LA
COCINA DE LA ESCRITURA
Rosario Ferré
Si
Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito.
Sor Juana
I
DE CÓMO DEJARSE CAER DE LA SARTÉN AL FUEGO
A
lo largo del tiempo, las mujeres narradoras han escrito por múltiples razones:
Emily Brontë escribió para demostrar
la naturaleza revolucionaria de la pasión; Virginia Woolf para exorcizar su terror a la locura y a
la muerte; Joan Didion escribe para descubrir lo que piensa y cómo piensa; Clarisse
Lispector descubre en su
escritura una razón para amar y ser amada.
En mi caso, escribir es una voluntad a la vez constructiva y destructiva; una posibilidad de crecimiento y de cambio.
Escribo para edificarme palabra a palabra; para disipar mi terror a la inexistencia, como rostro humano que
había. En este sentido, la frase "lengua
materna" ha cobrado para mí, en años recientes, un significado especial.
Este significado se le hizo evidente
a un escritor judío llamado Juan, hace casi dos mil años, cuando empezó su libro diciendo: "En el principio fue el
Verbo". Como evangelista, Juan era
ante todo escritor, y se refería al verbo en un sentido literario, como
principio creador, sean cuales fuesen
las interpretaciones que posteriormente le adjudicó la Teología a su célebre frase. Este significado que Juan
le reconoció al Verbo, yo prefiero atribuírselo a la lengua; más específicamente, a la palabra.
El verbo-padre puede ser transitivo o intransitivo,
presente, pasado o futuro, pero la palabra-madre nunca cambia, nunca muda de tiempo. Sabemos que, si confiamos en
ella, nos tomará de la mano para que emprendamos nuestro propio
camino.
Pero
mi voluntad de escribir es también una voluntad destructiva, un intento de
aniquilarme y de aniquilar el
mundo. La palabra, como la naturaleza misma, es infinitamente sabia, y conoce cuándo debe asolar lo caduco y lo
corrompido para edificar la vida sobre cimientos nuevos. En la medida en la que yo participo de la corrupción del
mundo, revierto contra mí misma mi
propio instrumento. Escribo porque soy una disgustada de la realidad; porque son, en el fondo, mis profundas
decepciones las que han hecho brotar en mí la necesidad de recrear la vida, de sustituirla por una
realidad más compasiva y habitable, por ese mundo y por esa persona
utópicos que también llevo dentro.
Pero
verme obligada a enfrentar la muerte sin haber conocido la vida, sin atravesar
su aprendizaje, me parecía una
crueldad imperdonable. Era por eso, me decía, que los inocentes, los que mueren sin haber vivido, sin tener que rendir
cuentas por sus propios actos, todos
van a parar al Limbo. Me encontraba convencida de que el Paraíso era de los buenos y el Infierno de los malos, de
esos hombres que se habían ganado arduamente la salvación o la condena, pero que en el Limbo sólo había mujeres
y niños, que ni siquiera sabíamos cómo habíamos llegado hasta allí.
Virginia
Woolf y Simone de Beauvoir eran para mí en aquellos tiempos algo así como mis evangelistas de cabecera; quería que ellas
me enseñaran a escribir bien, o a lo menos a no escribir mal. Leía todo lo que habían escrito como una persona
sana que se toma todas las noches
antes de acostarse varias cucharadas de una pócima salutifera, que le
imposibilitara morir de toda aquella plaga de males de los
cuales, según ellas, habían muerto la mayoría
de las escritoras que las habían precedido, y aun muchas de sus
contemporáneas. Tengo que reconocer
que aquellas lecturas no hicieron
mucho por fortalecer mi aún recién
nacida y tierna identidad de
escritora. El reflejo de mi mano era todavía el de sostener pacientemente el sartén sobre el
fuego, y no el de blandir
con agresividad la pluma a través de sus llamas, y
tanto Simone como Virginia, bien que
reconociendo los logros que habían alcanzado hasta entonces las escritoras, las
criticaban bastante acerbamente. Simone opinaba que las mujeres insistían con demasiada frecuencia en aquellos temas
considerados tradicionalmente
femeninos, como por ejemplo la preocupación con el amor, o la denuncia de una educación y de unas costumbres que
habían limitado irreparablemente su existencia.
Justificados
como estaban estos temas, reducirse a ellos significaba que no se había internalizado adecuadamente la capacidad
para la libertad. "El arte, la literatura, la filosofía", me decía Simone, "son intentos de fundar
el mundo sobre una nueva libertad humana:
la del creador individual, y para lograr esta ambición (la mujer) deberá antes
que nada asumir el estatus de un ser que posee
la libertad".
Virginia Woolf, por otro lado, vivía obsesionada por una necesidad de objetividad y de distancia que, en su opinión, se había dado muy pocas veces en la escritura de las mujeres. De las escritoras del pasado, Virginia salvaba sólo a Jane Austen y a Emily Brontë, porque sólo ellas habían logrado escribir, como Shakespeare, "con todos los obstáculos quemados". "Es funesto para todo aquel que escribe pensar en su sexo, me decía Virginia, y es funesto para una mujer subrayar en lo más mínimo una queja, abrogar, aun con justicia, una causa, hablar, en fin, conscientemente como una mujer. En los libros de esas escritoras que no logren librarse de la cólera había deformaciones, desviaciones. Escribirá alocadamente en lugar de escribir con sensatez. Hablará de sí misma, en lugar de hablar de sus personajes. Está en guerra con su suerte. ¿Cómo podrá evitar morir joven, frustrada, contrariada?" Para Virginia, evidentemente, la literatura femenina no debería de ser jamás destructiva o iracunda, sino tan armoniosa y translúcida como la suya propia.
Había,
pues, escogido mi tema: nada menos que el mundo; así como mi estilo, nada menos que un lenguaje absolutamente neutro y,
ecuánime, consagrado a hacer brotar la verosimilitud
del tema, tal y como me lo habían aconsejado Simone y Virginia. Sólo faltaba ahora encontrar el cabo de mi hilo,
descubrir esa ventana personalísima, de entre las miles que dice Henry James que tiene la ficción, por la cual lograría
entrar en mi tema: la ventana de mi
anécdota. Pensé que lo mejor sería escoger una anécdota histórica; algo
relacionado, por ejemplo, a lo que
significó para nuestra burguesía el cambio de una sociedad agraria, basada en el monocultivo de la caña, a una sociedad urbana o industrial; así como la pérdida
de ciertos valores que aquel cambio había conllevado a comienzos de siglo: el abandono de la tierra; el olvido de un
código de comportamiento patriarcal, basado en la explotación, pero también a veces en ciertos principios de ética
y de caridad cristiana sustituidos por un nuevo código mercantil
y utilitario que nos llegó del norte; el surgimiento de una nueva clase
profesional, con sede en los pueblos, que muy pronto desplazó a la antigua
oligarquía cañera como clase dirigente.
Decidí
tener paciencia y no desesperar, pasarme toda la noche en vela si fuere
necesario. La madurez lo es todo,
me dije, y aquí era, no debía olvidarlo, mi primer cuento. Si me concentraba lo suficiente encontraría por
fin el cabo de mi anécdota. Comenzaba ya a amanecer,
y el sol había teñido de púrpura la ventana de mi estudio, cuando, rodeada de ceniceros que más bien parecían depósitos
de un crematorio de guerra, así como de tazas de café frío que recordaban las almenas de una ciudad inútilmente
sitiada, me quedé profundamente
dormida sobre las teclas aún silenciosas de mi maquinilla. Aquella Noche Triste me convenció de que jamás
escribiría mi primer cuento. Afortunadamente, la lección más compasiva que me ha enseñado la vida es que, no importa
los reveses a los que uno se ve
obligado a enfrentarse, ella nos sigue viviendo, y aquella derrota, después de
todo nada tenía que ver con mi amor
por el cuento. Si no podía escribir un cuento, al menos podía escucharlos y en la vida diaria he sido
siempre ávida escucha de cuentos. Los cuentos
orales, los que me cuenta la gente en la calle, son siempre los que más
me interesan, y me maravilla el hecho
de que quienes me los cuentan suelen estar ajenos a que lo que me están contando es un cuento. Algo similar me
sucedió, algunos días más tarde, cuando me invitaron a almorzar en casa de mi tía.
Sentada
a la cabecera de la mesa, mientras dejaba caer en su taza de té una lenta
cucharada de miel, escuché a mi tía
comenzar a contar un cuento. La historia había tomado lugar en una lejana hacienda de caña, a comienzos
de siglo, dijo, y su heroína era una parienta lejana suya que confeccionaba muñecas rellenas de aquel líquido. La
extraña señora había sido víctima de
su marido, un tarambana y borrachín que había dilapidado irremediablemente su fortuna, para luego echarla de la casa y
amancebarse con otra. La familia de mi tía respetando
las costumbres de entonces, le había ofrecido techo y sustento, a pesar de que para aquellos tiempos la hacienda de caña
en que vivían se encontraba al borde de la ruina. Había sido para corresponder a aquella generosidad que se había
dedicado a confeccionarle a las hijas de la familia muñecas rellenas
de miel.
Poco
después de su llegada a la hacienda, la parienta, que aún era joven y hermosa,
había desarrollado un extraño
padecimiento: la pierna derecha había comenzado a hinchárselo sin motivo evidente, y sus familiares
decidieron mandar a buscar al médico del pueblo cercano para que la examinara. El médico, un joven sin escrúpulos, recién
graduado de una universidad
extranjera, enamoró primero a la joven, y diagnosticó luego falsamente que su mal era incurable. Aplicándole emplastos
de curandero, la condenó a vivir inválida en un sillón, mientras la despojaba sin compasión del poco dinero que
la desgraciada había logrado salvar
de su matrimonio. El comportamiento del médico me pareció, por supuesto, deleznable, pero lo que más me conmovió de
aquella historia no fue su canallada, sino la
resignación absoluta con la cual, en nombre del amor, aquella mujer se
había dejado explotar durante veinte
años.
No
voy a repetir aquí el resto de la historia que me hizo mi tía aquella tarde,
porque se encuentra recogida en
"La muñeca menor", mi primer cuento. Claro, que no lo conté con las mismas palabras
con las que me lo relató ella, ni repitiendo su ingenuo panegírico de un mundo afortunadamente desaparecido, en
que los jornaleros de la caña morían de inanición mientras las hijas de los hacendados jugaban con muñecas
rellenas de miel. Pero aquella historia
escuchada a grandes rasgos, cumplía con los requisitos que me había impuesto: trataba de la ruina de una clase y de su
sustitución por otra, de la metamorfosis de un
sistema de valores basados en el concepto de la familia, por unos
intereses de lucro y aprovechamiento personales, resultado de una visión
del mundo inescrupulosa y utilitaria.
Encendida
la mecha, aquella misma tarde me encerré en mi estudio y no me detuve hasta que aquella chispa que bailaba frente a
mis ojos se detuvo justo en el corazón de lo que quería decir. Terminado mi cuento, me recliné sobre la silla para
leerlo completo, segura de haber
escrito un relato sobre un tema objetivo, absolutamente depurado de conflictos femeninos y de alcance trascendental,
cuando me di cuenta de que todos mis cuidados
habían sido en vano. Aquella parienta extraña, víctima de un amor que la
había sometido dos veces a la
explotación del amado, se había quedado con mi cuento, reinaba en él como una vestal trágica e implacable. Mi tema,
bien que encuadrado en el contexto histórico y
socio-político que me había propuesto, seguía siendo el amor, la queja, y
¡ay! era necesario reconocerlo, hasta
la venganza. La imagen de aquella mujer, balconeándose años enteros frente al cañaveral con el corazón roto,
me había tocado en lo más profundo. Era ella quien me había abierto
por fin la ventana, antes
tan herméticamente cerrada,
de mi cuento.
Había
traicionado a Simone, escribiendo una vez más sobre la realidad interior de la
mujer, y había traicionado a
Virginia, dejándome llevar por la ira, por la cólera que me produjo aquella historia. Confieso que estuve a
punto de arrojar mi cuento al cesto de la basura, deshacerme de aquella evidencia que, en la opinión de mis
evangelistas de cabecera, me identificaba
con todas las escritoras que se habían malogrado trágicamente en el pasado y en el presente. Por suerte no lo hice; lo
guardé en un cajón de mi escritorio en espera de mejores tiempos, de ese día en que quizá llegase a
comprenderme mejor a mí misma.
Al
identificarme con la extraña parienta de "La muñeca menor", yo había
hecho posible ambos procesos; por un lado,
había reconstruido, en su desventura, mi propia desventura amorosa, y por otro lado, al darme cuenta
de cuáles eran sus debilidades y sus fallas (su pasividad, su conformidad, su aterradora resignación), la había
destruido en mi nombre. Aunque es
posible que también la haya salvado. En cuentos posteriores, mis heroínas han logrado ser más valerosas y más libres,
más enérgicas y positivas, quizá porque nacieron de las cenizas de "La muñeca menor". Su decepción fue,
en todo caso, lo que me hizo caer, de la sartén,
al fuego de la literatura.
II
DE CÓMO SALVAR ALGUNAS
COSAS EN MEDIO DEL FUEGO
He contado
aquí cómo fue que escribí mi primer cuento, y quisiera ahora describir cuáles son las satisfacciones que descubro hoy en
ese quehacer cuya iniciación me fue, en un momento
dado, tan dolorosa. La literatura es un arte contradictorio, quizá el más contradictorio que existe: por un lado es
el resultado de una entrega absoluta de la energía, de la inteligencia, pero sobre todo de la voluntad, a la tarea
creativa, y por otro lado tiene muy
poco que ver con la voluntad, porque el escritor nunca escoge sus temas, sino
que sus temas lo escogen a él. Es
entre estos dos polos o antípodas que se fecunda la obra literaria, y en ellos tienen también su origen las
satisfacciones del escritor. En mi caso, éstas
consisten de una voluntad de
hacerme útil y de una voluntad
de gozo.
La
primera (relaciona a mis temas, a mi intento de sustituir el mundo en que vivo
por ese mundo utópico que pienso) es
una voluntad curiosa porque es una voluntad a posteriori. La voluntad de hacerme útil, tanto en cuanto
al dilema femenino, como en cuanto a los problemas
políticos y sociales que también me atañen, me es absolutamente ajena cuando empiezo a escribir un cuento, no obstante,
la claridad con que la percibo una vez terminada mi obra. Tan imposible
me resulta proponerme ser útil a tal o cual causa,
antes de comenzar
a escribir, como me resulta declarar mi adhesión a tal o cual credo
religioso, político o social. Pero el
lenguaje creador es como la creciente poderosa de un río, cuyas mareas laterales atrapan las lealtades y las
convicciones, y el escritor se ve siempre arrastrado por su verdad.
Hace
algunos meses, en la ocasión de un banquete en conmemoración del centenario de Juan Ramón Jiménez, se me acercó un
célebre crítico, de cabellera ya plateada por los años, para hablarme, frente a un grupo nutrido de personas, sobre
mis libros. Con una sonrisa maliciosa,
y guiñándome un ojo que pretendía ser cómplice, me preguntó, en un tono titilante y cargado de insinuación, si era
cierto que yo escribía cuentos pornográficos y que, de ser así, se los enviara, porque quería leerlos. Confieso que
en aquel momento no tuve, quizá por
excesiva consideración a unas canas que a distancia se me antojan verdes, el
valor de mentarle respetuosamente a su padre, pero el suceso me afectó profundamente. Regresé a mi casa deprimida,
temerosa de que se hubiese corrido el rumor, entre críticos insignes,
de que mis escritos no eran otra cosa que una transcripción más o menos
artística de la Historia de 0.
Comencé
entonces a leer todo lo que caía
en mis manos sobre el tema de la obscenidad en la narrativa
femenina. Gran parte de la crítica sobre la narrativa femenina se encuentra hoy formulada por mujeres, y éstas suelen
enfocar el problema de la mujer desde ángulos muy diversos; el marxista, el freudiano, o el ángulo de la
revolución sexual. Pese a sus diversos enfoques,
las críticas femeninas, tanto Sandra Gilbert y Susan Gubart en The Madwoman in the Attic, por ejemplo, como Mary Ellen
Moers en Literary Women; como Patricia Meyer
Spacks en The Feminine Imagination o Erica Jong en sus múltiples ensayos
parecían estar de acuerdo en lo
siguiente: la violencia, la ira, la inconformidad ante su situación, había generado
gran parte de la energía que había hecho posible
la narrativa femenina durante
siglos. Comenzando con la novela gótica del siglo XVIII cuya máxima exponente
fue Mrs. Radcliffe, y pasando por las
novelas de las Brontë, por el Frankenstein de Mary Shelley, por The Mill on the Floss de George Eliot,
así como por las novelas de Jean Rhys, Edith
Wharton y hasta las de Virginia Woolf (y ¿qué otra cosa es Mrs. Dalloway
sino una interpretación sublimada,
poética, pero no por eso menos irónica y acusatoria de la frívola vida de la anfitriona social?), la
narrativa femenina se había caracterizado por un lenguaje a menudo agresivo y delator. Iracundas y
rebeldes habían sido todas, aunque alguna más
irónica, más sabia y
veladamente que otras.
Entrar
aquí a fondo en este tema, con todas sus implicaciones sociológicas (y aún
políticas), resultaría imposible y
mi propósito al abordarlo no fue sino dar un ejemplo de esa voluntad de hacerme útil como escritora, de la cual
me doy cuenta siempre a posteriori. Cuando el
insigne crítico me abordó en aquel banquete señalando mi fama como
militante de la literatura
pornográfica, nunca me había preguntado cuál era la meta que me proponía al emplear un lenguaje obsceno en mis
cuentos. Al darme cuenta de la persistencia con que la crítica femenina contemporánea circunvalaba el escabroso tema,
mi intención se me hizo clara: mi
propósito había sido precisamente el de volver esa arma, la del insulto sexualmente humillante, y bochornoso,
blandida durante tantos siglos contra nosotras, contra esa misma
sociedad, contra sus prejuicios ya caducos e inaceptables.
Esta condición
álgida, ese gozo encandilado que se establece
entre el escritor
(o la escritora) y la
palabra, no se logra
jamás al primer
intento. El deseo
está ahí, pero el gozo es esquivo
y nos elude, se nos escurre adherido
a los vellos de la palabra, se cuela por entre sus intersticios,
se cierra a veces, como el
morivivi, al menor contacto. Pero si al principio la palabra se muestra fría, indiferente,
ausente a los requerimientos del escritor, situación que inevitablemente lo sume en la desesperación más negra, a
fuerza de tajarla y bajarla, amarla y
maltratarla, ésta va poco a poco cobrando calor y movimiento, comienza a
respirar y a palpitar bajo sus
dedos, hasta que se apropia, ella a su vez, de su deseo, de la implacable necesidad de ser colmada. La palabra se
vuelve entonces tirana, reina en cada sílaba y en cada pensamiento del escritor, ocupa cada minuto de su día y de
su noche, le prohíbe abandonarla
hasta que esa forma que ha
despertado en ella y que ella, ahora, también intuye, alcance a encarnar. El secreto del
conocimiento corporal del texto se encuentra, en fin, en la voluntad de gozo y es esa voluntad la que le hace
posible al autor cumplir con sus otras
voluntades, con su voluntad de hacerse útil, o con su voluntad de construir y
de destruir el mundo.
III
DE CÓMO ALIMENTAR EL FUEGO
Quisiera
ahora hablar un poco de ese combustible misterioso que alimenta toda
literatura: el combustible de la
imaginación. Me interesa este tema por dos razones: por el curioso escepticismo que a menudo descubro, entre
el público en general, en cuanto a la existencia de la imaginación; y por la importancia que suele dárselo, entre
legos y profesionales de la literatura,
a la experiencia autobiográfica del escritor. Una de las preguntas que más a menudo me han hecho, tanto extraños como
amigos, es cómo pude escribir sobre Isabel la
Negra, una famosa ramera de Ponce (el pueblo del cual soy oriunda) sin
haberla conocido nunca. La pregunta
me resulta siempre sorprendente, porque implica una dificultad
bastante generalizada para establecer
unos límites entre la realidad
imaginada y la realidad vivencial, o quizá esta dificultad no sea
sino la de comprender cuál es la naturaleza intrínseca
de la literatura. A mí jamás se me hubiese ocurrido, por ejemplo, preguntarle a Mary Shelley si, en sus paseos por los
bucólicos senderos que rodean el lago de Ginebra, se había topado alguna vez con un monstruo muerto-vivo de diez
pies de altura, pero quizá esto se debió a que, cuando leí por primera vez a Frankenstein, yo era sólo una niña, y Mary Shelley llevaba ya muerta más de cien
años. Al principio pensé que aquella pregunta
ingenua era comprensible en nuestra isla, en un público poco
acostumbrado a leer ficción, pero
cuando varios críticos me preguntaron si había llegado a conocer personalmente
a Isabel la Negra, o si alguna vez había visitado su prostíbulo (sugerencia que inevitablemente me
hacía sonrojar con violencia), me dije que la dificultad para reconocer la existencia de la imaginación era un mal de mayor alcance.
Aprender
a escribir (no a hacer crítica literaria) es un quehacer mágico, pero también
muy específico. También el conjuro
tiene sus recetas, y los encantadores miden con precisión y exactitud la medida exacta de hechizo que
es necesario añadir al caldero de sus palabras. Las reglas de cómo escribir un cuento, una novela o un poema,
reglas para nada secretas, están ahí,
salvadas para la eternidad en vasos cópticos por los críticos, pero de nada le
valen al escritor si éste no
aprende a usarlas.
La primera lección que los estudiosos de
literatura deberían de aprender hoy en nuestras universidades es, no sólo que la imaginación existe, sino que
ésta es el combustible más poderoso
que alimenta toda ficción. Es por medio de la imaginación que el escritor transforma esa experiencia que constituye
la principal cantera de su obra, su experiencia autobiográfica, en
materia de arte.
IV
DE CÓMO LOGRAR LA VERDADERA SABIDURÍA DE LOS GUISOS
Quisiera
ahora tocar directamente el tema al cual le he estado dando vueltas y más
vueltas al fondo de mi cacerola desde
el comienzo de este ensayo. El tema es hoy sin duda un tema borbolleante y candente, razón por la
cual todavía no me había atrevido a ponerlo ante ustedes sobre la mesa. ¿Existe, al fin y al cabo, una escritura
femenina? ¿Existe una literatura de
mujeres? radicalmente diferente a la de los hombres? ¿Y si existe, ha de ser ésta apasionada e intuitiva, fundamentada
sobre las sensaciones y los sentimientos, como
quería Virginia, o racional y analítica, inspirada en el conocimiento
histórico social y político, como
quería Simone? Las escritoras de hoy, ¿hemos de ser defensoras de los valores femeninos en el sentido
tradicional del término, y cultivar una literatura armoniosa, poética, pulcra, exenta de obscenidades,
o hemos de ser defensoras de los valores femeninos
en el sentido moderno, cultivando una literatura combativa, acusatoria, incondicionalmente realista y hasta
obscena? ¿Hemos de ser, en fin, Cordelias,o Lady Macbeths? ¿Doroteas o Medeas?
Decía
Virginia Woolf que su escritura era siempre femenina, que no podía ser otra
cosa que femenina, pero que la
dificultad estaba en definir el término. A pesar de no estar de acuerdo con muchas de sus teorías, me encuentro
absolutamente de acuerdo con ella en esto. Creo que las escritoras de hoy tenemos, ante todo, que escribir bien,
y que esto se logra únicamente
dominando las técnicas de la escritura. Un soneto tiene sólo catorce líneas, un número especifico de sílabas y una rima y
un metro determinados, y es por ello una forma
neutra, ni femenina ni masculina, y la mujer se encuentra tan capacitada
como el hombre para escribir un
soneto perfecto. Una novela perfecta, como dijo Rilke, ha de ser construida ladrillo a ladrillo, con infinita
paciencia, y por ello tampoco tiene sexo, y puede ser escrita tanto por una mujer como por un hombre.
Escribir bien, para la mujer, significa sin embargo una lucha
mucho más ardua que para
el hombre: Flaubert reescribió siete veces los capítulos de Madame Bovary,
pero Virginia Woolf reescribió catorce veces los capítulos de Las olas, sin duda el doble de veces que Flaubert
porque era una mujer, y sabía que la crítica sería doblemente dura con
ella.
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