experimentaba un vacío profundo: alguien estaba
deshabitándolo.
—¿Me das un cigarro?
Fumamos. Supuse que presenciaba
un funeral vikingo. El humo ascendía más allá de las ventanillas, más allá de
nuestras cabezas, eran pensamientos de hombres tristes, de hombres que se despedían
de alguien muy querido.
—La conocí en la Prepa; era mi
maestra.
—Aprendiste rápido.
—No sé, era como mi madre y el
gordo ese, pues es su esposo.
—Ya.
—Ella volverá a serme fiel; lo
sé.
—Mi hermano, aquí no hay de
otra: defiendes tus sentimientos o aguantas vara con el corazón apachurrado
esperando la decisión de otro —aconsejé golpeando el hombro de Aldo.
Observé a Melinda por el espejo
lateral. Caminó por el estacionamiento del hotel. Las zapatillas atigradas
estaban hechas para los pies de esa mujer. Había un halo de vulgaridad en ella,
pero esa característica la hacía más atractiva. Todos miraban ese cuerpo. Un
auto me obstaculizó la visión.
Aldo se ocultó bajo el tablero.
Si yo fuera él, ¿qué hubiera hecho?
—¿Se está subiendo a una Datsun
gris?
—No veo bien. Deja y checo —bajé
del auto y me oculté tras las plantas de una jardinera—. Sí, una Datsun ―dije
al entrar de nuevo al taxi.
Giré la llave en el switch y el
sonido del motor me emocionó. Tuve que rebasar a un par de carros para no
perder a Melina; ignoré un semáforo que me marcó el alto. De reojo noté que
Aldo se colocaba unos lentes oscuros, luego una gorra de los Chicago Bulls y
levantó el cuello de su camisa negra.
—Párate, párate —ordenó.
Di otro volantazo; nos
estacionamos unos cuantos metros adelante de la camioneta. Cerca de un Mc
Donalds.
—A Melinda le gustan los Sundaes —bajo
las gafas escurrían lágrimas que nunca había visto en un hombre. Hizo un mar
sobre el asiento—. Antes de coger se come uno. ¡Puta, puta, puta!
El gordo calvo y viejo bajó
primero; luego, igual que un dandy, abrió la portezuela de Melinda. Se veían
bien, como si acabaran de ganarse la lotería.
—Ve qué hace. A lo mejor nomás
van por una hamburguesa, por un café. ¡Espíalos, Federico!
Me sentí un Sherlock Holmes
tropical. Mi atuendo no era el más adecuado: pantalón de mezclilla estrecho,
botas militares y camisa de manga larga, blanca. Había una fila de estudiantes
desesperados por llegar a la caja registradora, entre la pareja vigilada y yo.
Melinda y su acompañante pidieron un par de helados Sundae: ella
estaba nerviosa, giraba la cabeza en todas direcciones; él se comportó
servicial, todo un Casanova con ojeras espantosas. Di media vuelta; fingí que
había olvidado mi cartera e incluso dije un par de groserías acentuando la
gravedad de mi falta.
Aldo, lejos de ocultarse tras la
gorra y los lentes, llamaba mucho más la atención.
—Oye, haces ruido con esas cosas
que te pones. ¿Por qué no te las quitas? Encima de todo, cabrón, te estás
chingando mis cigarros.
—Voy a pagar todo. ¿Dime qué
hacen, Federico? ―contestó con violencia, encendía el tabaco con el encendedor
del carro.
―Sundae,
hermano.
—¡Puta, Melinda!
La tarde se iba. Pensé que Dios
me había puesto en esta situación para aprender el oficio de escucha.
—¿De verdad puedes conseguir una
pistola, Federico? ―sentí que hablaba un hombre distinto; su voz era mucho más
grave―. La Necesito ―afirmó levantándose las gafas.
Nos miramos. Aldo frunció el
ceño. Creí que estaba frente a Juan El Bautista, con el hacha de Dios en la mano,
y gritaba: ¡El Señor es vengativo!
—La necesito —repitió con furia
mientras se acomodaba los lentes.
Asentí con la cabeza.
—Una pistola en mano es para
usarse, no para presumirla. ¿Entiendes?
En el espejo retrovisor vi a
Melinda sonriendo, daba lengüetadas al conito con mantecado.
—¿Entiendes lo que digo, Aldo?
—Creo que sé dónde van y si es
así, antes de que terminen de coger se los lleva la chingada.
Mi vocho, el 585, tenía todo.
Bajo mi asiento, una .22 guiaba mi camino. Don Jorge, el patrón, me dijo acerca
de La polvorita algo muy importante: sólo despiértala si de
veras está culero el asunto. Y ahí estaba el arma. Ni siquiera sabía si
funcionaba o si Don Jorge la había cargado.
Encendí el auto. Enfilamos rumbo
a Caleta, según las instrucciones de Aldo. Al pasar por la zona de moteles,
entendí que la pareja de la Datsun pretendía redondear una tarde erótica. Cerca
de la Plaza de Toros, junto al motel de mis amores, Las Vegas, nos
estacionamos.
La camioneta atravesó el arco
sobre el cual reposaba un letrero de neón color rojo anunciando el precio de
las habitaciones.
Aldo suspiró.
—Vamos por la pistola ―dijo.
Se me ocurrió que tal vez yo
pagaría un karma pesado si no daba el arma, o si la entregaba me iría peor;
pero era mi deber ponerle fin a esta peripecia. Cerré los ojos y pedí con todo
mi amor al Señor Dios que liberara el corazón de Aldo, el de Melinda y el del
gordo calvo. Metí la mano bajo el asiento. De verdad tuve dudas antes de
entregar la .22
—Toma.
Sujetó el arma con torpeza. Vi
el miedo en su rostro.
—Aldo, primero me pagas. No
quiero líos, ¿entiendes?
Antes de que agarrara la .22, me
entregó la cartera. Había suficiente dinero como para que yo descansara una
semana.
—Les voy a dar un susto
―balbuceó―. En cinco minutos regreso.
Abrió la portezuela: sus pies
tocaron el piso despacio, era un niño aprendiendo a caminar. Tiró la gorra y
los lentes oscuros en medio de la calle vacía. El anuncio fluorescente
enrojeció el atuendo de Aldo: pantalón de tela holgado, pistola en mano y
camisa negra con las solapas señalando el cielo.
Pasaron los cinco minutos: no
escuché ninguna detonación. Nada de alboroto. Había fumado un par de cigarros.
Oí un disparo. Encendí el auto. Aldo salió a toda prisa.
—¡Vámonos!
No dijo nada. Pasamos cerca de
La Quebrada.
—¡Para el carro!
—Dame la pistola.
La sentí caliente, daba la
impresión de que tenía vida propia. Volví a dormirla bajo el asiento.
—¿Qué pasó?
—Pues entré y amenacé al
encargado. Dimos con el cuarto y abrió la puerta. Puse la pistola en mi cabeza
y me dije: ‘Aldo, si eres hombre dales un susto’. Apreté el gatillo: nada.
Volví a jalarlo. Cuando moví la pistola salió el balazo. No quiero ver a
Melinda. No quiero nada ya ―soltó un lamento, era un animal herido.
Vi el mar, los clavadistas con
sus antorchas encendidas. Intenté devolverle la cartera con sus credenciales,
pero la rechazó. Bajó del taxi y caminó rumbo al anfiteatro de Sinfonía del
Mar. A cada paso, Aldo se convertía en una lentitud enferma. Supe que ese tipo
deambularía toda la noche con la expresión turbia. Agarré la franela para
limpiar el asiento del copiloto. El silencio era una cicatriz rencorosa. Pisé
con suavidad el clucth, moví la palanca de velocidades y aceleré rumbo a la
Costera. Detuve el taxi en Malecón. Sentí la brisa del mar. Puse la cartera de
Aldo en una cabina telefónica. Volví al auto. Estaba listo para regresar al
trabajo: necesitaba más realidad.
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