Truman Capote
Música para
camaleones
camaleones
Título original: Music For Chameleons
Traducción:
Benito Gómez Ibáñez
(salvo Handcarved Coffins, por Rolando Costa
Picazo)
Prefacio
Mi vida, al menos como artista, puede
proyectarse exactamente igual que la gráfica de la temperatura: las altas y
bajas, los ciclos claramente definidos.
Empecé a escribir cuando tenía ocho
años: de improviso, sin inspirarme en ejemplo alguno. No conocía a nadie que
escribiese y a poca gente que leyese. Pero el caso era que solo me interesaban
cuatro cosas: leer libros, ir al cine, bailar zapateado y hacer dibujos.
Entonces, un día comencé a escribir, sin saber que me había encadenado de por
vida a un noble pero implacable amo. Cuando Dios le entrega a uno un don,
también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse.
Pero, por supuesto, yo no lo sabía.
Escribí relatos de aventuras, novelas de crímenes, comedias satíricas, cuentos
que me habían referido antiguos esclavos y veteranos de la Guerra Civil. Al
principio fue muy divertido. Dejé de serlo cuando averigüé la diferencia entre
escribir bien y mal; y luego hice otro descubrimiento más alarmante todavía: la
diferencia entre escribir bien y el arte verdadero; es sutil, pero brutal. ¡Y,
después de aquello, cayó el látigo!
Así como algunos jóvenes practican el
piano o el violín cuatro o cinco horas diarias, igual me ejercitaba yo con mis
plumas y papeles. Sin embargo, nunca discutí con nadie mi forma de escribir; si
alguien me preguntaba lo que tramaba durante todas aquellas horas, yo le
contestaba que hacia los deberes. En realidad, jamás hice los ejercicios del
colegio. Mis tareas literarias me tenían enteramente ocupado: el aprendizaje en
el altar de la técnica, de la destreza; las diabólicas complejidades de dividir
los párrafos, la puntuación, el empleo del dialogo. Por no mencionar el plan
general de conjunto, el amplio y exigente arco que va del comienzo al medio y
al fin. Hay que aprender tanto, y de tantas fuentes: no solo de los libros,
sino de la música, de la pintura y hasta de la simple observación de todos los
días.
De hecho, los escritos más
interesantes que realice en aquella época consistieron en sencillas
observaciones cotidianas que anotaba en mi diario. Extensas narraciones al pie
de la letra de conversaciones que acertaba a oír con disimulo. Descripciones de
algún vecino. Habladurías del barrio. Una suerte de informaciones, un estilo de
«ver» y «oír» que más tarde ejercerían verdadera influencia en mí, aunque
entonces no fuera consciente de ello, porque todos mis escritos «serios», los
textos que pulía y mecanografiaba escrupulosamente, eran más o menos
novelescos.
Al cumplir diecisiete años, era un
escritor consumado. Si hubiese sido pianista, habría llegado el momento de mi
primer concierto público. Según estaban las cosas, decidí que me encontraba
dispuesto a publicar. Envié cuentos a los principales periódicos literarios
trimestrales, así como a las revistas nacionales que en aquellos días
publicaban lo mejor de la llamada ficción «de calidad» —Story, The New
Yorker, Harper's Bazaar, Mademoiselle, Harper's, Atlantic Monthly—, y en
tales publicaciones aparecieron puntualmente mis relatos.
Más tarde, en 1948, publiqué una
novela: Otras voces, otros ámbitos. Bien recibida por la crítica, fue un
éxito de ventas y, asimismo, debido a una extraña fotografía del autor en la
sobrecubierta, significó el inicio de cierta notoriedad que no ha disminuido a
lo largo de todos estos años. En efecto, mucha gente atribuyó el éxito
comercial de la novela a aquella fotografía. Otros desecharon el libro como si
fuese una rara casualidad: «Es sorprendente que alguien tan joven pueda
escribir tan bien.» ¿Sorprendente? ¡Sólo había estado escribiendo día tras
día durante catorce años! No obstante, la novela fue un satisfactorio remate al
primer ciclo de mi formación.
Una novela corta, Desayuno en
Tiffany's, concluyó el segundo ciclo en 1958. Durante los diez años
intermedios, experimenté en casi todos los campos de la literatura tratando de
dominar un repertorio de fórmulas y de alcanzar un virtuosismo técnico tan
fuerte y flexible como la red de un pescador. Desde luego, fracase en algunas
de las áreas exploradas, pero es cierto que se aprende más de un fracaso que de
un triunfo. Sé que aprendí, y más tarde pude aplicar los nuevos conocimientos
con gran provecho. En cualquier caso, durante aquella década de investigación
escribí colecciones de relatos breves (A Tree of Night, A Christmas Memory),
ensayos y descripciones (Local Color, Observations, la obra
contenida en The Dogs Bark), comedias (The grass Harp, House of
Flowers), guiones cinematográficos (Beat the Devil, The Innocents), y
gran cantidad de reportajes objetivos, la mayor parte para The New Yorker.
En realidad, desde el punto de vista
de mi destino creativo, la obra más interesante que produje durante toda esa
segunda fase apareció primero en The New Yorker, en una serie de
artículos y, a continuación, en un libro titulado The Muses Are Heard. Trataba
del primer intercambio cultural entre la URSS y los EE. UU.: un recorrido por Rusia
llevado a cabo en 1955 por una compañía de negros americanos que representaba Porgy
and Bess. Concebí toda la aventura como una breve «novela real» cómica: la
primera.
Unos años antes, Lillian Ross había
publicado Picture, su versión sobre la realización de una película, The
Red Badge of Courage; con sus cortes rápidos, sus saltos hacia adelante y
hacia atrás, también era como una película y, mientras la leía, me pregunte qué
habría pasado si la autora hubiese prescindido de su rígida disciplina lineal
al recoger los hechos de modo estricto y hubiera manejado su material como si
se tratara de ficción: ¿habría ganado el libro, o habría perdido? Decidí que,
si se presentaba el tema apropiado, me gustaría intentarlo: Porgy and Bess y
Rusia en lo más crudo de su invierno parecía ser el tema adecuado.
The Muses Are Heard recibió excelentes críticas; incluso
fuentes por lo general poco amistosas hacia mí se inclinaron a alabarlo. Sin
embargo, no atrajo ninguna atención especial y las ventas fueron moderadas. Con
todo, aquel libro fue un acontecimiento importante para mí: mientras lo
escribía, me di cuenta de que podría haber encontrado justamente una solución
para lo que siempre había sido mi mayor problema creativo.
Durante varios años me sentí cada vez
más atraído hacia el periodismo como forma artística en sí misma. Tenía dos
razones. En primer lugar, no me parecía que hubiese ocurrido algo
verdaderamente innovador en la literatura en prosa, ni en la literatura en
general, desde la década de 1920; en segundo lugar, el periodismo como arte era
un campo casi virgen, por la sencilla razón de que muy pocos artistas
literarios han escrito alguna vez periodismo narrativo, y cuando lo han hecho,
ha cobrado la forma de ensayos de viaje o de autobiografías. The Muses Are
Heard me situó en una línea de pensamiento enteramente distinta: quería
realizar una novela periodística, algo a gran escala que tuviera la
credibilidad de los hechos, la inmediatez del cine, la hondura y libertad de la
prosa, y la precisión de la poesía.
No fue hasta 1959 cuando algún
misterioso instinto me orientó hacia el tema —un oscuro caso de asesinato en
una apartada zona de Kansas—, y no fue hasta 1966 cuando pude publicar el
resultado, A sangre fría.
En un cuento de Henry James, creo que
The Middle Years, su personaje, un escritor en las sombras de la
madurez, se lamenta: «Vivimos en la
oscuridad, hacemos lo que podemos, el resto es la demencia del arte.» O palabras parecidas. En cualquier
caso, míster James lo expone en toda la línea; nos está, diciendo la verdad. Y
la parte más negra de las sombras, la zona más demencial de la locura, es el
riguroso juego que conlleva. Los escritores, cuando menos aquellos que corren
auténticos riesgos, que están ansiosos por morder la bala y pasar la plancha de
los piratas, tienen mucho en común con otra casta de hombres solitarios: los
individuos que se ganan la vida jugando al billar y dando cartas. Mucha gente
pensó que yo estaba loco por pasarme seis años vagando a través de las llanuras
de Kansas; otros rechazaron de lleno mi concepción de la «novela real»,
declarándola indigna de un escritor «serio»; Norman Mailer la definió como un
«fracaso de la imaginación», queriendo decir, supongo, que un novelista debería escribir
acerca de algo imaginario en vez de algo real.
Si, fue como jugarse el resto al
póquer; durante seis exasperantes arios estuve sin saber si tenía o no un
libro. Fueron largos veranos y crudos inviernos, pero seguí dando cartas,
jugando mi mano lo mejor que sabía. Luego resultó que tenía un libro. Varios críticos se quejaron de que «novela real» era un término para llamar la atención, un truco
publicitario, y que en lo que yo había hecho no figuraba nada nuevo ni
original. Pero hubo otros que pensaron de modo diferente, otros escritores que
comprendieron el valor de mi experimento y en seguida se dedicaron a emplearlo
personalmente; y nadie con mayor rapidez que Norman Mailer, quien ganó un
montón de dinero y de premios escribiendo «novelas reales» (The Armies of
the Night, Of a Fire on the Moon, The Executioner's Song), aunque siempre
ha tenido cuidado de no describirlas como «novelas
reales». No importa; es un buen escritor y un tipo estupendo, y me resulta
grato el haberle prestado algún pequeño servicio.
La línea en zigzag que traza mi fama
como escritor ha alcanzado una altura satisfactoria, y ahí la dejo descansar
antes de pasar al cuarto, y espero que último ciclo. Durante cuatro arios, más
o menos de 1968 a
1972, pase la mayor parte del tiempo leyendo y seleccionando, reescribiendo,
catalogando mis propias cartas y las cartas de otras personas, mis diarios y
cuadernos de notas (que contienen narraciones detalladas de centenares de
situaciones y conversaciones) de los arios de 1943 a 1965. Tenía intención
de emplear mucho de ese material en un libro que planeaba desde hacía tiempo:
una variante de la novela real. Titule el libro Answered Prayers, que es
una cita de Santa Teresa, quien dijo: «Más lágrimas se derraman por las
plegarias respondidas que por las no satisfechas.», En 1972 empecé a trabajar
en ese libro escribiendo el último capítulo en primer lugar (siempre es bueno
saber adónde va uno). Después, escribí el primer capítulo, «Unspoiled Monsters». Luego, el quinto, «A Severe Insulte for the Brain». A continuación, el séptimo, «La Cote Basque ». Seguí de esa manera,
escribiendo diferentes capítulos con el orden cambiado. Solo podía hacerlo
porque la trama o, mejor dicho, las tramas eran reales, así como todos los
personajes: no era difícil tenerlo todo en la cabeza, porque yo no había
inventado nada. Y, sin embargo, Answered Prayers no está pensada como un
roman a clef ordinaria, una forma donde los hechos están
disfrazados como ficción. Mi propósito es lo contrario: eliminar disfraces, no
fabricarlos.
En 1975 y 1976, publique cuatro
capítulos de ese libro en la revista Esquire. Provocaron la ira de
ciertos círculos, donde pensaron que yo estaba traicionando confianzas,
abusando de amigos y/o enemigos. No tengo intención de discutirlo; el tema
incluye política social, no mérito artístico. Nada más diré que lo único que un
escritor debe trabajar es la documentación que ha recogido como resultado de su
propio esfuerzo y observación, y no puede negársele el derecho a emplearlo. Se puede
condenar, pero no negar.
No obstante, deje de trabajar en Answered
Prayers en septiembre de 1977, hecho que no tiene nada que ver con ninguna
reacción pública a las partes ya publicadas del libro. La interrupción
ocurrió porque yo me encontraba ante un tremendo montón de problemas: sufría
una crisis creativa, y, al mismo
tiempo, personal. Como la última no tenía relación, o muy poca, con la primera,
solo es necesario aludir al caos creativo.
Ahora, a pesar de que fue un
tormento, me alegro de que ocurriese; en el fondo, modificó enteramente mi
concepción de la escritura, mi actitud hacia el arte y la vida y el equilibrio
entre ambas cosas, y mi comprensión de la diferencia entre lo verdadero y lo
que es realmente cierto.
Para empezar, creo que la mayoría de
los escritores, incluso los mejores, son recargados. Yo prefiero escribir de
menos. Sencilla, claramente, como un arroyo del campo. Pero note que mi
escritura se estaba volviendo demasiado densa, que utilizaba tres páginas para
llegar a resultados que debería alcanzar en un simple párrafo. Una y otra vez
leí todo lo que había escrito de Answered Prayers, y empecé a tener
dudas: no acerca del contenido, ni de mi enfoque, sino sobre la organización de
la propia escritura. Volví a leer A sangre fría y tuve la misma
impresión: había demasiados sectores en los que no escribía tan bien como
podría hacerlo, en los que no descargaba todo el potencial. Con lentitud, pero
con alarma creciente, leí cada palabra que había publicado, y decidí que nunca,
ni una sola vez en mi vida de escritor, había explotado por completo toda la
energía y todos los atractivos estéticos que encerraban los elementos del
texto. Aun cuando era bueno, vi que jamás trabajaba con más de la mitad, a
veces con solo un tercio, de las facultades que tenía a mi disposición. ¿Por
qué?
La respuesta, que se me reveló tras
meses de meditación, era sencilla, pero no muy satisfactoria. En verdad, no
hizo nada para disminuir mi depresión; de hecho, la aumentó. Porque la
respuesta creaba un problema en apariencia insoluble, y si no podía resolverlo,
más valdría que dejase de escribir. El problema era: ¿cómo puede un escritor
combinar con éxito en una sola estructura —digamos el relato breve— todo lo que
sabe acerca de todas las demás formas literarias? Pues esa era la razón por la
que mi trabajo a menudo resultaba insuficientemente iluminado; había fuerza,
pero al ajustarme a los procedimientos de la forma en que trabajaba, no
utilizaba todo lo que sabía acerca de la escritura: todo lo que había aprendido
de guiones cinematográficos, comedias, reportaje, poesía, relato breve, novela
corta, novela. Un escritor debería tener todos sus colores y capacidades
disponibles en la misma paleta para mezclarlos y, en casos apropiados, para
aplicarlos simultáneamente. Pero ¿cómo?
Volví a Answered Prayers. Elimine
un capitulo y volví a escribir otros dos. Una mejora; sin duda, una mejora.
Pero lo cierto era que debía volver al parvulario. ¡Ya andaba metido otra vez
en uno de aquellos desagradables juegos! Pero me anime; sentí que un sol
invisible se levantaba por encima de mí. No obstante, mis primeros experimentos
fueron torpes. Me encontraba realmente como un niño con una caja de lápices de
colores.
Desde un punto de vista técnico, la
mayor dificultad que tuve al escribir A sangre fría fue permanecer
completamente al margen. Por lo común, el periodista tiene que emplearse a sí
mismo como personaje, como observador y testigo presencial, con el fin de
mantener la credibilidad. Pero era que, para el tono aparentemente distanciado
de aquel libro, el autor debería estar ausente. Efectivamente, en todo el
reportaje intente mantenerme tan encubierto como me fue posible.
Ahora, sin embargo, me situé a mí
mismo en el centro de la escena, y de un modo severo y mínimo, reconstruí
conversaciones triviales con personas corrientes: el administrador de mi casa,
un masajista del gimnasio, un antiguo amigo del colegio, mi dentista. Tras
escribir centenares de páginas acerca de esa sencilla clase de temas, terminé
por desarrollar un estilo: había encontrado una estructura dentro de la cual
podía integrar todo lo que sabía acerca del escribir.
Más tarde, utilizando una versión
modificada de ese procedimiento, escribí una novela real corta (Ataúdes
tallados a mano) y una serie de relatos breves. El resultado es el presente
volumen: Música para camaleones.
¿Y cómo afectó todo esto a mí otro
trabajo en marcha, Answered Prayers?
En forma muy considerable. Entretanto, aquí estoy en mi oscura demencia,
absolutamente solo con mi baraja de naipes y, desde luego, con el látigo que
Dios me dio.
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