La promesa
Lafcadio
Hearn
I
—No temo la muerte —dijo la moribunda
esposa—; sólo tengo una preocupación en este momento.
Quisiera saber quién
ocupará mi lugar
en esta casa.
—Querida mía —repuso el afligido esposo—,
nadie ocupará jamás tu lugar en mi casa. Nunca, nunca volveré
a casarme.
Al decir esto, hablaba
con el corazón; porque amaba
a la mujer que estaba
a punto de perder−. ¿Lo juras por la fe del samurai?
—preguntó ella con apagada sonrisa.
—Por la fe del samurai —contestó
él, acariciando su rostro consumido
y pálido.
—Entonces, amado mío —dijo
ella—, me sepultarás en el jardín, ¿verdad?, cerca de aquellos ciruelos que plantamos en un extremo. Hacía mucho
que quería pedirte esto; pero pensé
que, si volvías a desposarte, no te gustaría tener mi tumba tan cerca. Ahora que prometiste que ninguna mujer
ocupará mi lugar;
no es necesario, pues, que titubee
en formular mi ruego… ¡Tengo tantos deseos de ser sepultada en el jardín! Imagino
que allí aun oiré a veces tu voz, y que podré
ver las flores
en la primavera.
—Se hará como deseas —contestó él—, pero no hables
ahora de eso; no es tan grave tu mal que hayamos perdido
toda esperanza.
—Yo la he perdido —replicó ella—; moriré esta mañana…
Pero, ¿me sepultarás en el jardín?
—Sí —dijo él—, a la sombra de los ciruelos
que plantamos; y tendrás un hermoso sepulcro.
—¿Me darás una campanilla?
—¿Una campanilla?…
—Sí; quiero que en el ataúd pongas una campanilla como
esas que llevan los peregrinos budistas.
¿Lo harás?
—Tendrás la campanilla… y cuanto desees.
—Nada más deseo… Amado mío, siempre has sido muy bueno
conmigo. Ahora puedo morir feliz.
Cerró los ojos y expiró con esa facilidad con que se duerme un niño cansado.
Aun muerta, parecía hermosa,
y había una sonrisa en su semblante. La enterraron en el jardín, a la vera de los árboles
que amaba; y junto con ella enterraron una campanilla. Sobre la sepultura se erigió un hermoso
monumento, ornado con el escudo de la familia
y ostentando el siguiente Kaymio: Gran Hermana Mayor, Sombra Luminosa de la Cámara de la Flor del Ciruelo, moras en la Casa del Gran Mar de la Compasión.
Pero, antes que transcurriera un año de la muerte de
su esposa, los parientes y amigos del samurai comenzaron a instarlo a que contrajese nuevo matrimonio.
—Aún eres joven —le decían—; eres hijo único y no
tienes descendencia. Un samurai tiene
el deber de tomar esposa. Si mueres sin hijos, ¿quién hará las ofrendas? ¿Quién recordará a los antepasados?
Con muchos argumentos de esta índole persuadiéronle por fin a casarse nuevamente. La esposa sólo tenía
diecisiete años; y el samurai la amó tiernamente, a pesar del mudo reproche de la tumba del jardín.
II
En los seis días siguientes a la boda, nada turbó la
felicidad de la joven esposa. Al séptimo, el samurai recibió
orden de cumplir
ciertos deberes que requerían su presencia,
de noche en el castillo. La primera noche en que se vio obligado a dejar sola a su esposa, ella se sintió intranquila, sin poder explicarlo; vagamente atemorizada,
sin saber por qué. Se acostó pero no pudo dormir. Había una extraña opresión en el ambiente, una pesadez
indefinible, como la que suele preceder al estallido de una tormenta.
A la Hora del Buey oyó, en el silencio
nocturno, una campanilla… una campanilla de peregrino budista;
y se preguntó quién sería el peregrino
que atravesaba las posesiones
del samurai a semejante hora. Después de una pausa, la campanilla se oyó mucho más próxima. Evidentemente, el peregrino
se acercaba a la casa; pero ¿por qué
se aproximaba por el fondo, donde no había camino alguno…? De pronto los perros comenzaron a gemir y
aullar de un modo extraño y horrible; y un
temor como el que se experimenta en ciertas pesadillas asaltó a la joven… Era indudable que la campanilla sonaba en el
jardín… Trató de levantarse para llamar a un
sirviente, pero advirtió que no podía incorporarse, no podía moverse, no podía llamar…
Y el son de la campanilla se oía cada vez más cerca, cada vez más cerca…
¡y cómo ladraban los perros!… De pronto, con la
ligereza con que se desliza una sombra,
entró en el aposento una mujer —aunque todas las puertas estaban cerradas, y todas las cortinas inmóviles—, una mujer
envuelta en un sudario, que traía una campanilla
de peregrino. No tenía ojos… porque hacía mucho que había muerto; y sus cabellos sueltos caían en una cascada
sobre su rostro; y miraba sin ojos a través de la maraña de sus cabellos,
y hablaba sin lengua:
—¡En esta casa no, en esta casa no te quedarás! Aquí aún soy yo el ama. ¡Te irás! Y a nadie le dirás el motivo de tu partida. Si se lo dices a él, te haré pedazos.
Así diciendo, la estantigua desapareció. La esposa se desmayó de terror, y hasta el alba no recobró el sentido.
A la alegre luz del día, dudó de la realidad de lo que
había visto y oído. Y aunque el
recuerdo de la advertencia pesaba tanto en su corazón que no se atrevió a
hablar a su esposo ni a persona
alguna de la visión que había tenido, estuvo a punto de convencerse de que había sido víctima de una pesadilla que la había
enfermado.
La noche siguiente, sin embargo, sus dudas se
disiparon. Una vez más, a la Hora del
Buey, los perros comenzaron a aullar y gemir; una vez más se oyó el son de la campanilla que se aproximaba lentamente
por el jardín; una vez más la joven intentó en
vano levantarse y llamar; una vez más entró la muerta en el aposento, y dijo
con voz sibilante:
—¡Te irás! ¡Y a nadie le dirás por qué debes irte! ¡Si
se lo dices a él, aun en un susurro,
te haré pedazos!
Esta vez la aparición se acercó al lecho, y se inclinó
sobre la muchacha,
murmurando y haciendo
muecas…
A la mañana siguiente, cuando el samurai regresó del
castillo, su joven consorte se postró
ante él, implorante:
—Te suplico —dijo— que perdones
mi ingratitud y mi gran descortesía al hablarte de este modo: pero quiero
irme a casa; quiero irme inmediatamente.
—¿No eres feliz aquí? —preguntó él, sinceramente
sorprendido—. ¿Alguien se ha atrevido
a ser poco amable contigo
durante mi ausencia?
—No se trata de eso —repuso ella sollozando. Todos han
sido muy buenos conmigo… Pero no puedo seguir siendo
tu mujer… Debo irme.
—Querida mía —exclamó él, muy asombrado—, es sumamente
doloroso saber que has hallado en esta casa motivo de infelicidad. Pero no puedo siquiera imaginarme por qué quieres irte… a menos
que alguien haya sido muy descortés contigo… Seguramente no quieres decir que deseas
el divorcio, ¿verdad?
Ella respondió, temblorosa y llorando:
—¡Si no me concedes el divorcio, moriré!
Él permaneció un instante silencioso, tratando en vano
de adivinar el motivo de aquella asombrosa
declaración. Por fin, sin revelar
emoción alguna, contestó:
—Devolverte a tu hogar, sin que hayas cometido falta
alguna, sería un acto vergonzoso. Si
me revelas el motivo de tu deseo, cualquier motivo que me permita explicar las cosas honorablemente, te
otorgaré el divorcio. Pero si no me das un motivo,
un motivo razonable, no te lo otorgaré, porque el honor de nuestra casa debe mantenerse invulnerable a cualquier
reproche.
Entonces ella se sintió obligada a hablar, y le contó
todo, añadiendo en el colmo del terror:
—Ahora que te lo he dicho todo, ¡ella me matará! ¡Me matará!
Aunque hombre valiente y poco propenso a creer en
fantasmas, el samurai se sintió, en
el primer instante, considerablemente alarmado. Pero pronto acudió a su espíritu
una explicación sencilla
y natural del caso.
—Querida mía —dijo—, estás muy nerviosa, y temo que
alguien haya estado contándote historias tontas. No puedo
concederte el divorcio
por el solo hecho de que hayas tenido un mal sueño en esta casa.
Pero lamento mucho, en verdad, que hayas sufrido
tanto durante mi ausencia. Esta noche también deberé ir al castillo; pero no te dejaré sola. Ordenaré a dos de mis
soldados monten guardia en tu aposento, y así
podrás dormir en paz. Son buenos hombres,
y sabrán cuidarte.
Y le habló tan consideradamente y con tanto afecto,
que ella casi se avergonzó de sus terrores,
y resolvió permanecer en la casa.
III
Los dos soldados encargados de cuidar a la joven
esposa eran hombres robustos, valientes
y simples, experimentados guardianes de mujeres y niños. Contaron a la joven agradables historias
para mantenerla alegre.
Habló con ellos largo rato, festejando
sus chanzas exentas de malicia, y casi olvidó sus temores. Cuando por fin se recogió para dormir, ellos se apostaron
en un rincón del aposento, detrás de un biombo, y comenzaron a jugar una partida de go[1], hablando sólo en murmullos, para no despertar a la joven, que dormía como una criatura.
Pero una vez más, a la Hora del Buey, despertó con un gemido de terror…
¡Había oído la campanilla!…
Ya estaba próxima, y se acercaba cada vez más. Se incorporó; lanzó un grito, pero en el cuarto no se
oyó nada… sólo un silencio de muerte, un silencio
que crecía, un silencio que se espesaba. Se precipitó hacia los soldados: estaban sentados ante su tablero;
inmóviles, mirándose con los ojos fijos. Les gritó, los sacudió: estaban
como helados…
Después dijeron que habían oído la campanilla y el
grito de la joven, y que aun la habían
sentido cuando los sacudió para tratar de despertarlos, y que, sin embargo, no habían podido
moverse ni hablar.
A partir de ese momento
dejaron de oír y de ver: un sueño negro se había apoderado de ellos.
Al alba, al entrar en la cámara nupcial, el samurai
vio a la mortecina luz de una lámpara
el cadáver decapitado de su joven esposa, que yacía en un charco de sangre. Los dos guerreros dormían aún,
acuclillados ante la partida inconclusa. Al oír el grito de su amo, se incorporaron de golpe y se quedaron mirando
estúpidamente aquel horror que yacía a sus pies.
La cabeza no aparecía; y la espantosa herida mostraba
que no había sido cortada de un tajo, sino arrancada. Un reguero de sangre iba desde la cámara hasta un ángulo
de la galería exterior, donde las guardapuertas parecían haber sido
rasgadas. Los tres hombres siguieron
el rastro, se internaron en el jardín, atravesaron cuadros de césped y espacios enarenados, contornearon un
estanque bordeado de lirios, pasaron bajo densos
ramajes de cedros y bambúes. Y de pronto, en un recodo, se hallaron cara a cara con una cosa de pesadilla, que
chirriaba como un murciélago: la figura de una
mujer sepultada mucho tiempo atrás, erguida ante su tumba; en una mano una campanilla, en la otra la cabeza
ensangrentada. Por un instante permanecieron los tres aturdidos. Después, uno de los soldados
desenvainó la espada, pronunciando una invocación budista,
y asestó un golpe a la aparición, que se desplomó
instantáneamente, en desarticulado montón de trozos
de sudario, cabellos
y huesos, al tiempo
que de esa ruina se desprendía la campanilla, rodando y tintineando. Pero la descarnada mano izquierda, aun después de cercenada la muñeca, seguía retorciéndose, y sus dedos aferraban aún la cabeza sangrante, desgarrando y lacerando, como las
pinzas de un cangrejo amarillo tenazmente clavada en una fruta caída…
—Eso creen los hombres
—repuso él—. Pero no es lo que siente una mujer. Y tenía razón.
Patricio Lafcadio Tessima Carlos Hearn —que es el nombre multitudinario con que vino al mundo—,
o más simplemente LAFCADIO HEARN —con que lo conoce la desatenta
posteridad—, o también Yakumo Koizumi —que él mismo asumió al término de
su fantástica peregrinación terrestre— nació en 1850 en la isla griega de Santa
Maura. Griego pues por su nacimiento, irlandés por su ascendencia, inglés por
su educación, norteamericano por su largo afincamiento en los Estados Unidos, algo
tendría también de español a juzgar por sus nombres de Patricio y Carlos…Resolvió
bellamente el problema haciéndose japonés. Se radicó en Japón en 1890, casóse con
una japonesa, y se convirtió al budismo. De esa época data lo mejor de su producción
literaria: «Kwaidan», «Kokoro», «Glimpses of Unfamiliar Japan», donde recogió y
trabajó artísticamente las hermosas leyendas de su país adoptivo.
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