Notas de lectura de:
«SECRETO
A LA CAÍDA DE LA TARDE»
Eduardo Galeano, 1973
Por: Wilson Blandón Caicedo
El cuento «Secreto
a la caída de la tarde» fue publicado por primera vez en 1973, forma parte del
libro «Vagamundo y otros relatos». Posteriormente, en las ediciones de los años
1974, 1975, y 1980 se agregaron otros cuentos. Percibimos ya las
principales características del Galeano cuentista, aquel que va perfilando un
estilo narrativo inconfundible en toda su obra. Estamos frente a un cazador
sagaz de historias, un rastreador infatigable, que nos cuenta desde la
perspectiva de los vencidos. En un artículo sobre el arte de escribir, Galeano
nos da pautas del cauce lógico que siguen los personajes de sus historias, allí nos dice que su literatura
es, —en muchas ocasiones— una literatura del fatalismo, de la resignación, que
invita a aceptar la realidad en lugar de pretender cambiarla, pero a la vez, es
una literatura reveladora de las mil y una posibilidades de la realidad y que
termina por ser más deslumbrante de lo que en principio podríamos suponer.
En el párrafo que sirve de introducción al relato
ya nos deja algunas claves:
«Él se me vino al galope, en un
alazán que no le conocía. Después el alazán se alzó en dos patas y se desapareció
y mi hermano también se desapareció. Yo hacía tiempo que lo venía llamando a él
y él no venía. Lo llamaba y no lo encontraba. Y ayer me fui al monte y vino y
me habló como antes, pero al oído».
Un narrador en primera persona nos habla de la pérdida
de su hermano y su consecuente frustración. Entendemos que hay un reencuentro y
aparece en escena la imagen de un alazán que ganará mayor significación en la
historia como veremos más adelante.
En el inicio del segundo párrafo, fiel a la pluma
artesanal el escritor nos presenta una atmósfera: mezcla perfecta de nostalgia
y ternura:
«Yo le cuido las cosas que dejó.
Las escondí para que nadie se las toque. La honda, la caña de pescar, el
tambor, el revólver de madera, los clavitos para hacer anzuelos. Lo tengo todo
escondido y él cuando viene me pregunta».
En el desarrollo del monólogo interior del sujeto-personaje
hay todo un mundo posible, nos enteramos de la pérdida del hermano, ocurrida
hace casi cinco años por un accidente en la carretera, éste muere atropellado
por un camión mientras pastoreaba dos vacas. El narrador nos cuenta los hechos
desde una mirada que se nos antoja bastante infantil:
«Yo lo hubiera defendido a mi
hermano, si hubiera estado allí y con mi espada amarilla. Y fue ahí que me
quedé sin ganas de jugar para más nunca. Me quedé sin más ganas de nada».
A través de los siguientes pasajes del relato,
vamos descubriendo una especie de microcosmos donde se desenvuelve nuestro
personaje, sabemos que geográficamente se encuentra en un lugar llamado «Pueblo
Escondido». Nos enteramos también por el
uso «propio y particular» que hace de la lengua, que nuestro protagonista posee
un idiolecto (del griego: idios – propio–
+ leksis –lenguaje–) que está
fuertemente —con frecuencia, de modo inconsciente— condicionado por su
entorno familiar, social y cultural, y que también está determinado por la
situación en que se encuentra y que refleja sus características individuales:
su forma de ser y de pensar:
«Vuelvo
del rastrojo o de carpir la huerta y me quedo acá encerrado, en lo oscuro,
cuidándole las cosas. Cuando encienden la lámpara de querosén, cierro los ojos
pero los dejo un poquito abiertos, y la lámpara es una línea brillante y toda
peluda de luz. Y a veces converso con mi amigo perro, que no sabe hablar».
«Porque
con el Mingo siempre andábamos al mediodía, como lagartos, y nos íbamos a
pescar y a cazar pajaritos. Pero después, ya no jugué más. Se me quitó el
gusto.
Para
mí que le hicieron el mal de ojo. Alguno que vino y lo miró mal justo cuando el
Mingo estaba con la panza vacía y después vino el camión y lo aplastó».
«Es
que los de aquí de Pueblo Escondido, la gente grande, tienen la vista muy
fuerte. Demasiado. Aquí toda la gente grande es mala. Los grandes pegan. Me
pegan cuando yo digo que con el Mingo puedo conversar todavía cuando quiero. Ni
siquiera me dejan que lo nombre.
Yo no
puedo hablar nunca de él, por eso».
Detrás del lenguaje
claro y sencillo que utiliza Galeano en su historia, subyace una complejidad
que apenas se percibe, esta forma de desnudar el lenguaje tiene sus bases en
los consejos del maestro Juan Carlos Onetti, quien le orientó en sus primeros
pasos en la escritura, el mismo Galeano nos recuerda las lecciónes del gran
escritor uruguayo que siempre le decía:
«Vos acordate aquello que decían los chinos (yo creo que los chinos no decían
eso, pero el viejo se lo había inventado para darle prestigio a lo que decía);
las únicas palabras que merecen existir son las palabras mejores que el
silencio».
Volvamos
al tema del idiolecto que usa nuestro protagonista, sus palabras, sus frases y
giros particulares, para entender su función específica que hace compatible la
comunicación con los demás.
En un análisis semiótico del estructuralismo
clásico, el idiolecto se convierte en una puesta en acto, una práctica que
corresponde a los estados emotivos del personaje así como a los diferentes
registros de sus formas de expresión personal: una persona por ejemplo, no
hablará de la misma forma con un niño pequeño, que con un adulto a quien trata
de «usted», este rasgo común a todos los hablantes, es el que brinda un
resignificado a la historia, se establece una suerte de «código» que en su peculiaridad, se encuentra
constreñido por las circunstancias y su devenir.
En el mismo contexto
de la semiótica, podemos apoyarnos en las reflexiones de Umberto Eco, quien nos
reafirma la importancia estética de una indispensable unidad entre contenido y
forma para una obra bien elaborada, su conclusión es que: «Se establece una especie de red
de formas homologas que constituyen el código particular de aquella obra, y
resulta una medida muy equilibrada de las operaciones que destruyen el código
preexistente, para convertir en ambiguos los niveles del mensaje […] este
código de la obra, es un idiolecto por derecho propio» (definiendo el idiolecto
como el código privado e individual del parlante) (Eco 1986: 128).
Barthes situaría el concepto de idiolecto como
una entidad intermedia «de un habla ya institucionalizada, pero todavía no
formalizable de manera radical, como es la lengua». En esta dicotomía
conceptual vamos a alinearnos con la descripción ajustada de Umberto Eco que
nos resulta imprescindible para entender la escritura como una forma de
comunicación donde se emiten mensajes con una muy variada funcionalidad, en
especial, y la que más nos importa: la función estética. En su investigación, Umberto
Eco pone a la par dos nociones respecto al mensaje estético: la de ambigüedad o
autorreflexividad del mensaje y la del idiolecto. La noción de este concepto se
amplía a medida que se complejiza. Es decir, toda obra de arte conlleva un
mensaje estético que produce el efecto de enfrentarnos a un universo
independiente. La tarea de Umberto Eco consiste en desentrañar este efecto. Desde
su perspectiva, establece una clara funcionalidad del lenguaje en la que se
resalta la estética —de pretendida ambigüedad— como una de las claves en el
arte de la escritura. Nos dice Umberto Eco: «Un
mensaje tiene función estética, cuando se estructura de una manera ambigua y se
representa como autorreflexivo, es decir, cuando pretende atraer la atención
del destinatario sobre la propia forma, en primer lugar». Umberto Eco, La
estructura ausente. Introducción a la semiótica, Debolsillo, México df, 2011,
pp. 137-138.
En la segunda parte de mis notas de lectura,
quiero destacar la riqueza del relato en lo concerniente a su simbología.
Escuchemos a nuestro protagonista:
«Cuando me voy al monte a
esperar al Mingo, tengo miedo que me descubra la gente. Y tengo miedo de los
caranchos. También tengo miedo de los pozos, porque hay muchas trampas en el
campo y el Diablo tiene la casa en el fondo de la tierra. Hay que tener cuidado
de no caerse en el fondo del mundo, que es muy muy hondo».
La creencia de la existencia de un infierno en el
centro de la tierra nos viene de la edad media, cuando la gente pensaba que el
infierno era subterráneo y se difundían numerosas leyendas de viajeros que
aseguraban haber visto humo a través de agujeros del suelo. Aquí nos
aproximamos a la idea de Dante que suponía que la Tierra era redonda y ubicaba
a Satanás en el fondo del infierno, con su cintura en el centro de gravedad de
la Tierra.
A diferencia de Milton, cuyo infierno está lejos
de la Tierra. «El paraíso perdido» está
situado en los tiempos de Adán y Eva, cuando la tierra todavía era perfecta,
por lo que sería incoherente situar el infierno en el centro de la misma.
Recordemos que Dante se las ingenia para hacer todo el recorrido por el
infierno, el purgatorio y el cielo en menos de una semana. Mientras que el
Satanás de Milton necesita nueve días sólo para caer del cielo al infierno.
«Ayer me trepé al brazo del
árbol y me quedé fumando y esperando. Yo estaba seguro de que no me iba a
fallar. Y el Mingo se apareció a caballo, en el centro justo de una inmensa
nube de polvo, cuando ya quedaba poco sol en el cielo. Y él me pidió que me
acercara, me hizo señas con un brazo, y me bajé y ahí abajo de un espinillo me
habló en secreto».
En esta parte del relato se retoma la imagen del
caballo esbozada en las primeras líneas del texto. Se ha establecido una
especie de ritual, y los encuentros de nuestro protagonista con su hermano «El
Mingo» se hacen constantes. Encontramos la conexión del título con el texto: el
hermano que aparece montado en su caballo en medio de una nube de polvo, le
confía un secreto cuando queda poco sol en el cielo, es decir, a la caída de la
tarde:
«No se bajó del alazán. Se
agachó, no más. Y me dijo que yo voy a tener plata y voy a agarrar y me voy a
comprar un camión y lo voy a llenar todo de chala y barba de choclo para tener
para fumar para siempre. Y me voy a ir. Y me voy a ir al mar».
Encontramos al final de este penúltimo párrafo la
primera alusión al mar, que sirve de enlace al párrafo final que cierra el relato
y donde la idea del mar como punto de encuentro de los hermanos cobra mayor
fuerza y le confiere a la historia una simbología especial.
En la mitología romana,
Neptuno es el dios del mar, mientras que en la mitología griega el dios del mar
es Poseidón. Es el dios de las aguas, del mar y del río, de las fuentes y de
las corrientes. El dios del mar vive sobre las olas, y puede provocar las más
terribles tempestades, terremotos y tormentas.
Durante el relato «El Mingo» siempre viene a
caballo y el dios del mar es inseparable de los caballos, tanto que en la
famosa representación de Neptuno, presente en una fuente en Florencia, Italia,
el dios aparece rodeado de caballos. Por este motivo, los antiguos griegos
y romanos ofrecían al dios del mar caballos y toros en sacrificio, para no
despertar su ira y como ofrenda para pedir fecundidad.
«El Mingo me dijo que pasando el
horizonte está el mar y que yo nací para irme. Para irme, nací yo. Agarras el
camión y te vas, me dijo. Y al que no le guste lo pisas con el camión. Así que
me voy. Al mar, me voy. Y me llevo todas las cosas de mi hermano. Me monto en
mi camión y hasta el mar no paro. Yo al mar sí que no le tengo miedo. El mar me
estaba esperando y yo no sabía. ¿Cómo será? ¿Cómo será el mar?, le pregunté a mi
hermano. ¿Cómo será mucha agua junta? ¿Y el mar respira?
¿Y contesta cuando le preguntan?
¡Tanta agua que tiene el mar! ¿Y no se le escapa?»
Aquí el mar representa la dinámica de la vida,
todo sale del mar y todo vuelve a él. Es el lugar de los nacimientos, de las
transformaciones y de los renacimientos. Las olas del mar simbolizan el estado pasajero
de la vida, así como las aguas en movimiento, evocan el tránsito entre la
realidad del protagonista y sus posibilidades. El mar es a la vez, imagen de
vida y de muerte.
Esta
ambivalencia es el fundamento la de la incertidumbre de nuestro protagonista,
de su duda, de su indecisión y que puede concluirse para bien o para mal.
Juan Eduardo Cirlot en su Diccionario de símbolos
(Madrid: Siruela, 1997) expresa lo siguiente sobre el mar: «Su sentido simbólico corresponde al del «océano inferior», al de las
aguas en movimiento, agente transitivo y mediador entre lo no formal (aire,
gases) y lo formal (tierra, sólido) y, analógicamente, entre la vida y la
muerte. El mar, los océanos, se consideran así como la fuente de la vida y el
final de la misma. «Volver al mar» es como «retornar a la madre», morir.»
(Cirlot, 305)
El simbolismo del mar desempeña un papel fundamental
en todas las concepciones tradicionales célticas. Por el mar llegan dioses —Tuatha
De Danann, tribus de la diosa Dana— a Irlanda y por el mar se va también al
otro mundo. El niño tirado al mar es también uno de los temas mitológicos más
notables en relación con el simbolismo del agua: Morann, hijo del rey usurpador
Cairpre, es al nacer un monstruo mudo que arrojan al mar. Pero el agua rompe la
máscara que cubría el rostro. El niño es recogido por servidores y, bajo el
reinado del sucesor legítimo de su padre, se convierte en un gran juez.
En línea general, el océano simboliza el conjunto
de todas las posibilidades contenidas en un plano existencial, se puede inferir
el carácter positivo (germinal) o negativo (destructor) de tales posibilidades.
Se ratifica así el carácter ambivalente del océano, su dinamismo
contradictorio.
El agua pertenece al patrimonio simbólico de
todas las culturas y religiones. En todo el planeta el ser humano proyecta
sobre el agua la realización de sus esperanzas y temores, la promesa de la vida
y la amenaza de la muerte.
Para cerrar mis notas de lectura, traigo a la
memoria a la poetisa argentina Alfonsina Storni, quien se suicidó en Mar del
Plata arrojándose de la escollera del Club Argentino de Mujeres. Alfonsina
consideraba que el suicidio era una elección concedida por el libre albedrío y
así lo había expresado en un poema dedicado a su amigo y amante, el también escritor
suicida, Horacio Quiroga. Hay versiones románticas que dicen que se internó
lentamente en el mar y sirvieron como inspiración para componer la canción
«Alfonsina y el mar», la cual relata el suceso y sugiere el motivo.
En
su poema «Dolor» Storni nos expresa su filiación con el mar:
Quisiera
esta tarde divina de octubre
pasear
por la orilla lejana del mar;
que
la arena de oro, y las aguas verdes,
y
los cielos puros me vieran pasar.
Ser
alta, soberbia, perfecta, quisiera,
como
una romana, para concordar
con
las grandes olas, y las rocas muertas
y
las anchas playas que ciñen el mar.
Con
el paso lento, y los ojos fríos
y
la boca muda, dejarme llevar;
ver
cómo se rompen las olas azules
contra
los granitos y no parpadear;
ver
cómo las aves rapaces se comen
los
peces pequeños y no despertar;
pensar
que pudieran las frágiles barcas
hundirse
en las aguas y no suspirar;
ver
que se adelanta, la garganta al aire,
el
hombre más bello, no desear amar...
Perder
la mirada, distraídamente,
perderla
y que nunca la vuelva a encontrar:
y,
figura erguida, entre cielo y playa,
sentirme
el olvido perenne del mar.
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