UN
FRATRICIDIO
Franz Kafka
(1916)
Se ha comprobado que el asesinato tuvo lugar de la siguiente manera:
Schmar, el asesino, se apostó alrededor de las nueve de la noche —una
noche de luna— en la intersección de la calle donde se encuentra la oficina de
Wese, la víctima, y la calle donde ésta vivía.
El aire de la noche era frío y penetrante. Pero Schmar vestía sólo un delgado traje azul; además, tenía la chaqueta
desabotonada. No sentía frío; por otra parte estaba todo el tiempo en movimiento,
su mano no soltaba el arma del crimen, mitad bayoneta y mitad cuchillo de
cocina, completamente desnuda. Miraba el cuchillo a la luz de la luna; la hoja
resplandecía; pero no lo suficiente para Schmar; la frotó contra las piedras
del pavimento, hasta sacar chispas; quizá se arrepintió de ese impulso, y para
reparar el daño, la pasó como el arco de un violín contra la suela de su
zapato, sosteniéndose sobre una sola pierna, inclinado hacia adelante,
escuchando al mismo tiempo el sonido del cuchillo contra el zapato, y el
silencio de la fatídica callejuela.
¿Por qué permitió todo esto el reservado Pallas, que a
poca distancia de allí contemplaba todo desde su ventana del segundo piso?
Misterio de la naturaleza humana. Con el cuello alzado, el
enorme cuerpo envuelto en la bata, meneando la cabeza, miraba hacia abajo.
Y a cinco casas de distancia, del otro lado de la calle,
la señora Wese, con el abrigo de piel de zorros sobre el camisón, miraba
también por la ventana, esperando a su marido que hoy tardaba más que de
costumbre.
Finalmente sonó la campanilla de la puerta del escritorio
de Wese, demasiado fuerte para la campanilla de una puerta; resonó en toda la
ciudad, hacia el cielo, y Wese, el laborioso trabajador nocturno, salió de la
casa, todavía invisible, sólo anunciado por el sonido de la campanilla;
inmediatamente, el pavimento registró sus tranquilos pasos.
Pallas se asoma todavía más; no se atreve a perder ningún
detalle. La señora Wese, tranquilizada por el sonido de la campanilla, cierra
rumorosamente la ventana. Pero Schmar se arrodilla; como en ese momento no
tiene ninguna otra parte del cuerpo descubierta, sólo apoya la cara y las manos
contra las piedras; donde todo se hiela, Schmar arde.
En la misma esquina en que ambas calles se encuentran, se detiene
Wese: sólo el bastón en que se apoya asoma por la otra calle. Un capricho. El
cielo nocturno lo atrae, el azul oscuro y el oro. Sin pensar lo contempla, se
levanta el sombrero y se acaricia el pelo; allá arriba, ninguna armoniosa
conjunción le señala su futuro inmediato; todo sigue en su insensato,
inescrutable lugar. Desde el punto de vista de Wese, es muy razonable que siga
su camino; pero se encamina hacia el cuchillo de Schmar.
—¡Wese! —grita Schmar, en punta de pies, con el brazo
extendido, y el cuchillo vertical—
¡Wese! Julia te esperará en vano.
Y a derecha, y a izquierda del cuello y finalmente en lo
más hondo del vientre hunde
Schmar su arma. Las ratas de agua hacen cuando las abren
un ruido semejante al ruido que hace Wese.
—Ya está —dice Schmar y arroja el cuchillo, esa inútil
carga ensangrentada, hacia el frente de la casa contigua–. ¡Éxtasis del crimen!
Alivio, sensación de alas que el fluir de la sangre ajena nos provoca. Wese,
vieja sombra nocturna, amigo, compañero de cervecería, te desangras en el
oscuro pavimento de la calle. ¡Por qué no serás una simple vejiga llena de
sangre, para que yo me suba sobre ti y te haga desaparecer totalmente! No todo
lo que deseamos se cumple, no todos los sueños que florecen dan fruto, tus
grávidos restos permanecen aquí, ya indiferentes a cualquier puntapié. ¿De qué
sirve esa muda pregunta que a través de ellos nos formulas?
Pallas, tratando de disimular la confusión de espantos de
su cuerpo, aparece en la puerta de la casa, abierta de par en par.
—¡Schmar! ¡Schmar!
Todo fue visto, nada quedó oculto. Pallas y Schmar se
escudriñan mutuamente. Esto tranquiliza a Pallas; Schmar no llega a ninguna
conclusión.
La señora Wese, con una muchedumbre a cada lado, se acerca
veloz, el rostro totalmente envejecido por el terror. El abrigo de piel se
abre, la señora se arroja sobre
Wese, a quien ese cuerpo envuelto en un camisón pertenece;
el abrigo de piel que se abate sobre el matrimonio, como el césped de una
tumba, pertenece a la multitud.
Schmar, conteniendo con dificultad su última náusea, apoya
la boca sobre el hombro del policía que con livianos pasos se lo lleva.
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