sábado, 30 de mayo de 2020

SILENCIO, Clarice Lispector


SILENCIO
Clarice Lispector


Es tan vasto el silencio de la noche en la montaña. Y tan despoblado. En vano uno intenta trabajar para no oírlo, pensar rápidamente para disimularlo. O inventar un programa, frágil punto que mal nos une al súbitamente improbable día de mañana. Cómo superar esa paz que nos acecha. Silencio tan grande que la desesperación tiene vergüenza. Montañas tan altas que la desesperación tiene vergüenza. Los oídos se afilan, la cabeza se inclina, el cuerpo todo escucha: ningún rumor. Ningún gallo. Cómo estar al alcance de esa profunda meditación del silencio. De ese silencio sin memoria de palabras. Si es muerte, cómo alcanzarla.
Es un silencio que no duerme: es insomne; inmóvil, pero insomne; y sin fantasmas. Es terrible: sin ningún fantasma. Inútil querer probarlo con la posibilidad de una puerta que se abra crujiendo, de una cortina que se abra y diga algo. Está vacío y sin promesas. Si por lo menos se escuchara al viento. El viento es ira, la ira es vida. O nieve. La nieve es muda pero deja rastro, lo emblanquece todo, los niños ríen, los pasos resuenan y dejan huella. Hay una continuidad que es la vida. Pero este silencio no deja señales. No se puede hablar del silencio como se habla de la nieve. No se puede decir a nadie como se diría de la nieve: ¿oíste el silencio de esta noche? El que lo escuchó, no lo dice.
La noche desciende con las pequeñas alegrías de quien enciende lámparas, con el cansancio que tanto justifica el día. Los niños de Berna se duermen, se cierran las últimas puertas. Las calles brillan en las piedras del suelo y brillan ya vacías. Y al final se apagan las luces más distantes.
Pero este primer silencio todavía no es el silencio. Que espere, pues las hojas de los árboles todavía se acomodarán mejor, algún paso tardío tal vez se oiga con esperanza por las escaleras.
Pero hay un momento en que del cuerpo descansado se eleva el espíritu atento, y de la tierra, la luna alta. Entonces él, el silencio, aparece.
El corazón late al reconocerlo.
Se puede pensar rápidamente en el día que pasó. O en los amigos que pasaron y para siempre se perdieron. Pero es inútil huir: el silencio está ahí. Aun el sufrimiento peor, el de la amistad perdida, es sólo fuga. Pues si al principio el silencio parece aguardar una respuesta -cómo ardemos por ser llamados a responder-, pronto se descubre que de ti nada exige, quizás tan sólo tu silencio. Cuántas horas se pierden en la oscuridad suponiendo que el silencio te juzga, como esperamos en vano ser juzgados por Dios. Surgen las justificaciones, trágicas justificaciones forzadas, humildes disculpas hasta la indignidad. Tan suave es para el ser humano mostrar al fin su indignidad y ser perdonado con la justificación de que es un ser humano humillado de nacimiento.
Hasta que se descubre que él ni siquiera quiere su indignidad. Él es el silencio.
Puede intentar engañársele, también. Se deja caer como por casualidad el libro de cabecera en el suelo. Pero, horror, el libro cae dentro del silencio y se pierde en la muda y quieta vorágine de éste. ¿Y si un pájaro enloquecido cantara? Esperanza inútil. El canto apenas atravesaría como una leve flauta el silencio.
Entonces, si se tiene valor, no se lucha más. Se entra en él, se va con él, nosotros los únicos fantasmas de una noche en Berna. Que entre. Que no espere el resto de la oscuridad delante de él, sólo él mismo. Será como si estuviéramos en un navío tan descomunalmente grande que ignoráramos estar en un navío. Y éste navegara tan largamente que ignoráramos que nos estamos moviendo. Más de eso, nadie puede. Vivir en la orla de la muerte y de las estrellas es una vibración más tensa de lo que las venas pueden soportar. No hay, siquiera, un hijo de astro y de mujer como intermediario piadoso. El corazón tiene que presentarse frente a la nada sólito y sólito latir alto en las tinieblas. Sólo se escucha en los oídos el propio corazón. Cuando éste se presenta completamente desnudo, no es comunicación, es sumisión. Además, nosotros no fuimos hechos sino para el pequeño silencio.
Si no se tiene valor, que no se entre. Que se espere el resto de la oscuridad frente al silencio, sólo los pies mojados por la espuma de algo que se expande dentro de nosotros. Que se espere. Un insoluble por otro. Uno al lado del otro, dos cosas que no se ven en la oscuridad. Que se espere. No el fin del silencio, sino la ayuda bendita de un tercer elemento, la luz de la aurora.
Después, nunca más se olvida. Es inútil intentar huir a otra ciudad. Porque cuando menos se lo espera, se puede reconocerlo de repente. Al atravesar la calle en medio de las bocinas de los autos. Entre una carcajada fantasmagórica y otra. Después de una palabra dicha. A veces, en el mismo corazón de la palabra. Los oídos se asombran, la mirada se desvanece: helo ahí. Y desde entonces, él es fantasma.

DILEMA DOMÉSTICO, Carson McCullers


DILEMA DOMÉSTICO
Carson McCullers


El jueves, Martin Meadows salió de la oficina a tiempo de tomar el primer autobús directo para su casa. Era la hora en que el resplandor violeta del atardecer se extinguía en las calles fangosas, pero al dejar el autobús la parada del centro de la ciudad, ya brillaba la gran noche ciudadana. Los jueves la criada tenía la tarde libre y a Martin le gustaba llegar a casa lo más pronto posible ahora que desde el año pasado su mujer no estaba... bien. Ese jueves estaba muy cansado y, con la esperanza de que ningún viajero habitual le escogiera para conversar, se enfrascó con atención en el periódico hasta que el autobús hubo cruzado el puente George Washington. Una vez en la carretera 9-W, Martin sentía siempre que el viaje estaba a la mitad; respiraba hondo incluso en invierno, cuando solamente estrías de corrientes cortaban el aire humoso del autobús, porque le parecía estar ya respirando el aire del campo. Solía ser en este punto cuando empezaba a descansar y pensaba con alegría en su casa. Pero en este último año la cercanía le traía sólo una sensación de tensión y no sentía prisa de terminar el viaje. Esa tarde, Martin pegaba la cara a la ventanilla y miraba los campos vacíos y las solitarias luces de los barcos del río. Había una luna pálida sobre la tierra oscura y manchas de nieve gastada y porosa; a Martin el campo le parecía esa noche vasto y desolado. Tomó el sombrero de la rejilla y se metió el periódico doblado en el bolsillo del abrigo unos minutos antes de pulsar el timbre.
La casa estaba a una manzana de la parada del autobús junto al río, pero no directamente sobre la orilla; desde la ventana del cuarto de estar se podía ver el Hudson, mirando a través de la calle y del jardín de enfrente. La casa era moderna, casi demasiado blanca y nueva en el estrecho trocito de terreno. Durante el verano la hierba era suave y fresca, y Martin había puesto con cariño un borde de flores y un enrejado de rosas. Pero durante los meses fríos y áridos, el terreno estaba vacío y la casa parecía desnuda. Esta noche había luces encendidas en todas las habitaciones de la casa y Martin se apresuró por el camino de entrada. Delante de la escalera se paró para quitar de en medio una carretilla.
Los niños estaban en el cuarto de estar tan metidos en sus juegos que al principio no oyeron abrirse la puerta. Martin se quedó mirando a sus pequeños, tan a salvo y tan graciosos. Habían abierto el último cajón del escritorio y habían sacado los adornos de Navidad. Andy se las había arreglado para sacar las luces del árbol, y las bombillitas verdes y rojas brillaban en la alfombra del cuarto de estar con una alegría a destiempo. En ese momento estaba tratando de poner la ristra luminosa sobre el caballito de Marianne. Marianne estaba sentada en el suelo arrancando las alas a un ángel. Los niños le sobresaltaron con sus aullidos de acogida. Martin se subió a los hombros a la niña pequeñita y gordinflona y Andy se echó contra las piernas de su padre.
—¡Papaíto! ¡Papaíto! ¡Papaíto!
Martin dejó con cuidado a la pequeña y balanceó unas cuantas veces como un péndulo a Andy.
Luego recogió el cordón del árbol de Navidad.
—¿Qué hace fuera todo esto? Ayudadme a ponerlo otra vez en el cajón. No tenéis que hacer bromas con el enchufe de la luz. Recuerda que te lo he dicho ya. En serio, Andy.
El pequeño de seis años asintió con la cabeza y cerró el cajón del escritorio. Martin le acarició el pelo rubio y suave, y su mano se demoró con ternura en la nuca del frágil cuello del niño.
—¿No habéis cenado, macaco?
—Hacía daño, el pan quemaba.
La niña se tambaleó en la alfombra y después del primer susto de la caída empezó a llorar.
Martin la cogió y la llevó sobre los hombros a la cocina.
—Mira, papá —dijo Andy—. La tostada...
Emily había dejado la cena de los niños sobre la mesa esmaltada. Había dos platos con los restos de sopa de cereales y huevos, y unos vasos de plata que habían contenido leche. También había un plato de tostadas con canela, sin tocar, excepto la marca de los dientes de un mordisco. Martin olfateó el pedazo mordido y mordisqueó con cuidado. Luego tiró el pan al cubo de la basura.
—¡Uf! ¿Qué diablos...?
Emily había confundido la lata de canela con la de pimienta.
—Casi me quemo —dijo Andy—. Bebí agua y me fui corriendo afuera y abrí la boca. Marianne no se comió ni nada.
—No comió nada —corrigió Martin. Estaba de pie, desolado, mirando en torno de las paredes de la cocina—. ¡Vaya! Es eso, me figuro —dijo al fin—. ¿Dónde está ahora vuestra madre?
—Está arriba, en el cuarto vuestro.
Martin dejó a los niños en la cocina y subió a ver a su mujer. Delante de la puerta esperó un momento para calmar su furia. No llamó y una vez dentro cerró la puerta detrás de él.
Emily estaba sentada en la mecedora, junto a la ventana del cuarto acogedor. Estaba bebiendo algo de un vaso y al entrar él lo puso precipitadamente en el suelo detrás de la silla. En su actitud había confusión y culpabilidad, que trató de esconder con una demostración de aparente vivacidad.
—¡Oh, Marty! ¡Ya estás en casa! ¡Cómo se me ha ido el tiempo! Iba a bajar ahora... —Corrió hacia él y le dio un beso con fuerte olor a jerez. Ante la impasibilidad de él retrocedió un poco y se rió nerviosa.
—¿Qué tienes, que estás ahí tieso como un palo? ¿Te pasa algo?
—¿Algo a mí? —Martin se agachó sobre la mecedora y cogió del suelo el vaso—. Si te pudieras dar cuenta de lo harto que estoy..., de lo malo que es esto para todos nosotros.
Emily habló con una voz falsa y trivial que Martin conocía de sobra. A veces, en ocasiones semejantes, afectaba un ligero acento británico, copiando quizás a alguna actriz que admiraba:
—No tengo ni la más remota idea de lo que quieres decir. A no ser que te refieras al vaso que he usado para beber una gota de jerez. He bebido un dedo de jerez, quizá dos. Pero, ¿qué hay de malo en ello? A ver, dime. Estoy muy bien. Muy bien.
—Sí, se ve a simple vista.
Mientras iba al cuarto de baño, Emily andaba con gravedad estudiada. Abrió el agua fría y se echó un poco a la cara haciendo hueco con las manos. Luego se secó a golpecitos con la punta de la toalla. Su rostro era de rasgos delicados y joven, perfecto.
—Bajaba justamente ahora a preparar la cena. —Se tambaleó y guardó el equilibrio agarrándose al marco de la puerta.
—Yo me ocuparé de la cena. Tú quédate aquí. Ya la subiré.
—No haré nada de eso. ¿Por qué? ¿A quién se le ocurre semejante idea?
—Por favor —dijo Martin.
—Déjame. Estoy perfectamente. Iba a bajar ya...
—Escúchame.
—¡Que te escuche tu abuela!
Fue hacia la puerta, pero Martin la agarró de un brazo.
—No quiero que los niños te vean en este estado. Sé razonable.
—¿Qué estado? —De un tirón, Emily zafó su brazo. Su voz se alzó enfadada—: Qué, porque bebo un par de sorbos por la tarde estás tratando de hacerme creer que soy una borracha. ¡Qué estado! Ni siquiera toco el whisky. Lo sabes bien. No ando emborrachándome por los bares. Algo que tú mismo no podrías decir. Ni siquiera tomo un cóctel con la cena. Lo único que hago es beber de vez en cuando una copa de jerez. ¿Qué hay de malo en esto, pregunto yo? ¡Estado!
Martin buscó palabras con que calmar a su mujer.
—Cenaremos tranquilamente los dos solos, aquí arriba. ¡Así me gustan las buenas chicas!
Emily se sentó en el borde de la cama y él abrió la puerta para salir rápidamente.
—Vuelvo volando.
Mientras estaba ocupado con la cena, abajo, se preguntó una vez más lo de siempre: ¿cómo le había caído este problema en su casa? También a él le había gustado siempre una copa. Cuando todavía vivían en Alabama se servían cócteles y bebidas como si nada. Durante años habían bebido una o dos, quizá tres copas antes de cenar y a la hora de acostarse un vaso grande. Las vísperas de fiesta se alegraban quizás hasta llegar a atontarse un poco. Pero el alcohol nunca le había parecido un problema, solamente un gasto grande, que con el aumento de la familia difícilmente se podían permitir. Hasta que su compañía no le trasladó a Nueva York, Martin no se dio cuenta de que realmente su mujer bebía demasiado. Poco o mucho, observó que estaba bebiendo durante todo el día.
Una vez visto el problema, trató de analizar la causa. El cambio de Alabama a Nueva York la había alterado, desde luego; acostumbrada al calor perezoso de una pequeña ciudad del Sur, a la vida familiar, los parientes y amigos de la infancia, no había logrado encajar en las costumbres más estrictas y aisladas del Norte. Los deberes de la maternidad y de la casa le eran insoportables. Llena de nostalgia por Paris City, no había hecho amistades en el ambiente suburbano. No leía más que revistas y novelas policíacas. Su vida interior era insuficiente sin el artificio del alcohol.
El descubrimiento de aquel vicio fue insidiosamente destruyendo en él la idea que se había formado de su mujer. A ratos, Emily era de una inexplicable maldad; había veces en que la bebida era causa de una explosión de tremenda ira. Martin se dio cuenta de que en Emily había una rudeza latente, que desmentía su sencillez natural. Mentía sobre la bebida y le engañaba con estratagemas insospechadas.
Y luego pasó el accidente. Cuando volvía una noche del trabajo a casa, hacía un año aproximadamente, le sorprendieron los gritos desde el cuarto de los niños. Se encontró a Emily sosteniendo a la pequeñita, desnuda y mojada del baño. Se le había caído la niña, su frágil cabecita se había dado contra el borde de la mesa y un hilo de sangre empapaba sus cabellos finísimos.
Emily sollozaba borracha. Mientras Martin acunaba a la niña herida, infinitamente preciosa en aquel momento, tuvo una espeluznante visión del futuro.
Al día siguiente Marianne estaba bien. Emily prometió que nunca más tocaría el alcohol y, durante unas semanas, fría y abatida, mantuvo la promesa. Después empezó poco a poco —ni whisky ni ginebra, pero sí cerveza, jerez o licores extraños: una vez dio con una sombrerera llena de botellas vacías de crema de menta. Martin encontró una buena criada que llevaba la casa de una manera competente. Virgie era también de Alabama y Martin nunca se había atrevido a decir a Emily los sueldos acostumbrados en Nueva York. La bebida de Emily era ahora completamente secreta; lo hacía antes de que él llegara a casa. Generalmente los efectos eran casi imperceptibles: una dejadez en los movimientos o los ojos cargados. Los rastros de irresponsabilidad, como lo de las tostadas con pimienta en lugar de canela, eran raros, y Martin podía estar tranquilo cuando Virgie estaba en casa. Sin embargo, la preocupación estaba siempre latente, como una amenaza de desastre inconcreto que socavaba sus días.
—¡Marianne! —llamó Martin, porque hasta el recuerdo de aquello le traía la necesidad de asegurarse. La pequeña, curada ya, pero no por ello menos preciosa para su padre, entró en la cocina con su hermano. Martin siguió preparando la cena. Abrió una lata de sopa y puso dos chuletas en la sartén. Luego se sentó junto a la mesa y se subió a Marianne sobre las rodillas para hacer el caballito. Andy les miraba moviéndose con los dedos el diente que estaba para caerse desde hacía una semana.
—Andy el goloso —dijo Martin—. ¿Tienes todavía ese viejo chisme en la boca? Acércate; deja que papá lo mire.
—Tengo un cordel para arrancarlo. —El niño sacó del bolsillo un pedazo de hilo—. Virgie dijo que lo atara al diente y atara la otra punta al picaporte y que cerrara la puerta fuerte, pero fuerte, y de un solo golpe.
Martin sacó un pañuelo limpio y tocó el diente con cuidado:
—Este diente va a salir de la boca de mi Andy esta noche: si no, temo que vamos a tener un árbol de dientes en la familia.
—¿Un qué?
—Un árbol de dientes —dijo Martin—. En cuanto muerdas algo, te lo tragarás, y ese diente echará raíces en la tripita de Andy y crecerá un árbol de dientes con dientecitos afilados en vez de hojas.
—Eh, papaíto —dijo Andy. Pero se agarraba el diente con fuerza entre el índice y el pulgar pringoso—: No hay ningún árbol así; yo no vi uno nunca.
—No hay ningún árbol así y nunca he visto ninguno —corrigió el padre.
Martin se puso de pronto en tensión. Emily bajaba por la escalera. Escuchó sus pasos vacilantes, mientras con el brazo sujetaba angustiado al niño. Cuando Emily entró en la habitación, sus movimientos y su cara enrojecida delataban que había bebido otra vez. Empezó a abrir cajones y a poner la mesa.
—¡Estado! —dijo con voz turbia—. Me hablas así. No creas que me olvido. Me acuerdo de todas esas cochinas mentiras que me dices. No creas ni por un momento que me olvido.
—¡Emily! —rogó—. Los niños...
—Los niños, sí. No creas que no veo a través de tus sucios planes y manejos. Aquí abajo tratando de volver a mis propios hijos en contra mía. No creas que no veo ni comprendo.
—Emily, por favor, vete arriba.
—Sí, para que puedas poner a mis hijos..., a mis propios hijos... —Dos grandes lágrimas le rodaron por las mejillas—. Tratando de poner a mi hijo, a mi Andy, contra su propia madre.
Con el impulso de la borrachera, Emily se arrodilló en el suelo delante del perplejo niño; guardó el equilibrio con las manos sobre los hombros del pequeño:
—Oye, Andy..., no hagas caso de ninguna de las mentiras que te cuenta tu padre. No creas nada de lo que te diga. Escucha, Andy, ¿qué te estaba diciendo papá antes de que bajara? —Dudando, el niño buscó el rostro de su padre—. Dímelo. Mamá quiere saberlo.
—Lo del árbol de dientes.
—¿Qué?
El niño se lo volvió a decir y ella repitió las palabras como un eco, con terror, incrédula:
—¡El árbol de dientes! —Osciló y volvió a agarrarse en los hombros del niño—. No sé de qué hablas, pero escucha, Andy, mamá está muy bien, ¿verdad? —Le rodaban las lágrimas por las mejillas; Andy retrocedió; estaba asustado. Agarrándose al borde de la mesa, Emily se puso en pie—. ¡Mira! Has puesto al niño en contra mía.
Marianne empezó a llorar y Martin la tomó en brazos.
—¡Muy bien! Puedes quedarte con tu niña. Desde el principio se te ha visto que la prefieres. No me importa, pero al menos puedes dejarme a mi hijo.
Andy se acercó a su padre y le agarró la pierna:
—Papaíto —sollozó.
Martin llevó a los niños al pie de la escalera:
—Andy, llévate a Marianne. Papá irá dentro de un momento.
—¿Y mamá? —preguntó el niño como en un susurro.
—Mamá se pondrá bien, no te apures.
Emily lloraba sobre la mesa de la cocina, con la cara tapada por el brazo. Martin sirvió una taza de caldo y se la puso delante. Sus sollozos roncos le pusieron nervioso; la vehemencia de su emoción, independientemente de la causa, despertó en él un sentimiento de ternura. Sin querer, le puso la mano sobre el cabello oscuro:
—Siéntate y tómate la sopa.
Su cara, al levantar los ojos, estaba purificada e implorante. La huida del niño o el contacto de la mano de Martin habían cambiado su actitud.
—Mar... Martin —sollozó—. Estoy tan avergonzada...
—Bébete el caldo.
Obedeciéndole, bebió entre suspiros entrecortados. Después de otra taza se dejó llevar por él hasta arriba, hasta su cuarto. Ahora era dócil y estaba más serena. Martin puso el camisón sobre la cama e iba a dejar el cuarto, cuando otra vez volvió la agitación del alcohol, una nueva oleada de la pena.
—Me volvió la espalda, Andy me miró y se volvió.
Martin, a pesar de que la impaciencia y el cansancio le endurecían la voz, contestó amablemente:
—Olvidas que Andy es todavía un niño, no puede entender qué significan esas escenas.
—¿Hice una escena? Martin, ¿hice una escena delante de los niños?
Su cara horrorizada le conmovió y le divirtió contra su voluntad.
—Déjalo ya. Ponte el camisón y vete a dormir.
—Mi pequeño huyó de mí. Andy miró a su madre y retrocedió. Los niños...
Estaba presa en la tristeza rítmica del alcohol. Martin se fue del cuarto diciendo:
—¡Por amor de Dios, vete a dormir! Los niños lo habrán olvidado mañana.
Mientras lo decía, pensó si sería verdad. ¿Desaparecería tan fácilmente la escena de la memoria o echaría raíces en la inconsciencia para enconarse con los años? Martin no lo sabía y la última alternativa le horrorizaba. Pensó en Emily, previó la humillación de la mañana siguiente; los trozos rotos de recuerdo, la lucidez que nace de la oscura ley de la vergüenza. Llamaría a la oficina de Nueva York dos veces, posiblemente tres o cuatro. Martin previó su azoramiento pensando si los demás de la oficina sospecharían. Creía que su secretaria había adivinado su preocupación hacía tiempo y que le tenía lástima. Por un momento se rebeló contra su destino; odiaba a su mujer.
Una vez en el cuarto de los niños cerró la puerta y por primera vez aquella tarde se sintió seguro.
Marianne se tiró al suelo y se levantó otra vez llamando:
—Papá, mírame. —Se tiró y se levantó, y continuó así el juego de tirarse y llamar para que la viera. Andy estaba sentado en la sillita baja moviéndose el diente. Martin abrió el grifo, se lavó las manos en el lavamanos y llamó al niño al cuarto de baño.
—Vamos a ver otra vez ese diente.
Martin se sentó en el retrete sujetando a Andy entre las rodillas. La boca del niño estaba abierta y Martin agarró el diente. Un meneo, un tirón rápido y el blanco dientecito de leche estaba fuera. El rostro de Andy en el primer momento estaba entre aterrorizado, atónito y encantado. Tomó un sorbo de agua y escupió en el lavabo.
—¡Mira, papá, es sangre! ¡Marianne!
A Martin le encantaba bañar a sus hijos. Le gustaban mucho sus cuerpos tiernos, desnudos, mientras estaban así, en el agua, inermes. No tenía razón Emily cuando decía que tenía preferencias.
Mientras Martin jabonaba el cuerpo delicado de su hijo, sentía que más cariño era imposible. Sin embargo reconocía que su modo de querer a uno y a otra no era exactamente el mismo. El cariño por su hija era más grave, tocado de un poco de melancolía, de una dulzura que casi llegaba a pena.
Sus motes para el niño eran las bobadas de la inspiración de cada día; a la niña la llamaba siempre Marianne y su voz al nombrarla era una caricia. Martin secó a golpecitos la tripita gorda de la pequeña y el dulce, pequeño pliegue de la ingle. Los rostros limpios de los niños estaban radiantes como pétalos de flor, amados por igual.
—Voy a poner el diente debajo de la almohada. Me tienen que poner un cuarto de dólar.
—¿Y por qué?
—Tú lo sabes, papá. A Johnny le trajeron eso por su diente.
—¿Quién trae ese dinero? —Preguntó Martin—. Yo creía que eran las hadas que lo dejaban por la noche. Aunque en mi tiempo eran diez centavos.
—Eso es lo que dicen en el parvulario.
—Y ¿quién lo pone?
—Los padres —dijo Andy—. Tú.
Martin estaba remetiendo la manta de la cama de Marianne. Su hija estaba ya dormida. Casi sin respirar, Martin se agachó y la besó en la frente, besó luego la manita que estaba con la palma hacia arriba, como sorprendida por el sueño junto a la cabeza.
—Buenas noches, Andy-grande.
La respuesta fue sólo un murmullo soñoliento. Al cabo de un momento, Martin sacó su portamonedas y deslizó un cuarto de dólar debajo de la almohada. Dejó la lamparita de noche encendida en la habitación. Mientras Martin andaba por la cocina preparándose algo de comer, se dio cuenta de que los niños no habían hablado ni una sola vez de su madre, ni de la escena que les tenía que haber parecido incomprensible. Absorbidos por el momento —el diente, el baño, la moneda—, el paso fluido de su tiempo de niños había arrastrado esos episodios ligeros como hojas en la corriente rápida de un arroyo poco profundo, mientras que el enigma adulto había quedado varado en la orilla. Martin dio gracias a Dios por ello.
Pero su propia ira, escondida y reprimida, se despertó otra vez. Su juventud estaba desperdiciada por una borracha; su hombría, minada sutilmente. Y los niños, una vez pasada la inmunidad de la incomprensión... ¿Qué pasaría dentro de un año? Con los codos sobre la mesa, comía los alimentos como un animal, sin saborearlos. No se podría encubrir la verdad. Pronto habría chismorreo en la oficina y en la ciudad; su mujer era una mujer perdida. Perdida. Y él y sus hijos estaban envueltos en un futuro de degradación y ruina lenta.
Martin empujó la mesa y se fue al cuarto de estar. Siguió las líneas de un libro con los ojos, pero su mente conjuraba tristes imágenes: vio a sus hijos ahogados en un río, su mujer hecha una desgracia por la calle. A la hora de acostarse, la rabia, sorda y dura, era como un peso en su pecho, y arrastró los pies al subir la escalera.
El cuarto estaba oscuro, menos la rendija de luz de la puerta entreabierta del cuarto de baño.
Martin se desnudó en silencio. Poco a poco, misteriosamente, ocurrió en él un cambio. Su mujer estaba dormida, su respiración tranquila se oía suavemente en la habitación. Los zapatos de tacón alto con las medias tiradas con descuido le llamaban en silencio. Su ropa interior estaba echada en desorden sobre la silla. Martin recogió la faja y el sostén de seda y los tuvo un momento en la mano.
Por primera vez en la noche miró a su mujer. Sus ojos se posaron en la dulce frente, en el bello arco de las cejas. El arco que había heredado Marianne, con la curva al final de la nariz delicada. En su hijo podía rastrear los pómulos altos y la barbilla afilada. Emily tenía un cuerpo suave y ondulante, de pechos firmes. Mientras Martin contemplaba el sueño tranquilo de su mujer, el fantasma de la vieja ira se desvaneció. Todos los pensamientos de reproche o enfado estaban ahora lejos de él.
Martin apagó la luz del cuarto de baño y levantó la ventana. Con cuidado, para que Emily no se despertara, se deslizó en la cama. A la luz de la luna contempló por última vez a su mujer. Sus manos buscaron la carne inmediata y la pena igualó al deseo en la inmensa complejidad del amor.


EL OTRO HOMBRE, Miguel Delibes


EL OTRO HOMBRE

Miguel Delibes


Si nevaba en la ciudad, se originaba, en cada esquina, un próximo riesgo de romperse la crisma. La nieve caída y pisoteada se endurecía con la helada nocturna y las calles se transformaban en unas pistas relucientes y vítreas, más apropiadas para patinar que para transitar por ellas. Para los chicos, el acontecimiento era tan tentador que bastaba, incluso, para justificar sus ausencias de la escuela.
Y en estas cosas menores, en que caiga la nieve y la helada la endurezca, en un resbalón y una caída aparatosa, están escondidos muchas veces el destino de los hombres y los grandes cambios de los hombres; a veces su felicidad, a veces su infortunio. Tal le aconteció a Juan Gómez, de veintisiete años, recién casado, usuario de una vivienda protegida de fuera del puente. Hasta aquel día ella no se había dado cuenta de nada. De que le amaba, no le cabía la menor duda. Y, sin embargo, si era así, nada justificaba aquel extraño retorcimiento, algo blando como un asco, que aquella mañana constataba en el fondo de sus entrañas. Que a Juan le faltasen las gafas no justificaba en apariencia nada trascendental, ni había tampoco nada de trascendental en la forma de producirse la rotura, al caer en la nieve la tarde anterior de regreso de la oficina. Y no obstante, al verle desayunar ahora ante ella, indefenso, con el largo pescuezo emergiendo de un cuello desproporcionado y con el borde sucio, mirándola fijamente con aquellas pupilas mates y como cocidas, sintió una sacudida horrible.
—¿Te ocurre algo? ¿Tienes frío? —dijo él.
La interrogaba solícito, suavemente afectuoso, como tantas otras veces, mas hoy a ella le lastimaba el tonillo melifluo que empleaba, su conato de blanda protección.
—¡Qué tontería! ¿Por qué habría de ocurrirme nada? —dijo ella, y pensó para sí: “¿Será un hijo? ¿Será un hijo este asco insufrible que noto hoy dentro de mí?”.
Se removía inquieta en la silla como si algo urgente la apremiase y unas manos invisibles la aplastasen implacables contra el asiento. Detrás de los cristales volvía a nevar. Y a ella debería servirle ver caer la nieve tras la ventana, como tantas veces, para apreciar la confortabilidad del hogar, su vida íntima bien asentada, caliente y apetecible. Pero no. Hoy estaba él allí. Juan migaba el pan en el café y mascaba las sopas resultantes con ruidosa voracidad. De repente alzó la cabeza. Dijo:
—Dejaré las gafas en el óptico antes de ir a la oficina. No en Pérez Fernández. Ya estoy escarmentado. Ese lo hace todo caro y mal. Se las dejaré a este de la esquina. Me ha dicho Marcelino que trabaja bien y rápido. Me corren prisa.
Ella no respondió. No tenía nada que decir; por primera vez en diez años le faltaban palabras para dirigirse a Juan Gómez. Sí, no tenía ninguna palabra a punto disponible. Estaba vacía como un tambor. Acumuló sus últimas fuerzas para mirar los ojos romos de él, desguarnecidos, y, por primera vez en la vida, los vio tal cual eran, directamente, sin ser velados por el brillante artificio del cristal. Experimentó un escalofrío. Aquellos ojos evidentemente no eran los de Juan. A ella siempre le gustaron los hombres con lentes; las gafas prestaban al hombre un aire adorable de intelectualidad, de ser superior, cerebral y diligente. Y los de Juan, amparados por los cristales, eran, además, unos ojos fulgurantes, descarados, audaces. Por eso se enamoró de él, por aquellos ojos tan despiadados que para contenerles era necesario preservarles con una valla de cristal. “Estoy pensando tonterías”, se dijo. “Lo más seguro es que esto sea un niño. Todas dicen que cuando va una a tener un niño se notan cosas raras y ascos y aversiones sin fundamento.” La voz de él frente a ella la asustó.
—¿Qué piensas, querida, si puede saberse?
El tono de voz de Juan era ahora irritado, suspicaz.
Ella sacudió la cabeza con violencia, y sintió una extraña rigidez en los miembros, algo así como una contenida rebelión. Dijo:
—No sé, no sé lo que pienso. Tengo muchas cosas en la cabeza.
No podía decirle que pensaba en sus ojos, que pensaba algo así como que él no era él: que su personalidad era tan menguada e inestable que desaparecía con las gafas rotas para transmudarle en un pelele. De repente ella se avergonzó de estar conviviendo tranquilamente con aquel hombre. ¿Qué diría Juan, su Juan, cuando regresase del óptico con las gafas arregladas y su mirada fulgurante, descarada y audaz? Volvía él a escrutarla maritalmente, con sus ojos insípidos, mientras sus dientes trituraban ferozmente el panecillo empapado en café con leche. Ella sintió que las pupilas de un extraño buceaban descaradamente bajo sus ropas, tratando de adivinar su escueta desnudez. “Este hombre no tiene ningún derecho a interpretarme así”, pensó. “Esto es un atrevimiento desvergonzado. Lo denunciaré, lo denunciaré por allanamiento de persona”, se dijo en un vuelo fantástico de la imaginación. Pensó en todo el horror y vergüenza de un adulterio y se puso de pie con violencia. Sin decir palabra dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta, pero él se incorporó de un salto y la tomó por la cintura:
—Ven, criatura, dame un beso; me marcho ya.
Ella veía los dos ojos inexpresivos a un palmo de los suyos, dos ojos fofos, como empañados de un vaho indefinible. Y un surco pronunciado, seco como un hachazo, en la parte más alta de la nariz. Cerró los ojos al notar el cuerpo de él junto al suyo, tratando de serenarse. Luego los volvió a abrir. No, decididamente, aquél no era Juan, su Juan, Juan Gómez, de veintisiete años, con sus gafas siempre limpias, impolutas, y un destello vivaz en las pupilas. Era otro hombre; un hombre extraño, que se aprovechaba de la nieve endurecida sobre el pavimento, y de la caída, y de la rotura del cristal. Sintió un vértigo y gritó fuerte. Pero su resistencia avivaba en Juan Gómez una glotona sensualidad. Y Juan Gómez, al besar los labios de su mujer, se dio cuenta de que ella pendía inerte de sus brazos, de que se había desvanecido. Pero no se le ocurrió pensar en estas cosas menores: en que caiga la nieve y la helada la endurezca, en un resbalón y una caída aparatosa, se esconden muchas veces el destino y los grandes cambios de los hombres.


LIBRE POR DEFUNCIÓN, Álvaro Mutis


LIBRE POR DEFUNCIÓN
Diario de Lecumberri
Álvaro Mutis


Esta mañana vinieron a contarme que «Palitos» había muerto. Lo apuñalearon en su crujía a la madrugada. Como sabían que venía a verme y a conversar conmigo, y a sus compañeros les contaba que yo era su «generalazo» y que era «muy jalador» —en esto aludía a la facilidad con que lograba convencerme de sus complicados negocios de leche, café y cigarrillos—, algunos de ellos vinieron a traerme la noticia. Fui a verlo por la tarde al estrecho cuartucho que en la enfermería usan como anfiteatro. Sobre una losa de granito estaba «Palitos». Su cuerpo desnudo se estiraba sobre la lisa superficie en un gesto de vaga incomodidad, de insostenible rigidez, como hurtando el frío contacto de la piedra. Debajo, a sus pies, estaba el atado con sus ropas de preso, el uniforme azul, celeste ya por el uso, su cuartelera, sus botas de fajinero, y sobre la ajada página de una revista deportiva, sus objetos personales: una jeringa hipodérmica remendada con cáñamo y cera, una pequeña navaja, un retrato de Aceves Mejía con una dedicatoria impresa, un lápiz despuntado y una arrugada cajetilla de cigarrillos, casi vacía. Me quedé mirándolo largo rato mientras un rojizo rayo de sol, tamizado por entre el polvo de Texcoco que flota en la tarde, se paseaba por la tensa piel de su delgado cuerpo al que las drogas, el hambre y el miedo habían dado una especial transparencia, una cierta limpieza, un trazo neto y sencillo que me hizo recordar el cuerpo de esos santos que se conservan debajo de los altares de algunas iglesias, en cajas de cristal con polvosas molduras doradas. Allí estaba «Palitos», más joven aún de lo que pareciera en vida, casi un niño. Libre ya de la desordenada angustia de sus días y del uniforme que le quedaba grande y le hacía ver más desdichado, mostraba en la desnudez de su cadáver cierto secreto testimonio de su ser que en vida no le fuera dado transmitir y cuya expresión buscara acaso por los caminos de la heroína en los cuales se perdiera irremediablemente. La boca le había quedado semiabierta, en un gesto parecido al de los asmáticos que buscan afanosamente el aire; pero al mirarle de cerca se advertía un repliegue del labio superior que descubría una parte de sus dientes. Una mezcla de sonrisa y sollozo semejante al espasmo del placer. En el costado izquierdo mostraba una herida de gruesos labios por la que todavía manaba un hilillo de sangre negra con la consistencia del asfalto. A los pocos días de mi llegada había aparecido de repente en mi celda con la mirada desencajada y un leve temblor en todo el cuerpo, como el que precede a la fiebre. Me explicó que estaba dispuesto a lavar mi ropa, a limpiarme el calzado, a ir a la tienda por café, y así siguió ofreciéndome una lista de servicios con la presurosa angustia de quien transmite un santo y seña o comunica un mensaje urgente. No se esperó a que yo le pidiera nada y, al verme dudar, desapareció como había entrado, dejando el eco de sus atropelladas palabras. «A ése téngale cuidado, compañero. Se llama “Palitos” y siempre está tramando alguna chingadera», me dijo alguno. No me ocupé en pedir más detalles y ya lo había olvidado por completo cuando volvió a aparecer de repente en medio de mi siesta: «Mi jefecito, le hacen falta unas cortinas para la ventana. Tengo un cuate que me vende unas retebaratas… a ver si las compra ¿no?». «¿En cuánto?», le pregunté. «Siete pesos, mi estimado. ¿Se las traigo?». Le di un billete de diez pesos y salió corriendo. No volvió en varios días. Le comenté el asunto a un compañero ducho en la vida diaria del penal. «Pero a quién se le ocurre ir a darle diez pesos y tragarse esa historia ele las cortinas. ¿No sabe que “Palitos” necesita reunir cada día cerca de 16 pesos para comprar su droga y para ello se vale de cuanta argucia pueda imaginar su mente de hábil ratero?». Recordé entonces la mirada acuosa y vaga de sus grandes ojos asombrados por la urgencia ele la droga, el temblor que le recorría el cuerpo, la atropellada rapidez con que hablaba, como quien libra una carrera contra el tiempo, que se va cerrando implacable sobre el débil ser que pide a gritos esa segunda vida, sin la cual no puede existir. Algunas semanas más tarde volvió «Palitos» a visitarme. Había encontrado una mina inexplotada de ingenuidad y ni siquiera se molestó en explicarme lo sucedido con los diez pesos. Debía tener ya una dosis de heroína que le permitía actuar con relativa tranquilidad y le daba al mismo tiempo cierta disposición comunicativa de quien quiere conversar mientras le llega el sueño. Fue entonces cuando me contó su vida y nos hicimos amigos. No recordaba a su madre ni tenía la más remota idea de cómo había sido ni quién era. Su primer recuerdo eran las noches que pasaba debajo de una mesa de billar en un café de chinos. Allí dormía envuelto en periódicos recogidos en las calles y a la salida de los cines. Según él, tenía entonces seis años. A los ocho cuidaba un puesto de periódicos y revistas en Reforma, mientras el dueño iba a almorzar y a comer. Fue entonces cuando fumó por primera vez marihuana: «Me quitaba el hambre y me hacía sentir muy contento y muy valedor». A los once fumaba ya seis cigarrillos diarios. Por ese tiempo entró a formar parte de una banda de carteristas que operaba en Madero y 5 de Mayo. Para «trabajar» necesitaba estar «grifo» y, a buena cuenta de los cigarrillos que se fumaba, servía a sus jefes con una habilidad y una rapidez que bien pronto le dieron fama. Un día cayó en una redada. Lo llevaron a la delegación de policía y allí lo examinó el médico. «Intoxicación aguda por narcóticos» fue el dictamen, y lo llevaron a un reformatorio de menores. De allí se escapó a los pocos meses y, escondido en un vagón de carga del ferrocarril, fue a dar a Tijuana. Tijuana es la frontera. El paraíso de los narcotraficantes y los tahúres, el vasto burdel que opera día y noche al ruido ensordecedor de las sinfonolas y bajo las luces de mil avisos de neón. Tijuana es el absceso de fijación que hace posible el trabajo ordenado del resto de la rica región californiana y que permite que millones de americanos vayan a desahogar allí la tensión luterana de su conciencia y a probar los nefandos pecados cuyas maravillas les hacen adivinar los furiosos sermones de sus pastores. «Palitos», por un ordenado azar de la vida, había caído en el justo medio donde podía consumirse con mayor y más eficaz rapidez. Allí conoció a una mujer —«mi jefa»— que lo usaba como cebo para los turistas interesados en «something special» al tiempo que como amante ocasional, cuando los dos caían semanas enteras en la ardua excitación de la heroína, de la que se sale como de una profunda zambullida. Ella fue la que le hizo probar el opio. Y aquí era de ver la mirada espantada de «Palitos» al recordar las pesadillas que le produjeran las primeras pipas. Tal como él lo narraba, parece que el poder de excitación del opio superaba su breve bagaje de imaginaciones y recuerdos sensoriales y, en lugar de proporcionarle placer alguno, le llenaba el sueño de pavorosos monstruos que lo agobiaban en el terror primario de lo desconocido, y le arrastraban los sentidos hacia comarcas tan lejanas de toda posibilidad de comparación con su mezquina experiencia, que, en lugar de ensancharle el territorio del ensueño se lo distorsionaban atrozmente. No resistió mucho tiempo y tuvo que dejar el opio y con él a su «jefa», de la cual se llevó algunas cosas que fueron a parar a la tienda de empeño. Al regresar a México volvió a entablar amistad con los carteristas, pero ya traía el prestigio de su viaje y el que le diera entre sus antiguos conocidos el haber vivido en Tijuana. Ya no trabajaba a cambio de droga. Cobraba en efectivo y compraba todas las dosis que le hacían falta. Sin ella no podía trabajar. Con ella adquiría una coordinación de movimientos y una velocidad de imaginación que lo hacían prácticamente invulnerable. Hasta cuando un día planeó el golpe increíble, la jugada maestra. Compró unos pantalones de paño azul obscuro, una impecable camisa blanca y unos muy respetables zapatos negros. Se fue a unos baños turcos y de allí salió convertido en un pulcro muchacho de provincia, en uno de esos hijos consagrados que trabajan desde muy jóvenes para ayudar a sus padres y pagar el colegio de sus hermanas. La ascética expresión de su rostro le servía a la maravilla para completar el papel. Consiguió un maletín de esos que usan los agentes viajeros para guardar y exhibir las muestras de su mercancía, y con él en la mano entró a la más lujosa joyería de Madero. Esperó unos momentos a que el público se familiarizara con su presencia y, de pronto, con serenidad absoluta y seguros ademanes, comenzó a desocupar una vitrina del mostrador. Brazaletes de diamantes, relojes de montura de platino, anillos de esmeraldas, aderezos de zafiros, todo iba a parar al maletín de «Palitos». Nadie sospechó algo anormal, todos creyeron que se trataba de renovar el muestrario de la vitrina y los empleados pensaron que sería un nuevo muchacho puesto a prueba por la gerencia. Cuando llenó su maletín, «Palitos» lo cerró cuidadosamente y se dirigió hacia la puerta con paso firme y tranquilo. En ese momento entraba el gerente de la firma, y por rara intuición que tienen los dueños de tales negocios cuando algo marcha mal, se lanzó sobre «Palitos», le arrebató la maleta y lo puso en manos del detective de la joyería. Al hacer inventario del botín se calculó que valía cerca de tres millones de pesos… «Yo ya tenía la transa para venderlo todo por cinco mil pesos… Droga para dos meses, mi jefecito. ¡Me amolaron regacho!». Cuando llegó a Lecumberri y pasó por el examen médico, fue asignado a la crujía «F», la de los adictos a las drogas. Y allí esperaba el resultado de su proceso desde hacía tres años, durante los cuales se asimiló tan perfectamente a la vida de la crujía que, aunque le hubieran dejado libre, se habría ingeniado de manera de «echarse otro juzgado» para seguir allí. Su delirante rutina comenzaba a las seis de la mañana. Vendía el pan del desayuno y la mitad del atole y con esto comenzaba a reunir la suma necesaria para proveerse de droga. Todas las malicias de la picaresca, todos los vericuetos de la astucia, todas las mañas en un esfuerzo gigantesco para lograr esa suma. Sin embargo, nunca le faltó «su mota y su tecata», que son los nombres que en Lecumberri se les da a la marihuana y a la heroína. Últimamente había logrado la productiva amistad de un afeminado «cacarizo» —como se llama a los presos que gozan de especiales prerrogativas a cambio de trabajos en las oficinas del penal— que le pagaba suntuosamente sus favores. En una riña causada por los celos de su protector, le habían dado esta mañana una certera puñalada en el corazón, en plena fila y mientras pasaban lista en la crujía. Se fue escurriendo ante los guardias que miraban asombrados el surtidor de sangre que le salía del pecho con intensidad que decrecía desmayadamente a medida que la vida se le escapaba en sombras que cruzaban su rostro de mártir cristiano. Ahora, allí tendido, me recordó un legionario del Greco. La dignidad de su pálido cadáver color marfil antiguo y la mueca sensual de su boca, resumían con severa hermosura la milenaria «condición humana». Al tobillo le habían amarrado una etiqueta, como esas que ponen a los bolsos y carteras de mano de los viajeros de avión, en la cual estaba escrito a máquina: «Antonio Carvajal, o Pedro Moreno, o Manuel Cárdenas, alias: “Palitos”. Edad 22 años». Y debajo, en letras rojas subrayadas: «Libre por defunción».

LA CERILLA SUECA, Antón Chejov

  LA CERILLA SUECA Antón Chejov   I       En la mañana del 6 de octubre de 1885, un joven correctamente vestido se presentó en la of...