Médium
Pío
Baroja
Soy un hombre intranquilo, nervioso, muy nervioso;
pero no estoy loco, como dicen los
médicos que me han reconocido. He analizado todo, he profundizado todo, y vivo intranquilo. ¿Por qué? No lo he sabido todavía.
Desde hace tiempo duermo mucho, con un sueño sin
sueños; al menos, cuando despierto,
no recuerdo si he soñado; pero debo soñar; no comprendo por qué se me figura que debo soñar. A no ser que esté
soñando ahora cuando hablo; pero duermo mucho; una prueba clara de que no estoy loco.
La médula mía está vibrando siempre, y los ojos de mi
espíritu no hacen más que contemplar
una cosa desconocida, una cosa gris que se agita con ritmo al compás de las pulsaciones de las arterias
en mi cerebro.
Pero mi cerebro no piensa, y sin embargo está en
tensión; podría pensar, pero no piensa…
Ah, os sonreís, ¿dudáis de mi palabra? Pues bien, sí. Lo habéis adivinado. Hay un espíritu
que vibra dentro de mi alma. Os lo contaré:
Es hermosa la infancia, ¿verdad? Para mí el tiempo más horroroso de la vida. Yo tenía, cuando era niño, un amigo; se llamaba Román Hudson, su padre era inglés y su madre española.
Le conocí en el Instituto. Era un buen chico; sí,
seguramente era un buen chico, muy amable,
muy bueno; yo era huraño y brusco.
A pesar de estas diferencias, llegamos a hacer
amistades, y andábamos siempre juntos.
Él era un buen estudiante, y yo díscolo y desaplicado; pero como Román siempre fue un buen muchacho, no tuvo
inconveniente en llevarme a su casa y enseñarme sus colecciones de sellos.
La madre, con voz severa, nos sermoneó por la correría
nuestra, y luego comenzó a hacerme
un sinnúmero de preguntas acerca
de mi familia y de mis estudios.
Mientras hablaba la madre, la hija sonreía;
pero de una manera tan rara, tan rara…
—Hay que estudiar
—dijo a modo de conclusión la madre.
Salimos del cuarto, me marché a casa, y toda la tarde
y toda la noche no hice más que pensar
en las dos mujeres.
Desde aquel día esquivé como pude el ir a casa de Román. Un día vi a su madre y a
su hermana que salían de una iglesia, las dos enlutadas, y me miraron y sentí
frío al verlas.
Cuando concluimos el curso, ya no veía a Román; estaba
tranquilo; pero un día me avisaron de
su casa, diciéndome que mi amigo estaba enfermo. Fui y le encontré en la cama llorando, y en voz baja me dijo
que odiaba a su hermana. Sin embargo, la hermana,
que se llamaba Ángeles, le cuidaba con esmero y le atendía con cariño; pero tenía una sonrisa tan rara, tan rara…
Una vez, al agarrar de un brazo
a Román, hizo una mueca
de dolor.
—¿Qué tienes? —le pregunté, y me enseñó un cardenal
inmenso, que rodeaba su brazo como un anillo.
Luego, en voz baja, murmuró:
—Ha sido mi hermana. ¡Ah! Ella… No sabes la fuerza que tiene, rompe un cristal con los dedos, y hay una cosa más extraña: que mueve un objeto
cualquiera de un lado a otro sin tocarlo.
Días después me contó, temblando de terror, que, a las
doce de la noche, hacía ya cerca de
una semana, que sonaba la campanilla de la escalera, se abría la puerta y no se veía a nadie.
Román y yo hicimos un gran número de pruebas. Nos
apostábamos junto a la puerta…
llamaban… abríamos… nadie. Dejamos la puerta entreabierta, para poder abrir en seguida… llamaban… nadie. Por fin
quitamos el llamador a la campanilla, y la campanilla sonó, sonó… y los dos nos miramos
estremecidos de terror.
—Es mi hermana, mi hermana —dijo Román, y convencidos
de esto buscamos los dos amuletos por todas partes y pusimos
en su cuarto una herradura, un pentágono, y varias inscripciones triangulares con la palabra Abrakadabra.
Inútil, todo inútil; las cosas saltaban de sus sitios,
y en las paredes se dibujaban sombras sin contornos y sin rostro.
Román languidecía, y para distraerle, su madre le
compró una hermosa máquina fotográfica.
Todos los días íbamos a pasear juntos, y llevábamos la máquina en nuestras
expediciones.
Un día se le ocurrió a la madre que los retratara yo a
los tres en grupo, para mandar el
retrato a sus parientes de Inglaterra. Román y yo colocamos un toldo de lona en la azotea, y bajo él se pusieron
la madre y sus dos hijos. Enfoqué, y por si acaso me salía mal, impresioné dos placas. En seguida Román y yo fuimos a revelarlas.
Habían salido bien; pero sobre la cabeza de la hermana de mi amigo se veía una mancha
oscura.
Dejamos a secar
las placas, y al día siguiente las pusimos en la prensa,
al sol, para sacar las positivas.
Ángeles, la hermana
de Román, vino con nosotros
a la azotea. Al mirar la primera prueba, Román y yo nos contemplamos sin decirnos una palabra. Sobre la
cabeza de Ángeles se veía una sombra
blanca de mujer de facciones parecidas a las suyas. En la segunda
prueba se veía la misma sombra; pero en distinta actitud, inclinándose sobre Ángeles, como hablándole al oído.
Nuestro terror fue tan grande,
que Román y yo nos quedamos mudos,
paralizados.
Ángeles miró la fotografía, y sonrió, sonrió.
Esto era lo grave.
Yo salí de la azotea y bajé las escaleras de la casa
tropezando, cayéndome, y al llegar a la calle eché a correr, perseguido por la sonrisa
de Ángeles. Al entrar en casa, al pasar junto a un espejo, la vi en el fondo de la luna, sonriendo, sonriendo siempre…
¿Quién ha dicho que estoy loco? ¡Miente!, porque los
locos no duermen, y yo duermo… ¡Ah!
¿Creíais que yo no sabía eso? Los locos no duermen, y yo duermo. Desde que nací todavía no he despertado.
·
Este breve cuento
fantástico procede de su libro «Vidas Sombrías».
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