El
anticipador
Morley
Roberts
—Admitiré, desde luego, que no se trata de un
plagio —dijo ferozmente Carter Esplan—; será el destino,
el demonio, pero ¿es menos
irritante por eso? ¡No, no!
Y se pasó la mano por el cabello hasta
erizarlo. Lo agitaba una febril excitación; una mancha
roja ardía en cada una de sus mejillas; se mordía el labio tembloroso.
—¡Maldito Burford, sus padres y sus ascendientes!
Las herramientas, para quien sabe
manejarlas —añadió después de una pausa durante la cual su amigo Vincent lo estudió
con curiosidad.
—La culpa es tuya, mi querido salvaje
—dijo Vincent—. Eres demasiado indolente. Recuerda, además, que esas cosas
(esas ideas, esos motivos) están en el aire.
La originalidad no es más que el arte de atrapar tempranas larvas. ¿Por qué no escribes
las cosas apenas
las inventas?
—Hablas como un burgués, como un viajante de comercio —repuso Esplan, disgustado—. ¿Por qué un manzano no da manzanas apenas fecundadas sus llores? ¿A qué esperar el estío y las influencias del viento y el cielo? ¿Por qué no salen polluelos de huevos recién puestos? ¿Acaso el parto sigue inmediatamente a la concepción? ¿Y no sufrió dolores la montaña para dar a luz un ratón? ¿Y por ventura…?
—¿… y por ventura, no exigirán tus obras de genio una parte de la eternidad a que están destinadas?
—¡Tontería! —gruñó Esplan—,
pero tú conoces mi método.
Yo capto la sugerencia,
el flotante vilano del pensamiento, tal vez el título; y luego lo dejo, quizá sin tomar una nota; lo dejo al cerebro, a la conciencia subliminar, al yo subconsciente.
El cuento crece en la oscuridad del alma interior, perpetua e insomne. Quizá lo rechace
el tribunal artístico
que en ella tiene su sede; quizá lo relegue.
Yo, el yo exterior, insignificante envoltorio de tendencias hereditarias, nada sé de él, pero un día tomo la pluma y mi mano lo escribe. Este es el automatismo del arte, y yo… yo no soy nada, soy apenas la última de
las individualidades ocultas en mí. ¡Quizá un
tácito antecesor llega
por mí a la palabra,
y sin embargo el Complejo
Yo Esplan tiene
que ser anticipado en esa forma!
Se incorporó y midió con pasos irregulares el
largo salón de fumar del club. Era evidente
que sus nervios estaban tensos y el desorden imperaba en su espíritu. Pero Vincent,
que era médico, veía más hondo. Esplan,
en efecto, hablaba
espasmódicamente y a veces no acertaba con la palabra justa, lo que
revelaba una perturbación de los centros
del habla.
«¿Será la morfina? —pensó—. ¿La estará tomando
nuevamente, y hoy le ha faltado su dosis?». Pero Esplan estalló
una vez más.
—No me importaría tanto si Burford escribiera
bien, pero no sabe escribir un cuento.
Mira esa última historia mía… es decir, suya. Yo la veía como una criatura impetuosa
y palpitante, que vibraba y cantaba, una verdadera Ménade,
llena de sangre
roja. En sus manos, ni siquiera nació
muerta; está diciendo
a gritos que es un muñeco, pierde el aserrín, se mueve como un
maniquí, huele de lejos a cosa fabricada. Mas
ahora ya no puedo escribir ese cuento. Lo ha arruinado para siempre. Es
la tercera vez. ¡Maldito sea, y
maldita mi suerte! Yo trabajo cuando siento la necesidad de crear.
—Tomas muy en serio tu vocación —dijo Vincent
perezosamente—. Al fin y al cabo,
¿qué importa? ¿Qué son los cuentos? ¿No son un opio para la vida de los cobardes? Preferiría inventar algún
pequeño instrumento, o construir un puente de
tablas sobre un arroyo fangoso,
antes que escribir
el mejor cuento
del mundo.
Esplan se encaró
con él.
—Bueno, bueno —dijo casi a gritos—, el hombre
que inventó el cloroformo fue grande,
y quienes lo fabrican son útiles. Lo que hacemos nosotros llámalo cloral, morfina,
bromuro; lo que quieras, pero damos alivio.
—Cuando sería mejor usar vejigatorios…
—¡Qué estupidez! —contestó Esplan con dureza—.
En todo caso, tu charla es ociosa. Yo
soy yo, los escritores son escritores… pequeños, si quieres, pero un resultado
y una fuerza. Déjame descansar. No hables de tonterías ideales.
Pidió brandy. Después
de beberlo, su aspecto cambió
un poco. Sonrió.
—Acaso no vuelva a suceder.
Si sucede, creeré que Burford
se obstina en cruzarse en mi camino.
Tendré que…
—¿Eliminarlo? —preguntó Vincent.
—No. Trabajar más rápido. Pronto escribiré
algo. Algo que indudablemente le encantaría echar a perder.
La conversación cambió y poco después los
amigos se separaron. Esplan se dirigió a su departamento de Bloomsbury. Durante
algunos minutos caminó ociosamente por la sala, pero luego sintió en el cerebro
el impulso de escribir. Le escocían los dedos, un estado de ánimo
semiautomático se apoderaba de él. Se sentó y escribió, primero lentamente, después
más rápido, y por último con furia.
Eran las tres de la tarde cuando empezó a
trabajar. A las diez seguía sentado ante el
escritorio, poblado por las cenizas de innumerables pipas. A intervalos se
alisaba con las manos húmedas los
cabellos erizados. Sus ojos cambiaban como ópalos: a veces centelleaban y casi ardían, a veces se volvían opacos. Él
mismo cambiaba con cada frase;
pronunciaba en alta voz lo que escribía; cada pensamiento se reflejaba en su rostro pálido y móvil. Reía y gemía. En
el punto culminante de su narración, le corrieron
lágrimas por la cara y borraron el ya indescifrable manuscrito. Pero a las once se levantó, rígido y tambaleante. Con
dificultad recogió del piso las páginas sin numerar, y las ordenó.
Después se desplomó
en su asiento.
—¡Es bueno, es bueno! —decía, sonriendo—. ¡Qué
extraño demonio soy! Mis callados antecesores reviven fantásticamente en mí. Es extraño, infernalmente extraño. El hombre no es más que un micrófono, y loco por
añadidura. ¿Cuánto tiempo estuve
madurando esto que acabo de escribir? El cuento es viejo y al mismo tiempo nuevo. Se lo mandaré a Gibbon. A él
le gustará. Pequeña bestia, pequeño horror,
pequeño cerdo, con un divino anillo de oro de inteligencia crítica en el sucio hocico.
Bebió medio vaso de whisky y se echó en la cama. Su imaginación corría alocadamente.
—Mi ego está un poco fisurado —dijo—.
Debo cuidarme.
Y antes de dormirse
pronunció conscientes tonterías. Ideas incongruentes se eslabonaban
en su cerebro; se burló de la necedad de su imaginación, y sin embargo tenía miedo. Por fin tomó morfina en una
dosis tan grande, que le afectó el nervio óptico.
Relámpagos subjetivos brillaron en la oscuridad de su cuarto. Soñó con un Burford
gigantesco y brutal,
que usaba un gran diamante
en la pechera de la camisa.
—Comprado merced a la transmisión de mis pensamientos —dijo.
Pero al mirarse
advirtió que él tenía una joya al más grande, y pronto su alma se disolvió en la contemplación de sus rayos, hasta que
su conciencia fue disipada por una divina absorción en el Nirvana
de la Luz.
Cuando despertó, al día siguiente, era ya avanzada
la tarde. Estaba
destrozado por el trabajo de la víspera, y aunque mucho
menos irritable, caminaba con inseguridad. La
molestia de mandar su cuento a Gibbon le resultó casi insuperable; pero lo
envió, y después tomó un taxímetro
que lo llevó a su club, donde permaneció varias horas, casi en estado
comatoso.
Dos días más tarde recibió
una nota del jefe de redacción. Le devolvía su cuento.
Era bueno, pero…
«Hace varias semanas Burford me envió otro con el mismo tema, y lo acepté». Esplan golpeó contra la repisa de la chimenea su mano delgada y blanca, haciéndola sangrar. Aquella noche se embriagó con champaña. El espumoso vino pareció corroer, morder y retorcer hasta el último nervio y la última célula de su cerebro. Su irritabilidad se volvió tan extrema que se quedó al acecho de sutiles e imaginarias ofensas, y meditó mórbidamente sobre el aspecto de inocentes desconocidos. Pagó al camarero el doble de lo que había consumido, no porque lo mereciera especialmente, sino porque comprendió que la menor señal de descontento por parte de aquel hombre podría originar en él un estallido de irreprimible cólera.
Al día siguiente se encontró con Burford en
Piccadilly, y pasó junto a él sin saludarlo, con una amarga
sonrisa.
—No me atrevo a dirigirle
la palabra —murmuró—. ¡No me atrevo…!
Y Burford, que no alcanzaba
a comprender, se sintió ultrajado. Él mismo odiaba a Esplan con el odio de un rival que se
siente desplazado y aventajado. Sabía que su
trabajo carecía de la diabólica precisión de Esplan… de la frase
brillante, el toque justo de color,
el certero impulso que culmina en el final perfecto, la convicción amarga y exacta, el conocimiento de los
hombres que proviene de la herencia, la exaltada
experiencia que alega intuiciones recibidas. Era, bien lo sabía, un exitoso fracaso, y su ambición superaba a la de
Esplan. Trepador, voraz y presumido, su vacuidad era notoria aun antes de que Esplan
la pusiera de relieve con la seguridad de su estilo.
—Él toma lo que yo hago y lo hace mejor
—repetíase Burford—. Tiene mala intención.
Y cuando Esplan publicó su último cuento, y el
mundo recordó —para olvidarla en
seguida a la luz deslumbrante de esas páginas magistrales— la fría pasta del bibelot
de Burford, este sintió que el odio crecía en su interior. Pero se contuvo momentáneamente y siguió su camino pequeño
y laborioso.
El éxito del cuento y el amargo eclipse de Burford
ayudaron mucho a Esplan, quien tal vez se habría recobrado, de no mediar
otras influencias nocivas
para su vida. Entre ellas la
muerte de cierta mujer, cuya amistad con él nadie conocía. Esplan se aferró a la morfina, que, a medida que aumentaban las dosis, lo conduciría al desastre.
Y en efecto, el desastre se produjo, por fin.
Burford hizo publicar dos cuentos, muy superiores a lo que acostumbraba escribir, en una revista
que hasta ese momento había sido territorio exclusivo de
Esplan. Eran los mismos temas que Esplan acababa de imaginar y estaba a punto de escribir. El escozor de este
último golpe lo sacó de quicio: pensó en el asesinato; lo planeó con brutalidad, después
con sutileza, y llegó a sentirse
dominado por la idea, hasta que su vida se trocó en la flor de ese motivo insano. El hecho de que un comentarista
señalara la estrecha afinidad entre la obra de
los dos escritores y, exaltando el genio de Esplan, colocara al uno por
encima de toda crítica y al otro por debajo de todo elogio, no modificó en nada la situación.
Pero la amarga exactitud de la crítica
enloqueció a Burford. Castañeteando los dientes,
detestando su propio trabajo, odió aún más al hombre que había pulverizado su presunción. Sentía
deseos de destruir. ¿Cómo hacerlo?
Esplan llevaba una vida subracional. Era un
maniático homicida, con una víctima preseñalada. Concebía
y escribía planes.
Sus cuentos eran variaciones sobre el asesinato. Imaginaba medios de ejecutarlo, los buscaba en otros libros.
A veces corría el peligro
de creer que ya había
cometido el crimen.
En un momento de locura
estuvo a punto de entregarse a la policía
por ese asesinato anticipado. Así ardía y se consumía
su imaginación ante el sendero
que se había trazado.
—Lo haré, lo haré —murmuraba, y en el club los hombres hablaban
de él.
—Mañana —dijo, pero después lo postergó.
Debía
planearlo con arte. Lo dejó para que
germinase en su fértil cerebro. Y por fin, cuando ya había empezado a escribirlo, la acción, iluminada por
extrañas circunstancias, fue creciendo ante él. Ese asesinato despertaría un mundo de resplandores, inaugurando una época en la historia
del crimen. Aun cuando el rojo planeta se viera convulsionado por las
guerras, aun entonces los demás
querrían oír esa historia increíble y verdadera, penetrar en ella, dilucidar el método y el crecimiento de
los medios y el motivo. Sonreía solo en la calle,
y reía con risa aguda en su cuarto de fugaces visiones. Por la noche transitaba las solitarias callejuelas próximas, ponderando con ansia el borbollón de sus encontrados pensamientos; y apoyado
en las rejas de frondosos
jardines, veía fantasmas en las sombras de la luna y los
invitaba a conversar. Se convirtió en un pájaro nocturno.
Era raro verlo.
—Mañana —dijo por último. Mañana daría el
primer paso. Se frotó las manos y soltó
a reír, ya cerca de su casa, en una plaza solitaria, al tramar los últimos
detalles sutiles que su imaginación multiplicaba.
—¡Está bien, basta, basta! —gritó a su fantasía enloquecida, segregada de él—. Ya está hecho.
Y las sombras que lo rodeaban eran muy oscuras.
Se volvió en dirección a su casa.
Entonces le llegó la inmortalidad con extraño
aparato. Le pareció que su alma ardiente
y oprimida estallaba en su angosto cerebro chispeando maravillosamente. Hubo alrededor un diluvio de luces,
relámpagos en un cielo rosado, un espantoso trueno. El firmamento se abrió en un blanquísimo resplandor. Vio cosas inimaginables.
Giró sobre sí mismo, se llevó la mano a la cabeza herida y cayó pesadamente en un charco de su propia sangre.
Y el Anticipador, aterrorizado, huyó por una callejuela.
MORLEY
ROBERTS nació en Londres en 1857, murió en 1942. Sus andanzas
en distintos lugares del mundo —fue cowboy en los Estados Unidos, obrero
ferroviario, marinero en muchos mares— le dieron tema para un libro de reminiscencias:
The Western Avernus (1887). Publicó también numerosas novelas, cuentos y obras teatrales.
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