martes, 3 de enero de 2023

MUCHACHOS, Humberto valverde

 

Muchachos

Umberto Valverde

 


La escasa luz pálida que se escurría desde la parte alta del poste de concreto iluminaba el ruido de las monedas al caer sobre los cinco hoyos hechos sobre el barro seco, el mismo barro seco que formaba la calle, sin huellas de vehículos, calle en tinieblas, no precisamente en absoluta oscuridad, sino una luz tenue, gris, rompiendo la noche, fragmentando el tiempo incrustado en el viento.

Dos hoyos adelante, uno al medio y los otros dos más atrás; y los cuerpos de los muchachos balanceándose, sobre un solo pie a cierta distancia, y el cuerpo echado adelante, y las monedas reunidas en un montoncito perpendicularmente entre los intersticios del aire para calcular la colocación de las monedas. Pa cuántas. Las voces delgadas llenando la noche, porque la noche estaba allí, donde el viento era sofocado por los gritos y discusiones de los muchachos, pero el viento cambiaba, por ratos se venía un ventarrón desde el sur alzando el polvo de verano, polvo reseco, sucio. Pero la noche también venía con el viento, porque también ella estaba donde el viento estaba.

Y los rostros cubiertos de ansias, esos mismos rostros que usan todas las noches, sin la hostigante preocupación de vivir, con la suerte de que las viejas murmuradoras las desnuden, las critiquen. Pa once. El tirador de turno se coloca, mientras el aire de agosto lo baña de impaciencia, posee con su mirada los gestos de los otros, sin importarle otra cosa, ni ese gran mundo que queda a sus espaldas.

Y sobre el peso había quedado en silencio el ruido iluminado de las monedas, quemando las miradas, bajo el bombillo semiapagado. Me las hice con frotadora. Las monedas habían retornado a su mano y estaban quietas, relucientes para él, llenas de polvo para la noche. No juego más. Me pelaron. La risa llenaba su cuerpo, nerviosa, y las monedas sonando sobre otras monedas en su bolsillo. Me pelaron la plata del desayuno, ¿y ahora qué haré? Y su rostro descompuesto sonsacando un rasgo de piedad del ganador, y el llanto presto a nacer, listo a resbalar sobre las mejillas. ¿Quién te metió a jugar? Acaso no decías que eras el putas. Juguemos otra. Y todos contestaron sin palabras, poniéndose a cierta distancia y lanzando su moneda de cinco. Voy de primeras. Lanzaban palabras sucias, palabras prohibidas por sus padres, palabras ofensivas, pero las olvidaban después de sonar. Juan Luis ha convertido su rabia en llanto, y tiritando de miedo ha marchado hacia su casa donde su madre lo espera, y mientras camina va creando la gran disculpa, la disculpa que lo deberá salvar de la paliza, y ha sacado de sus recónditos y confusos recuerdos las interminables frases incomprensibles de su maestro, y los demás: el Cabra, el Negro, Lagañas y Gelatina, se han burlado, y han visto iluminar el gesto de sus labios por una luz blanca de la luna que se cuela entre los viejos árboles sin nombre, y luego la risa fue convirtiéndose en murmullo hasta dejar los rostros en su antigua actitud. Tapón al cinco. La voz quebrada de Gelatina ha creado un rumor de palabras y Lagañas ha tomado las monedas y las ha lanzado para romper el equilibrio de una noche de agosto con sus gritos y bufidos. Está ligada. Planto en mínimas. Pero el Negro ha continuado protestando, alzando sus manos escupiendo muy cerca de los hoyos. Le toca a Cabra. Y mientras el Cabra ha tomado posición, balanceando su cuerpo, calculando con su mirada los hoyos, un grito ha crecido desde la esquina y se ha estrellado en sus oídos. ¡Ahí viene un tombo! Y el hombre del gorro, de uniforme verde, acercándose cuidadosamente para sorprenderlos, pero ellos impulsados por el grito se han metido entre la oscuridad de la distancia. Y más allá sus voces chocaban en ofensas. ¿Quién cogió la plata? El último que corrió fue el Negro. El Negro alegando, sacando sus bolsillos vacíos ante la furiosa mirada del Cabra y éste llenando el vaho de las miradas intrusas de malas palabras, y en el momento que se acerca al Negro, éste, con miedo de la fuerza del Cabra, señala a Lagañas; y el golpe se viene contra la noche, contra el rostro expectante de Lagañas y de inmediato siente algo húmedo que lo recorre. Ya lo reventó. Vamos Cabra, dale, dale. Lagañas lanzando golpes sin dirección y Cabra colocándole uno por uno en el rostro, en el estómago y Lagañas sangrando, llorando, y desfalleciente cae para saborear con su boca el barro seco. Por malparido, dizque tumbarme a mí, a mí, yo que les había ganado limpiamente. Se van disolviendo, risas y comentario, viento y frío, y mezclado entre la gente y el tiempo: la noche, husmeando las palabras y las calles

 …ellos se reirán cuando sepan lo de la paliza porque a ellos casi no les pegan pero se pegan entre ellos porque me contaron que Cabra le dio duro a Lagañas porque Lagañas se las tiró de vivo y le salió el tiro por la culata; mamá me había dicho que si jugaba a los cinco hoyos me pegaba y si aprendo palabras feas y lo mismo dice el profesor el que Antología 24 dice palabras feas se va al infierno, claro que me da miedo pero yo quería saber dónde estaba el infierno y si el diablo es como el que sale en diciembre en navidad de vestido rojo y con cuernos pero a ese no le tengo miedo pero yo estimo a los muchachos, a Cabra, al Negro menos a Gelatina porque fue por casualidad cuando lo vi el día que veníamos de jugar fútbol comprando su yerba y fumándosela sentado en la carrilera y proponiéndole al Negro que la cogiera pero éste no quiso y yo estaba con miedo porque si nos cogía un policía decía que éramos marihuaneros pero no somos todos porque estábamos a la espera y regresamos y Gelatina hablaba locadas y todo era: mano mañana saldré con ellos aunque a mamá no le guste para eso estamos en vacaciones y para eso paso a tercero…

—¿Vamos a ir a robar chatarra?

—Claro, pero por la tarde.

—¿Qué le has hecho a tu prima, Lagañas? Yo con ese chico hacía tiempo me la había comido.

—Yo también, pero Lagañas es como pendejo.

—Y ustedes creen que es muy fácil, mi tío se mantiene en la casa y mi abuelito, y si me cogen hasta me echan de la casa.

—¡Qué va!

—Y Juan Luis ¿qué dice? Vos también sos como tonto, la inquilina se desviste frente a ti y tú no le haces nada, yo no sé para qué le sirve el estudiar, yo tengo que trabajar, pero soy vivo.

—Ella no me dice nada, yo qué le puedo hacer si yo no sé hacer nada malo y si mi mamá se diera cuenta y el profesor y el día de confesarme ¿qué digo?

—Y para qué te confiesas, esos curas también son dañados.

—Dejemos eso, Sí han visto cómo los grandes de la gallada llegan borrachos los domingos por la mañana y las peladas de por aquí se mueren por ellos.

—Nosotros debiéramos ser como ellos, cuando crezca me volveré como ellos, así, así mismo.

La tarde llegaba poseída de calor. Porque el calor ya estaba, hacía mucho rato se había extendido por la ciudad, por el sur, por el oeste. En los alrededores de las fábricas, de las calles céntricas colmadas de gente, en las pocas y hermosas avenidas de los barrios residenciales, en las casa de bahareque y de aluminio.

El calor se pegaba a los cuerpos como un traje más. Metidos entre el calor y la tarde, apretujados en un bus viajaban ellos, hablando, riéndose, con el miedo y la impaciencia entre sus cuerpos, pero cada palabra, cada gesto tomaba un nombre: Cabra, el Negro, Lagañas, Gelatina, Juan Luis.

 Ninguno se explicaba la compañía de Juan Luis, era la primera vez que iban a sustraer cobre o chatarra de un viejo local situado en las afueras de la ciudad donde almacenaban estos metales. Ninguno se explicaba, ni necesitaba de ello, sabían que era uno de ellos, uno más, un amigo de confianza.

Para llegar al almacenamiento recorrían más de un kilómetro después de la carretera. Marchaban en silencio, deteniendo en su garganta todo sonido que fuera a convertirse en palabra. Gelatina encendía un cigarrillo y lo aspiraba, después lo pasaba a todos; cuando llegó a manos de Juan Luis no lo rehusó, lo colocó entre sus labios y chupó, pero se atoró, tosió durante un rato y en el rostro de los otros se dibujó una sonrisa. Muy cerca de ellos aparecieron las paredes y las mallas que conformaban el local. Gelatina y el Cabra penetraron, afuera el sol penetraba el temor de los otros. Un silbido corto y armónico atrajo a Lagañas, largos barrotes de cobre llegaron a sus manos, el Negro y Juan Luis los tomaron, los acomodaron en sus hombros y un gesto de Lagañas los hizo marchar. Lagañas y el Cabra partieron con otros, Gelatina apareció arrastrando más barrotes, pero el rumor de gritos y conversaciones rompió el equilibrio de la tarde y Gelatina corrió con unos pocos, la misma palabra de siempre chocó contra su espalda.

El calor los abandonaba mientras el tiempo los reunía junto a la carretera. La noche pronosticaba su llegada, la luz se había hecho grisosa y brillante, no había crepúsculo. Guardaron los diez barrotes en un costal y luego el aire encontró sus palabras y sus risas en una camioneta que viajaba a alta velocidad.

La noche los descubrió bajo la escasa luz del poste de alumbrado, ignorando los cinco hoyos situados en el barro seco. Nos toca quince pesos pa cada uno, aquí nadie se tumba, nosotros somos legales, decía Cabra al repartir el fajo de billetes con satisfacción y complacencia; nunca había tenido tanta plata. Gelatina llamó aparte al Negro y al Cabra. Compremos un cacho de a peso y nos lo fumamos ahora que estamos contentos. Un deseo copó sus cuerpos, habían escuchado de boca de los grandes que no era malo, pero que enviciaba, y se sentían raros, en esta vida hay que probar de todo, era el dicho de los grandes; después vino un airecito frío y con el frío venía un temor, un miedo de algo, y en sus rostros y sus palabras se produjo la negativa. Ustedes son barro, lo compraré yo solo. Y Gelatina los abandonó por esa noche. Cabra aún dudaba con la propuesta de Gelatina, Juan Luis recordaba las peripecias del día y sorprendido aún por haber iniciado una nueva vida miraba las estrellas vestidas de luna blanca, el Negro con varias monedas de cinco ensayaba a quedar más cerca de la pared, Lagañas elaboraba con una tapa de gaseosa sobre el barro seco otros cinco hoyos. Vamos a elevar cometa mañana y les quitamos a los pelados unas cuantas, el Cabra llamó la atención de todos. La calle estaba sola, en la otra esquina quedaban los grandes. Ellos se separaron.

El Negro entró a su casa. No precisamente su casa, a la casa donde su madre —una negra alta— alquilaba una pieza para dormir con un negro fornido que no era el padre del Negro, y éste dormía en una camita pequeña, mirando no sólo cómo su madre se acostaba con ese negro, sino con otros, con un penetrante olor a borrachera. Eran muchas noches y muchos extraños los que él conocía. Mi madre es una puta. Se acuesta con muchos y todos lo saben, pero se ríen de mí cuando no estoy. Los extraños venían por ratos, por turnos y luego sacaban billetes, billetes que sonaban, cric-crac, y ella los guardaba en su pecho y salía al baño, y si lo encontraba mirándola se le venía encima. Negro inmundo qué me ves, acaso no lo hago por mantenerte. Y las piernas altas, macizas de ella quedaban desnudas frente a sus ojos blancos, los pechos negros también, y llegaba el de turno y la apretaba, y él tenía que hacerse el dormido, pero miraba de reojo, y el extraño se desvestía y se apretaban en la cama, gemían, sudaban, hasta bien tarde, y él se acostumbraba tanto que muchas veces se dormía. Yo quiero irme, me iré, me dicen que en la marina me reciben, así como a mi hermano, pero tengo que viajar hasta Barranquilla, ya estoy aburrido de todo esto, toda la gente me mira cuando paso. La vez que llegó el negro fornido ebrio, y encontró a la negra acostada con otro y el Negro dormía en su camita, entre la noche relució la hoja larga de una navaja y el blanco que gemía sobre el cuerpo de la negra salió despavorido con la ropa en la mano y el Negro se despertó y fue a meterse pero la voz de su madre lo retuvo. Mijo, no juegues con eso, no juegues, que el diablo empuja la mano, vos no habías vuelto y necesitaba la plata, comprende mijo, le recé a la Virgen para que volvieras. Y el negro fornido ebrio la acostó de espaldas y con la navaja le escribió sobre la piel la palabra con la cual había bautizado a la negra, y los hilitos de sangre fueron saliendo, y el Negro sólo miraba, aterrado, y ella murmuraba con dolor es puro juego, ¿cierto mijo? Y después guardó la navaja y se desvistió y se acostaron a revolcarse, a gemir como siempre lo hacían, con un penetrante olor a sudor y sangre. Entonces el Negro salió de la casa sin ser visto, caminó llorando de ira y recorrió calles llenas de minutos para amanecer tirado en una banca de parque.

…ayer nos dimos cuenta que la mamá del Negro formó un escándalo por toda la calle, estaba ebria y decía que todas estas viejas bochincheras tenían la culpa de que su hijo se le hubiera ido, porque eso sí lo sabía desde antes, que el Negro se volaría ya que estaba aburrido con la vida que llevaba, claro, el Negro es el mayor de todos nosotros, tenía los trece pasados y sabía más que todos, el Negro nos ha hecho falta con sus cuentos y lo mismo que Gelatina, sin embargo Gelatina sí volverá porque lo tienen preso, según me contaron lo cogieron fumando esa yerba, y yo siempre le decía que dejara eso, y ahora sólo quedamos tres: Lagañas, el Cabra y yo, mamá dice que nos cambiaremos de casa porque es el único medio de salvarme, sacándome de aquí, a mí me gusta esto y yo volveré por estos lados, aunque no quieran, porque yo era un tonto y no sabía nada y ahora sí soy vivo, claro que ya me matricularon para el tercero y va a ser lo bueno, con esa parranda de tontos del salón me volveré el más jodón, y al que me moleste, le pego, y vacilaré a los maestros, y robaré los útiles de los demás, y cuando sea grande seré como los grandes de por aquí, con muchachas y todo eso, a mí por eso me gusta sentarme junto a ellos a oír qué conversan, aunque muchas veces me echan.

Ahí estaba la tarde, desnuda y escueta, nuevamente detenida sobre los deseos de Lagañas, como una presencia —las palabras de sus amigos convertidas en ofensa—, que enardecía sus maliciosas intenciones. No había por qué preocuparse, sabía que su abuelito estaría deshilvanando los enredos de sus remembranzas, ya confusas por el tiempo, mientras su tío demoraría hasta el atardecer para llegar. Recordaba, ahora con una extraña sensación, la lejana cercanía de su prima, Camila, con la cual habitaba el mismo cuarto y la misma cama vieja, cubiertos con las mismas cobijas, y todo esto expuesto ante la gallada grande de la cuadra con una sincera ingenuidad fue transformándose en un excitante recuerdo que lo intranquilizaba.

Entonces, cuando Camila caminaba por la cuadra con sus falditas de niña mostrando la precoz formación de sus piernas, y esa deliciosa manera de acompasar el ritmo de sus movimientos, tratando de alcanzar la adolescencia, paseándose con los jóvenes de la cuadra, tras las esquinas, frente a las puertas, en las tiendas, Lagañas sentía una picazón en la piel y se ruborizaba nada más que de rabia.

Lagañas trataba de alcanzar la copa del naranjo; lento pero seguro se colocó entre las ramas, oculto, mientras abajo, Camila en el baño y desnuda, recibía el agua con una jubilosa expresión. Su mirada, brillosa y satisfecha, bajaba por sus cabellos largos, se detenía en sus senos pequeños, atravesaba la clara región del vientre, se aproximaba inquieta hacia las inglés, circulaba entre sus muslos, caía hasta la piel tostada de sus pies, y volvía a ascender; así estuvo hasta que Camila salió del baño y luego se puso a alargar ese momento, abandonado a la noche y al recuerdo.

Esa noche, Lagañas trataría de no evitarlo, se acercaría a la cama de Camila y se acostaría a su lado, temería despertarla, sin ruido, se uniría a su cuerpo, bajaría con su mano silenciosa, levemente, sus calzoncitos, y se encontraría, de nuevo, en la oscuridad, con la figura ansiada de la tarde, y ella dormida se colocaría boca arriba, facilitando su labor, y llegaría el momento, cuando sobre la noche no se perciba nada, sólo el ronquido de su abuelito, y se colocaría sobre ella, entraría con fuerza, y la besaría despertándola, sorprendida, pero tomaría sus labios con los suyos sin dejarla hablar, y ella abriría los ojos inmensamente y Lagañas sofocado, alcanzando una pronta adolescencia, la mantendría en esa posición hasta convertirla en caricia. Es posible que soportara esa actitud durante algún tiempo, para descubrir algo sugerido por las palabras de los muchachos pero desconocido, y complaciente lo abrazaría y alcanzarían una unánime vehemencia.

O tal vez se despertaría sorprendida al hallarlo en esa posición, y lo echaría a un lado, sin decir nada, callaría para no comprometerlo, o puede suceder (lo que Juan Luis le profetizaba), que despertaría con el ruido, y levantaría a su padre, al tío de Lagañas, y al abuelo, y le contaría lo ocurrido, y se encontraría con su cuerpo golpeado, quedaría apenado, avergonzado, y sólo tendría un camino: el del Negro.

Hoy me he dado cuenta que hemos crecido, estamos dejando de ser niños, pero también he sabido que sólo quedamos dos: el Cabra y yo; aunque siempre seremos cinco: en nuestros recuerdos, en nuestra manera de ser, en cada palabra pronunciada estaremos presentes los cinco, porque fuimos —somos— como hermanos y lo que le pasó a Lagañas tenía que suceder, todos lo tiramos al abismo, aunque siempre lo previne; el tiempo nos va cambiando, ayer nos cambió de trajes, luego de palabras, después nos cambió de rostros, la piel misma; nos separó, y mañana no Cuentistas Vallecaucanos 31 seremos dos, será uno: el Cabra. Mamá decidió marcharnos a otro barrio, pero no por esto olvidaré lo que soy, yo soy así y seré siempre el mismo, siento que el calor también cambia, tal vez el tiempo lo haga más calor, más hostigante.

La escaza luz se escurre desde la parte alta del poste de alumbrado e ilumina el sonido de las monedas junto a la pared lanzadas por el Cabra; un muchacho nuevo se acerca y lanza poniendo más cerca que el Cabra; éste lo mira y sonríe, el nuevo muchacho deja traslucir su voz, ¿por qué estás solo, y los otros?

 —Ya no doy la talla, te ha llegado la hora de ganarme, chau.

***

Umberto Valverde Cali, 1947. Editor fundador del periódico La Palabra, la revista Trailer y la Revista del América. Autor de los libros: Bomba Camará, 1972. En busca de tu nombre, 1976. Celia Cruz: Reina Rumba, 1981. Quítate de la vía perico, 2001. Escribió también los libros periodísticos: Tres vías a la revolución, 1973. La máquina, 1992. Reportaje crítico al cine colombiano, 1978. Como investigación musical: Abran paso, 1995. Memoria de la Sonora Matancera, 1997. Con la música adentro, 2007. Jairo Varela, que todo el mundo te cante, 2013. Cofundador del evento Mundial de Salsa. Director artístico del Museo de la salsa Jairo Varela.

PEPELITOS, Hernán Casciari

 

Papelitos *

Hernán Casciari


Érase un pueblo tranquilo en el que habitaban muchos vecinos tranquilos. Todos llevaban una vida agradable y sencilla y cada uno deseaba prosperar. Pepe era uno de ellos. Una tarde Pepe salió a caminar por el pueblo y tuvo sed. Siguió caminando y tuvo más sed. Cuando volvió a su casa, y mientras descorchaba una botella, descubrió algo que nadie había descubierto antes: en el pueblo no había bares.

Pepe pensó que si montaba un bar podría ser feliz y hacer felices a otros dándoles de beber. Y además, ganar dinero.

Durante dos noches Pepe hizo un listado de lo necesario para montar el primer bar del pueblo: primero necesitaría diez mil monedas para comprar mesas, sillas, copas, bebidas y un palenque para que los parroquianos dejaran sus caballos; después le harían falta dos semanas para convertir su casa en un bar; y más tarde otras dos semanas para tener las mesas repletas de vecinos sedientos.

Su amigo Moncho, que esa tarde pasaba por allí, le dio un excelente nombre para el bar.

Por supuesto, Pepe no tenía diez mil monedas, pero durante la noche se le ocurrió una buena forma de conseguirlas. La tarde del sábado recortó mil papelitos y escribió en cada uno de ellos «Próximamente, bar de Pepe». El domingo, después de misa, se fue a la plaza del pueblo vestido con su mejor traje:

—Queridos vecinos, voy a montar un bar a las afueras del pueblo —dijo, y todo el mundo dejó de conversar para mirarlo.

—¡Qué gran idea! —exclamó Ramón, con su cigarro en la boca.

Pepe se sintió cómodo con la atención de todo el mundo y mostró en abanico los papeles recortados.

—Cada uno de estos mil papelitos cuesta diez monedas —les dijo Pepe a sus vecinos—. Quien me compre un papelito deberá guardarlo y no perderlo, porque de aquí a un mes, cuando mi bar tenga clientes, entregaré doce monedas por cada papelito que vuelva a mis manos.

—¿Pero no costaba diez monedas cada papelito? —preguntó Moncho, al que todos tenían por el tonto del pueblo—. ¿Por qué vas a regalar dos monedas?

—No es regalar, Moncho, es compensar. Compensaré a los que me ayuden a cumplir mi sueño, que es el de tener un bar en las afueras del pueblo.

—Tiene sentido —dijo el Alcalde—, mucho sentido.

—Me parece muy bien —sopesó Ernesto, que era rico y entendía de negocios.

—¡Qué gran idea! —dijo el cura Francisco, y rebuscó en sus bolsillos.

De ese modo tan simple, y en una sola mañana de domingo, Pepe consiguió el dinero para montar un bar: entre todos le entregaron diez mil monedas exactas por la venta de mil papelitos.

—Yo le compré dos papelitos —dijo Sabino, que era pobre y optimista.

—¡Yo treinta y seis! —exclamó Quique, que era codicioso y altanero.

—Yo le compré cinco papelitos, y pienso emborracharme en ese bar para celebrar el negocio más fácil de mi vida —dijo Luis.

Y todos rieron.

Pepe se fue a su casa ese domingo con las diez mil monedas en la mochila y se durmió pensando en su bar.

El lunes por la mañana viajó a la gran ciudad y compró madera para construir un mostrador robusto. Volvió a su casa y se puso a trabajar. No pasó por la plaza del pueblo en toda la semana. Es decir: no se enteró de que había encendido, entre sus vecinos, un extraño furor por los papelitos.

La primera semana

La plaza del pueblo estaba llena de gente, y eso era muy raro para un lunes. Varios vecinos habían pasado la noche entera recortando y escribiendo sus propios papelitos, porque habían descubierto que también ellos tenían proyectos para ofrecer.

Unos papelitos decían «En breve Heladería de Horacio». Otros decían «Muy pronto Peluquería de Carmen». Incluso algunos decían «A fin de mes Moncho hará viajes a la Luna».

De pronto, la plaza se convirtió en un lugar atestado: los vecinos se subían a las farolas, o se trepaban a la fuente, para comprar o vender porciones de nuevos proyectos.

Esto ocurrió el lunes y el martes fue todavía peor. El miércoles ya no se podía caminar por la plaza. El Alcalde tuvo que poner orden y habilitó un lugar cerrado para que los vecinos pudieran reunirse sin destrozar los espacios públicos. Este pequeño local se inauguró el jueves por la mañana y fue bautizado con el nombre de Salón de los Papelitos.

Y así ocurrió que el viernes todos los que tenían un proyecto ya habían conseguido las monedas necesarias y se habían puesto a trabajar. Horacio buscaba los mejores sabores para su heladería, Pepe serruchaba la madera para el mostrador de su bar, Carmen afilaba tijeras para su flamante peluquería y Moncho compraba dos caballos para hacer viajes a la Luna.

Solamente quedaban, en el Salón de los Papelitos, un puñado de vecinos a los que nunca se les había ocurrido ningún proyecto interesante para llevar a cabo. Lo único que tenían estos vecinos eran papelitos.

—Necesito dinero para cigarros —se quejó Ramón en voz alta—. Hace unos días le cambié este papelito a Pepe por mis únicas diez monedas, pero la tabaquería de Raúl no me acepta papelitos, y necesito fumar.

—¡A mí me pasa lo mismo! —dijo Luis— ¡Quiero ir al cine y tengo los bolsillos vacíos!

Los murmullos fueron cada vez mayores.

—En tres semanas Pepe le dará doce monedas a quien le devuelva este papelito —dijo Sabino, con los ojos brillosos—. ¡Vendo mi papelito, ahora mismo, por nueve monedas!

—Trato hecho —exclamó Ernesto, que era rico pero quería serlo todavía más, y le arrancó el papelito de las manos a Sabino.

Ramón y Luis también vendieron su papelito por menos de diez monedas y, mientras uno corría a comprar cigarros y el otro al cine, los demás vecinos vieron que aquella era una nueva forma de hacer negocios, aunque ya no hubiera proyectos que vender.

Algunos se subieron a las sillas, otros a las mesas, y empezaron a ofrecer lo que tenían.

—¡Cambio cuatro papelitos de Horacio por dos papelitos de Carmen!

—¡Entrego ocho papelitos de Moncho y mi caballo por cincuenta monedas!

Cuando entró al Salón el cura Francisco, todos hicieron silencio.

—El día que Moncho puso a la venta sus papelitos —dijo el cura—, yo le compré algunos porque Moncho es tonto: los vende a siete monedas y devolverá quince. Pero ahora necesito monedas para arreglar la campana de la iglesia. Pongo a la venta mis papelitos de Moncho a seis monedas cada uno.

—¿Cuál es el proyecto de Moncho, padre? —preguntó Quique.

—Está construyendo un carro muy largo, tirado por dos caballos —dijo el cura—, el pobre quiere hacer viajes a la Luna.

Quique hizo un gesto negativo.

—¿Y si te los dejo a cinco? —regateó el cura Francisco.

—Los compro por cuatro, padre —dijo Quique, con gesto de limosna dominical.

—¡Ah, Dios te bendiga, hijo mío!

Querido niño: en el mundo real el Salón de los Papelitos se llama Bolsa de Valores. Mientras que los papelitos pueden tener dos nombres: Bonos u Obligaciones. Las doce monedas que pagará Pepe cuando el bar se llene de parroquianos (o las quince monedas que pagará Moncho cuando logre ir a la Luna) se llaman Valor Nominal del Bono.

La segunda semana

Habían pasado solo siete días y el hogar de Pepe ya no parecía una casa. En el comedor había una barra de madera lustrada, el baño se había convertido en dos baños (uno para las damas, otro para los caballeros) y las paredes estaban a medio pintar de un azul marino intenso. Pepe estaba feliz con el progreso de su proyecto, y ya estaba colocando en la fachada el cartel luminoso de su flamante bar.

Como aún no había bajado al pueblo, seguía sin saber que la vida de sus vecinos se había convertido en un ir y venir de papelitos que cambiaban de precio y de dueño.

Incluso el Alcalde, después de conversarlo una noche con su edecán, decidió sumarse a la nueva moda.

La mañana del segundo lunes salió al balcón con un megáfono y dijo:

—Vecinos, la plaza quedó estropeada después del furor de los papelitos.

Y era verdad. La primera semana de compra y venta de proyectos los jardines habían quedado deshechos y los espacios públicos parecían aplastados por una inundación.

—Necesito recaudar fondos para reparar la fuente, renovar las farolas y, por qué no, para comprarme una diligencia —dijo el Alcalde—. Desde este momento saco a la venta mil papelitos oficiales, cada uno cuesta un caballo. Cuando la fuente eche agua, las farolas den luz y mi diligencia me lleve lejos, devolveré dos caballos por cada papelito. Los papelitos oficiales están a la venta. ¡Corran, corran que se acaban!

Los papelitos del Alcalde se esfumaron en tiempo récord en el Salón de los Papelitos: todos en el pueblo entregaron sus caballos y las tareas cotidianas empezaron a hacerse de a pie.

La compraventa de papelitos siguió en aumento y ya no alcanzaban los lápices para apuntar quién era el dueño de qué. Algunos papelitos eran muy deseados: por ejemplo los de Pepe, que trabajaba día y noche en su proyecto del bar en las afueras. Pero a otros papelitos no los quería nadie: por ejemplo a los de Moncho, puesto que su artefacto para hacer viajes a la Luna, por el momento, solo constaba de dos caballos flacos unidos a un carro, y a otro carro, y a un tercero. Nadie creía que Moncho pudiera remontar el vuelo.

Ernesto, el vecino rico, había comprado papelitos sin ton ni son durante la primera semana, y ahora los papelitos de Moncho le quemaban en las manos. Pero como también tenía papelitos de Pepe, inventó algo que bautizó los Fajos de Ernesto.

Eran paquetes cerrados con cien papelitos de proyectos variopintos; por ejemplo, diez papelitos de Pepe y su bar, veinte de Horacio y su heladería, y setenta de Moncho y su extraño vehículo para hacer viajes a la Luna.

Durante todo el jueves los Fajos de Ernesto tuvieron gran éxito entre los vecinos del pueblo que buscaban como locos papelitos de Pepe o papelitos del Alcalde, pero el viernes Quique descubrió el truco y lo dijo públicamente en el Salón de los Papelitos:

—¡Cuidado, vecinos! Los Fajos de Ernesto a veces vienen con papelitos de Pepe o del Alcalde en la parte de arriba, y eso está muy bien, pero al fondo del fajo hay un montón de papelitos de Moncho, que jamás hará viajes a la Luna. Les propongo que, antes de comprar Fajos de Ernesto, pasen por mi casa para que los aconseje. Mi tarifa por cada consejo son seis monedas, o dos papelitos de Pepe.

Durante el resto de esa semana, y la siguiente, los compradores de papelitos consultaron siempre a Quique antes de comprarle fajos a Ernesto.

Ernesto y Quique, que habían jugado al mus durante años en el centro recreativo, dejaron de hablarse para siempre.

Querido niño: en el mundo real, los papelitos oficiales del Alcalde se llaman Títulos de Deuda Pública. Los fajos de Ernesto reciben el nombre de Obligaciones de Deuda Colateralizada. Mientras que la casa de Quique, el sitio a donde acuden los vecinos para saber si confían o no en los Fajos de Ernesto, se denomina Banca de Inversión.

La tercera semana

Ya habían pasado más de veinte días desde el inicio de las actividades cuando los vecinos del pueblo descubrieron que algunos proyectos ya estaban casi terminados, y en cambio otros seguían en pañales.

A Pepe solo le faltaba montar el palenque para que los caballos de los clientes pastaran fuera del bar.

Horacio había conseguido, con éxito, batir leche y frutas para su heladería, y solo le quedaba traer barras de hielo desde la gran ciudad.

Pero Carmen todavía no había encontrado un buen local para instalar su peluquería, aunque ya tenía docenas de tijeras afiladas.

Y qué decir de Moncho: sus caballos estaban cada vez más lustrosos, porque los cepillaba día y noche, y había conseguido atarlos a cuatro carros, pero no parecía que su artefacto pudiera volar en el plazo de una semana.

Los vecinos que tenían papelitos de Moncho, o de carmen, estaban inquietos y ya no lograban vendérselos a nadie. Hasta que apareció Quique con una gran idea:

—¡Oigan! —dijo Quique—. Aquellos que todavía tengan papelitos de Moncho, yo les puedo vender Tranquilidad de Quique para esos papelitos...

—¿De qué hablas? —preguntó Raúl, que tenía varios papelitos de Moncho.

—Muy fácil. Tú me pagas dos monedas cada noche, de aquí a fin de mes, y si Moncho no consigue hacer viajes a la Luna y no puede devolverte las quince monedas que prometió, yo te daré esas quince monedas. Justo lo que él debía pagarte.

—¿Aunque el viaje a la Luna fracase?

—Aunque fracase.

—¡Tremenda idea! —dijo Sabino—. Así nos sentiremos mucho más tranquilos y podremos comprar más papelitos.

—Por eso mi idea se llama Tranquilidad de Quique —dijo Quique, con una sonrisa, y muchos vecinos empezaron a pagar dos monedas cada noche, por las dudas de que algunos proyectos no terminaran bien.

En medio de la euforia por estas nuevas ideas, nadie en el pueblo se dio cuenta de que el Alcalde ya no se dejaba ver por el Salón de los Papelitos, ni tampoco había reparado las farolas ni la fuente de la plaza.

El Alcalde había cumplido, eso sí, con una parte de sus promesas: se había comprado una diligencia y había desaparecido del pueblo con los caballos de todo el mundo.

El edecán, que había sido la mano derecha del Alcalde y conocía la estafa desde el principio, decidió hacer algo para que nadie descubriera la ausencia de su jefe. Y su idea fue estupenda. Trajo al Salón de los Papelitos una pizarra y empezó a ponerle una nota (del uno al diez) a cada uno de los proyectos del pueblo.

—¿Qué estás escribiendo en la pizarra, edecán? —le preguntó Ernesto.

Pero el edecán se hizo el misterioso y siguió trabajando en silencio.

Al bar de Pepe le puso un ocho, a la peluquería de Carmen un cinco, a la heladería de Horacio un siete, al vehículo para hacer viajes a la Luna de Moncho un dos y, haciéndose el distraído, a las reformas de las farolas de la plaza les puso un nueve.

—Ahora sí —dijo—. Ya está.

—¿Qué significan estos números? —preguntaron todos.

—Son las notas de la Alcaldía. Es para que nadie compre papelitos sin saber si podrán recuperar sus monedas o sus caballos —dijo el Edecán—. Lo hago por ustedes. Confíen en estas notas.

Todos los vecinos agradecieron la ayuda y esa tarde se revendieron, a precio muy alto, muchísimos papelitos del Alcalde.

Querido niño: en el mundo real, la idea de Quique de ofrecer tranquilidad sobre los papelitos de Moncho se llama Seguros de Impago de Deuda, o CDS (del inglés Credit Default Swaps). Y la gran pizarra en la que el Edecán le pone una nota a cada proyecto se denomina Agencia de Calificación, que a veces se equivoca sin querer, y otras veces queriendo.

La última semana

Cuando llegó el día de la inauguración, Pepe se levantó muy temprano y caminó tranquilo hasta el pueblo. De lejos vio la fachada de su bar, con el cartel luminoso a todo trapo. El bar se llamaba La Luna, como lo había bautizado Moncho el primer día. Ahora ya no faltaba nada más, solo que llegaran muchos clientes desde el pueblo, con las gargantas secas de sed.

Recorrió las cinco leguas hasta el pueblo colocando carteles en todos los árboles del camino. «Bar La Luna, abierto desde esta noche». Cada cartel que ponía en un tronco, se lo quedaba mirando, lleno de orgullo.

Durante su caminata hasta el pueblo Pepe fantaseó con que, de allí en adelante, docenas de vecinos irían a caballo a su bar y todos serían felices conversando y bebiendo.

Pero cuando llegó a la plaza no pudo entender lo que veía. Hasta pensó que había equivocado el camino, y que estaba en un pueblo diferente. Parecía que hubiera pasado una guerra.

Las farolas y la fuente de la plaza estaban destrozadas. Los vecinos caminaban en círculos hablando solos, y había corrillos de hombres y mujeres discutiendo y peleando.

—¿Qué ha pasado aquí? —le preguntó Pepe a Horacio, que lloraba contra una farola.

—¡Ay, Pepe! ¿No lo sabes? —sollozó Horacio—. Todo el mundo enloqueció con los papelitos. Con los míos, con los de Carmen, con los tuyos... ¡Con todos! De pronto empezó a haber más papelitos que monedas, más tarde ya no hubo monedas, después desaparecieron los caballos, y entonces el Alcalde se escapó del pueblo, y los vendedores de Fajos de Ernesto quebraron, y los revendedores de Tranquilidad de Quique no pudieron pagarle a nadie y escaparon por la noche... Y ahora todo el mundo está en la ruina...

—¿Qué diantres es eso de «fajos de Quique» y «tranquilidad de Ernesto»?

—Es largo de explicar —dijo Horacio.

—¿Y tu proyecto, y el de Carmen?

—Mi heladería fracasó: no hay caballos para ir a buscar hielo a la ciudad. Y Carmen no tiene clientes en su peluquería, ¿no ves que todos se están arrancando los pelos con sus propias manos?

Pepe se quedó en silencio.

—Necesito una bebida —dijo Horacio.

—Tengo la garganta seca —dijo Luis.

—¿Has abierto ya tu famoso bar? —preguntó Sabino. Y otros también se acercaron.

Pepe supo que, sin caballos en el pueblo, nadie podría ir nunca a su bar de las afueras, y entendió también que jamás podría devolver las diez mil monedas a nadie.

Y entonces vio, en el medio de la plaza, a Moncho. Sus caballos eran los únicos que quedaban en la región, y arrastraban tres carros con dos ruedas cada uno, en forma de tren. Allí se iban subiendo muchos vecinos. Otros hacían una larga fila para esperar subir.

—¿A dónde los llevas? —le preguntó Pepe a Moncho.

—¡A tu bar! —dijo Moncho, con una enorme sonrisa—. ¡A La Luna!

Un cartel, colgado en la fuente rota, decía:

«Moncho hace viajes a La Luna, salidas por una moneda. Regreso gratis».

—¿Sabías que iba a ocurrir esto? —le preguntó Pepe, abrazándolo—. ¿Sabías que todos se iban a quedar sin caballos?

—No —dijo Moncho—. Solamente sé que la gente puede ir a un bar a caballo, pero nadie puede volver de un bar a caballo. Y como yo no bebo, pensé que mi negocio podría ser el de llevarlos y traerlos de La Luna.

Pepe se subió al primer carro y grito:

—¡Vamos entonces a La Luna! ¡Bebidas gratis el primer día!

Y todo el pueblo aplaudió.


* Este relato apareció por primera vez en el blog Orsai, de Hernán Casciari, el 4 marzo, 2013. Se publicó en Messi es un perro y otros cuentos Papelitos (Libro infantil ilustrado por Gustavo Sala)

LA MUJER QUE LLEGABA A LAS SEIS, Gabriel García Márquez

 

La mujer que llegaba a las seis

Gabriel García Márquez



La puerta oscilante se abrió. A esa hora no había nadie en el restaurante de José.

Acababan de dar las seis y el hombre sabía que sólo a las seis y media empezarían a llegar los parroquianos habituales. Tan conservadora y regular era su clientela, que no había acabado el reloj de dar la sexta campanada cuando una mujer entró, como todos los días a esa hora, y se sentó sin decir nada en la alta silla giratoria. Traía un cigarrillo sin encender, apretado entre los labios.

—Hola reina —dijo José cuando la vio sentarse. Luego caminó hacia el otro extremo del mostrador, limpiando con un trapo seco la superficie vidriada.

Siempre que entraba alguien al restaurante José hacia lo mismo. Hasta con la mujer con quien había llegado a adquirir un grado de casi intimidad, el gordo y rubicundo mesonero representaba su diaria comedia de hombre diligente. Habló desde el otro extremo del mostrador.

—¿Qué quieres hoy? —dijo.

—Primero que todo quiero enseñarte a ser caballero —dijo la mujer.

Estaba sentada al final de la hilera de sillas giratorias, de codos en el mostrador, con el cigarrillo apagado en los labios. Cuando habló apretó la boca para que José advirtiera el cigarrillo sin encender.

—No me había dado cuenta —dijo José.

—Todavía no te has dado cuenta de nada —dijo la mujer.

El hombre dejó el trapo en el mostrador, caminó hacia los armarios oscuros y olorosos a alquitrán y a madera polvorienta, y regresó luego con las cerillas. La mujer se inclinó para alcanzar la lumbre que ardía entre las manos rústicas y velludas del hombre. José vio el abundante cabello de la mujer, empavonado de vaselina gruesa y barata. Vio su hombro descubierto, por encima del corpiño floreado. Vio el nacimiento del seno crepuscular, cuando la mujer levantó la cabeza, ya con la brasa en los labios.

—Estás hermosa hoy, reina —dijo José.

—Déjate de tonterías —dijo la mujer—. No creas que eso me va a servir para pagarte.

—No quise decir eso, reina —dijo José—. Apuesto a que hoy te hizo daño el almuerzo.

La mujer tragó la primera bocanada de humo denso, se cruzó de brazos, todavía con los codos apoyados en el mostrador, y se quedó mirando hacia la calle, a través del amplio cristal del restaurante. Tenía una expresión melancólica. De una melancolía hastiada y vulgar.

—Te voy a preparar un buen bistec —dijo José.

—Todavía no tengo plata —dijo la mujer.

—Hace tres mesas que no tienes plata y siempre te preparo algo bueno —dijo José.

—Hoy es distinto —dijo la mujer, sobriamente, todavía mirando hacia la calle.

—Todos los días son iguales —dijo José—. Todos los días el reloj marca las seis, entonces entras y dices que tienes un hambre de perro y entonces yo te preparo algo bueno. La única diferencia es ésa que hoy no dices que tienes un hambre de perro, sino que el día es distinto.

—Y es verdad —dijo la mujer. Se volvió a mirar al hombre que estaba del otro lado del mostrador, registrando la nevera. Estuvo contemplándolo durante dos, tres, segundos.

Luego miró el reloj, arriba del armario. Eran las seis y tres minutos. «Es verdad, José, hoy es distinto», dijo. Expulsó el humo y siguió hablando con palabras cortas, apasionadas: “Hoy no vine a las seis, por eso es distinto, José”.

El hombre miró el reloj.

—Me corto el brazo si ese reloj se atrasa un minuto —dijo.

—No es eso, José. Es que hoy no vine a las seis —dijo la mujer—. Vine un cuarto para las seis.

—Acaban de dar las seis, reina —dijo José—. Cuando tú entraste acababan de darlas.

—Tengo un cuarto de hora de estar aquí —dijo la mujer.

José se dirigió hacia donde ella estaba.

Acercó a la mujer su enorme cara congestionada, mientras tiraba con el índice de uno de sus párpados.

—Sóplame aquí —dijo.

La mujer echó la cabeza hacia atrás. Estaba seria, fastidiosa, blanda; embellecida por una nube de tristeza y cansancio.

—Déjate de tonterías, José. Tú sabes que hace más de seis meses que no bebo.

—Eso se lo vas a decir a otro —dijo—. A mí no. Te apuesto a que por lo menos se han tomado un litro entre dos.

—Me tomé dos tragos con un amigo —dijo la mujer.

—Ah; entonces ahora me explico —dijo José.

—Nada tienes que explicarte —dijo la mujer—. Tengo un cuarto de hora de estar aquí.

El hombre se encogió de hombros.

—Bueno, si así lo quieres, tienes un cuarto de hora de estar aquí. Después de todo a nadie le importa nada diez minutos más o diez minutos menos.

—Sí importan, José —dijo la mujer. Y estiró los brazos por encima del mostrador, sobre la superficie vidriada, con un aire de negligente abandono. Dijo: “Y no es que yo lo quiera, es que hace un cuarto de hora que estoy aquí”. Volvió a mirar el reloj y rectificó: “Qué digo; ya tengo veinte minutos.”

—Está bien, reina —dijo el hombre—. Un día entero con su noche te regalaría yo para verte contenta.

Durante todo este tiempo José había estado moviéndose detrás del mostrador, removiendo objetos, quitando una cosa de un lugar para ponerla en otro. Estaba en su papel.

—Quiero verte contenta —repitió. Se detuvo bruscamente, volviéndose hacia donde estaba la mujer.

—¿Tú sabes que te quiero mucho? —dijo.

La mujer lo miró con frialdad.

—¿Siii…? ¡Qué descubrimiento, José! ¿Crees que me quedaría contigo por un millón de pesos?

—No he querido decir eso, reina —dijo José—. Vuelvo a apostar a que te hizo daño el almuerzo.

—No te lo digo por eso —dijo la mujer. Y su voz se volvió menos indolente—. Es que ninguna mujer soportaría una carga como la tuya ni por un millón de pesos.

José se ruborizó. Le dio la espalda a la mujer y se puso a sacudir el polvo en las botellas del armario. Habló sin volver la cara.

—Estás insoportable hoy, reina. Creo que lo mejor es que te comas el bistec y te vayas a acostar.

—No tengo hambre —dijo la mujer.

Se quedó mirando otra vez la calle, viendo los transeúntes turbios de la ciudad atardecida. Durante un instante hubo un silencio turbio en el restaurante. Una quietud interrumpida apenas por el trasteo de José en el armario. De pronto la mujer dejó de mirar hacia la calle y habló con la voz apagada, tierna, diferente.

—¿Es verdad que me quieres, Pepillo?

—Es verdad —dijo José, en seco sin mirarla.

—¿A pesar de lo que te dije? —dijo la mujer.

—¿Qué me dijiste? —dijo José, todavía sin inflexiones en la voz, todavía sin mirarla.

—Lo del millón de pesos —dijo la mujer.

—Ya lo había olvidado —dijo José.

—Entonces, ¿me quieres? —dijo la mujer.

—Sí —dijo José.

Hubo una pausa. José siguió moviéndose con la cara revuelta hacia los armarios, todavía sin mirar a la mujer. Ella expulsó una nueva bocanada de humo, apoyó el busto contra el mostrador y luego, con cautela y picardía, mordiéndose la lengua antes de decirlo, como si hablara en puntillas:

—¿Aunque no me acueste contigo? —dijo.

Y sólo entonces José volvió a mirarla:

—Te quiero tanto que no me acostaría contigo —dijo.

Luego caminó hacia donde ella estaba. Se quedó mirándola de frente, los poderosos brazos apoyados en el mostrador, delante de ella, mirándola a los ojos. Dijo:

—Te quiero tanto que todas las tardes mataría al hombre que se va contigo.

En el primer instante la mujer pareció perpleja. Después miró al hombre con atención, con una ondulante expresión de compasión y burla. Después guardó un breve silencio, desconcertada. Y después rió, estrepitosamente.

—Estás celoso, José. ¡Qué rico, estás celoso!

José volvió a sonrojarse con una timidez franca, casi desvergonzada, como le habría ocurrido a un niño a quien le hubieran revelado de golpe todos los secretos. Dijo:

—Esta tarde no entiendes nada, reina.

Y se limpió el sudor con el trapo. Dijo:

—La mala vida te está embruteciendo.

Pero ahora la mujer había cambiado de expresión. “Entonces no”, dijo. Y volvió a mirarlo a los ojos, con un extraño esplendor en la mirada, a un tiempo acongojada y desafiante.

—Entonces, no estás celoso. En cierto modo, sí —dijo José—. Pero no es como tú dices.

Se aflojó el cuello y siguió limpiándose, secándose la garganta con el trapo.

—¿Entonces? —dijo la mujer.

—Lo que pasa es que te quiero tanto que no me gusta que hagas eso —dijo José.

—¿Qué? —dijo la mujer.

—Eso de irte con un hombre distinto todos los días —dijo José.

—¿Es verdad que lo matarías para que no se fuera conmigo? —dijo la mujer.

—Para que no se fuera, no —dijo José—. Lo mataría porque se fuera contigo.

—Es lo mismo —dijo la mujer.

La conversación había llegado a densidad excitante. La mujer hablaba en voz baja, suave, fascinada. Tenía la cara casi al rostro saludable y pacífico del hombre, que permanecía inmóvil, como hechizado por el vapor de las palabras.

—Todo eso es verdad —dijo José.

—Entonces —dijo la mujer, y extendió la mano para acariciar el áspero brazo del hombre. Con la otra mano arrojó la colilla—. Entonces, ¿tú eres capaz de matar a un hombre?

—Por lo que te dije, sí —dijo José. Y su voz tomó una acentuación casi dramática.

La mujer se echó a reír convulsivamente, con una abierta intención de burla.

—¡Qué horror!, José. ¡Qué horror! —dijo, todavía riendo—. José matando a un hombre. ¡Quién hubiera dicho que detrás del señor gordo y santurrón, que nunca me cobra, que todos los días me prepara un bistec y que se distrae hablando conmigo hasta cuando encuentro un hombre, hay un asesino! ¡Qué horror, José! ¡Me das miedo!

José estaba confundido. Tal vez sintió un poco de indignación. Tal vez, cuando la mujer se echó a reír, se sintió defraudado.

—Estás borracha, tonta —dijo—. Vete a dormir. Ni siquiera tendrás ganas de comer nada.

Pero la mujer, ahora había dejado de reír y estaba otra vez seria, pensativa, apoyada en el mostrador. Vio alejarse al hombre. Lo vio abrir la nevera y cerrarla otra vez, sin extraer nada de ella. Lo vio moverse después hacia el extremo opuesto del mostrador. Lo vio frotar el vidrio reluciente, como al principio. Entonces la mujer habló de nuevo, con el tono enternecedor y suave de cuando dijo:

—¿Es verdad que me quieres, Pepillo? José —dijo. El hombre no la miró.

—¡José!

—Vete a dormir —dijo José—. Y métete un baño antes de acostarte para que se te serene la borrachera.

—En serio, José —dijo la mujer—. No estoy borracha.

—Entonces te has vuelto bruta —dijo José.

—Ven acá, tengo que hablar contigo —dijo la mujer.

El hombre se acercó tambaleando entre la complacencia y la desconfianza.

—¡Acércate!

El hombre volvió a pararse frente a la mujer. Ella se inclinó hacia adelante, lo asió fuertemente por el cabello, pero con un gesto de evidente ternura.

—Repíteme lo que me dijiste al principio —dijo.

—¿Qué? —dijo José. Trataba de mirarla con la cabeza agachada asido por el cabello.

—Que matarías a un hombre que se acostara conmigo —dijo la mujer.

—Mataría a un hombre que se hubiera acostado contigo, reina. Es verdad —dijo José.

La mujer lo soltó.

—¿Entonces me defenderías si yo lo matara? —dijo, afirmativamente, empujando con un movimiento de brutal coquetería la enorme cabeza de cerdo de José.

El hombre no respondió nada; sonrió.

—Contéstame, José —dijo la mujer—. ¿Me defenderías si yo lo matara?

—Eso depende —dijo José—. Tú sabes que eso no es tan fácil como decirlo.

—A nadie le cree más la policía que a ti —dijo la mujer.

José sonrió, digno, satisfecho. La mujer se inclinó de nuevo hacia él, por encima del mostrador.

—Es verdad, José. Me atrevería a apostar que nunca has dicho una mentira —dijo.

—No se saca nada con eso —dijo José.

—Por lo mismo —dijo la mujer—. La policía lo sabe y te cree cualquier cosa sin preguntártelo dos veces.

José se puso a dar golpecitos en el mostrador, frente a ella, sin saber qué decir. La mujer miró nuevamente hacia la calle. Miró luego el reloj y modificó el tono de su voz, como si tuviera interés en concluir el diálogo antes de que llegaran los primeros parroquianos.

—¿Por mí dirías una mentira, José? —dijo—. En serio.

Y entonces José se volvió a mirarla, bruscamente, a fondo, como si una idea tremenda se le hubiera agolpado dentro de la cabeza. Una idea que entró por un oído, giró por un momento, vaga, confusa, y salió luego por el otro, dejando apenas un cálido vestigio de pavor.

—¿En qué lío te has metido, reina? —dijo José.

Se inclinó hacia adelante, los brazos otra vez cruzados sobre el mostrador. La mujer sintió el vaho fuerte y un poco amoniacal de su respiración, que se hacía difícil por la presión que ejercía el mostrador contra el estómago del hombre.

—Esto sí es en serio, reina. ¿En qué lío te has metido? —dijo.

La mujer hizo girar la cabeza hacia el otro lado.

—En nada —dijo—. Sólo estaba hablando por entretenerme.

Luego volvió a mirarlo.

—¿Sabes que quizás no tengas que matar a nadie?

—Nunca he pensado matar a nadie —dijo José desconcertado.

—No, hombre —dijo la mujer—. Digo que a nadie que se acueste conmigo.

—¡Ah! —dijo José—. Ahora sí que estás hablando claro. Siempre he creído que no tienes necesidad de andar en esa vida. Te apuesto a que si te dejas de eso te doy el bistec más grande todos los días, sin cobrarte nada.

—Gracias, José —dijo la mujer—. Pero no es por eso. Es que ya no podré acostarme con nadie.

—Ya vuelves a enredar las cosas —dijo José.

Empezaba a parecer impaciente.

—No enredo nada —dijo la mujer.

Se estiró en el asiento y José vio sus senos aplanados y tristes debajo del corpiño.

—Mañana me voy y te prometo que no volveré a molestarte nunca.  Te prometo que no volveré a acostarme con nadie.

—¿Y de dónde te salió esa fiebre? —dijo José.

—Lo resolví hace un rato —dijo la mujer—. Sólo hace un momento me di cuenta de que eso es una porquería.

José agarró otra vez el trapo y se puso a frotar el vidrio, cerca de ella. Habló sin mirarla. Dijo:

—Claro que como tú lo haces es una porquería. Hace tiempo que debiste darte cuenta.

—Hace tiempo me estaba dando cuenta —dijo la mujer—. Pero sólo hace un rato acabé de convencerme. Les tengo asco a los hombres.

José sonrió. Levantó la cabeza para mirar, todavía sonriendo, pero la vio concentrada, perpleja, hablando, y con los hombros levantados; balanceándose en la silla giratoria, con una expresión taciturna, el rostro dorado por una prematura harina otoñal.

—¿No te parece que deben dejar tranquila a una mujer que mate a un hombre porque después de haber estado con él siente asco de ése y de todos los que han estado con ella?

—No hay para qué ir tan lejos —dijo José, conmovido, con un hilo de lástima en la voz.

—¿Y si la mujer le dice al hombre que le tiene asco cuando lo ve vistiéndose, por qué se acuerda que ha estado revolcándose con él toda la tarde y siente que ni el jabón ni el estropajo podrán quitarle su olor?

—Eso pasa, reina —dijo José, ahora un poco indiferente, frotando el mostrador—. No hay necesidad de matarlo. Simplemente dejarlo que se vaya.

Pero la mujer seguía hablando y su voz era una corriente uniforme, suelta, apasionada.

—¿Y si cuando la mujer le dice que le tiene asco, el hombre deja de vestirse y corre otra vez para donde ella, a besarla otra vez, a…?

—Eso no lo hace ningún hombre decente —dijo José.

—¿Pero, y si lo hace? —dijo la mujer, con exasperante ansiedad—. ¿Si el hombre no es decente y lo hace y entonces la mujer siente que le tiene tanto asco que se puede morir, y sabe que la única manera de acabar con toda eso es dándole una cuchillada por debajo?

—Esto es una barbaridad —dijo José—. Por fortuna no hay hombre que haga lo que tú dices.

—Bueno —dijo la mujer, ahora completamente exasperada—. ¿Y si lo hace? Suponte que lo hace.

—De todos modos no es para tanto —dijo José. Seguía limpiando el mostrador, sin cambiar de lugar, ahora menos atento a la conversación.

La mujer golpeó el vidrio con los nudillos. Se volvió afirmativa, enfática.

—Eres un salvaje, José —dijo—. No entiendes nada.

Lo agarró con fuerza por la manga.

—Anda, di que sí debía matarlo la mujer.

—Está bien —dijo José, con un sesgo conciliatorio—. Todo será como tú dices.

—¿Eso no es defensa propia? —dijo la mujer, sacudiéndole por la manga.

José le echó entonces una mirada tibia y complaciente. “Casi, casi”, dijo. Y le guiñó un ojo, en un gesto que era al mismo tiempo una comprensión cordial y un pavoroso compromiso de complicidad. Pero la mujer siguió seria; lo soltó.

—¿Echarías una mentira para defender a una mujer que haga eso? —dijo.

—Depende —dijo José.

—¿Depende de qué? —dijo la mujer.

—Depende de la mujer —dijo José.

—Suponte que es una mujer que quieres mucho —dijo la mujer—. No para estar con ella, ¿sabes?, sino como tú dices que la quieres mucho.

—Bueno, como tú quieras, reina —dijo José, laxo, fastidiado.

Otra vez se alejó. Había mirado el reloj. Había visto que iban a ser las seis y media. Había pensado que dentro de unos minutos el restaurante empezaría a llenarse de gente y tal vez por eso se puso a frotar el vidrio con mayor fuerza, mirando hacia la calle a través del cristal de la ventana. La mujer permanecía en la silla, silenciosa, concentrada, mirando con un aire de declinante tristeza los movimientos del hombre. Viéndolo, como podría ver un hombre una lámpara que ha empezado a apagarse. De pronto, sin reaccionar, habló de nuevo, con la voz untuosa de mansedumbre.

—¡José!

El hombre la miró con una ternura densa y triste, como un buey maternal. No la miró para escucharla, apenas para verla, para saber que estaba ahí, esperando una mirada que no tenía por qué ser de protección o de solidaridad. Apenas una mirada de juguete.

—Te dije que mañana me voy y no me has dicho nada —dijo la mujer.

—Si —dijo José—. Lo que no me has dicho es para donde.

—Por ahí —dijo la mujer—. Para donde no haya hombres que quieran acostarse con una.

José volvió a sonreír.

—¿En serio te vas? —preguntó, como dándose cuenta de la vida, modificando repentinamente la expresión del rostro.

—Eso depende de ti —dijo la mujer—. Si sabes decir a qué hora vine, mañana me iré y nunca más me pondré en estas cosas. ¿Te gusta eso?

José hizo un gesto afirmativo con la cabeza, sonriente y concreto. La mujer se inclinó hacia donde él estaba.

—Si algún día vuelvo por aquí, me pondré celosa cuando encuentre otra mujer hablando contigo, a esta hora y en esa misma silla.

—Si vuelves por aquí debes traerme algo —dijo José.

—Te prometo buscar por todas partes el osito de cuerda, para traértelo —dijo la mujer.

José sonrió y pasó el trapo por el aire que se interponía entre él y la mujer, como si estuviera limpiando un cristal invisible. La mujer también sonrió, ahora con un gesto de cordialidad y coquetería. Luego el hombre se alejó, frotando el vidrio hacia el otro extremo del mostrador.

—¿Qué? —dijo José, sin mirarla.

—¿Verdad que a cualquiera que te pregunta a qué hora vine le dirás que a un cuarto para las seis? —dijo la mujer.

—¿Para qué? —dijo José, todavía sin mirarla y ahora como si apenas la hubiera oído.

—Eso no importa —dijo la mujer—. La cosa es que lo hagas.

José vio entonces al primer parroquiano que penetró por la puerta oscilante y caminó hasta una mesa del rincón. Miró el reloj. Eran las seis y media en punta.

—Está bien, reina —dijo distraídamente—. Como tú quieras. Siempre hago las cosas como tú quieras.

—Bueno —dijo la mujer—. Entonces, prepárame el bistec.

El hombre se dirigió a la nevera, sacó un plato con carne y lo dejó en la mesa. Luego encendió la estufa.

—Te voy a preparar un buen bistec de despedida, reina —dijo.

—Gracias, Pepillo —dijo la mujer.

Se quedó pensativa como si de repente se hubiera sumergido en un submundo extraño, poblado de formas turbias, desconocidas. No se oyó, del otro lado del mostrador, el ruido que hizo la carne fresca al caer en la manteca hirviente. No oyó, después, la crepitación seca y burbujeante cuando José dio vuelta al lomillo en el caldero y el olor suculento de la carne sazonada fue saturando, a espacios medidos, el aire del restaurante. Se quedó así, concentrada, reconcentrada hasta cuando volvió a levantar la cabeza, pestañeando, como si regresara de una muerte momentánea. Entonces vio al hombre que estaba junto a la estufa, iluminado por el alegre fuego ascendente.

—Pepillo. Ah. ¿En qué piensas? —dijo la mujer.

—Estaba pensando si podrás encontrar en alguna parte el osito de cuerda —dijo José.

—Claro que sí —dijo la mujer—. Pero lo que quiero que me digas es si me darás toda lo que te pidiera de despedida.

José la miró desde la estufa.

—¿Hasta cuándo te lo voy a decir? —dijo—. ¿Quieres algo más que el mejor bistec?

—Sí —dijo la mujer.

—¿Qué? —dijo José.

—Quiero otro cuarto de hora.

José echó el cuerpo hacia atrás, para mirar el reloj. Miró luego al parroquiano que seguía silencioso, aguardando en el rincón, y finalmente a la carne, dorada en el caldero. Sólo entonces habló.

—En serio que no entiendo, reina —dijo.

—No seas tonto, José —dijo la mujer—. Acuérdate que estoy aquí desde las cinco y media.

LA CERILLA SUECA, Antón Chejov

  LA CERILLA SUECA Antón Chejov   I       En la mañana del 6 de octubre de 1885, un joven correctamente vestido se presentó en la of...