Instrucciones
para John Howell
Por Julio Cortázar
A Peter Brook
Pensándolo
después —en la calle, en un tren, cruzando campos— todo eso hubiera parecido
absurdo, pero un teatro no es más que un pacto con el absurdo, su ejercicio
eficaz y lujoso. A Rice, que se aburría en un Londres otoñal de fin de semana y
que había entrado al Aldwych sin mirar demasiado el programa, el primer acto de
la pieza le pareció sobre todo mediocre; el absurdo empezó en el intervalo
cuando el hombre de gris se acercó a su butaca y lo invitó cortésmente, con una
voz casi inaudible, a que lo acompañara entre bastidores. Sin demasiada
sorpresa pensó que la dirección del teatro debía estar haciendo una encuesta,
alguna vaga investigación con fines publicitarios. "Si se trata de una
opinión", dijo Rice, "el primer acto me parece flojo, y la iluminación,
por ejemplo..." El hombre de gris asintió amablemente pero su mano seguía
indicando una salida lateral, y Rice entendió que debía levantarse y
acompañarlo sin hacerse rogar. "Hubiera preferido una taza de té",
pensó mientras bajaba unos peldaños que daban a un pasillo lateral y se dejaba
conducir entre distraído y molesto. Casi de golpe se encontró frente a un
bastidor que representaba una biblioteca burguesa; dos hombres que parecían
aburrirse lo saludaron como si su visita hubiera estado prevista e incluso
descontada. "Desde luego usted se presta admirablemente", dijo el más
alto de los dos. El otro hombre inclinó la cabeza, con un aire de mudo.
"No tenemos mucho tiempo", dijo el hombre alto, "pero trataré de
explicarle su papel en dos palabras". Hablaba mecánicamente, casi como si
prescindiera de la presencia real de Rice y se limitara a cumplir una monótona
consigna. "No entiendo", dijo Rice dando un paso atrás. "Casi es
mejor", dijo el hombre alto. "En estos casos el análisis es más bien
una desventaja; verá que apenas se acostumbre a los reflectores empezará a
divertirse. Usted ya conoce el primer acto; ya sé, no le gustó. A nadie le
gusta. Es a partir de ahora que la pieza puede ponerse mejor. Depende,
claro." "Ojalá mejore", dijo Rice que creía haber entendido mal,
"pero en todo caso ya es tiempo de que me vuelva a la sala". Como
había dado otro paso atrás no lo sorprendió demasiado la blanda resistencia del
hombre de gris, que murmuraba una excusa sin apartarse. "Parecería que no
nos entendemos", dijo el hombre alto, "y es una lástima porque faltan
apenas cuatro minutos para el segundo acto. Le ruego que me escuche
atentamente. Usted es Howell, el marido de Eva. Ya ha visto que Eva engaña a
Howell con Michael, y que probablemente Howell se ha dado cuenta aunque
prefiere callar por razones que no están todavía claras. No se mueva, por
favor, es simplemente una peluca." Pero la admonición parecía casi inútil
porque el hombre de gris y el hombre mudo lo habían tomado de los brazos; y una
muchacha alta y flaca que había aparecido bruscamente le estaba calzando algo
tibio en la cabeza. "Ustedes no querrán que yo me ponga a gritar y arme un
escándalo en el teatro", dijo Rice tratando de dominar el temblor de su
voz. El hombre alto se encogió de hombros. "Usted no haría eso", dijo
cansadamente. "Sería tan poco elegante... No, estoy seguro que no haría
eso. Además la peluca le queda perfectamente, usted tiene tipo de
pelirrojo." Sabiendo que no debía decir eso, Rice dijo: "Pero yo no
soy un actor." Todos, hasta la muchacha, sonrieron alentándolo.
"Precisamente", dijo el hombre alto. "Usted se da muy bien
cuenta de la diferencia. Usted no es un actor, usted es Howell. Cuando salga a
escena, Eva estará en el salón escribiendo una carta a Michael. Usted fingirá
no darse cuenta de que ella esconde el papel y disimula su turbación. A partir
de ese momento haga lo que quiera. Los anteojos, Ruth." "¿Lo que
quiera?", dijo Rice, tratando sordamente de liberar sus brazos mientras
Ruth le ajustaba unos anteojos con montura de Carey. "Sí, de eso se
trata", dijo desganadamente el hombre alto, y Rice tuvo como una sospecha
de que estaba harto de repetir las mismas cosas cada noche. Se oía la
campanilla llamando al público, y Rice alcanzó a distinguir los movimientos de
los tramoyistas en el escenario, unos cambios de luces; Ruth había desaparecido
de golpe. Lo invadió una indignación más amarga que violenta, que de alguna
manera parecía fuera de lugar. "Esto es una farsa estúpida", dijo
tratando de zafarse, "y les prevengo que..." "Lo lamento",
murmuró el hombre alto. "Francamente hubiera pensado otra cosa de usted.
Pero ya que lo toma así..." No era exactamente una amenaza, aunque los
tres hombres lo rodeaban de una manera que exigía la obediencia o la lucha
abierta; a Rice le pareció que una cosa hubiera sido tan absurda o quizá tan
falsa como la otra. "Howell entra ahora", dijo el hombre alto,
mostrando el estrecho pasaje entre los bastidores. "Una vez allí haga lo
que quiera, pero nosotros lamentaríamos que..." Lo decía amablemente, sin
turbar el repentino silencio de la sala; el telón se alzó con un frotar de
terciopelo, y los envolvió una ráfaga de aire tibio. "Yo que usted lo
pensaría, sin embargo", agregó cansadamente el hombre alto. "Vaya
ahora." Empujándolo sin empujarlo, los tres lo acompañaron hasta la mitad
de los bastidores. Una luz violeta encegueció a Rice; delante había una
extensión que le pareció infinita, y a la izquierda adivinó la gran caverna,
algo como una gigantesca respiración contenida, eso que después de todo era el
verdadero mundo donde poco a poco empezaban a recortarse pecheras blancas y
quizá sombreros o altos peinados. Dio un paso o dos, sintiendo que las piernas
no le respondían, y estaba a punto de volverse y retroceder a la carrera cuando
Eva, levantándose precipitadamente, se adelantó y le tendió una mano que
parecía flotar en la luz violeta al término de un brazo muy blanco y largo. La
mano estaba helada, y Rice tuvo la impresión de que se crispaba un poco en la
suya. Dejándose llevar hasta el centro de la escena, escuchó confusamente las
explicaciones de Eva sobre su dolor de cabeza, la preferencia por la penumbra y
la tranquilidad de la biblioteca, esperando a que callara para adelantarse al
proscenio y decir en dos palabras, que los estaban estafando. Pero Eva parecía
esperar que él se sentara en el sofá de gusto tan dudoso como el argumento de
la pieza y los decorados, y Rice comprendió que era imposible, casi grotesco,
seguir de pie, mientras ella, tendiéndole otra vez la mano, reiteraba la
invitación con una sonrisa cansada. Desde el sofá distinguió mejor las primeras
filas de platea, apenas separadas de la escena por la luz que había ido virando
del violeta a un naranja amarillento, pero curiosamente a Rice le fue más fácil
volverse hacia Eva y sostener su mirada que de alguna manera lo ligaba todavía
a esa insensatez, aplazando un instante más la única decisión posible a menos
de acatar la locura y entregarse al simulacro. "Las tardes de este otoño
son interminables", había dicho Eva buscando una caja de metal blanco
perdida entre los libros y los papeles de la mesita baja, y ofreciéndole un
cigarrillo. Mecánicamente Rice sacó su encendedor, sintiéndose cada vez más
ridículo con la peluca y los anteojos; pero el menudo ritual de encender los
cigarrillos y aspirar las primeras bocanadas era como una tregua, le permitía
sentarse más cómodamente, aflojando la insoportable tensión del cuerpo que se
sabía mirado por frías constelaciones invisibles. Oía sus respuestas a las
frases de Eva, las palabras parecían suscitarse unas a otras con un mínimo
esfuerzo, sin que se estuviera hablando de nada en concreto; un diálogo de
castillo de naipes en el que Eva iba poniendo los muros del frágil edificio, y
Rice sin esfuerzo intercalaba sus propias cartas y el castillo se alzaba bajo
la luz anaranjada hasta que al terminar una prolija explicación que incluía el
nombre de Michael ("Ya ha visto que Eva engaña a Howell con Michael")
y otros nombres y otros lugares, un té al que había asistido la madre de
Michael (¿o era la madre de Eva?) y una justificación ansiosa y casi al borde
de las lágrimas, con un movimiento de ansiosa esperanza Eva se inclinó hacia
Rice como si quisiera abrazarlo o esperara que él la tomase en los brazos, y
exactamente después de la última palabra dicha con una voz clarísima, junto a
la oreja de Rice murmuró: "No dejes que me maten", y sin transición
volvió a su voz profesional para quejarse de la soledad y del abandono.
Golpeaban en la puerta del fondo y Eva se mordió los labios como si hubiera
querido agregar algo más (pero eso se le ocurrió a Rice, demasiado confundido
para reaccionar a tiempo), y se puso de pie para dar la bienvenida a Michael
que llegaba con la fatua sonrisa que ya había enarbolado insoportablemente en
el primer acto. Una dama vestida de rojo, un anciano: de pronto la escena se
poblaba de gente que cambiaba saludos, flores y noticias. Rice estrechó las
manos que le tendían y volvió a sentarse lo antes posible en el sofá,
escudándose tras de otro cigarrillo; ahora la acción parecía prescindir de él y
el público recibía con murmullos satisfechos una serie de brillantes juegos de
palabras de Michael y los actores de carácter, mientras Eva se ocupaba del té y
daba instrucciones al criado. Quizá fuera el momento de acercarse a la boca del
escenario, dejar caer el cigarrillo y aplastarlo con el pie, a tiempo para
anunciar: "Respetable público..." Pero acaso fuera más elegante (No
dejes que me maten) esperar la caída del telón y entonces, adelantándose
rápidamente, revelar la superchería. En todo eso había como un lado ceremonial
que no era penoso acatar; a la espera de su hora, Rice entró en el diálogo que
le proponía el anciano caballero, aceptó la taza de té que Eva le ofrecía sin
mirarlo de frente, como si se supiese observada por Michael y la dama de rojo.
Todo estaba en resistir, en hacer frente a un tiempo interminablemente tenso,
ser más fuerte que la torpe coalición que pretendía convertirlo en un pelele.
Ya le resultaba fácil advertir cómo las frases que le dirigían (a veces
Michael, a veces la dama de rojo, casi nunca Eva, ahora) llevaban implícita la
respuesta; que el pelele contestara lo previsible, la pieza podía continuar.
Rice pensó que de haber tenido un poco más de tiempo para dominar la situación,
hubiera sido divertido contestar a contrapelo y poner en dificultades a los
actores; pero no se lo consentirían, su falsa libertad de acción no permitía
más que la rebelión desaforada, el escándalo. No dejes que me maten, había
dicho Eva; de alguna manera, tan absurda como el resto, Rice seguía sintiendo
que era mejor esperar. El telón cayó sobre una réplica sentenciosa y amarga de
la dama de rojo, y los actores le parecieron a Rice como figuras que
súbitamente bajaran un peldaño invisible: disminuidos, indiferentes (Michael se
encogía de hombros, dando la espalda y yéndose por el foro), abandonaban la
escena sin mirarse entre ellos, pero Rice notó que Eva giraba la cabeza hacia
él mientras la dama de rojo y el anciano se la llevaban amablemente del brazo
hacia los bastidores de la derecha. Pensó en seguirla, tuvo una vaga esperanza
de camarín y conversación privada. "Magnífico", dijo el hombre alto,
palmeándole el hombro. "Muy bien, realmente la ha hecho usted muy
bien." Señalaba hacia el telón que dejaba pasar los últimos aplausos.
"Les ha gustado de veras. Vamos a tomar un trago." Los otros dos
hombres estaban algo más lejos, sonriendo amablemente, y Rice desistió de
seguir a Eva. El hombre alto abrió una puerta al final del primer pasillo y
entraron en una sala pequeña donde había sillones desvencijados, un armario,
una botella de whisky ya empezada y hermosísimos vasos de cristal tallado.
"Lo ha hecho usted muy bien", insistió el hombre alto mientras se
sentaban en torno a Rice. "Con un poco de hielo ¿verdad? Desde luego,
cualquiera tendría la garganta seca." El hombre de gris se adelantó a la
negativa de Rice y le alcanzó un vaso casi lleno. "El tercer acto es más
difícil pero a la vez más entretenido para Howell", dijo el hombre alto.
"Ya ha visto cómo se van descubriendo los juegos." Empezó a explicar
la trama, ágilmente y sin vacilar. "En cierto modo usted ha complicado las
cosas", dijo. "Nunca me imaginé que procedería tan pasivamente con su
mujer; yo hubiera reaccionado de otra manera." "¿Cómo?",
preguntó secamente Rice. "Ah, querido amigo, no es justo preguntar eso. Mi
opinión podría alterar sus propias decisiones, puesto que usted ha de tener ya
un plan preconcebido. ¿O no? Como Rice callaba, agregó: "Si le digo eso es
precisamente porque no se trata de tener planes preconcebidos. Estamos todos
demasiado satisfechos para arriesgarnos a malograr el resto." Rice bebió
un largo trago de whisky. "Sin embargo, en el segundo acto usted me dijo
que podía hacer lo que quisiera", observó. El hombre de gris se echó a
reír, pero el hombre alto lo miró y el otro hizo un rápido gesto de excusa.
"Hay un margen para la aventura o el azar, como usted quiera", dijo
el hombre alto. "A partir de ahora le ruego que se atenga a lo que voy a
indicarle, se entiende que dentro de la máxima libertad en los detalles."
Abriendo la mano derecha con la palma hacia arriba, la miró fijamente mientras
el índice de la otra mano iba a apoyarse en ella una y otra vez. Entre dos
tragos (le habían llenado otra vez el vaso) Rice escuchó las instrucciones para
John Howell. Sostenido por el alcohol y por algo que era como un lento volver
hacía sí mismo que lo iba llenando de una fría cólera, descubrió sin esfuerzo
el sentido de las instrucciones, la preparación de la trama que debía hacer
crisis en el último acto. "Espero que esté claro", dijo el hombre
alto, con un movimiento circular del dedo en la palma de la mano. "Está
muy claro", dijo Rice levantándose, "pero además me gustaría saber si
en el cuarto acto..." "Evitemos las confusiones, querido amigo",
dijo el hombre alto. "En el próximo intervalo volveremos sobre el tema,
pero ahora le sugiero que se concentre exclusivamente en el tercer acto. Ah, el
traje de calle, por favor." Rice sintió que el hombre mudo le desabotonaba
la chaqueta; el hombre de gris había sacado del armario un traje de tweed y
unos guantes; mecánicamente Rice se cambió de ropa bajo las miradas aprobadoras
de los tres. El hombre alto había abierto la puerta y esperaba; a lo lejos se
oía la campanilla. "Esta maldita peluca me da calor", pensó Rice
acabando el whisky de un solo trago. Casi en seguida se encontró entre nuevos
bastidores, sin oponerse a la amable presión de una mano en el codo.
"Todavía no", dijo el hombre alto, más atrás. "Recuerde que hace
fresco en el parque. Quizás si se subiera el cuello de la chaqueta...Vamos, es
su entrada." Desde un banco al borde del sendero Michael se adelantó hacia
él, saludándolo con una broma. Le tocaba responder pasivamente y discutir los
méritos del otoño en Regent's Park, hasta la llegada de Eva y la dama de rojo
que estarían dando de comer a los cisnes. Por primera vez -y a él lo sorprendió
casi tanto como a los demás- Rice cargó el acento en una alusión que el público
pareció apreciar y que obligó a Michael a ponerse a la defensiva, forzándolo a
emplear los recursos más visibles del oficio para encontrar una salida; dándole
bruscamente la espalda mientras encendía un cigarrillo, como si quisiera
protegerse del viento, Rice miró por encima de los anteojos y vio a los tres
hombres entre los bastidores, el brazo del hombre alto que le hacía un gesto
conminatorio (debía estar un poco borracho y además se divertía, el brazo
agitándose le hacia una gracia extraordinaria) antes de volverse y apoyar una
mano en el hombro de Michael. "Se ven cosas regocijantes en los
parques", dijo Rice. "Realmente no entiendo que se pueda perder el
tiempo con cisnes o amantes cuando se está en un parque londinense." El
público rió más que Michael, excesivamente interesado por la llegada de Eva y
la dama de rojo. Si vacilar Rice siguió marchando contra la corriente, violando
poco a poco las instrucciones en una esgrima feroz y absurda contra actores
habilísimos que se esforzaban por hacerlo volver a su papel y a veces lo
conseguían, pero él se les escapaba de nuevo para ayudar de alguna manera a
Eva, si saber bien por qué pero diciéndose (y le daba risa, y debía ser el
whisky) que todo lo que cambiara en ese momento alteraría inevitablemente el
último acto (No dejes que me maten). Y los otros se habían dado cuenta de su propósito
porque bastaba mirar por sobre los anteojos hacia los bastidores de la
izquierda para ver los gestos iracundos del hombre alto, fuera y dentro de la
escena estaban luchando contra él y Eva, se interponían para que no pudieran
comunicarse, para que ella no alcanzara a decirle nada, y ahora llegaba el
caballero anciano seguido de un lúgubre chofer, había como un momento de calma
(Rice recordaba las instrucciones: una pausa, luego la conversación sobre la
compra de acciones, entonces la frase reveladora de la dama de rojo, y telón),
y en ese intervalo en que obligadamente Michael y la dama de rojo debían
apartarse para que el caballero hablara con Eva y Howell de la maniobra
bursátil (realmente no faltaba nada en esa pieza), el placer de estropear un poco
más la acción llenó a Rice de algo que se parecía a la felicidad. Con un gesto
que dejaba bien claro el profundo desprecio que le inspiraban las operaciones
arriesgadas, tomó del brazo a Eva, sorteó la maniobra envolvente del enfurecido
y sonriente caballero, y caminó con ella oyendo a sus espaldas un muro de
palabras ingeniosas que no le concernían, exclusivamente inventadas para el
público, y en cambio sí Eva, en cambio un aliento tibio apenas un segundo
contra su mejilla, el leve murmullo de su voz verdadera diciendo: "Quédate
conmigo hasta el final", quebrado por un movimiento instintivo, el hábito
que la hacía responder a la interpelación de la dama de rojo, arrastrando a
Howell para que recibiera en plena cara las palabras reveladoras. Sin pausa, sin
el mínimo hueco que hubiera necesitado para poder cambiar el rumbo que esas
palabras daban definitivamente a lo que habría de venir más tarde, Rice vio
caer el telón. "Imbécil", dijo la dama de rojo. "Salga,
Flora", ordenó el hombre alto, pegado a Rice que sonreía satisfecho.
"Imbécil", repitió la dama de rojo, tomando del brazo a Eva que había
agachado la cabeza y parecía como ausente. Un empujón mostró el camino a Rice
que se sentía perfectamente feliz. "Imbécil", dijo a su vez el hombre
alto. El tirón en la cabeza fue casi brutal, pero Rice se quitó él mismo los
anteojos y los tendió al hombre alto. "El whisky no era malo" dijo.
"Si quiere darme las instrucciones para el último acto..." Otro
empellón estuvo a punto de tirarlo al suelo y cuando consiguió enderezarse, con
una ligera náusea, ya estaba andando a tropezones por una galería mal
iluminada; el hombre alto había desaparecido y los otros dos se estrechaban
contra él; obligándolo a avanzar con la mera presión de los cuerpos. Había una
puerta con una lamparilla naranja en lo alto. "Cámbiese", dijo el
hombre de gris alcanzándole su traje. Casi sin darle tiempo a ponerse la
chaqueta, abrieron la puerta de un puntapié, el empujón lo sacó trastabillando
a la acera, al frío de un callejón que olía a basura. "Hijos de perra, me
voy a pescar una pulmonía", pensó Rice, metiendo las manos en los
bolsillos. Había luces en el extremo más alejado del callejón, desde donde
venía el rumor del tráfico. En la primera esquina (no le habían quitado el dinero
ni los papeles) Rice reconoció la entrada del teatro. Como nada impedía que
asistiera desde su butaca al último acto, entró al calor del foyer, al humo y
las charlas de la gente en el bar; le quedó tiempo para beber otro whisky, pero
se sentía incapaz de pensar en nada. Un poco antes de que se alzara el telón
alcanzó a preguntarse quién haría el papel de Howell en el último acto, y si
algún otro pobre infeliz estaría pasando por amabilidades y amenazas y
anteojos; pero la broma debía terminar cada noche de la misma manera porque en
seguida reconoció al actor del primer acto, que leía una carta en su estudio y
la alcanzaba a una Eva pálida y vestida de gris. "Es escandaloso",
comentó Rice volviéndose hacia el espectador de la izquierda. "¿Cómo se
tolera que cambien de actor en mitad de una pieza?" El espectador suspiró
fatigado. "Ya no se sabe con estos autores jóvenes", dijo. "Todo
es símbolo, supongo." Rice se acomodó en la platea saboreando malignamente
el murmullo de los espectadores que no parecían aceptar tan pasivamente como su
vecino los cambios físicos de Howell; y sin embargo la ilusión teatral los
dominó casi en seguida; el actor era excelente y la acción se precipitaba de
una manera que sorprendió incluso a Rice, perdido en una agradable
indiferencia. La carta era de Michael, que anunciaba su partida de Inglaterra;
Eva la leyó y la devolvió en silencio; se sentía que estaba llorando
contenidamente. Quédate conmigo hasta el final, había dicho Eva. No dejes que
me maten, había dicho absurdamente Eva. Desde la seguridad de la platea era
inconcebible que pudiera sucederle algo en ese escenario de pacotilla; todo
había sido una continua estafa, una larga hora de pelucas y de árboles
pintados. Desde luego la infaltable dama de rojo invadía la melancólica paz del
estudio donde el perdón y quizá el amor de Howell se percibían en sus
silencios, en su manera casi distraída de romper la carta y echarla al fuego.
Parecía inevitable que la dama de rojo insinuara que la partida de Michael era
una estratagema, y también que Howell le diera a entender un desprecio que no
impediría una cortés invitación a tomar el té. A Rice lo divirtió vagamente la
llegada del criado con la bandeja; el té parecía uno de los recursos mayores
del comediógrafo; sobre todo ahora que la dama de rojo maniobraba en algún
momento con una botellita de melodrama romántico mientras las luces iban
bajando de una manera por completo inexplicable en el estudio de un abogado
londinense. Hubo una llamada telefónica que Howell atendió con perfecta
compostura (era previsible la caída de las acciones o cualquier otra crisis
necesaria para el desenlace); las tazas pasaron de mano en mano con las
sonrisas pertinentes, el buen tono previo a las catástrofes. A Rice le pareció
casi inconveniente el gesto de Howell en el momento en que Eva acercaba los
labios a la taza, su brusco movimiento y el té derramándose sobre el vestido
gris. Eva estaba inmóvil, casi ridícula; en esa detención instantánea de las
actitudes (Rice se había enderezado sin saber por qué, y alguien chistaba
impaciente a sus espaldas), la exclamación escandalizada de la dama de rojo se
superpuso al leve chasquido, a la mano de Howell que se alzaba para anunciar
algo, a Eva que torcía la cabeza mirando al público como si no quisiera creer y
después se deslizaba de lado hasta quedar casi tendida en el sofá, en una lenta
reanudación del movimiento que Howell pareció recibir y continuar con su brusca
carrera hacia los bastidores de la derecha, su fuga que Rice no vio porque
también él corría ya por el pasillo central sin que ningún otro espectador se
hubiera movido todavía. Bajando a saltos la escalera, tuvo el tino de entregar
su talón en el guardarropa y recobrar el abrigo; cuando llegaba a la puerta oyó
los primeros rumores del final de la pieza, aplausos y voces en la sala;
alguien del teatro corría escaleras arriba. Huyó hacia Kean Street y al pasar
junto al callejón lateral le pareció ver un bulto que avanzaba pegado a la
pared; la puerta por donde lo habían expulsado estaba entornada, pero Rice no
había terminado de registrar esas imágenes cuando ya corría por la calle
iluminada y en vez de alejarse de la zona del teatro bajaba otra vez por
Kingsway, previendo que a nadie se le ocurriría buscarlo cerca del teatro.
Entró en el Strand (se había subido el cuello del abrigo y andaba rápidamente,
con las manos en los bolsillos) hasta perderse con un alivio que él mismo no se
explicaba en la vaga región de las callejuelas internas que nacían en Chancery
Lane. Apoyándose contra una pared (jadeaba un poco y sentía que el sudor le
pegaba la camisa a la piel) encendió un cigarrillo y por primera vez se
preguntó explícitamente, empleando todas las palabras necesarias, por qué
estaba huyendo. Los pasos que se acercaban se interpusieron entre él y la
respuesta que buscaba; mientras corría pensó que si lograba cruzar el río (ya está
cerca del puente de Blackfriars) se sentiría a salvo. Se refugió en un portal,
lejos del farol que alumbraba la salida hacia Watergate. Algo le quemó la boca,
se arrancó de un tirón la colilla que había olvidado; y sintió que le
desgarraba los labios. En el silencio que lo envolvía trató de repetirse las
preguntas no contestadas, pero irónicamente se le interponía la idea de que
sólo estaría a salvo si alcanzaba a cruzar el río. Era ilógico, los pasos
también podrían seguirlo por el puente; por cualquier callejuela de la otra
orilla; y sin embargo eligió el puente, corrió a favor de un viento que lo
ayudó a dejar atrás el río y perderse en un laberinto que no conocía hasta
llegar a una zona mal alumbrada; el tercer alto de la noche en un profundo y
angosto callejón sin salida lo puso por fin frente a la única pregunta
importante, y Rice comprendió que era incapaz de encontrar la respuesta. No
dejes que me maten, había dicho Eva, y él había hecho lo posible, torpe y
miserablemente, pero lo mismo la habían matado, por lo menos en la pieza la
habían matado y él tenía que huir porque no podía ser que la pieza terminara
así, que la taza de té se volcara inofensivamente sobre el vestido de Eva y sin
embargo Eva resbalara hasta quedar tendida en el sofá; había ocurrido otra cosa
sin que él estuviera allí para impedirlo, quédate conmigo hasta el final, le
había suplicado Eva, pero lo habían echado del teatro, lo habían apartado de
eso que tenía que suceder y que él, estúpidamente instalado en su platea, había
contemplado sin comprender o comprendiéndolo desde otra región de sí mismo
donde había miedo y fuga y ahora, pegajoso como el sudor que le corría por el
vientre, el asco de sí mismo. "Pero yo no tengo nada que ver", pensó.
"Y no ha ocurrido nada; no es posible que cosas así ocurran." Se lo
repitió aplicadamente; no podía ser que hubieran venido a buscarlo, a
proponerle esa insensatez, a amenazarlo amablemente; los pasos que se acercaban
tenían que ser los de cualquier vagabundo, unos pasos sin huellas. El hombre
pelirrojo que se detuvo junto a él casi sin mirarlo, y que se quitó los
anteojos con un gesto convulsivo para volver a ponérselos después de frotarlos
contra la solapa de la chaqueta, era sencillamente alguien que se parecía a
Howell, al actor que había hecho el papel de Howell y había volcado la taza de
té sobre el vestido de Eva. "Tire esa peluca", dijo Rice, "lo
reconocerán en cualquier parte". "No es una peluca", dijo Howell
(se llamaría Smith o Rogers, ya ni recordaba el nombre en el programa).
"Qué tonto soy", dijo Rice. Era de imaginar que habían tenido
preparada una copia exacta de los cabellos de Howell, así como los anteojos
habían sido una réplica de los de Howell. "Usted hizo lo que pudo",
dijo Rice, "yo estaba en la platea y lo vi; todo el mundo podrá declarar a
su favor". Howell temblaba, apoyado en la pared. "No es eso",
dijo. "Qué importa, si lo mismo se salieron con la suya." Rice agachó
la cabeza; un cansancio invencible lo agobiaba. "Yo también traté de
salvarla", dijo, "pero no me dejaron seguir". Howell lo miró
rencorosamente. "Siempre ocurre lo mismo", dijo como hablándose a sí
mismo. "Es típico de los aficionados, creen que pueden hacerlo mejor que
los otros, y al final no sirve de nada." Se subió el cuello de la
chaqueta, metió las manos en los bolsillos. Rice hubiera querido preguntarle:
"¿Por qué ocurre siempre lo mismo? Y si es así, ¿por qué estamos
huyendo?" El silbato pareció engolfarse en el callejón, buscándolos.
Corrieron largo rato a la par, hasta detenerse en algún rincón que olía a
petróleo, a río estancado. Detrás de una pila de fardos descansaron un momento;
Howell jadeaba como un perro y a Rice se le acalambraba una pantorrilla. Se la
frotó, apoyándose en los fardos, manteniéndose con dificultad sobre un solo
pie. "Pero quizá no sea tan grave", murmuró. "Usted dijo que
siempre ocurría lo mismo." Howell le puso una mano en la boca; se oían
alternadamente dos silbatos. "Cada uno por su lado" dijo Howell.
"Tal vez uno de los dos pueda escapar." Rice comprendió que tenía
razón pero hubiera querido que Howell le contestara primero. Lo tomó de un
brazo, atrayéndolo con toda su fuerza. "No me dejes ir así", suplicó.
"No puedo seguir huyendo siempre, sin saber." Sintió el olor
alquitranado de los fardos, su mano como hueca en el aire. Unos pasos corrían
alejándose; Rice se agachó, tomando impulso, y partió en la dirección
contraria. A la luz de un farol vio un nombre cualquiera: Rose Alley. Más allá
estaba el río, algún puente. No faltaban puentes ni calles por donde correr.
Tomado de: «Todos los fuegos, el fuego», 1966
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